A la una en punto de la tarde el Air Force One aterrizó en el aeropuerto internacional de Pittsburgh. Se había desviado todo el tráfico aéreo de la zona, como sucedería de nuevo cuando el avión presidencial despegase más tarde. La larga hilera de coches estaba lista para partir. En una caravana de vehículos presidencial existía una norma básica que uno podía pasar por alto por cuenta y riesgo propios: cuando el trasero del presidente se posaba en el asiento de la Bestia, los vehículos se ponían en marcha. Cualquiera que no estuviera subido todavía a su vehículo se perdía la fiesta.
El Servicio Secreto hacía mucho rato que había cerrado la carretera para el desfile presidencial, y los conductores esperaban de mala gana mientras la Bestia y los otros veintiséis coches pasaban junto a ellos. En la limusina presidencial iban Brennan, su esposa, la jefa de Gabinete, el gobernador de Pensilvania y Carter Gray.
Cuando el desfile de vehículos se detuvo en el recinto ceremonial, ya había más de diez mil personas ondeando pancartas de apoyo al presidente. Al otro lado de la valla había furgonetas de los medios nacionales y presentadores y presentadoras perfectamente arreglados para la ocasión, junto a otros más jóvenes y modernos, aunque también perfectamente arreglados, de la televisión por cable. Retransmitirían el acto a todo el país y al mundo entero, aunque cada uno con su estilo personal; las voces más jóvenes seguramente serían más críticas con todo el ceremonial.
Alex Ford estaba cerca de la tribuna, pero se dirigió hacia una zona acordonada y luego hacia la hilera de vehículos que se detenían en el recinto vallado. Se puso tenso al ver a Kate, Adelphia y el Camel Club entre la multitud; estaban en la parte de atrás, pero se estaban abriendo paso hacia delante. Kate lo saludó para que supiera que le había visto. Alex no le devolvió el saludo, pero inclinó la cabeza levemente antes de regresar a su puesto para intentar detectar posibles fuentes de problemas. En una multitud tan numerosa y bulliciosa era prácticamente imposible. Sin embargo, se habían colocado magnetómetros en todos los puntos de acceso peatonales, lo cual había tranquilizado en parte al Servicio Secreto. Alex observó la línea imaginaria donde sabía que estaban los tiradores de élite, aunque no los veía. «Si llega el momento, no nos falléis», murmuró para sí.
Cuando el presidente apareció quedó totalmente rodeado por el grupo A de protección formando un muro de Kevlar y cuerpos a su alrededor. Alex conocía a esos agentes; era un equipo a toda prueba.
El presidente subió al estrado y estrechó la mano de personas importantes mientras su esposa, el gobernador, la jefa del Gabinete y Gray se sentaban detrás del podio. Brennan hizo otro tanto al cabo de unos instantes.
El acto comenzó a la hora señalada. El alcalde y varios dignatarios locales intervinieron y trataron de superarse a la hora de exaltar al presidente y la ciudad. Luego el gobernador divagó un poco más de lo previsto, lo cual provocó que la jefa del Gabinete frunciera el ceño y diera golpecitos con el tacón derecho. La siguiente parada del Air Force One era una función para recaudar fondos en Los Ángeles, mucho más importante, al menos para ella, que cambiar el nombre de aquella pequeña ciudad de Pensilvania en honor de su jefe.
Alex siguió escudriñando la multitud. Vio a varios militares en la primera fila, cerca de la línea acordonada. A juzgar por los uniformes, eran profesionales. A algunos les faltaban piernas y brazos, seguramente perdidos en misiones en Oriente Medio. Había un par de miembros de la Guardia Nacional, incluyendo uno con un garfio en lugar de la mano izquierda. Alex meneó la cabeza en señal de conmiseración por esos sacrificios. Después de su discurso, Brennan bajaría y saludaría a esos soldados. Siempre se le daban bien esos detalles.
