El Camel Club había regresado a Foggy Bottom y tomado el metro hasta Union Station, donde habían cenado y repasado el plan en un local de la planta baja. Luego se dirigieron al aparcamiento de la estación para recoger los vehículos. Stone decidió ir en el sidecar con Reuben. Se volvió hacia Milton y Caleb, que estaban subiendo al Malibu.
—Bien, vosotros dos id a tu casa, Caleb. Allí estaréis a salvo, pero manteneos alerta.
—Un momento —replicó Caleb—. ¿Adónde iréis Reuben y tú?
Stone titubeó.
—Reuben me dejará en la casita del cementerio.
Caleb arrugó el ceño.
—Eso no te lo crees ni tú. Irás a Purcellvile, donde vive ese hombre.
—Tyler Reinke —añadió Milton mirando a Stone de hito en hito.
—Irás allí —prosiguió Caleb—, y quieres ir solo porque temes que nos entrometamos.
—Caleb, Milton y tú no tenéis experiencia en estas cosas. Mientras que Reuben y…
—Me da igual. Nosotros también vamos.
—No puedo permitirlo —replicó Stone sin alterarse—. Si nos descubren, nos atraparán a los cuatro en lugar de sólo a dos.
—¡Pues no lo permitiré! —exclamó Caleb con dignidad—. Somos adultos, Oliver, y socios de pleno derecho del Camel Club. Y si nos prohíbes ir, te seguiremos tocando el claxon durante todo el trayecto, y te aseguro que mi claxon suena como un maldito cañón.
—Y yo he localizado la casa en el ordenador usando MapQuest —añadió Milton—. Es difícil de encontrar sin indicaciones precisas, que casualmente llevo en el bolsillo.
Stone los miró con ceño. Reuben se encogió de hombros y dijo:
—Uno para todos y todos para uno.
Stone asintió de mala gana.
—¿No deberíamos ir en mi coche? —preguntó Caleb.
—No —respondió Stone, mirando la motocicleta—. Le he cogido cariño a este cacharro y es posible que nos sea útil esta noche.
Se dirigieron hacia el oeste, tomaron la carretera 7 en Virginia en dirección noroeste y pasaron muy cerca de la sede central del NIC al atravesar Leesburg. Un cartel en una de las intersecciones indicaba la dirección y la distancia hasta el centro de inteligencia. A Stone siempre le había sorprendido que hubiera carteles para la NSA, la CIA y otros lugares «secretos». Supuso que, al fin y al cabo, también recibían visitas. Sin embargo, aquello le restaba «secreto» a todo el asunto.
Reinke vivía en una auténtica zona rural. Serpentearon por varios caminos durante media hora tras dejar la carretera 7, hasta que Milton vio el cartel que buscaban. Le indicó a Caleb que aparcara a un lado. Reuben paró detrás del coche; los dos se apearon y subieron al coche.
—La casa está a trescientos metros de aquí. Realicé una búsqueda simultánea de otras direcciones en la zona. No hay, esta es la única casa —explicó Milton.
—Bien aislada —dijo Reuben mirando alrededor.
—Los asesinos suelen preferir la privacidad —ironizó Stone.
—Bien, ¿cuál es el plan? —preguntó Caleb.
—Quiero que Milton y tú os quedéis en el coche…
—¡Venga ya! —exclamó Caleb.
—Escúchame bien, Caleb, os quedaréis en el coche, pero primero conduciremos hasta la casa. Si hay alguien, nos largamos. Si no, Milton y tú volveréis aquí para vigilar. Es el único camino de entrada y salida, ¿no, Milton?
—Exacto.
—Nos comunicaremos por el móvil. Si llega alguien, avisadnos de inmediato y tomaremos las medidas necesarias.
—¿Qué haréis? —preguntó Caleb—. ¿Allanaréis la casa?
—Es posible que tenga alarma —aventuró Reuben.
—Me sorprendería que no fuera así.
—Entonces, ¿cómo entramos? —inquirió Reuben.
—Déjalo de mi cuenta.
La casa estaba a oscuras y al parecer vacía, porque no se veía ningún coche en las inmediaciones y la casa no tenía garaje. Mientras Milton y Caleb vigilaban desde un lugar oculto cerca de la entrada del camino, Reuben y Stone avanzaron en la Indian, la aparcaron en una arboleda detrás de la casa y luego siguieron a pie.
Desde la pared que había al otro lado de la puerta emanaba un resplandor verdoso.
—Tiene sistema de seguridad —farfulló Reuben—. ¿Y ahora qué?
Stone escudriñó por la mosquitera de la ventana.
—Seguramente tendrá detectores de movimiento, lo cual complica las cosas.
De repente, algo saltó hacia ellos desde el interior de la casa y rebotó contra la ventana. Los dos hombres retrocedieron de un salto y Reuben se volvió para echar a correr, pero Stone le llamó.
—Tranquilo, Reuben —le dijo—. El señor Reinke tiene un gato.
Suspirando, Reuben regresó a la ventana y espió el interior de la casa. Un gato negro con el pecho blanco y unos enormes ojos verdes le devolvió la mirada. Aquello era la cocina. Al parecer, el gato se había abalanzado sobre ellos desde la encimera al percibir su presencia.
—Maldito gato. Seguro que es hembra —dijo Reuben con una mueca.
—¿Y eso?
—Pues porque las mujeres siempre han tratado de provocarme un infarto, por eso.
—Vale, su presencia nos facilita las cosas. —¿En qué sentido?
—Los sistemas de seguridad con detector de movimientos no se llevan muy bien con los gatos.
