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Reuben ayudó a Kate y Adelphia a trepar la valla y luego se reunieron con los otros miembros del Camel Club. Mientras la muchedumbre pasaba gritando junto a ellos, se detuvieron unos instantes para darse un respiro.

—Dios mío —dijo Kate, pálida, mientras buscaba con la mirada a Alex Ford.

—Ser horrible —gimió Adelphia—, ser como Polonia y Unión Soviética.

Stone recorrió con la mirada el recinto ceremonial, salpicado de cadáveres. El césped se había teñido de rojo. Los tiradores federales tenían controlada la situación; aseguraban la zona e iban de cadáver en cadáver, cerciorándose de que los terroristas árabes estaban muertos y bien muertos. Sin embargo, incluso desde el otro lado de la valla, Stone veía que no quedaba ni un atisbo de vida en aquellos cuerpos acribillados y calcinados.

Todos los hombres del capitán Jack habían muerto; muchos de los fedayin habían resultado desfigurados e irreconocibles por las quemaduras.

Se oían sirenas a lo lejos. A los pocos segundos llegó un coche de bomberos, seguido de varios más. Comenzaron a remojar de inmediato los coches incendiados y se elevaron columnas de humo negro.

Stone continuó observando mientras se apartaban los restos del coche patrulla de modo que la caravana presidencial, o lo que quedaba de ella, pudiera salir de allí. Llevaron a la primera dama y a la jefa del Gabinete a la segunda Bestia y se alejaron del recinto a toda velocidad. El gobernador de Pensilvania, magullado y dolorido, se había recuperado y se lo habían llevado en una furgoneta.

Stone notó una mano en el hombro y se volvió; Reuben le miraba de hito en hito.

—Debemos largarnos de aquí enseguida —le dijo—. Los malditos policías podrían cargarse a los rezagados y preguntar después.

Stone parecía desconcertado.

—Reuben, cogiste una de las armas de los asesinos. ¿Notaste algo especial?

—Bueno, no quise sostenerla mucho rato para que no me volaran la cabeza, pero ahora que lo dices, noté algo raro. Más ligera de lo que hubiera pensado. ¿Por qué lo preguntas?

Stone no respondió. Observó de nuevo a los árabes muertos.

Segundos después de que Adnan hubiera entrado en el hospital, colocó a Brennan, que seguía gimiendo, en una camilla que había dejado junto a la puerta. El tiroteo del exterior había hecho que todo el mundo se apartara de la entrada principal. Adnan vio a un grupo de enfermeras, médicos y ayudantes que le miraban temerosos desde el otro extremo del pasillo.

—¿Qué está pasando? —le preguntó uno de los médicos mientras Adnan avanzaba.

Adnan no respondió, pero le hizo una seña al hombre que acababa de aparecer a su lado. Era el médico de planta más nuevo del hospital, el que había expresado su preocupación ante la presencia de guardias de seguridad en el hospital.

—¡Un herido! —gritó el médico—. Me ocuparé de él.

—No os acerquéis a la puerta principal —advirtió Adnan—. Están disparando.

El médico extrajo una jeringuilla del bolsillo, la destapó y se la inyectó al presidente en el brazo; Brennan perdió el conocimiento. Luego el médico lo cubrió con una manta, lo ató a la camilla y la empujó por un pasillo lateral. Entró en el ascensor y descendió al sótano. Adnan esperó hasta ese momento y entonces se volvió hacia el desconcertado personal del hospital.

—¡Eh! —le gritó otro médico—. ¿Quién era el hombre de la camilla?

Todos comenzaron a acercársele.

Adnan introdujo una mano en la chaqueta, sacó una mascarilla antigas, se la colocó y se dirigió hacia el personal. Entonces extrajo del bolsillo lo que parecía una granada y la sostuvo en alto.

—¡Cuidado! —chilló una enfermera, y todos echaron a correr por el pasillo.

—¡Llamad a la policía! —gritó otro médico mientras huía.

