El helicóptero negro sobrevoló el paisaje de Pensilvania. Tom Hemingway le comunicó al piloto las coordenadas exactas para el aterrizaje mientras observaba lo que sucedía en la ceremonia presidencial por el televisor. Aunque todo salía según lo planeado, Hemingway sentía una enorme presión en el pecho a medida que los hechos transcurrían en tiempo real. A pesar de toda la planificación, de los cientos de veces que había visualizado esos hechos, la realidad era mucho más intensa y abrumadora. Al final apagó el televisor, no podía seguir viéndolo.
Djamila condujo a toda velocidad por el centro de Brennan, giró a la izquierda y luego a la derecha. Entró en el callejón mientras los niños se reían en el asiento trasero. Les miró fugazmente y luego frenó. Había estado a punto de pasar de largo.
Las puertas elevadas se abrieron y el hombre le indicó que entrara. Djamila condujo hasta el interior del taller y las puertas se cerraron de nuevo.
A media manzana del hospital Mercy, un camión con remolque salió de un callejón, trató de virar y, de repente, el motor se caló. El conductor salió y abrió el capó. El camión bloqueaba la calle en ambos sentidos.
A varias manzanas, en la misma calle y en el otro sentido, la Bestia giró en el cruce sobre dos ruedas y luego Alex pisó a fondo el acelerador. Le habría venido bien un coche patrulla para abrirle camino, pero al parecer no quedaba ninguno. Sin embargo, Alex supuso que se estaban montando controles en todas las calles que entraban y salían de Brennan ya que, sin duda, un ejército de policías acordonaría la zona.
La limusina pasó zumbando por una esquina tras la cual se elevaba el antiguo depósito de agua de Brennan con la bandera de las barras y las estrellas. Apenas media hora antes, un par de hombres con los uniformes marrones de los trabajadores municipales habían delimitado ese tramo de la calle como zona de trabajo. Los conos y la cinta naranjas acordonaban las aceras y dirigían a los transeúntes hacia un desvío que pasaba por un callejón. Nadie sabía qué obras se realizarían, pero los pocos que quedaban en la ciudad respetaron la señalización. En cuanto la Bestia dejó atrás esa zona, detonaron dos cargas explosivas colocadas en los soportes frontales del depósito de agua. El depósito se tambaleó y se derrumbó sobre la calle, vertiendo los casi cincuenta mil litros de agua almacenados en su interior. Ahora ese lado de la calle estaba bloqueado, al igual que el otro.
Al cabo de diez segundos, comenzó a salir humo de todos los negocios de la calle; la gente echó a correr y se activaron las alarmas de incendio. Aquello era el resultado de las bombas de humo que habían ocultado allí el químico y el ingeniero árabes. Las pocas almas que habían decidido no acudir a la ceremonia corrían por las calles, presas del pánico.
Alex derrapó y detuvo la limusina justo delante del hospital. Las puertas traseras se abrieron y los dos agentes salieron llevando al presidente. Apenas habían llegado al primer escalón que conducía al hospital cuando los abatieron. El presidente se desplomó sobre la acera y se quedó allí, junto a la Bestia.
—¡Hijos de puta! —gritó Alex por el micrófono mientras salía como podía por el asiento del pasajero—. ¡Francotiradores en el hospital! ¡Francotiradores en el hospital! ¡Nos han tendido una trampa! ¡Repito, nos han tendido una trampa! ¡Agentes abatidos! ¡Garra de Cuervo…! —Hizo una pausa—. Garra de Cuervo… —comenzó de nuevo, pero no sabía qué añadir.
Desesperadamente, trababa de ver de dónde procedían los fogonazos de las armas. Sabía que tenía que llevar al presidente al interior del hospital. Escrutó la calle y luego los edificios. Entonces los vio: en la sexta planta de un edificio de apartamentos al otro lado de la calle. Vio dos fogonazos; había un par de francotiradores.
Alex sacó el arma mientras las balas impactaban contra los neumáticos de la limusina. Sin embargo, estos eran macizos. Las balas impactaban por delante, por detrás y los lados. Una le dio al parabrisas, que no se inmutó. La Bestia podía resistir eso y muchísimo más, pero el presidente estaba tirado en la acera, al parecer medio muerto. «Proteger al hombre, al símbolo, al cargo», pensó. Alex Ford era el único agente en pie que podía repetir el mantra del Servicio Secreto. Pero en cuanto comenzara a subir los escalones del hospital con el presidente, serían un blanco fácil para aquellos francotiradores; y Brennan todavía respiraba, el corazón le latía. Eso era lo único que le preocupaba a Alex. «No bajo mi vigilancia, señor. No bajo mi vigilancia».
Sujetó al presidente por las axilas, se armó de valor y tiró. El blindaje de acero y policarbonato de la Bestia todavía protegía al presidente.
