La avanzadilla aterrizó en Pittsburgh a las siete de la mañana, y el equivalente a un pequeño ejército emergió del avión y se dirigió directamente a Brennan. El presidente viajaba cientos de veces al año. Varios días antes de que llegase a un lugar concreto, el Servicio Secreto enviaba un regimiento de agentes que, en conjunto, emplearían miles de horas comprobando hasta el más mínimo detalle para asegurarse de que el viaje transcurriría sin incidentes en lo que a seguridad se refiere.
Puesto que el presidente había planificado varios viajes para la campaña e iría de estado en estado, había varias avanzadillas preparadas, lo cual había puesto a prueba los recursos. Normalmente una avanzadilla contaba con una semana para realizar el trabajo, pero dado el número de actos que el presidente había planificado para la campaña, el Servicio Secreto tuvo que establecer prioridades. Los actos que se consideraban de bajo riesgo tenían menos tiempo de preparación. Para los actos de alto riesgo disponían de una semana para los preparativos. El acto de Brennan se consideraba de bajo riesgo por varios factores. Por supuesto, eso significaba que Alex Ford y el resto de la avanzadilla tendrían que hacer el trabajo de una semana en apenas unos días.
El Servicio Secreto estableció su base de operaciones en el hotel más grande de Brennan, donde ocupó una planta entera. Le habían cambiado el nombre por el de Sir James, en honor al nombre de pila del presidente. Eso había provocado varias bromas por parte de los agentes de campo, al menos hasta que llegaron sus jefes. Convirtieron una habitación en centro de comunicaciones, por lo que se retiró todo el mobiliario y se limpió a conciencia. Desde aquel momento hasta que el Servicio Secreto se marchara, no se permitiría el paso del servicio de habitaciones ni de las camareras.
Esa tarde se reunieron con la policía local. El agente al mando de la operación se situó delante de los policías locales y les instruyó.
—Recordad —les advirtió— que es posible que en otra habitación no muy lejana haya otro grupo de personas planeando hacer justo lo contrario de lo que nosotros queremos.
Alex había oído esa perorata muchas veces, pero al observar a los presentes le pareció increíble que la mayoría se tragara aquel rollo. De todos modos, Alex nunca descartaba nada. Los agentes del Servicio Secreto eran paranoicos por desviación profesional. Aunque Brennan no parecía un lugar problemático, nadie se habría imaginado que dispararían contra Bobby Kennedy en la cocina de un hotel. James Garfield la palmó en una estación de tren; William McKinley, después de que le disparara un hombre que llevaba el revólver envuelto en una «venda»; a Lincoln se lo cargaron en un teatro, y a JFK a plena luz del día en su limusina. «Pero no bajo mi vigilancia», se decía Alex una y otra vez.
Se repasaron las posibles rutas de la caravana de vehículos desde el aeropuerto hasta el recinto ceremonial y se tuvieron en cuenta los puntos problemáticos. Luego el grupo se dividió en unidades más pequeñas y Alex hizo las mismas preguntas de siempre: ¿había aumentado la venta de armas?, ¿habían desaparecido uniformes de policía?, ¿dónde estaban los hospitales más cercanos y los posibles pisos francos?
Después se dirigieron al enclave del acto. Alex recorrió el recinto y ayudó a localizar los escondrijos de los tiradores de élite. Observó la zona en busca de lo que el Servicio Secreto denominaba «el embudo del asesino». Había que pensar como el asesino. ¿Dónde, cómo y cuándo atacaría?
La tribuna estaba acabada y los trabajadores daban los toques finales a la iluminación, el sonido y las dos pantallas gigantes de televisión que permitirían a la multitud ver al presidente de cerca, al menos en formato digital.
Para el ojo avezado de Alex, aquel lugar parecía razonablemente protegido. De todos modos, el presidente no estaría mucho tiempo allí; dos horas como máximo.
Mientras Alex conducía hacia Brennan observó la pequeña población. Según uno de los viejos proverbios del Servicio Secreto, el mejor momento para robar un banco era cuando el presidente estaba en la ciudad, porque todos los policías estarían vigilándole a él y no el dinero de la población. Alex tuvo la impresión de que el proverbio se haría realidad en Brennan. No había policías por ninguna parte.
Ya en el hotel, Alex decidió salir a correr un poco. Había estudiado en la universidad gracias a una beca para deportistas y, a pesar de la lesión del cuello, corría cada vez que podía. Era de las pocas cosas que evitaban que se sintiera una piltrafa física. Llegó a la calle principal y se dirigió hacia el este, pasó junto al hospital, giró a la izquierda y cogió un buen ritmo. Una furgoneta pasó junto a él. No tenía motivos para observarla y no lo hizo. Tampoco habría reconocido a la mujer. Djamila tampoco le miró mientras conducía con los tres niños en el asiento trasero.