Mientras Alex recorría con la mirada los miles de rostros se percató de que había bastantes de Oriente Medio. Vestían de modo similar a quienes les rodeaban. Llevaban pancartas y distintivos que rezaban «Reelegid a Brennan», y parecían tan felices, orgullosos y patriotas como el resto de la multitud. Sin embargo, Alex ignoraba que algunos de ellos no se sentían felices, ni orgullosos ni patriotas.
Los hombres del capitán Jack se habían colocado en pequeños grupos en medio de la muchedumbre, de modo que sus disparos cubriesen la mayor área posible delante del podio. Ya habían localizado al ex guardia nacional con el garfio. Después de eso había sido más fácil, ya que el hombre se había quedado en la línea acordonada esperando su turno para saludar al presidente.
De hecho, todos esperaban a James Brennan.
A la misma hora que el Air Force One se aproximaba a Pittsburgh, un helicóptero negro despegaba de un helipuerto del centro de Nueva York y se dirigía hacia el sur. Junto al piloto iba otro hombre con un traje de vuelo. Tom Hemingway viajaba en uno de los asientos traseros. En la mano llevaba un televisor portátil que observaba atentamente. El público en Brennan era multitudinario y el recinto ya estaba lleno. Eso era lo que más le preocupaba. La muchedumbre.
Consultó la hora y le dijo al piloto que se diera prisa. El helicóptero atravesó el paisaje urbano de Manhattan a toda velocidad.
Durante las últimas dos horas Djamila había estado de excursión con los niños. Mientras aparcaba en la entrada de los Franklin, recordó que el plan consistía en prepararles un almuerzo rápido y salir de inmediato. Al abrir la puerta, con el bebé sujeto en la cadera y los otros dos niños, Djamila se llevó tal susto que estuvo a punto de dejar caer al bebé.
Lori Franklin estaba hablando por teléfono en el vestíbulo, todavía vestida con el traje de tenis, aunque descalza. Sonrió a Djamila y le indicó con un gesto que colgaría enseguida.
—Señora, no la esperaba en casa —le dijo Djamila en cuanto ella colgó—. Dijo que iba al tenis y que luego comería allí.
Franklin se arrodilló y abrazó a sus hijos mientras corrían a su encuentro. Luego cogió al bebé.
—Lo sé, Djamila, pero he cambiado de idea. Estaba hablando con algunos amigos del club de tenis y me han dicho que irían a la ceremonia, así que he decidido ir yo también. —Se arrodilló de nuevo y le dijo a los dos niños—: Y vosotros también.
A Djamila se le cortó la respiración.
—¿Se los lleva?
Lori se incorporó y agitó el puño del bebé con su mano.
—¿Y tú, pequeñín? —le susurró—. ¿Quieres ver al presidente? —Miró a Djamila—. Será divertido. Además, el presidente no viene a la ciudad todos los días.
—¿Va a ir a la ceremonia? —preguntó Djamila con tono incrédulo.
—Bueno, le voté, aunque George cree que es un idiota. Que quede entre nosotras —añadió.
—Pero, señora, habrá mucha gente. Lo leí en los periódicos. ¿Cree que es buena idea llevar a los niños? Son muy pequeños y…
—Lo sé, ya lo había pensado, pero luego me pareció que sería una experiencia maravillosa para ellos, aunque no la recuerden. Cuando sean mayores podrán decir que estuvieron en la ceremonia. Ahora me daré una ducha rápida. Creo que tenemos tiempo de comer antes…
—¿Tenemos? —dijo Djamila—. ¿Quiere que yo vaya?
—Claro, necesito que me ayudes con los cochecitos y todo el numerito. Tenías razón con lo de la multitud, así que me vendrán bien un par de ojos y manos más para asegurarme de que los niños no se pierdan.
—Pero aquí tengo mucho trabajo —objetó Djamila, como si le importaran las tareas domésticas.
—No seas tonta. También será una experiencia inolvidable para ti, Djamila. Verás de cerca qué es lo que hace especial a este país y con un poco de suerte conoceremos al presidente. Aunque diga que no le gusta Brennan, George se morirá de envidia.