Instantes después, Adnan llegó a la cuarta baldosa situada frente al centro del puesto de enfermería y arrojó el cilindro contra la pared. Explotó y el pasillo se llenó de un humo denso que se propagó por los conductos de ventilación del hospital. Una fracción de segundo antes de que estallara la bomba de humo, Adnan oyó ruido de cristales rotos, pero no vio dónde ocurría. No sabía que era Alex Ford arrojándose contra las puertas, aunque era consciente de que tenía que apresurarse. Se volvió hacia la entrada del hospital y contó los pasos; avanzó entre el humo recordando lo que tanto había practicado. Cerca de la entrada notó un golpe en la pierna, pero siguió caminando.

Poco después, estalló el explosivo con temporizador que había colocado en el cuadro de mandos del sótano. El hospital quedó a oscuras.

Adnan giró, siguió por el pasillo, se detuvo junto a la puerta de salida, la abrió y salió. Recogió una larga barra metálica que había ocultado detrás de una tubería y la utilizó para atrancar la puerta por fuera, y entonces echó a correr.

Nada más estallar la bomba y llenar de humo los pasillos, Alex se arrojó al suelo y avanzó arrastrándose. Era como estar debajo del agua y el humo le producía náuseas. Entonces tropezó con algo que parecía una pierna. Intentó atraparla, pero se le escapó. Giró y avanzó en el otro sentido, siguiendo el sonido de los pasos. Eran constantes y acompasados. ¿Cómo coño era posible caminar con esa tranquilidad en medio de aquel caos? Entonces cayó en la cuenta: la persona llevaba una mascarilla. ¿Y el ritmo constante? La persona se guiaba contando los pasos. Alex había practicado esa misma técnica en la oscuridad en el complejo del Servicio Secreto en Beltsville.

Se arrastró lo más rápido posible. El sonido de los pasos se debilitó, por lo que redobló los esfuerzos, retorciendo el cuerpo como una serpiente tras una presa. Volvió a oír las pisadas. Llegó a otro pasillo, giró y avanzó por el mismo. Oyó abrirse una puerta y luego cerrarse. Se deslizó más rápido tanteando la pared. Cuando notó el metal, alargó la mano y asió el picaporte, pero la puerta no se abrió. Sacó la pistola y disparó contra la cerradura. Una de las balas impactó de tal modo que la barra metálica que Adnan había trabado se soltó y cayó al suelo. Abrió la puerta y salió. Allí no había tanto humo, pero la luz estaba cortada y no se veía nada.

Alex se levantó, encontró el pasamanos y descendió las escaleras a tientas. Se saltó un escalón y acabó hecho un ovillo al pie del primer tramo de escaleras. Amoratado y sangrando, se puso en pie y siguió bajando guiándose con el pasamanos. Cada vez más ansioso, comenzó a bajar los escalones de dos en dos antes de llegar al final y correr por el pasillo. Abrió de golpe la puerta de la salida justo en el momento en que Adnan subía a una ambulancia. Alex supuso que el presidente también estaría en esa ambulancia.

Ni siquiera gritó para darle el alto. Abrió fuego y le dio en el brazo. Adnan le devolvió el disparo y Alex tuvo que apartarse de un salto, pero perdió el equilibrio y rodó por un tramo de escaleras de cemento. Se levantó, disparó de nuevo y esta vez Ahmed, que había salido del lado del conductor de la ambulancia, le devolvió el disparo y le dio en las costillas. Era imposible que el arma de poco calibre de Ahmed penetrara en el Kevlar de última generación que todos los agentes llevaban en las misiones de protección. De todos modos, fue como si Muhamad Alí le hubiera propinado un buen puñetazo, y Alex se desplomó de dolor justo en el momento en que otro disparo de Adnan le rozaba el brazo izquierdo.

La ambulancia partió a toda velocidad con las sirenas encendidas y Alex la persiguió tambaleándose, pero las piernas apenas le respondían. El pecho le ardía, el brazo le sangraba y tenía los pulmones llenos de humo. Se acuclilló y disparó hasta vaciar el cargador, pero no logró detener el vehículo. Entonces intentó utilizar el micro de muñeca, pero no funcionaba. Supuso que la bala que le había dado en el brazo había destrozado el cable del micrófono. Lo último que recordaría antes de desmayarse sería la visión de la ambulancia desapareciendo.

Al igual que el presidente.

Bajo su vigilancia.