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Brennan acabó el discurso y recibió la llave de la ciudad de manos del alcalde mientras la multitud le vitoreaba. Al cabo de unos minutos, saludando y sonriendo, el presidente descendió por los escalones, donde una muralla de agentes le rodeó de inmediato.

A unos veinte metros de distancia, Alex estaba junto a la Bestia y escudriñaba la multitud, la más numerosa jamás congregada allí.

Antes de que el presidente llegara a la línea acordonada, el agente apostado allí dijo al público:

—Muy bien, tal como explicamos antes, las manos bien extendidas para que las veamos.

Brennan se dirigió primero a los soldados: algunos discapacitados del ejército, un par de marines, una joven con uniforme de la fuerza aérea y varios miembros de la Guardia Nacional. Les estrechó las manos, les dio las gracias, sonrió y siguió caminando mientras le fotografiaban. Se arrodilló para estrecharle la mano a un soldado postrado en una silla de ruedas mientras los del Servicio Secreto le sujetaban de la chaqueta y recorrían rápidamente con la mirada a toda persona que pudiera tocar o disparar al presidente. Entonces el primer mandatario llegó a la altura del ex guardia nacional.

Brennan le tendió la mano y el hombre se la estrechó con la prótesis. El tacto de la mano artificial desconcertó a Brennan, que no había reparado en que no era una mano real. Notó que se le humedecía la mano y se la frotó contra la otra para secársela. Le agradeció al hombre su servicio al país y el guardia nacional lo saludó con el garfio que sustituía la otra mano. Al presidente también le sorprendió aquello, pero siguió saludando a sus admiradores y estrechando la mano de otro miembro de la Guardia Nacional, dos ancianos, una joven y, finalmente, una señora que le dio un beso.

Mientras tanto, la primera dama, acompañada del gobernador y la jefa del Gabinete, descendía lentamente los escalones de la tribuna y se detenía de tanto en tanto para saludar y cruzar unas palabras. Gray también se había levantado y observaba la multitud con aire distraído. Parecía que habría preferido estar en cualquier otro lugar. Entonces, de repente, vio a Oliver Stone entre la multitud, aunque este no se percató de ello.

Gray se dispuso a decir algo, pero no llegó a pronunciar palabra alguna.

El agente que estaba a la izquierda del presidente fue el primero en darse cuenta. Brennan no tenía buen aspecto. Tenía la frente perlada de sudor. Entonces se llevó las manos a la cabeza y luego se presionó el pecho con una mano.

—¿Señor? —dijo el agente.

—Estoy… —replicó Brennan, pero se calló porque la respiración se le entrecortaba. Parecía pasmado.

El agente habló por el micrófono de la muñeca, empleando el nombre en clave de Brennan.

—Garra de Cuervo se encuentra mal. Repito, Garra…

El agente no pudo seguir porque cayó al suelo fulminado. La primera oleada de disparos eliminó a otros seis agentes y cinco policías que rodeaban al presidente.

—¡Armas! —gritaron doce agentes a la vez y el Servicio Secreto pasó de inmediato al modo de emergencia.

Cundió el pánico entre la multitud; comenzaron a correr en todas direcciones para huir de la violencia que estallaba a su alrededor.

Los tiradores de élite abatieron a cuatro árabes segundos después de que hubieran disparado. Fueron disparos casi milagrosos si se tiene en cuenta el caos que se había desatado delante de sus miras telescópicas de precisión.

Tres fedayin corrieron con la multitud hacia la caravana de vehículos; los tres accionaron sendos encendedores y los acercaron a un pequeño paquete oculto que llevaban bajo el abrigo. Acto seguido, el trío estalló repentinamente. Uno de ellos se arrojó debajo de la ambulancia, que fue pasto de las llamas. La gente se alejó con desesperación ya que el fuego se acercaba al depósito de gasolina.

Una docena de agentes se abalanzó contra la multitud y formó un perímetro de seguridad alrededor del presidente, que se había desplomado y estaba muy pálido. La segunda oleada de disparos abatió a otros cinco agentes; los restantes sujetaron al presidente y lo arrastraron hacia la Bestia con tal presteza y sincronización que parecían unidos entre sí, como si fueran una especie de insecto mecánico articulable. Otros dos agentes cayeron durante la segunda secuencia de disparos. Se desplomaron junto al cuerpo postrado de Edward Bellamy, el médico del presidente, quien había sido víctima de la primera descarga.

