—¿Que has hecho qué? —exclamó Alex por el móvil. Estaba sentado en la habitación del hotel a la mañana siguiente, colocándose la correa del arma, cuando Kate llamó.
—¿Ves?, por eso he esperado hasta hoy por la mañana para llamarte —repuso Kate—, porque sabía que te enfadarías.
—¿Cómo esperas que reaccione, joder? ¿Quieres que diga: «Buen trabajo, Kate, y me alegro de que sigas con vida»?
—Te dije que investigaría a Stone y sus amigos, y me dijiste que te parecía bien.
—Pero no sabía que fueron testigos presenciales del asesinato de Johnson, que fue lo primero que te dije que evitaras a toda costa.
—Yo tampoco lo sabía. Escúchame bien, tengo muchas cosas que contarte. —Le resumió todo lo que Stone le había explicado la noche anterior.
Cuando Kate acabó, Alex meneó la cabeza con incredulidad.
—Vale, a ver si lo he entendido bien. ¿Vieron el asesinato y no acudieron a la policía porque temían que sospechasen de ellos?
—Creo que a Oliver no le gusta mucho la policía, tal vez por algo del pasado.
—Además, ¿siguieron la pista de uno de los asesinos, entraron en su casa y estuvieron a punto de que les mataran?
—Sí.
—Y mientras allanaban la casa del asesino, ¿los mismos tipos entraron en casa de Milton Farb y quedaron grabados en un DVD?
—Pero esos tipos han secuestrado a la novia de Milton y tampoco pueden acudir a la policía por ese motivo.
—¿Te dijeron los nombres de los asesinos?
—Creo que sólo saben uno.
—Pero los grabaron en el DVD. ¿Los reconociste?
—No he visto la grabación.
—¿Por qué no, joder?
—Quieren que la veas tú primero.
—Excelente, pero estoy a cuatro horas en coche y tapado de trabajo, y el presidente llegará mañana.
—No cambiarán de opinión por eso, Alex, ya lo he intentado. Sólo te la enseñarán a ti. Trabajo en el Departamento de Justicia y no me conocen. Les costó bastante sincerarse conmigo. Oliver confía en ti, no en mí.
Alex se frotó el pelo, sostuvo el móvil con la barbilla y terminó de colocarse la pistolera.
—Vale, ¿tienes un plan?
—Había pensado que podríamos ir a verte mañana.
—¡Mañana! Mañana llega el presidente y tiene preferencia sobre todo lo demás, Kate, ya lo sabes.
—Lo sé, pero quería que te reunieras con el Camel Club…
—¿El qué?
—Oh, lo siento. Así es cómo se llaman Oliver y sus amigos, Camel Club. Es una especie de organización que investiga conspiraciones desde hace años. ¿Sabes que fueron quienes destaparon aquel escándalo del secretario de Defensa hace varios años? Te acuerdas, ¿no? Aceptaba sobornos por otorgar contratos gubernamentales a ciertos vendedores. El Camel Club lo descubrió gracias a un ayudante del chef de la Casa Blanca. Es verdaderamente increíble, Alex.
Él se tumbó en la cama y cerró los ojos.
—¿Un ayudante del chef de la Casa Blanca espía al secretario de Defensa para un grupo llamado Camel Club? Es una broma, ¿no? Por favor, dime que se trata de una broma, Kate.
—Olvídalo, no es importante.
Alex se levantó de un brinco.
—¿Que no es importante? Pero si…
—Alex, ¿quieres hacer el favor de escucharme? Han hecho una labor de investigación increíble para este caso, te lo aseguro.
—Vale, venís aquí, ¿y luego qué?
—Asistimos a la ceremonia y después nos sentamos con calma, te enseñan la grabación y te dicen el nombre del hombre, con lo cual podremos seguir adelante.
—Es decir, ¿se lo cuento todo al Servicio Secreto?
—Exacto, con el nombre y la grabación tenemos una base sólida. Y tenemos que liberar a Chastity; Milton está destrozado.
—¿Quién coño es Chastity?
—Oh, lo siento, es la novia de Milton. La han secuestrado.
—El FBI se encarga de los secuestros, y cada segundo que pasa disminuyen las posibilidades de encontrarla viva.
—No son secuestradores normales. Se juegan mucho más que el secuestro. Llaman a Milton y le dejan hablar con ella unos segundos cada tres horas para que sepa que sigue con vida. Creo que no le harán daño a Chastity, al menos no por el momento. La situación ha llegado a un punto muerto.
