George Franklin aparcó en la entrada de la casa. Había venido del otro extremo de Brennan, lejos del recinto ceremonial, y no había encendido la radio.
—¿Lori? —llamó—. ¿Djamila? —Dejó las llaves en la encimera de la cocina y recorrió la casa llamándolas. Abrió la puerta del garaje y se quedó perplejo al ver aparcados el descapotable de su mujer y el monovolumen Navigator.
¿Se habrían marchado todos en la furgoneta de Djamila?
—¿Lori? ¿Niños?
Fue escaleras arriba y comenzó a inquietarse. Al abrir la puerta del dormitorio, la inquietud dio paso al pánico al ver el teléfono en el suelo y la sábana destrozada.
—¿Lori, cariño?
Oyó un ruido procedente del vestidor. Abrió las puertas de golpe y vio a su mujer maniatada. Los ojos de Lori no enfocaban bien, pero parecía mirarle. George se apresuró a quitarle la mordaza.
—Por Dios, Lori, ¿qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? —dijo frenéticamente.
Lori articuló la palabra, pero Franklin no la entendió.
—¿Quién?
—Djamila… tiene a los niños. —Acto seguido rompió a sollozar y su marido la abrazó.
La ambulancia entró rápidamente en el taller y las puertas se cerraron de inmediato. Adnan y Ahmed salieron de un salto, abrieron la puerta trasera y descargaron al presidente.
Djamila ya había abierto la parte posterior de la furgoneta y estaba junto a la puerta del pasajero, tratando de calmar a los niños. Estaban alterados pero, por suerte, eran demasiado pequeños como para liberarse de la sillita de seguridad.
Djamila fue hacia la parte trasera de la furgoneta y pulsó un botón oculto. El suelo se levantó dejando al descubierto un compartimiento. Estaba revestido de cobre y plomo y dividido en dos formas: una de un hombre en posición fetal y la otra de un pequeño objeto cilíndrico. La forma del hombre coincidía con las medidas del presidente James Brennan más un par de centímetros alrededor de margen.
Djamila observó al joven que se había apartado para permitir que el médico, Adnan y el otro hombre presente levantaran a Brennan de la camilla.
—¿Ahmed? —preguntó en tono incrédulo.
Él la miró.
—Ahmed, soy yo, Djamila. —Era Ahmed, el poeta iraní, el que le había escrito la fecha y hora exactas de su muerte, el joven que le había dado tantos consejos sabios y con el que esperaba compartir el paraíso.
Sin embargo, él la miró de una manera extraña que no recordaba haberle visto nunca, ni siquiera durante sus arrebatos oratorios. Ella se asustó.
—No te conozco —dijo él con amargura—. No me hables, mujer.
Djamila retrocedió un pasó, con el corazón destrozado por aquella respuesta.
Mientras trasladaban a Brennan de la camilla a la furgoneta, Ahmed se acercó a la ambulancia. Djamila le vio introducir la mano en la parte posterior, pero no consiguió ver qué hacía.
Cuando Ahmed se acercó a los demás, Djamila intervino de nuevo.
—Ahmed, estuvimos juntos en los campamentos de Pakistán. Tienes que acordarte de mí.
Él ni siquiera se molestó en replicar.
Djamila gritó al verle con un cuchillo en la mano dirigido al cuello del presidente.
Adnan fue más rápido y derribó a Ahmed de un empujón.
—¡Idiota! —gritó Ahmed mientras se levantaba; Adnan le apuntaba con una pistola—. ¿No sabes quién es este? —Señaló a Brennan—. Es el presidente de Estados Unidos. El rey del mal. Ha destruido todo lo que teníamos.
—No le matarás —dijo Adnan.
—¡Hazme caso! —gritó Ahmed—. No volveremos a tener esta oportunidad. ¿Es que no te das cuenta? Los americanos seguirán matando. Nos matarán con sus tanques y aviones. Pero ahora podemos matar a su líder. Eso destruirá a América.
—¡No! —gritó Adnan.
—¿Por qué? —chilló Ahmed—. ¿Por el plan? —preguntó con sorna—. ¿Un plan urdido por un americano? ¿Es que no te das cuenta? Todo esto no es más que un complot para matarnos. Lo sabía. Siempre lo he sabido. Pero ahora nos vengaremos. —Sostuvo el cuchillo en alto—. Lo haremos ahora.
—No quiero matarte, Ahmed, pero lo haré.
—¡Mátame entonces!
Ahmed se abalanzó hacia delante y Adnan disparó.
Djamila gritó mientras Ahmed se desplomaba tras recibir el disparo en el centro del pecho. Adnan guardó el arma en la pistolera y apartó el cadáver de Ahmed. Djamila observó al poeta muerto con el rostro anegado en lágrimas.
Los otros siguieron trajinando con toda tranquilidad, como si hubiera muerto una cucaracha en lugar de un hombre. Colocaron a Brennan en el compartimiento y una botella de oxígeno en el otro hueco. El médico le ajustó una mascarilla en la cara y activó el suministro de oxígeno.
