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La respuesta de las autoridades al incidente vivido por Alex y Kate no fue precisamente alentadora. Según la policía, el freno se había estropeado solo. Les aseguraron que era algo normal en un coche viejo como aquel. Y no había pruebas de que un francotirador hubiera estado en casa de Kate, salvo la palabra de Alex. Se encontraron dos de sus balas en la valla, pero eso era todo.

A la mañana siguiente Alex estaba sentado en el despacho de Jerry Sykes, escuchando la versión oficial de lo sucedido la noche anterior.

Sykes dejó de caminar y le miró.

—La gente que trató de ayudarte después del accidente dijo que te comportabas de manera extraña y que luego te marchaste corriendo. Alex, todas esas tonterías no son propias de ti. ¿Te ocurre algo que debas contarme?

—Nada, salvo que alguien quiere verme muerto —respondió él, impávido.

Sykes se dejó caer en la silla y tomó la taza de café.

—¿Por qué coño iban a querer verte muerto?

—Alguien me puso una pistola en la cabeza, Jerry. No me molesté en preguntarle por qué.

—Nadie vio a ese tipo, excepto tú. Te lo preguntaré de nuevo: ¿qué ocurrió anoche para que alguien quiera verte muerto?

Alex titubeó. Quería contarle lo del bote, pero si reconocía que había desobedecido otra orden del director estaría acabado.

—Llevo un montón de años en el servicio. ¿Por qué iba a inventarme todo esto de repente?

—Has puesto el dedo en la llaga. Llevas muchos años trabajando. El director te dio una oportunidad ayer; podría haberte puesto de patitas en la calle. Joder, seguramente yo lo habría hecho. No desprecies un regalo como ese, Alex, tal vez no haya más.

—Vale, pero ¿harás que alguien vigile la casa de Kate? Es imposible que me imaginara el reflejo de la mira del rifle.

Sykes se reclinó.

—Llamaré a la policía y les diré que patrullen la zona más a menudo, pero eso es todo. Y tómatelo como un regalo. —Sykes consultó la hora—. Tengo una reunión y tú tienes que cubrir un puesto.

—Exacto, en la Casa Blanca —asintió Alex cansinamente.

—De momento, fuera de la Casa Blanca. Tendrás que volver a ganarte el puesto en el interior.

El Camel Club celebró una reunión apresurada esa misma mañana en el apartamento de Caleb. El primer punto del orden del día era felicitar al estimado bibliotecario y conductor con agallas por su arrojo y valentía. Sin embargo, para ello tuvieron que esperar un poco porque Caleb todavía estaba en el baño vomitando tras haber tomado conciencia de que había estado a punto de morir.

—Me gustaría que constara en acta —dijo Stone cuando Caleb salió por fin del lavabo— que Caleb Shaw se ha ganado el más sincero agradecimiento de todo el Camel Club por el carácter extraordinario de su valor e ingenio.

Caleb, pálido pero sonriente, les estrechó la mano uno a uno.

—No sé qué me pasó, sólo sabía que tenía que hacer algo. La última vez que me asusté tanto fue cuando se me concedió el honor de entregar De la democracia en América, de Tocqueville, en su envoltorio original.

Reuben simuló estremecerse.

—¡Entregar un Tocqueville! Me da escalofríos de sólo pensarlo.

—Sin embargo, en adelante hemos de suponer que Reinke y su colega nos han fichado, por así decirlo —advirtió Stone.

—No lo creo. Quité las matrículas del coche mientras esperábamos —explicó Caleb mientras los otros le miraban sorprendidos—. Después de que Milton consiguiera su matrícula y la identificara tan rápido, temí que hicieran lo mismo con la mía —añadió.

En ese momento sonó el móvil de Milton.

—¿Sí? —dijo. Escuchó unos instantes, colgó y miró a los demás—. Alguien entró en mi casa y dejó inconsciente al guardia de seguridad que acudió después de que se disparara la alarma silenciosa.

—¿Se llevaron algo? —preguntó Stone.

—Parece que no. Sin embargo, tengo aparatos de vigilancia ocultos en los rieles de iluminación del techo. La empresa de seguridad no lo sabe.

—Será interesante ver quién entró —comentó Stone.

—Iré a comprobarlo. La grabadora de DVD está oculta detrás de la nevera.

—Nos arriesgaremos —dijo Stone—. Si fueron Reinke y su colega, ataríamos varios cabos sueltos.

Reuben rodeó los hombros de Caleb.

—Si esos dos aparecen de nuevo los dejaremos fuera de combate, ¿no, matador?

El primer día que retomó la protección presidencial, a Alex Ford se le hizo un poco raro. Todos parecían saber que regresar a ese trabajo era un demérito para un agente veterano. Sin embargo, se mostraron cordiales con él. Vigilar el exterior de la Casa Blanca tenía algo bueno: Alex patrullaría por Lafayette Park.

Stone no estaba allí, aunque sí Adelphia. Estaba paseando por el centro del parque, desde donde miraba hacia la tienda de Stone.