—¿Y cómo encaja Patrick Johnson en todo esto?
—Bueno, no son muy precisos al respecto. Estoy segura de que ya te lo explicarán. Por lo poco que me han contado, creo que ya lo han averiguado.
Alex exhaló un largo suspiro. Le esperaba una dura jornada. Tenía que centrarse en su trabajo de agente del Servicio Secreto y, sin embargo, sabía que no dejaría de pensar en aquel maldito Camel Club.
—Alex, ¿sigues ahí?
—Sigo aquí —resopló.
—¿Qué te parece? ¿Vamos a verte?
Echó un vistazo al arma y se preguntó si no sería más fácil acabar con todo en ese preciso momento.
—¡Alex!
—Sí, vale, venid a verme.
—¿Podemos llevar a Adelphia? Está muy preocupada por Oliver.
Alex explotó.
—¡Oh, claro, Kate, traed a Adelphia! ¡Y traed también al maldito Club del Mono y al de la Jirafa! Y ya puestos, ¿por qué no te acercas a la Casa Blanca y recoges al presidente? Todo esto le encantará. Seguramente te traerá hasta aquí en el Air Force One. No olvides mencionarle mi nombre para que sepa exactamente a quién tiene que joder vivo cuando llegue aquí.
—Vale, voy a colgar —dijo Kate, inasequible al desaliento—. Nos vemos mañana.
Alex volvió a tumbarse en la cama y al cabo de un segundo alguien llamó a la puerta.
—Alex, en marcha, date prisa. —Era el agente al mando—. ¿Estás listo?
Alex se levantó y abrió la puerta. El jefe le miró de hito en hito.
—¿Estás bien?
—Nunca he estado mejor —respondió Alex.
Anochecía mientras Tom Hemingway caminaba por las calles de una ciudad situada a una hora de Francfort, Alemania. Pasó por el bonito barrio comercial, junto a una catedral gótica, giró en un callejón y entró en un bloque de apartamentos. Subió tres plantas en el ascensor, llamó a la cuarta puerta del pasillo y le dijeron que entrara.
No había luces encendidas y, sin embargo, Hemingway escudriñó enseguida un rincón de la habitación prácticamente a oscuras.
—Veo que el sexto sentido no te falla, Tom —dijo un hombre dando un paso adelante y sonriendo.
Era árabe; no vestía chilaba sino un traje de ejecutivo, aunque llevaba un turbante en la cabeza. Le indicó a Hemingway que se sentara en una silla junto a una mesita. Él se sentó al otro lado. Hemingway percibió la presencia de otras personas, pero no dijo nada.
El árabe se reclinó en su asiento y apoyó las manos en los brazos de la silla.
—Tu padre era un hombre excelente y fuimos muy amigos durante casi treinta años. Nos conocía; se molestó en aprender nuestro idioma, religión y cultura. Por desgracia, eso ya no lo hace nadie.
—Era especial —convino Hemingway—. Muy especial.
El árabe cogió un vaso de agua que había en la mesa y bebió un sorbo. Le ofreció uno a Hemingway, que rehusó. El árabe le entregó un papel.
—Tal como se acordó —le dijo.
Hemingway se guardó el documento en el bolsillo sin mirarlo.
—Estoy seguro de que te lo has pensado bien —afirmó Hemingway.
—Llevo toda la vida pensando en estas cosas.
—¿Te asegurarás de que nadie lo reivindicará?
El árabe asintió.
—Hecho. Doy por sentado que trabajar con mis hombres te ha resultado satisfactorio.
—El que hayan hecho todo lo que se les ha pedido sin cuestionar nada atestigua su lealtad hacia ti.
—Lo sucedido no ha sido únicamente por tu bien. Tu país ha seducido a Zawahiri y a otros como él. Han perdido los vínculos con el islam. —Hizo una pausa—. ¿Estás seguro de lo de mañana?
—Sí.
—Atacar a una superpotencia no se debe hacer a la ligera.
—Las superpotencias están formadas por personas.
El árabe negó con la cabeza.
—Somos muy diferentes; se trata de diferencias que tu país se niega a ver.
—Cuanto más diferentes, tal vez más parecidos.
—Perdona que te lo diga, pero eso son gilipolleces budistas. —Bebió otro trago de agua—. Estados Unidos gasta más en armas que todos los países del mundo juntos. Ningún país lo hace para protegerse, sino para atacar. Basta que tu presidente apriete un botón para que el mundo árabe desaparezca en una nube con forma de hongo.