Adnan cerró el compartimiento y se volvió hacia Djamila, que seguía sollozando.
—Me conocía —dijo entre sollozos—. Era mi Ahmed.
Adnan la abofeteó a modo de respuesta. Ella se quedó tan perpleja que dejó de llorar de inmediato.
—Ahora sube a la furgoneta —le ordenó Adnan— y haz tu trabajo.
Sin mediar palabra, la mujer obedeció. La puerta del taller se abrió y la furgoneta salió a toda velocidad.
Adnan miró a los otros dos hombres y señaló con la cabeza el cadáver de Ahmed. Lo recogieron y lo lanzaron al foso mientras Adnan se vendaba el brazo herido, donde Alex le había disparado.
Adnan había sospechado que Ahmed intentaría algo. Lo había estado vigilando de cerca desde que habían cargado al presidente en la ambulancia.
Instantes después, los tres subían a la ambulancia; Adnan pasó a ser el paciente, el médico le atendía y el tercer hombre conducía. Ese era el plan original de huida, en el que también estaba Ahmed.
A pesar de esa tapadera, Adnan sabía que les habían visto en el hospital, y ahora estaba herido. Era posible que les detuvieran en algún control de carretera. En cualquier caso, servirían de señuelo. Poco después todo acabaría. Adnan miró al médico, un hombre de unos cincuenta años, y a juzgar por su expresión supo que pensaba lo mismo. Cerró los ojos y se sujetó el brazo herido. El dolor no era insoportable; había sufrido mucho más en el pasado. Sólo sería otra cicatriz en su colección personal. Sin embargo, presentía que sería la última. No pensaba pudrirse en una cárcel americana ni dejar que lo electrocutasen como a un animal.
Después de inspeccionar y evacuar el bloque de pisos, los policías habían arrojado varias granadas en el apartamento de la sexta planta. Sólo entonces, después del enfrentamiento más encarnizado jamás visto en Pensilvania desde Gettysburg, fue posible abatir a los dos francotiradores. Cuando los policías irrumpieron en el apartamento, encontraron los cadáveres de los dos hombres que habían disparado miles de balas con las M-50, que ardían al tacto de tanto uso.
El hospital se evacuó y encontraron a Alex Ford tendido en el asfalto, sangrando. Cuando lo reanimaron les contó lo ocurrido, y se ordenó la búsqueda de la ambulancia.
Djamila se topó con el primer control apenas cinco minutos después de salir de Brennan. Tenía tres coches por delante y la policía obligaba a salir del vehículo a los ocupantes.
Miró a los niños. El bebé se había dormido, pero los otros dos seguían llorando sin cesar, y a ella misma las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Ahmed le había dicho que no la conocía y que no le hablara. Y lo habían matado delante de sus ojos. Había intentado apuñalar al presidente. Se había rebelado contra el plan y lo había pagado con la muerte. Sin embargo, lo que más le dolía eran sus palabras: «No te conozco». El odio lo había consumido y había destrozado el corazón del poeta. Para Djamila, esa era la única explicación plausible de lo sucedido.
Un golpecito en la ventanilla le devolvió a la realidad. Era la policía. Bajó la ventanilla y el policía oyó el llanto de los niños.
—Señora, ¿están bien los niños?
—Están asustados —respondió Djamila—. Yo también lo estoy. Hay sirenas y policía y gente corriendo y chillando. Vengo del centro y hay gente gritando por todas partes. Es una locura, el mundo ha enloquecido. Llevo a los niños a su casa. Soy la niñera —añadió, aunque era innecesario. Comenzó a sollozar, lo cual provocó que los niños lloraran con más ahínco. El bebé despertó y contribuyó con sus berridos al llanto general.
—Vale, vale —dijo el agente—. Nos daremos prisa.
Hizo una seña a sus hombres. Repasaron la furgoneta, incluso los bajos. Pasaron apenas a unos centímetros del lugar en que el presidente yacía inconsciente, pero la policía estaba deseosa de inspeccionar el siguiente coche. A juzgar por el mal olor que procedía del asiento trasero, los tres niños se habían hecho las necesidades encima.
Los agentes cerraron las puertas.
—Buena suerte —le dijo uno de ellos y le indicó que siguiera.
Al cabo de un minuto, tras varios intentos, George Franklin logró hablar con la policía e informó de lo sucedido, facilitando la descripción de Djamila, los niños y la furgoneta. Sin embargo, Djamila estaba de camino al punto de encuentro acordado antes de que el mensaje llegara a los controles policiales.
Diez minutos más tarde, el helicóptero negro sobrevoló el recinto ceremonial y aterrizó en el aparcamiento. Se abrió una de las puertas, Hemingway saltó y corrió al encuentro de Gray, que estaba hablando con varios agentes federales.
—Dios mío, señor, regresábamos de Nueva York cuando nos enteramos de todo. ¿Sigue con vida el presidente?
Gray se había recuperado por completo.
—Acabamos de saber que lo han secuestrado —respondió—. Tengo que volver a Washington lo antes posible.
Al cabo de tinos instantes, el helicóptero se elevó y se dirigió al sur.