57

Gray no dijo nada en el viaje de vuelta en helicóptero a Washington. Hemingway no trató de imaginar qué estaría pensando, ya tenía bastante con lo suyo.

Aterrizaron en el NIC y Gray bajó del helicóptero.

—¿Quiere ir a casa, señor? —le preguntó Hemingway.

El otro le miró con expresión incrédula.

—El presidente ha desaparecido. Tengo mucho trabajo.

Entró en la sede del NIC y el helicóptero despegó de nuevo. Hemingway dio instrucciones al piloto por los auriculares. Tyler Reinke las confirmó y se dirigieron al oeste.

Hemingway miró el suelo del helicóptero. En el compartimiento de carga situado treinta centímetros debajo de él, el presidente James Brennan dormía plácidamente.

A las pocas horas, hasta en los lugares más remotos del planeta se conocían algunos detalles de lo sucedido en la pequeña ciudad de Brennan, Pensilvania.

El Servicio Secreto había aplicado de inmediato la continuidad del plan gubernamental protegiendo a todas las personas de la cadena de mando hasta el secretario de Estado. El vicepresidente Ben Hamilton había asumido el cargo de jefe del ejecutivo según lo establecido en la Vigesimoquinta Enmienda de la Constitución; era la primera vez que se aplicaba ante el secuestro de un presidente.

Y el presidente en funciones no era un hombre feliz.

Hamilton había destrozado verbalmente al director del Servicio Secreto. Luego había convocado a los jefes de todas las agencias de inteligencia en la Casa Blanca para reprenderlos por no haber anticipado una operación que, a todas luces, había necesitado mucha planificación y recursos humanos. Era bien sabido que el vicepresidente aspiraba a ser presidente. Resultaba obvio que, aparte del daño que el secuestro causaba al país, no le resultaba beneficioso asumir el mando supremo de ese modo.

Acto seguido, ordenó a Carter Gray que acudiera al Despacho Oval esa noche.

A decir de todos, Gray se tomó la diatriba con calma. Cuando Hamilton acabó, Gray le preguntó con toda tranquilidad si podía marcharse para proseguir la búsqueda del presidente y traerlo de vuelta sano y salvo. La respuesta del nuevo mandatario, según las fuentes que la oyeron a través de las gruesas paredes, no era apta para publicarse en ningún periódico.

A petición de Kate, Adelphia y el Camel Club se reunieron de nuevo en la cochera al regresar de Brennan. Adelphia todavía parecía horrorizada. Kate le dio agua y un paño húmedo, pero se quedó mirándose las manos y meneando la cabeza.

—Alex está bien —dijo Kate—. Aunque no he podido verle, hemos hablado por teléfono unos minutos.

—Seguro que está dando parte de lo sucedido —replicó Reuben—. Estaba en pleno meollo. Tal vez vio algo que podría ayudar.

—¿Qué pudo ver que sirva de ayuda? —preguntó Stone.

—Tiroteos, gente muriendo y coches en llamas —enumeró Caleb.

—Y el secuestro del presidente —añadió Milton.

—Pero antes de eso ya le pasaba algo —dijo Caleb—. Lo vi en la pantalla gigante. Se estaba apretando el pecho.

—¿Un infarto? —sugirió Reuben.

—Es posible —dijo Stone.

—Bueno, los árabes estaban disparando —añadió Reuben—. Cogí una de sus armas antes de que se lo cargaran.

—Fue un ataque coordinado, de eso no hay duda —comentó Stone—. Incluso en medio de aquel caos me pareció obvio. Francotiradores y hombres que se inmolaban vivos y luego más francotiradores. Secuencias de disparos con blancos predeterminados.

—Al menos la limusina presidencial logró escapar —observó Kate—, aunque acabaran secuestrando al presidente.

—Sí —dijo Stone—, pero seguramente los autores lo planificaron de modo que la limusina lograra escapar tras separarse del resto de la caravana. —Miró a Milton, que tecleaba a toda velocidad en su portátil—. ¿Alguna novedad?

—Se ha confirmado la desaparición del presidente; hubo un enfrentamiento encarnizado frente al hospital Mercy de Brennan.

—El hospital Mercy —repitió Stone pensativamente—. Si el presidente se encontraba mal, tenían que llevarlo allí, es el procedimiento normal.

—Pero quemaron la ambulancia —dijo Kate.

—También formaba parte del plan —replicó Stone.

Caleb les miró.

—¿Y ahora qué?

—Debemos hablar con Alex; tiene que ver la grabación —dijo Kate.

—Ahora estará más que ocupado —comentó Reuben.

—Iré a verle en cuanto regrese a casa —dijo Kate—. Sé que querrá ayudarnos.

Sin embargo, Stone no parecía tan convencido.

En la sede del Servicio Secreto, la sala de crisis bullía de actividad. Aunque oficialmente el FBI se ocupaba de la investigación, el servicio no pensaba mantenerse al margen.