—No tenemos motivo para hacer eso. Se ha progresado mucho en Oriente Medio. Las democracias sustituyen a las dictaduras.
—Sí, se sustituyen dictaduras que tu país fomentó y apoyó. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las nuevas democracias odian mucho más a Estados Unidos que a los dictadores derrocados. A tu país le sorprendió que Gran Bretaña ocupara la región de Mesopotamia y creara artificialmente un país llamado Irak, y que la población la formasen chiíes, suníes, kurdos y docenas de etnias que se sabe no se llevan bien entre sí. ¿Creíais que llegaríais a Irak, salvaríais a los iraquíes y habría una convivencia pacífica? —Sostuvo un dedo en alto—. No se puede democratizar un país a base de bombas. Hay que hacerlo desde la raíz, no desde la copa. Los musulmanes que van al colegio electoral a votar pasan junto a los cráteres de las bombas que acabaron con sus familias. ¿Crees que la posibilidad de tener una democracia a la americana les hará olvidar quién mató a sus esposos, mujeres e hijos?
—Mi país tiene que reconocer que existen muchas maneras de ser libre. Me temo que todavía creemos que el único modo de arreglar las cosas es el nuestro.
El árabe bebió más agua.
—Es una buena opinión, Tom, pero creo que tus líderes no la comparten. Dios todopoderoso podría derrotar a vuestro ejército con un leve movimiento de la mano, pero nosotros, pobres árabes mortales, no podemos venceros con todo el dinero y armas que tenéis. Y detrás del ejército estadounidense vemos empresas y oleoductos estadounidenses. Decís que vuestro objetivo es un mundo libre. Bueno, en África hay más dictadores que en Oriente Medio y el genocidio es mucho peor, pero no veo tanques americanos abriéndose paso por las tierras africanas. Pero, claro, en Oriente Medio hay petróleo. No creas que nosotros, pobres salvajes del desierto, no somos conscientes de que los objetivos de Estados Unidos no son precisamente altruistas, Tom. Ten al menos esa gentileza.
—La libertad es buena, amigo mío, y Estados Unidos es el país más libre del mundo.
—¿De veras? ¿Un país que tuvo esclavos durante doscientos cincuenta años y mantuvo al hombre negro esclavizado durante otro siglo? También he visto vuestro estilo de libertad en persona. Hace más de cincuenta años Irán tenía un primer ministro elegido democráticamente. Su pecado fue nacionalizar la industria petrolífera. Acto seguido, la CIA ayudó a derrocar al gobierno y restituir al títere del Sha. Su patética fascinación por el estilo de vida occidental condujo a la revolución iraní, y toda esperanza de una democracia real se esfumó. Estados Unidos ha hecho lo mismo en todo el mundo, desde Chile hasta Pakistán. La política del mundo occidental ha provocado la matanza de millones de personas en el planeta. —Hizo una pausa y observó a Hemingway—. ¿Y si el nuevo gobierno iraquí no es del agrado de Estados Unidos?
—De todos modos, sé que crees en la libertad —dijo Hemingway en voz baja—. De joven os escuché a mi padre y a ti hablar de esas cosas.
—Es cierto que me he pasado la vida luchando por ciertas libertades que encajan con la palabra de Dios. Me parece beneficioso que las personas tengan voz y voto en sus vidas. No me parece correcto cómo tratan a las mujeres musulmanas en algunos países árabes, y me da rabia ver palacios suntuosos junto a chabolas de adobe. El mundo musulmán tiene muchos problemas y tenemos que ocuparnos de ellos. Pero ¿de verdad se trata de libertad cuando otra persona te dice lo que debes buscar? ¿Y por qué no funciona en ambos sentidos, Tom? Estados Unidos representa menos del cinco por ciento de la población mundial, y sin embargo consume una cuarta parte de la energía. Los países pobres no reciben la energía que necesitan y sus habitantes sufren y mueren porque Estados Unidos acapara demasiado. ¿Deberían entonces esos países invadir Estados Unidos, el gran dictador energético, y obligarle a emplear menos petróleo y gas? ¿Le gustaría eso a Estados Unidos?
—Si piensas así, ¿por qué me ayudas entonces?
El hombre se encogió de hombros.