—Todo saldrá bien, señor —le dijo con la mayor calma posible.
—Me estoy… muriendo… —logró farfullar el presidente entre gemidos.
Aunque la limusina les protegía, Alex, por puro instinto, colocó su cuerpo entre Brennan y los francotiradores. Asomó la cabeza milímetro a milímetro por encima de la trasera del vehículo. Se agazapó rápidamente cuando un disparo estuvo a punto de darle. Les respondió con varios disparos de la SIG, pero no quería desperdiciar munición; dada la distancia y la trayectoria, necesitaría un milagro para abatir a aquellos cabrones.
Al mirar hacia el hospital vio a un guardia de seguridad.
—¡Al suelo! —le gritó—. ¡Al suelo! ¡Francotiradores al otro lado de la calle!
El hombre se escabulló hacia el interior. Al cabo de dos segundos, salió corriendo y disparando hacia las plantas altas del edificio de apartamentos, rodó escalones abajo y aterrizó junto a Alex mientras las balas impactaban a su alrededor.
—¡Joder! —exclamó Alex—. ¿Tienes ganas de morir o qué?
—¿Es el presidente? —preguntó Adnan al Rimi entrecortadamente.
—Sí, y tenemos que meterlo en el hospital ya —dijo Alex—, porque el siguiente hospital está en Pittsburgh y él necesita asistencia ahora mismo.
—¿Eres el único de seguridad? —preguntó Adnan con tono incrédulo.
—Eso parece —replicó Alex.
—Hemos visto en la tele lo ocurrido.
Alex lo miró.
—¿Eres el único guardia aquí? —Adnan asintió—. ¿Qué arma llevas?
—Una treinta y ocho de mierda.
—Genial. —El presidente gimió y Alex se apresuró a preguntar al hombre—: ¿Cómo te llamas?
—Farid Shah —respondió Adnan.
—Bien, Farid, ahora serás mi ayudante.
Alex abrió la puerta trasera de la Bestia, pulsó un botón del panel situado en la parte posterior del asiento del pasajero y se abrió; detrás había un alijo de armas, incluyendo una escopeta, una ametralladora MP-5 y un rifle de francotirador. Se volvió hacia su recién nombrado ayudante.
—Farid, pareces un tipo fuerte.
—Lo soy.
—Bien. ¿Crees que puedes levantar al presidente y meterlo en el hospital?
Adnan asintió.
—Está hecho.
—Bien, contaré hasta tres y lo harás. Abriré fuego y dispararé ráfagas cada dos segundos, lo cual te dará diez segundos para subir los escalones. ¿Farid?
—¿Sí?
—Tendrás que hacer una cosa por mí.
—¿El qué?
—Me colocaré entre el presidente y tú y los francotiradores. Para acabar contigo, primero tendrán que matarme. —Alex hizo una pausa y tragó saliva—. Pero si me abaten, lo cual es casi seguro, tendrán que matarte a ti para cargarse al presidente, así que tendrás que llevarlo delante de ti, de modo que siempre haya un cuerpo entre el presidente y esos cabrones. ¿Lo pillas? —Adnan no replicó—. ¿Lo pillas? —repitió Alex.
—Sí, vale.
—Buena suerte. —Alex esperó a que recogiera al presidente. Luego se volvió y dijo—: Vale, uno… dos… ¡tres!
Alex se levantó de un salto y abrió fuego contra las dos ventanas de las que salían los fogonazos.
Quería volverse para comprobar el progreso del guardia de seguridad, pero no era posible. Al vaciársele el cargador de la MP-5, sacó la pistola y también la vació. Mientras llovían disparos a su alrededor, se agachó, recargó y se volvió. Esperaba ver a los dos sanos y salvos en el hospital, pero no fue así. De hecho, el guardia de seguridad parecía tomarse su tiempo para subir los escalones, como si no necesitara…
—¡Mierda! —chilló Alex. Apuntó a la nuca de aquel hombre—. ¡Alto!
El hombre se dio la vuelta, con lo cual Brennan quedó entre él y Alex. Adnan retrocedió lentamente hacia el hospital mientras Alex, desesperado, buscaba realizar un disparo mortal que ni tan siquiera rozase al presidente. Por desgracia, no lo logró y los dos desaparecieron en el hospital.
—¡Tienen al presidente! —gritó Alex por el micrófono—. ¡Repito, han secuestrado a Garra de Cuervo en el hospital! ¡Tenemos que cerrar toda la ciudad, joder!
Alex se disponía a correr escalones arriba, convencido de que le abatirían, pero finalmente la suerte le sonrió: llegaron refuerzos policiales. Esperó un poco mientras los agentes se ocupaban de los francotiradores y luego subió corriendo y se arrojó contra las puertas de cristal, haciéndolas añicos.
Una fracción de segundo después oyó que estallaba una bomba en el interior del hospital.