Cuando llegaron a la Bestia con el presidente, sólo quedaban dos agentes en pie. Varios policías acudieron en su ayuda, pero la tercera oleada de disparos los abatió a casi todos. El resto de la policía trataba de controlar a la multitud que trepaba por las vallas, huía corriendo por todas las salidas y chillaba de miedo mientras los hombres sujetaban a sus mujeres y los padres se llevaban a los niños lo más lejos posible de aquella pesadilla.

Otros tres árabes murieron de un tiro en la cabeza disparado por los tiradores federales, que se acercaban al presidente, aunque la turba enloquecida les impedía avanzar rápidamente.

La segunda oleada de fedayin había comenzado el ataque y ya ardían más vehículos de la caravana.

Gray todavía estaba en la tribuna, paralizado. El estupor momentáneo que le supuso ver a Oliver Stone en la multitud había dado paso al horror de presenciar lo que estaba sucediendo. La mujer del presidente le estaba chillando, pero la marabunta humana engullía sus gritos. Tres agentes del Servicio Secreto rodeaban y protegían a la primera dama, Carter Gray y la jefa de Gabinete. El gobernador había tenido la mala suerte de bajar las escaleras, y la muchedumbre, tan peligrosa como los asesinos o el fuego, lo había arrastrado. Miles de personas, presas del pánico, presionaban la tribuna y sus soportes habían comenzado a crujir.

Durante el transcurso del discurso, Kate, Adelphia y el Camel Club habían avanzado hacia la tribuna, de modo que cuando Brennan concluyó su intervención, estaban apenas a dos filas de la línea acordonada. En aquel momento Reuben estaba junto a uno de los asesinos. Sin embargo, no se percató de nada hasta que oyó el disparo, porque estaba mirando las pantallas gigantes en que el presidente aparecía estrechando manos.

—¡Armas! —chilló Reuben instintivamente en cuanto advirtió lo que sucedía. Acto seguido, sujetó el brazo del asesino y le arrebató el arma. Segundos después, una bala supersónica destrozó la cabeza del asesino.

Reuben arrojó el arma, cogió a Adelphia y a Kate de la mano y las arrastró. El resto de componentes del Camel Club y ellos tres se abrieron paso a duras penas hacia la valla.

—Vamos —gritó Stone—. Un poco más.

Kate miró hacia atrás, tratando de encontrar a Alex y asegurarse de que estaba bien, pero entonces la empujaron y tuvo que volverse.

Alex había reaccionado por puro instinto tras la primera descarga de disparos. Pistola en mano, se abrió paso hasta el reducido grupo de agentes que arrastraba al presidente hacia la Bestia. Alex ocupó el lugar de un agente abatido. Llegaron al coche y lanzaron al presidente al interior. Dos agentes subieron tras él. El agente designado para conducir la Bestia se disponía a ponerse al volante cuando una bala le derribó sobre el césped.

Alex corrió hacia el lado del conductor, cogió las llaves del asiento delantero, arrancó el coche y pisó el acelerador al tiempo que hacía sonar el claxon. Por suerte, gran parte de la multitud había huido hacia el otro lado del recinto, donde había más salidas. De todos modos, todavía quedaban personas corriendo por doquier. Alex vio una pequeña abertura entre la muchedumbre y aceleró. Ya en la salida, el potentísimo motor del coche respondió cuando Alex pisó a fondo el acelerador; la limusina llegó al aparcamiento y lo atravesó en dirección a la carretera. Alex zigzagueó entre la gente que corría hacia los coches. Chocó levemente contra una camioneta y siguió adelante.

En el recinto ceremonial el resto de los coches de la caravana arrancó y salió tras la Bestia. Instantes antes de que el primer vehículo, un coche patrulla, llegara a la salida, el último fedai se prendió fuego y se arrojó contra el parabrisas. Atascado en la estrecha salida del recinto, la bola de fuego impidió el paso al resto de vehículos. Normalmente, los otros coches habrían destrozado las vallas para seguir al coche presidencial, pero los cientos de personas que huían hacían inviable esa opción.

Al menos, la Bestia había logrado escapar. Al menos, el presidente estaba a salvo, pensó un agente herido antes de desmayarse.

Los dos agentes que iban en la parte trasera de la limusina examinaban a Brennan.

—Al hospital a toda velocidad. ¡Joder, creo que tiene un infarto! —gritó uno de ellos.

Brennan se retorcía de dolor y se llevaba la mano al pecho y el brazo.

—¿Y el doctor Bellamy? —preguntó Alex.

—Le han disparado.

«Y la ambulancia ha saltado por los aires», pensó Alex. Miró por el retrovisor. No les seguía nadie. La caravana de vehículos había quedado reducida a un solo coche. Se centró en la carretera. El hospital Mercy estaba a diez minutos. Alex se propuso llegar en cinco. Rezó para que el presidente resistiera.