—Es muy sencillo. Por cada estadounidense asesinado, mueren cientos de árabes. Los terroristas suicidas árabes matan de paso a miles de árabes. Con cada bomba que hacemos estallar, nos debilitamos y le seguimos el juego a Estados Unidos. —Hizo una pausa y bebió más agua—. La prensa occidental está obsesionada con los terroristas suicidas que creen que irán al paraíso, pero Dios dice que salvar vidas también es bueno. Salvar una vida es lo mismo que salvar muchas. ¿Tenemos que asesinarnos los unos a los otros para ir al paraíso? ¿Por qué no pueden los musulmanes disfrutar de una vida pacífica en la Tierra, creer en Dios, servirle e ir al paraíso de ese modo? En el mundo occidental los jóvenes crecen en paz. ¿Acaso nuestros hijos no se merecen ese derecho?
—Por supuesto que sí —convino Hemingway.
—Sabes de sobra que tu país pide lo imposible. Antes de la crisis energética de 1973, a Estados Unidos no le interesaba Oriente Medio, salvo por el enfrentamiento entre árabes e israelíes. Después del 11-S atacasteis a los talibanes. No tengo nada contra eso, habría hecho lo mismo en vuestro lugar. Sin embargo, el objetivo que os habéis propuesto ahora, convertir Oriente Medio en una democracia de la noche a la mañana, es una auténtica locura. Nos pedís que hagamos en años lo que habéis tardado siglos en conseguir. —Hizo una pausa—. Y no es una mera cuestión del islam contra Occidente. Durante miles de años los países árabes desarrollaron costumbres y culturas inextricablemente vinculadas a un clima desértico con escasos recursos, rigiéndose casi siempre por leyes tribales y obedeciendo a caciques. Durante mucho tiempo todo eso no pareció importarle a Estados Unidos. Ahora sí le importa, por supuesto, y por tanto, según vosotros, debemos cambiar. De inmediato. Ya han muerto cien mil iraquíes y el país está sumido en el caos. No puedo aplaudir esa clase de progreso, Tom, de veras que no.
—Hago lo que puedo. Si no sale bien, ¿qué habremos perdido?
—Muchas vidas, eso habremos perdido, Tom —replicó el árabe con sequedad.
—¿Y no es eso lo que está ocurriendo ahora mismo?
—Tienes respuesta para todo, como tu padre. Le mataron en Pekín, ¿no?
Hemingway asintió.
—Aunque seguro que no fueron los chinos. Son despiadados pero no estúpidos.
El americano se encogió de hombros.
—Tengo mis sospechas. Oficialmente, nunca se resolvió.
—Lo de los chinos es interesante, Tom. Un día serán la mayor economía del mundo, en lugar de Estados Unidos. Tienen un ejército diez veces mayor que el vuestro, y cada día que pasa es más poderoso y está mejor preparado tecnológicamente. Cuentan con los medios necesarios para atacar Estados Unidos con armas nucleares. Matan y esclavizan a millones de los suyos y, sin embargo, los llamáis amigos. Mientras, Estados Unidos aplasta el mundo árabe con el pretexto de liberarnos. ¿Sabes qué decimos los árabes? Id y «liberad» a vuestros amigos los chinos, pero no lo hacéis. ¿Por qué? Porque los chinos no se defenderán con armas cortas, piedras y coches bomba como los musulmanes. Así que los dejáis tranquilos y los llamáis amigos.
—De hecho, mi padre no los consideraba precisamente amigos.
—Un hombre sabio. Ahora está en un mundo mejor.
—Soy ateo, así que no estoy seguro de a dónde ha ido.
El árabe lo miró con tristeza.
—Te insultas a ti mismo si no crees en Dios, Tom.
—Creo en mí mismo.
—Pero cuando tu ser físico deje de existir, ¿qué quedará de ti? —Hizo una pausa y se contestó—: Nada.
—Soy libre de tomar esa decisión —afirmó Hemingway.
El árabe se levantó de la silla.
—Adiós, Tom, y buena suerte. No volveremos a vernos.
Al cabo de unos minutos Tom caminaba por la acera, de vuelta al coche de alquiler. Observó el papel que le había entregado su amigo y tradujo mentalmente las palabras árabes. Aquel hombre había planeado todo con sumo esmero.