Lori subió las escaleras para ducharse y cambiarse. Djamila se sentó para calmarse. El niño mayor le tiró de la camisa y le pidió que fuera a jugar con ellos. Al principio Djamila se resistió, pero acabó cediendo. Oyó que se abría la ducha en el baño de la suite; necesitaba tiempo para pensar.
Dejó al bebé en el parque y jugó un rato con los otros niños. Luego fue al baño y se remojó la cara con agua fría. Todavía oía la ducha arriba. Djamila sabía que su patrona nunca se daba duchas rápidas.
Finalmente decidió que no había vuelta de hoja y fue a buscar el bolso.
«Se avecina una tormenta», se repitió, practicando antes de decirlo de verdad por el móvil. Bastaban esas cuatro palabras y el problema habría desaparecido, pero aún así le temblaba todo el cuerpo. Tal vez no fuera la decisión idónea para Lori Franklin, que, de todos los días posibles, había escogido ese para salir con sus hijos.
Se quedó paralizada al verlo. El bolso estaba vuelto del revés en el suelo. Lo había dejado en la silla y había olvidado colocarlo en un lugar más elevado. Se arrodilló y rebuscó entre los objetos caídos. ¡El móvil! ¿Dónde estaba el móvil?
Corrió hasta el cuarto de los juguetes y encontró al mayor de los niños, Timmy, el que se había acostumbrado a cogerle cosas del bolso hasta que no tuvo más remedio que dejarlo fuera de su alcance.
—¿Dónde está el teléfono, Timmy? —le dijo con la máxima calma posible—. ¿Has vuelto a coger mi teléfono?
El niño asintió y sonrió; aquello le divertía.
—Bien, niño malo, vamos a buscarlo. Lo necesito. Me enseñarás dónde está, ¿vale?
Sin embargo, Timmy no recordaba dónde lo había dejado exactamente. Lo buscaron por todas partes. A medida que pasaba el tiempo y no lo encontraban, Djamila se sentía más desalentada. Y entonces sucedió: dejó de oír el agua de la ducha. Consultó la hora. Tendría que marcharse en breve o no cumpliría con el plan. Pensó a toda prisa y se le ocurrió una solución: usaría el teléfono inalámbrico de los Franklin para llamar al móvil y el sonido le indicaría dónde estaba. Marcó el número mientras caminaba por la casa. Sin embargo, no oyó nada. Timmy debía de haber apretado el botón silenciador del móvil. Se le ocurrió otra posibilidad: llamaría con el teléfono de los Franklin. Comenzó a marcar el número, pero se percató de que no funcionaría. El hombre que había al otro lado de la línea no contestaría. Le habían asegurado que sólo descolgaría si en el visor aparecía el nombre y el número de Djamila. Corrió hasta la ventana y miró hacia fuera. ¿Le vería? ¿Podría hacerle señas? Pero no vio a nadie. A nadie. Estaba sola.
Oyó pasos arriba. Corrió hacia la cocina y abrió un cajón. Sacó un cuchillo de carne, subió las escaleras sigilosamente y llamó con suavidad a la puerta de Lori Franklin.
—¿Sí?
—¿Señora?
—Puedes pasar.
Djamila abrió la puerta y la cerró con llave tras de sí. Luego vio a su patrona envuelta en una toalla y colocando prendas de ropa en la cama.
Levantó la vista para mirar a Djamila.
—Tendría que haber dejado más tiempo para elegir bien. ¿Los niños están listos?
—¿Señora?
—¿Sí?
—Señora, creo que es mejor que vaya sola. Los niños pueden quedarse conmigo.
—Tonterías, Djamila. Iremos todos. ¿Qué prefieres, el verde o el azul? —Sostuvo en alto ambos conjuntos.
—El azul.
—Yo también. Ahora los zapatos.
Lori entró en el vestidor y repasó los zapatos.
—Señora, creo que es mejor que vaya sola.
Lori salió del vestidor con una leve expresión de fastidio.
—Djamila, no puedo obligarte a que vayas, pero los niños irán. —Cruzó los brazos y la miró—. A ver, te molesta ver al presidente, es eso, ¿no?