Alex pasó junto a un taller de automóviles con las ventanas oscurecidas. Detrás de las mismas se trabajaba duro en un nuevo vehículo. Si Alex hubiera estado al tanto del complot, habría entrado y detenido a todos los presentes, pero no lo sabía, así que siguió haciendo footing. El centro de Brennan no le interesaba porque el presidente no pasaría por allí. El acto se celebraría en el recinto ceremonial.
Después de ducharse en el hotel, Alex salió a trabajar un poco más esa noche. Le convenía esforzarse al máximo para volver a recuperar su crédito en el Servicio Secreto.
Mientras tanto, Kate también estaba ocupada. Ese día se había levantado muy temprano y había desayunado con Lucky. Le pidió un favor que la anciana no dudó en concederle.
Luego había ido a la cochera y se había sentado al escritorio para planear la investigación sobre Oliver Stone. Alex le había dicho que había introducido las huellas dactilares de Stone en todas las bases de datos y que no había conseguido nada. Para Kate eso significaba dos cosas: o Stone nunca había tenido un trabajo que requiriese la comprobación de huellas o habían borrado su identidad de las bases de datos, de modo que había dejado de existir. Anotó algunas líneas de investigación y luego planificó la estrategia que seguiría, como si se tratase de un caso jurídico. Satisfecha, se duchó con tranquilidad y salió.
Al cabo de un rato aparcó cerca del cementerio Mount Zion y esperó. Sólo eran las siete y media de la mañana, pero de pronto vio a Stone salir de la casita y dirigirse a la calle. Kate se agachó para que no la viera. Cuando ya casi le había perdido de vista ocurrió algo sorprendente: Adelphia salió de detrás de unos coches aparcados en la calle Q y comenzó a seguir a Stone. Kate caviló al respecto y luego puso el coche en marcha. Alcanzó a Adelphia enseguida y bajó la ventanilla.
Al principio Adelphia fingió no reconocerla, pero Kate insistió.
—Ah, sí, sí, ahora reconocerte —dijo Adelphia finalmente con timidez. Lanzó una mirada hacia Stone, que ya casi había desaparecido de vista.
—¿Vas a alguna parte? —le preguntó Kate.
—No ir a ninguna parte —replicó Adelphia—. Poder hacer lo que quiero.
—¿Te apetece una taza de café? Alex me dijo que te gusta el café.
—Poder comprar el café yo sola. Ganarme la vida. No necesitar caridad.
—Sólo intento ser amable. Los amigos son así, como cuando Oliver te ayudó en el parque después de que te atacara aquel hombre.
Adelphia la miró con recelo.
—¿Cómo saber eso?
—Adelphia, no eres la única que se preocupa por Oliver. Alex también se preocupa por él, y yo le ayudaré mientras esté fuera de la ciudad. Venga, vamos a tomarnos un café bien caliente.
—¿Por qué ayudar al agente Ford? —le preguntó con desconfianza.
—¿De mujer a mujer? Porque le tengo cariño, del mismo modo que sé que tú le tienes cariño a Oliver.
Adelphia al final cedió y subió al coche para que Kate la invitara a un café en el Starbucks más cercano.
—Entonces, ¿a qué dedicarte? —preguntó Adelphia.
—Trabajo para el Departamento de Justicia.
—¿En eso trabajar? ¿Hacer justicia?
—Espero que sí. Al menos eso intento.
—En mi país no haber justicia durante años, no, durante décadas. Los sóviets decirnos qué hacer. Si poder respirar o no, ellos decirnos. Un infierno.
—Seguro que fue terrible.
—Luego venir a este país, conseguir trabajo, tener buena vida.
Kate vaciló, pero no pudo contenerse.
—¿Cómo acabaste en Lafayette Park?
Adelphia arrugó la nariz.
—Nadie preguntármelo antes —dijo con voz emocionada—. Sólo tú ahora. Todos estos años y sólo preguntármelo tú ahora.
—Sé que no me conoces bien, así que no contestes si no quieres.
—Alegrarme. Pero no querer hablar de eso. No querer.
Se acabaron los cafés.
—Tener razón —dijo Adelphia al final—. Oliver preocuparme mucho. Saber que tener problemas.
—¿Cómo lo sabes?
Adelphia introdujo una mano en la manga y sacó un pañuelo para secarse los ojos.
—Ver la tele la otra noche. Nunca ver la tele. Nunca leer periódicos. ¿Saber por qué? —Kate negó con la cabeza—. Porque ser mentiras. Estar llenos de mentiras.
—Pero acabas de decir que viste la televisión.
—Sí, las noticias, estar encendida y verlas.
—¿Qué viste?
Adelphia pareció arrepentirse, como si hubiera hablado más de la cuenta.