Hemingway saldría esa noche de Francfort en avión con destino a Nueva York, donde llegaría al cabo de ocho horas. Contempló el cielo despejado y se preguntó si habría tantos dioses como estrellas. Según algunas religiones era posible. La respuesta no le importaba. Ningún dios había atendido sus plegarias. Para Hemingway eso demostraba que no existía ningún ser supremo.
Varios miles de kilómetros al otro lado del Atlántico, el capitán Jack observó el mismo cielo y también caviló sobre lo que sucedería al día siguiente. Todo estaba preparado y sólo faltaba la llegada d e James Brennan y su séquito. Como última medida de seguridad, habían destruido todos los ordenadores portátiles de los miembros de la operación. Ya no habría más chats sobre películas; los echaría de menos, de eso estaba seguro.
Esa tarde condujo hasta el aparcamiento del aeropuerto internacional de Pittsburgh. Aparcó y se dirigió a la terminal. El itinerario oficial era bastante sencillo: de Pittsburgh a Chicago O’Hare, de O’Hare a Honolulu y de Honolulu a Samoa Oriental, donde una avioneta le llevaría hasta su querida isla.
Ya había acabado su trabajo en Brennan, Pensilvania. No se quedaría para supervisar la misión, eso sería demasiado. Sin embargo, aunque había acabado su trabajo, en otros sentidos estaba apenas comenzando. Había llegado el momento de pasar al plan alternativo. La asociación con Hemingway había llegado a su fin, aunque este no lo sabía. «Fue divertido mientras duró, Tom». Ahora trabajaba para los norcoreanos.
El capitán Jack facturó, pero se quedó con la maleta para llevarla como equipaje de mano. Se dirigió al bar y tomó una copa. Al cabo de un rato fue al lavabo. Luego paseó por el aeropuerto y después se encaminó hacia la zona de seguridad. Sin embargo, en lugar de pasar por seguridad salió del aeropuerto, se dirigió hacia otro aparcamiento y recogió un coche que le esperaba allí. Condujo en dirección sur.
Djamila se sentó a la mesa de la cocina y escribió la fecha y hora de su muerte en el diario. Se preguntó cuán exactos serían esos datos. Si moría mañana, encontrarían el diario; tal vez lo publicaran en los periódicos, junto con su nombre completo, que anotó a continuación de la hora de su muerte. Luego, por algún motivo, lo borró. ¿Existía alguna posibilidad de que sobreviviera mañana?
Permaneció de pie junto a la ventana abierta y contempló el exterior; dejó que la brisa le refrescara el rostro y olió el aroma de césped recién cortado, una sensación relativamente nueva para ella. Era un lugar tranquilo. No había bombas ni disparos. Veía apersonas caminando tranquilamente, hablando. Un anciano estaba sentado en los escalones de entrada de un edificio fumando un cigarrillo y bebiendo una cerveza. Oía las carcajadas de unos niños que jugaban en un parque cercano. Djamila era joven, tenía toda la vida por delante. Sin embargo, cerró la ventana lentamente y se ocultó de nuevo en las sombras del apartamento.
—No permitas que te falle —rogó en voz baja a Dios—. No permitas que te falle.
A apenas veinte minutos del apartamento de Djamila, Adnan al Rimi acababa de terminar la última plegaria del día. Al igual que la mujer, también había alargado los rezos.
Enrolló la esterilla y la guardó. Adnan sólo rezaba dos veces al día, al alba y al atardecer. Cumplía el Ramadán de mala gana, pues ya había pasado hambre durante demasiados años. Había fumado y bebido alcohol alguna que otra vez. Nunca había peregrinado hasta la Meca porque no podía permitírselo. No obstante, se consideraba un musulmán fiel porque trabajaba duro, ayudaba a los necesitados, no engañaba y tampoco mentía. Pero había matado. Había matado en nombre de Dios para defender el islam, para proteger su estilo de vida. A veces parecía que toda su existencia se reducía a tres elementos: trabajar, rezar y luchar. Había trabajado duro para asegurarse que sus hijos no tuvieran que luchar ni suicidarse matando inocentes. Pero sus hijos estaban muertos. La violencia había acabado con ellos a pesar de sus esfuerzos por mantenerlos a salvo.
Ahora sólo le quedaba una misión.
Con los ojos cerrados, simuló recorrer el hospital dentro de su apartamento. Atravesó el pasillo, giró a la derecha, bajó catorce escalones y se desplazó a la derecha, abrió la puerta y bajó ocho escalones, llegó a un rellano, giró y bajó otros ocho escalones, cruzó el pasillo y llegó a la puerta principal. Luego repitió el proceso una y otra vez.
