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Djamila condujo lentamente de regreso a la casa de los Franklin desde el punto de encuentro. El traslado del presidente desde la furgoneta hasta el medio de transporte definitivo se había realizado sin contratiempos en apenas un minuto. Encendió la radio para ahogar el alboroto de los niños en el asiento trasero y oír las noticias. Todas las emisoras anunciaban los insólitos acontecimientos, aunque no parecían tener mucho sentido. Había informes de muchos muertos, pero parecía que al país entero, que había estado viendo el acto por la televisión, le aliviaba que hubieran llevado al presidente al hospital a toda prisa. Pronto sabrían que la verdad era bien distinta.

Tan enfrascada iba Djamila en sus pensamientos que no se percató de que los coches patrulla comenzaban a acercársele por detrás. Finalmente, miró por el retrovisor y vio las luces de emergencia. Oyó que le daban una orden por el megáfono:

—¡Detenga la furgoneta y salga de inmediato!

Djamila no detuvo la furgoneta y no tenía intención alguna de salir de inmediato. Es más, aceleró un poco.

En el primer coche patrulla los agentes se miraron entre sí.

—Parece que todavía lleva a los niños.

El otro policía asintió.

—Podemos cerrarle el paso y convencerla de que salga.

—Sí, pero ¿y si no quiere salir? Llama a una unidad de francotiradores, rápido.

—Creo que no queda ninguna. Joder, no hemos tenido ni un asesino en cuatro años y ahora, en un día, atacan al presidente y una niñera pirada secuestra a los niños que cuida.

A medio kilómetro de distancia otro coche patrulla bloqueaba la carretera. Djamila lo vio, salió del asfalto y condujo por la hierba. Los coches patrulla se disponían a perseguirla, pero se detuvieron al ver que Djamila giraba, encaraba la furgoneta hacia la carretera y frenaba. Se quitó el cinturón de seguridad y pasó al asiento trasero.

—¿Qué coño pasa? —dijo un policía—. ¿Crees que le hará daño a los niños?

—¿Quién sabe? ¿Qué hay del francotirador?

—Se rieron cuando les pedí uno; diría que no es una buena señal.

—No podemos arriesgarnos a disparar con los niños dentro.

—¿Qué hacemos entonces?

—¡Mira! Se está abriendo la puerta lateral.

Vieron que un brazo depositaba al bebé en el suelo con su silla de seguridad. A continuación sucedió otro tanto con los dos niños.

—No lo entiendo —dijo el policía que iba en el asiento del pasajero.

—Si intenta atropellados, dispara contra los neumáticos y yo le dispararé a la cabeza por el parabrisas —replicó el otro.

Los policías salieron del coche; uno llevaba una pistola y el otro un fusil.

Sin embargo, Djamila no pensaba hacer daño a los niños. Los miró uno á uno mientras se sentaba de nuevo al volante e incluso saludó al mayor.

—Adiós, Timmy —le dijo por la ventanilla—. Adiós, niño malo.

—Djamila —respondió el niño, sollozando mientras se despedía con la mano.

Aunque a Djamila no le caía bien Lori Franklin, se alegraba de no haberla matado. Los niños necesitaban a su madre. Sí, los niños siempre necesitaban a su madre.

Extrajo un papel del bolso y anotó algo. Lo dobló con esmero y lo sujetó con la mano. Puso la primera, avanzó y regresó a la carretera.

Otro coche patrulla se había sumado a la persecución. Djamila se dirigió hacia los dos policías que estaban junto al coche patrulla.

—Detenga el coche —le dijo uno de ellos por el megáfono.

Ella no se detuvo; aceleró.

—¡Detenga el vehículo o abriremos fuego! —Los dos policías la apuntaron con las armas. Uno de los coches patrulla la cercó por detrás y el otro fue a recoger rápidamente a los niños.

—Dispara a los neumáticos —ordenó uno de los policías mientras la furgoneta se les echaba encima.

Los dos dispararon y destrozaron los neumáticos delanteros. Djamila pisó a fondo el acelerador y la furgoneta traqueteó a toda velocidad sobre los neumáticos reventados.

—¡Deténgase! —gritó el policía por el megáfono.

Los que perseguían a Djamila dispararon contra los neumáticos traseros, pero la furgoneta siguió avanzando, dando bandazos en dirección a los dos policías.

—¡Está loca! —exclamó uno de ellos—. ¡Nos atropellará!

—¡Deténgase o le dispararemos!

Djamila ni siquiera le oía. Salmodiaba una y otra vez en árabe: «No hay otro dios excepto Alá». Por unos instantes, mientras conducía a toda velocidad, pensó en un joven llamado Ahmed que, a pesar de haberle robado el corazón, no la conocía. Ahmed, el poeta, que ahora estaba muerto, seguramente en el paraíso. Pensó en el profeta Mahoma subiendo la miraj, o escalera, aquella fatídica noche hasta llegar a la Mezquita Lejana, el «séptimo paraíso» sagrado. Era el paraíso prometido y sería hermoso. Mucho mejor que cualquier cosa en la Tierra.

No quitó el pie del acelerador y la furgoneta destrozada se abalanzó sobre los policías. La escopeta y la pistola rugieron a la vez. El parabrisas de la furgoneta estalló y el vehículo se desvió y chocó contra un árbol.

El claxon de la furgoneta comenzó a sonar. Los policías se acercaron corriendo y abrieron la puerta del conductor con cautela. La cabeza ensangrentada de Djamila descansaba sobre el volante con los ojos abiertos, aunque ya no veía nada. Mientras los policías retrocedían, un trozo de papel cayó al suelo revoloteando. Uno de ellos lo recogió.

—¿Qué dice? —preguntó el otro—. ¿Es una nota de suicidio?

La miró, se encogió de hombros y se la entregó a su compañero.

—No entiendo el chino.

De hecho, era árabe. Djamila había anotado algo.

La hora y fecha exactas de su muerte.