—Hola, Adelphia —saludó Alex—. Buscaba a Oliver.

Para su sorpresa, la mujer rompió a llorar. Alex nunca le había visto reaccionar de esa manera.

—Adelphia, ¿qué pasa?

Ella se cubrió el rostro con las manos y Alex se le acercó.

—Venga, ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien? ¿Estás enferma?

Adelphia negó con la cabeza y respiró hondo.

—No pasar nada —dijo—. Estar bien.

Alex la acompañó hasta un banco.

—Salta a la vista que no estás bien. Si me cuentas qué pasa a lo mejor podría ayudarte.

Ella respiró hondo varias veces y luego miró de nuevo hacia la tienda de Stone.

—No mentir. Estar bien, agente Ford.

—Llámame Alex. Pero si estás bien… —Entonces siguió su mirada—. ¿Le ha ocurrido algo a Oliver? —se apresuró a preguntar.

—No lo sé.

—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué lloras?

Adelphia lo miró de forma extraña, no era su típica expresión desconfiada y hosca, sino de desesperanza.

—Confiar en ti. Oliver decírmelo, decirme que el agente Fort ser buen hombre.

—Yo también le respeto. —Hizo una pausa y añadió—: La última vez que le vi tenía la cara amoratada. ¿Tiene que ver con todo esto?

Adelphia asintió y le explicó el encuentro en el parque.

—Clavarle este dedo —dijo levantando el dedo corazón— en el costado, y gigantón desplomarse como un muñeco. —Respiró hondo—. Y luego Oliver coger el cuchillo… —se estremeció—, cogerlo como experto. Creer que cortarle el cuello, así. —Imitó el movimiento de una cuchillada e hizo una pausa. Miró a Alex con expresión triste y aliviada—. Pero no hacerlo. No cortar al hombre. Marcharse cuando llegar policía. Oliver no gustar policía.

—¿No has vuelto a verle?

Ella negó con la cabeza y Alex se reclinó en el banco mientras asimilaba la información.

—Eh, Alex —lo llamó una voz. Era su supervisor—. ¿No quieres unirte a la fiesta? ¿Estás muy cansado? —le dijo de mala manera.

Alex se puso en pie de un brinco. Antes de marcharse, se volvió hacia Adelphia.

—Si ves a Oliver dile que quiero hablar con él.

Ella arrugó el entrecejo.

—Descuida, no le diré lo que me has contado. Te lo prometo. Necesito verle, eso es todo.

Adelphia asintió y se marchó.

En Brennan, los preparativos para la visita del presidente se habían acelerado y el capitán Jack estaba más que ocupado. El vehículo que se estaba acondicionando en el taller iba a buen ritmo y los conductores especializados en huidas ya estaban preparados. No había vuelto a visitar a los francotiradores. No quería arriesgarse a que le vieran yendo a aquel apartamento con demasiada frecuencia. Había estado con Rimi y su compañero cuando los dos no estaban de guardia en el hospital. Allí no había problemas.

Anoche había vuelto a reunirse con Djamila después de que ella acabara con sus rondas nocturnas por Brennan. Le seguía preocupando su carácter, pero ya no había tiempo para buscar una sustituía. Le hizo hincapié en lo muy importante que era su misión para el proyecto, en las muchas vidas que se sacrificarían y que el sacrificio sería en vano si ella fallaba.

Se reunirían otras dos veces antes del día clave, una vez esa misma noche, antes de que la avanzadilla del Servicio Secreto llegara por la mañana. Y, al igual que tras la última reunión del grupo, luego se reuniría con su homólogo norcoreano para repasar los detalles.

Sin embargo, Carter Gray estaba al acecho. En realidad, al capitán Jack le sorprendía que hubiera tardado tanto en sospechar. Habían recurrido a todos los contactos que tenían en el mundo musulmán para llevar a cabo esta operación. Pero para el capitán Jack el plan de Hemingway era una maniobra inútil, aunque este se negara a aceptarlo. Según el capitán Jack, el principal problema de Hemingway era que todavía creía que la gente era buena. El capitán Jack sabía que esa premisa era incorrecta porque la gente que de verdad importaba no se caracterizaba por su bondad. En todas las misiones que había realizado siempre tenía en cuenta las eventualidades, y esta vez no sería una excepción. Seguir su vieja máxima había vuelto a llevarle por el buen camino. Era una cuestión de dinero, ni más ni menos.

En el local alquilado de las afueras de la ciudad, el ingeniero y el químico repasaban el funcionamiento de la mano ortopédica con el ex guardia nacional.

El dispositivo funcionaba a la perfección. Le observaron realizar varias sujeciones, gestos y otros ejercicios con la mano nueva. La ejecución era impecable. Antes de marcharse, le dio las gracias a los dos.

Más tarde, los hombres recogieron una mochila y se dirigieron hacia la ciudad, donde hacían recados para media docena de negocios del centro. En todos los sitios dejaban un regalito. Esos regalitos contribuirían a que Brennan pasase a la historia, aunque no de la forma que a sus habitantes les habría gustado.