Después se quitó la camisa y se observó el cuerpo en el espejo del baño. Aunque todavía conservaba un buen físico, bajo la musculatura se adivinaba una fragilidad más propia de un anciano que de alguien en la flor de la vida. Las numerosas heridas externas que había sufrido en el pasado ya habían sanado; sin embargo, las cicatrices internas eran permanentes.
Se sentó en la cama y extrajo de la cartera diez fotos que ordenó frente a sí. Estaban arrugadas, eran recuerdos vagos de su familia. Las repasó tranquilamente y recordó momentos de amor y bienestar. Y horror. Como cuando los saudíes decapitaron a su padre por un mero delito menor. Normalmente se necesitaban dos golpes de espada para decapitar a alguien. Pero el cuello del padre de Adnan era muy grueso e hicieron falta tres golpes para cercenarlo, acto que le habían obligado a presenciar a los ocho años. Pocas personas habrían recordado esos momentos sin derramar lágrimas; sin embargo, los ojos de Adnan no se humedecieron, pero los dedos le temblaron cuando besó las fotografías desvaídas de sus hijos muertos.
Al cabo de unos minutos se puso el abrigo y salió del apartamento. Llegó rápidamente al centro de Brennan en bicicleta; la encadenó a un soporte y siguió a pie. Llegó al hospital y observó durante unos instantes el lugar en que trabajaba, al menos hasta mañana. Luego desvió la mirada hacia el bloque de apartamentos que había al otro lado de la calle, donde sabía que los dos afganos repasaban una y otra vez las armas porque eran personas obsesivas y metódicas, como todos los buenos francotiradores.
Continuó caminando, giró en una calle, luego en otra y finalmente se escurrió en un callejón. Llamó dos veces a la puerta. No escuchó nada. Luego llamó en persa. Se acercaron unos pasos y oyó la voz de Ahmed que le contestaba en persa.
—¿Qué quieres, Adnan?
—Hablar.
—Estoy ocupado.
—Todo debería estar preparado, Ahmed. ¿Pasa algo?
La puerta se abrió y Ahmed lo miró con ceño.
—No pasa nada —le dijo, y se apartó para que Adnan entrara.
—Me pareció prudente repasarlo todo otra vez —dijo Adnan mientras se sentaba en el taburete, junto a la mesa de trabajo. Observó el vehículo que al día siguiente desempeñaría un papel clave—. Tiene buena pinta, Ahmed. Te ha quedado bien.
—Mañana lo comprobaremos.
Luego repasaron sus respectivas misiones durante veinte minutos.
—No estoy preocupado por nosotros —dijo Ahmed al cabo—. Me preocupa esa mujer. ¿Quién es? ¿Qué formación ha recibido?
—Eso no es cosa tuya. Si la eligieron, hará bien su trabajo.
—Las mujeres sólo sirven para tener hijos, cocinar y limpiar.
—Vives en el pasado, amigo mío —comentó Adnan.
—El pasado musulmán fue glorioso. Teníamos lo mejor de lo mejor.
—El mundo nos ha dejado atrás, Ahmed. Para que los musulmanes volvamos a ser importantes tenemos que ir al mismo ritmo; debemos mostrar al mundo de lo que somos capaces.
Ahmed escupió en el suelo.
—Esto es lo que pienso del mundo. Que nos dejen en paz.
—Mañana veremos quién tiene razón.
Ahmed negó con la cabeza lentamente.
—Confías demasiado en las cosas. Confías demasiado en el americano que nos dirige.
—Puede que sea americano, pero es valiente y sabe lo que hace. —Miró con dureza al iraní.
—Haré mi trabajo —dijo finalmente este.
—Por supuesto que lo harás —replicó Adnan mientras se ponía en pie—, porque estaré allí para asegurarme de que así sea.
—Crees que necesito a un iraquí cuidando de mí, ¿no?
—Mañana no seremos iraquíes ni iraníes ni afganos —respondió Adnan—. Mañana todos seremos musulmanes a las órdenes de Dios.
—No cuestiones mi fe —le amenazó Ahmed.
—No cuestiono nada. Sólo Dios tiene derecho a cuestionar las almas de los suyos. —Se dirigió hacia la puerta, pero se volvió—. Hasta mañana, Ahmed. Mañana nos veremos de nuevo.
—Nos veremos en el paraíso —replicó el iraní.