Alex Ford, con el brazo vendado, las costillas magulladas y los pulmones pesados como si aún estuvieran llenos de hollín, había dado parte de lo sucedido por décima vez y, a su vez, le habían informado de los últimos acontecimientos.

—Tenemos al guardia de seguridad del hospital —dijo Wayne Martin, director del Servicio Secreto—. Los dos hombres de la ambulancia murieron durante un tiroteo, pero tenemos a ese cabrón.

—¿Y el presidente? —preguntó Alex.

—No sabemos nada —dijo Martin—. Creemos que lo trasladaron a otro vehículo. Es posible que participara una mujer llamada Djamila Saelem. Trabajaba de niñera para un matrimonio de Brennan, los Franklin. Maniató a la señora Franklin y se llevó a los niños. Luego liberó a los niños, pero murió al intentar atropellar a unos policías.

—¿Qué relación guarda con el presidente? —preguntó otro agente.

—Creemos que usó a los niños para pasar los controles. Una niñera con tres niños llorones no ocupa el primer lugar de la lista de sospechosos.

—Sigo sin entenderlo —comentó el mismo agente.

—Cuando los policías inspeccionaron la furgoneta que Djamila conducía encontraron un compartimiento secreto en la parte trasera. Estaba revestido de cobre y plomo y tenía la forma de un hombre de las dimensiones aproximadas del presidente, y espacio para una botella de oxígeno. La señora Franklin explicó que la niñera se alteró cuando le dijo que había cambiado de planes e iría a la ceremonia con los niños. Eso habría fastidiado el plan, así que tuvo que quitarla de en medio.

—¿Ha hablado? —preguntó Alex—. Me refiero al guardia de seguridad.

—El FBI ha asumido la investigación —dijo Martin con amargura—, pero introdujimos sus huellas en el sistema y no salió nada.

—Señor, ese tipo no es un principiante. No me creo que sea su primera operación —dijo Alex.

—Ya, pero supongo que es la primera vez que lo atrapan —conjeturó Martin.

Entonces Alex formuló la pregunta que más temía:

—¿Cuántos muertos, señor?

Martin lo miró extrañado.

—Contando los del recinto ceremonial y lo sucedido en la ciudad, veintiún terroristas.

—Me refiero a los nuestros.

Martin miró a los hombres y mujeres que había en la sala.

—No es del dominio público y no lo será hasta que sepamos qué está pasando. —Hizo una pausa—. De momento no hemos tenido bajas.

Alex se levantó y lo miró.

—¿De qué está hablando? Había agentes cayendo por todas partes. Estaba allí. Los vi, joder. ¿Se trata de alguna jugarreta política de mierda? Si es así, da asco.

—Tranquilo, Alex —dijo Martin—. Sé que estás tomando medicinas fuertes para el dolor, pero será mejor que no me hables así.

Alex respiró hondo y se sentó de nuevo.

—Tuvimos bajas, señor.

—Dispararon a los nuestros, a más de veinticinco, aparte de a unos quince uniformados. Y al doctor Bellamy. —Hizo una pausa—. Pero les dispararon dardos sedantes. Todos se han recuperado. Por eso los francotiradores pudieron pasar las armas por los magnetómetros. Las armas y los dardos eran de materiales compuestos, sin metal. —Hizo una pausa y añadió—: Nada de esto debe salir de esta sala.

Los presentes se miraron entre sí.

—¿Armas sedantes? En el hospital no dispararon dardos sedantes. Eran balas de verdad.

—Los francotiradores dispararon dardos a los otros dos agentes que encontramos allí. Luego se enfrentaron a los refuerzos con munición real. Sin embargo, a pesar de estar a mayor altura y disponer de uno de los mejores rifles de francotirador del mercado, no hirieron a nadie con munición real. Los testigos dicen que los francotiradores dispararon alrededor de los nuestros. Lanzaron ráfagas de disparos frente al hospital para mantenernos alejados. Eso parece obvio ahora. Al parecer no efectuaron disparos mortales, aunque nuestros agentes aseguran que les sobraron oportunidades. No digo que lo entienda, pero esos son los hechos.

Alex se tocó el brazo herido.

—Conmigo usaron munición real.

—Felicidades, has sido el único. Supongo que no previeron que intentases estropearles los planes.

—Está claro que no los estropeé lo suficiente.

Martin lo miró de hito en hito.

—Hiciste cuanto habría hecho cualquier agente.

Alex no le agradeció el cumplido.

—El plan consistía en trasladar al presidente al hospital sin el contingente de seguridad normal. Conocían bien nuestros métodos y procedimientos y los usaron en nuestra contra. Creemos que el hecho de que usasen munición letal es buena señal para el presidente. Podrían haberlo matado fácilmente.

—O sea que lo utilizarán para chantajearnos y no exigirán dinero —comentó otro agente.

—Es lo más probable —admitió Martin—. Vete a saber qué pedirán.