—No poder hablar. No ser justo. Tú ser abogada, trabajar para gobierno. No querer más problemas para Oliver.
—Adelphia, ¿crees que Oliver hizo algo indebido?
—¡No! No hacer nada malo, ser hombre bueno.
—Vale, entonces no tiene nada que temer del gobierno ni de mí.
La otra no replicó.
—Adelphia, si de verdad te preocupa Oliver, déjame ayudarte. No puedes seguirle a todas partes para asegurarte que está bien.
Finalmente, Adelphia suspiró y le dio una palmadita en la mano.
—Tener razón. Yo contártelo. —Se armó de valor y añadió—: En la tele ver hombre muerto encontrado en la isla del río.
—¿En Roosevelt? —se apresuró a confirmar Kate.
—Sí, esa.
—Pero ¿qué tiene que ver con Oliver?
—Bueno… Yo querer tomar café con Oliver, pero él tener que marcharse a reunión.
—¿Qué clase de reunión?
—Ah, eso preguntarme. ¿Qué clase de reunión tan tarde? Pero él marcharse y yo enfadarme. ¿Reunión y nada de café? Yo fingir marcharme, pero verlo entrar en taxi. Coger taxi yo también. Tener dinero, coger taxi también.
—Claro, claro —la animó Kate—. ¿Qué pasó después?
—Seguirle hasta Georgetown. Él bajar, yo también. Él caminar hasta el río, yo también. Luego ver a sus amigos. Ver qué hacer sus amigos.
—¿Qué hacían? —dijo Kate, tan fuerte que sobresaltó a Adelphia.
—Subir en bote viejo y remar hasta isla, eso hacer.
—¿Qué hiciste tú entonces?
—Coger taxi y volver a casa. No esperarles ni nadar hasta isla. Volver en taxi. Tomar café, y luego ver a agente Ford cuando venir a buscar a Oliver. —Se le humedecieron los ojos—. Y luego ver la tele y hombre muerto.
—¿Estás segura de que era la misma noche?
—Decirlo en la tele. Misma noche.
—Adelphia, dices que piensas que Oliver no hizo nada malo, pero les viste ir hasta la isla, donde apareció un hombre muerto.
—Decir que matarlo con pistola. Oliver no tener pistola.
—¿Y qué me dices de los otros, sus amigos?
Adelphia rio.
—Conocerlos bien. Menos el grande, ser ratones asustados. Uno trabajar en biblioteca. Gustarle libros. Traerme algunos. El otro comprobar cosas.
—¿Comprueba cosas?
—Sí, contar, tararear, silbar y gruñir. No sé qué ser, pero Oliver decírmelo. Llamarlo OC o algo así.
—¿Trastorno obsesivo-compulsivo, TOC?
—Sí, eso.
—¿Sabes cómo se llaman los amigos?
—Oh, sí saberlo. El hombre de libros llamarse Caleb Shaw. A veces llevar ropa vieja. Oliver decir que ser un pasatiempo. Yo creer que hombre de libros estar loco.
—¿Y los otros?
—El que contar cosas llamarse Milton Farb. Ser muy listo. Contarme cosas del mundo que yo no saber.
—¿Y el grande?
—Sí, pantalones furtivos. Llamarse Reuben, Reuben Rhodes.
—¿Qué crees que pasó en la isla si ninguno de ellos mató al hombre?
—¿No saberlo? —dijo Adelphia. Bajó la voz y añadió—: Ellos ver a quién hacerlo. Ellos ver asesino.
Kate se reclinó en el asiento. Lo primero que pensó era que debía contárselo a Alex de inmediato, pero luego se preguntó si sería sensato. Sin duda, su primera reacción sería volver, lo cual le ocasionaría más problemas aún con el Servicio Secreto. Tampoco estaba segura de que Adelphia estuviera contando la verdad. De repente se le ocurrió algo.
—¿Te importaría acompañarme para ver una cosa?
—¿Adónde? —preguntó Adelphia con recelo.
—A Georgetown. Te prometo que no tardaremos mucho.
Adelphia aceptó de mala gana y fueron hasta el aparcamiento situado junto al paseo marítimo de Georgetown.
—¿Sabrías describir el bote en que les viste? —preguntó Kate.
—Ser largo, unos cuatro metros. Y viejo, medio podrido. Ellos sacarlo de una chatarra que haber allí —dijo señalando hacia el sur.
Kate la llevó hasta el malecón.
—Quiero que te quedes aquí. —Descendió por las rocas y llegó a la zanja de drenaje—. Si te asomas creo que lo verás. —Apartó la maleza hasta descubrir la proa del bote mientras Adelphia se asomaba—. ¿Es el bote en que les viste?
—Sí, ese ser bote.
«Oh, Dios mío».