—No, ese no…
—Sé que hay mucha tensión entre Estados Unidos y tu región, pero eso no significa que no puedas respetar a nuestro líder. Al fin y al cabo, has venido a nuestro país. Aquí tienes muchas oportunidades. Lo que más molesta es la gente que viene a este país, gana dinero y luego se queja y se lamenta de lo malos que somos. Si tanto nos odian, ¡que vuelvan al lugar del que vinieron!
—Señora, no odio su país, incluso teniendo en cuenta todo lo que le ha hecho a los míos, no lo odio. —Djamila supo de inmediato que había cometido un error.
—¿Qué le hemos hecho a Arabia Saudí? Mi país ha invertido mucho tiempo y dinero en Oriente Medio para liberarlo, ¿y cómo se nos recompensa? Con más dolor, sufrimiento y aumento de impuestos. —Lori respiró hondo para calmarse—. Mira, no me gusta discutir así, Djamila, de verdad que no. Creía que nos lo pasaríamos bien yendo al acto. Si cuando lleguemos hay demasiada gente y no estamos a gusto, nos vamos, ¿vale? Bien, ¿me harás el favor de ocuparte de que los niños estén listos? Bajaré dentro de veinte minutos. —Se volvió y entró de nuevo en el vestidor.
Djamila sacó el cuchillo del bolsillo y se armó de valor. Dio un paso y entonces se quedó paralizada: Lori había salido del vestidor y la miraba boquiabierta.
—¿Djamila? —dijo asustada al ver el cuchillo. La expresión de la niñera era inconfundible—. Oh, Dios mío. —Trató de cerrar las puertas del vestidor, pero Djamila fue más rápida: la retuvo del pelo y le presionó el cuchillo contra la garganta.
Lori Franklin comenzó a sollozar, histérica.
—¿Por qué haces esto? —chilló—. Le harás daño a los niños. ¡Te mataré si los tocas!
—No le haré daño a los niños, lo juro.
—Entonces ¿por qué lo haces?
—¡No irá a ver al presidente! —le espetó Djamila—. Túmbese en el suelo. Ahora mismo, o no verá crecer a sus hijos. —Presionó más la hoja.
Temblando, Lori se tumbó boca abajo.
—No te atrevas a tocar a los niños.
Djamila arrancó el cable telefónico de la pared y lo empleó para maniatar a su patrona, sujetándole manos y pies de modo que no pudiera moverse. Luego desgarró un trozo de sábana y la amordazó.
Mientras acababa de hacerlo, llamaron a la puerta del dormitorio y se oyó la voz de Timmy.
—¿Mamá? ¿Djamila?
Franklin intentó chillar, pero la mordaza se lo impedía.
—No pasa nada, Timmy —dijo Djamila con la máxima calma posible—. Voy enseguida. Vuelve con tus hermanos.
Esperó hasta oír que el niño se alejaba y luego miró a Lori. Extrajo un frasco del bolsillo, vertió parte del líquido en un trozo de sábana y lo presionó contra la nariz y la boca de su patrona. La americana trató de zafarse, tuvo arcadas y se desmayó.
Djamila arrastró a la mujer sedada hasta el vestidor y luego cerró la puerta.
Bajó, preparó a los niños y los llevó a la furgoneta. Ahora que ya todo estaba en marcha, Djamila no pensaba; sencillamente repetía los pasos que había practicado una y otra vez. Unos instantes después de haberse marchado, sonó el teléfono de los Franklin. Y sonó y sonó.
George Franklin colgó el teléfono de la oficina. Llamó al móvil de su mujer. Al comprobar que tampoco contestaba, probó el de Djamila. En uno de los cajones de la cocina, el móvil se iluminó pero no sonó. Timmy había apretado sin querer el silenciador al esconderlo allí.
George colgó de nuevo. No estaba preocupado, sólo molesto. No era la primera vez que intentaba contactar con su esposa sin suerte, aunque Djamila solía responder. Quería que su esposa le trajese algo que había olvidado en casa. Si no conseguía que se lo trajera alguien, tendría que ir a buscarlo en persona. Se concentró de nuevo en los documentos de su mesa.