—Pero ¿por qué tomarse la molestia de no matarnos, señor? —preguntó Alex exasperado—. Esa es su pauta, basta con recordar el 11-S, el USS Cole y Grand Central. Y murieron durante el ataque. No tiene sentido.

—Cierto, no tiene sentido. Parece que pisamos un terreno nuevo. —Martin cogió un mando a distancia y lo apuntó hacia una enorme pantalla de plasma colgada de la pared—. Acaba de llegarnos esta grabación. Quiero que os sentéis y la observéis atentamente. Si alguien ve algo extraño, que lo diga alto y claro.

Se encendió el aparato y Alex contempló el desarrollo de los terribles acontecimientos de Brennan.

Lo vieron tres veces y, si bien algunos agentes realizaron comentarios, ninguno advirtió nada anormal. Resultaba obvio que los terroristas estaban organizados y eran muy disciplinados.

—Quitaron de en medio al doctor Bellamy y la ambulancia para que tuviéramos que llevar al presidente al hospital —dijo Martin—. Luego usaron un camión con remolque y derribaron el depósito de agua para impedir el paso de los refuerzos. Muy listos.

—Pero el presidente tenía mal aspecto —dijo Alex—. Recuerdo que se llevaba las manos al pecho. Cuando llegamos al hospital me dijo que se estaba muriendo. Le tomé el pulso y parecía correcto, pero no soy médico.

—El personal del hospital dijo que un médico le inyectó algo y perdió el conocimiento —añadió Martin.

—No podían confiar en que enfermase y le llevaran al Mercy —dijo Alex—. Tuvieron que hacerlo de alguna manera en la ceremonia.

—Vale, pero no sabemos cómo lo hicieron.

—Quizá le dieron con un dardo —conjeturó otro agente.

—Es posible. Los dardos son silenciosos, pero nadie vio armas hasta la primera descarga de disparos. Hemos repasado la grabación cientos de veces. El presidente no se estremece ni hace gestos que indiquen que le han dado. Incluso con un dardo se produce una reacción física en el momento del impacto.

En ese momento entró Jerry Sykes con un documento.

—Acaba de llegar, señor.

Martin lo leyó y miró a los reunidos.

—El Mercy ha informado de que cinco personas han acudido al hospital quejándose de problemas respiratorios y síntomas de ataque cardíaco. Nos han enviado un resumen de la descripción de esas personas y otros detalles. Ahora mismo las están tratando, pero no parecen estar enfermas.

—Tal vez se trate de alguna clase de agente biológico liberado en el aire —sugirió Sykes.

—¿Y sólo ha afectado al presidente y a pocos más? Vaya agente biológico más ineficaz —repuso Martin.

Alex observaba la pantalla.

—¿Las cinco personas que acudieron al hospital eran un miembro de la Guardia Nacional, dos ancianos, una joven y una señora?

Martin lo comprobó en el documento.

—¿Cómo coño lo sabías?

Alex señaló la pantalla y dijo:

—Retroceda y ponga esa secuencia a cámara lenta.

Todos observaron a Brennan estrechando las manos en la línea acordonada.

—Vale, párelo ahí —pidió Alex.

Martin lo hizo.

—Observad la mano del tipo —dijo Alex señalando la prótesis del guardia nacional.

—No es de verdad, Alex —dijo Sykes—. Varios agentes se percataron de ello.

—Sí, yo también —dijo Alex—. Le estrecha la mano con la derecha, que es artificial. Luego veréis a Brennan estrechando otras cinco manos. Póngalo en marcha.

El guardia nacional saludó al presidente.

—Párelo ahí —dijo Alex—. Le saluda con la izquierda o con el garfio izquierdo. ¿Una mano y un garfio?

—A lo mejor está esperando que le hagan la otra —dijo Martin con impaciencia.

—Pero ¿por qué estrecha con la mano derecha y saluda con la izquierda?

—Soy zurdo —dijo Sykes—, pero la mayoría de la gente es diestra, así que casi siempre estrecho la mano con la derecha, pero a veces saludo con la izquierda. ¿Y qué?

—Vale, ¿alguien ha visto algo? —preguntó Martin.

Alex siguió observando la mano.

—¿Puede hacer un zoom sobre la mano del tipo?

Martin y Sykes arrugaron el entrecejo.

—Hacedme caso —dijo Alex—. Tampoco puede decirse que los demás hayáis visto algo.

Martin pulsó el botón del zoom hasta que la prótesis llenó la pantalla.

—Fijaos en eso —dijo Alex.

—¿En qué? —preguntó Martin.

—En la humedad que hay en la palma del tipo.

Sykes resopló.

—Es sudor. Era un día caluroso, Alex.

—Cierto. Era un día caluroso, pero las manos artificiales no sudan.

—¡Maldita sea! —exclamó Martin mirando la pantalla de hito en hito.

Poco después, mientras todos abandonaban la sala, Martin detuvo a Alex.

—No tienes que avergonzarte de nada —le dijo—. Es más, eres un jodido héroe.

—No se lo cree ni usted —replicó Alex—. Y yo menos.