—Hay zonas en que el detector no está activado para que el gato pueda ir y venir —dijo Reuben, comprendiendo.
—Exacto.
Stone extrajo algo del bolsillo. Era el estuche de cuero negro que había recogido en la habitación secreta de aquella librería. Lo abrió. Contenía un completo y moderno kit para robos.
Reuben observó el material y luego a su amigo.
—Prefiero no enterarme —dijo.
Stone abrió la ventana de la cocina en menos de diez segundos.
—¿Cómo sabías que la ventana no estaba conectada al sistema de seguridad?
—En una casa tan vieja con paredes de yeso es difícil pasar los cables y montar todo el tinglado que requiere. Dudo que el señor Reinke pueda permitírselo. Y he comprobado que la ventana no estaba conectada mediante un sistema de seguridad inalámbrico antes de forzarla.
—Vale —dijo Reuben—. Ahora sí quiero enterarme.
¿Cómo coño sabes tanto sobre sistemas de seguridad inalámbricos y demás?
Stone le miró con expresión inocente.
—Las bibliotecas están abiertas al público, Reuben.
Entraron y el gato acudió a saludarles; se frotó contra sus piernas y esperó pacientemente a que lo acariciaran.
—Bien, antes de entrar en las habitaciones debemos encontrar el detector de movimientos. Luego mandaré al gato como avanzadilla y le seguiremos —dijo Stone—. Prepárate a arrastrarte sobre el vientre.
—¡Genial! Será como regresar a Vietnam —gruñó Reuben.
Media hora antes de que Stone y Reuben entraran en la casa de Tyler Reinke, este y Warren Peters forzaron la puerta trasera de la casa de Milton y entraron. No había sido fácil porque Milton tenía seis cerrojos en cada puerta y las ventanas estaban cerradas a cal y canto, algo que al jefe de bomberos no le parecería bien.
Reinke cojeaba por el golpe que Alex Ford le había propinado en la rodilla. Y Peters tenía un agujero de bala en la manga del abrigo, donde uno de los disparos del agente secreto casi había dado en el blanco. Se habían topado con ellos al ir a Georgetown para volver a echar un vistazo al bote, y descubrieron que Ford y Adams se les habían adelantado.
Los dos estaban furiosos por no haberlos matado. Sin duda, Milton Farb tenía suerte de no estar en casa en ese momento.
Sacaron las linternas y comenzaron a buscar. La casa de Farb no era grande, pero estaba repleta de libros y material informático caro que utilizaba para su negocio de diseño de páginas web. También había algo con lo que no contaban: un sistema de vigilancia de infrarrojos inalámbrico que simulaba ser un montaje de iluminación en riel en el techo. Había uno en todas las habitaciones; estaba grabando sus movimientos y también había activado una alarma silenciosa que advertía a una empresa de seguridad contratada por Milton. El sistema se alimentaba en una toma de corriente normal y además estaba protegido con una batería. Milton había desestimado las alarmas sonoras porque en aquel barrio la policía tardaba en llegar y los ladrones siempre tenían tiempo de marcharse tranquilamente con su botín.
Mientras rebuscaban en la casa, se sorprendían ante cada nuevo hallazgo.
—Este tipo está chiflado —dijo Peters mientras registraban la cocina. Las latas de comida de la despensa estaban etiquetadas y colocadas siguiendo un orden preciso. Los utensilios colgaban de un estante de la pared e iban de mayor a menor. Las cacerolas y ollas estaban colocadas de igual modo en un estante que había sobre la cocina. Hasta las manoplas para el horno estaban alineadas con precisión, al igual que los platos del aparador. Aquello era un claro ejemplo del orden llevado a extremos casi enfermizos.
Subieron a la planta de arriba y en el dormitorio y el armario de Milton encontraron más de lo mismo.
Reinke salió del baño principal sacudiendo la cabeza.
—No te lo creerás. El tipo deja el papel higiénico apilado en una caja de mimbre junto al váter con instrucciones para tirarlo. Pero, vamos a ver, ¿qué se hace con el papel higiénico? Tirarlo al váter, ¿no?
—Sí, vale —dijo Peters mirando el armario del dormitorio—, ven aquí y dime quién cuelga los calcetines de las perchas.
Al cabo de unos instantes, los dos observaban los calcetines, la ropa interior doblada tres veces y las camisas que colgaban de perchas de madera colocadas en orden, con las camisas perfectamente abotonadas, puños incluidos. Estaban ordenadas según las estaciones, pues Milton había puesto imágenes del invierno, verano, primavera y otoño.
No encontraron nada útil en el dormitorio y se dirigieron a otra habitación habilitada como despacho. Se acercaron al escritorio, donde todos los objetos estaban colocados formando ángulos rectos.
Por fin encontraron algo útil en aquella casa que era el paradigma del orden perfecto: una caja etiquetada con la palabra «Recibos», en un estante detrás del escritorio, y los recibos, como comprobaron de inmediato, estaban separados por meses y producto. Reinke sacó el comprobante de pago de una tarjeta de crédito con un nombre escrito.
—Chastity Hayes —dijo—. ¿Qué te apuestas a que es su novia?
—Si es que un tipo así tiene novia.
Probablemente pensando lo mismo, iluminaron las paredes del despacho de Milton. Las fotografías estaban dispuestas siguiendo un orden complejo que Peters reconoció.
—Una hélice doble. ADN. Este tipo está chalado.
Reinke iluminó una fotografía de pasada y volvió a enfocarla.
«Con cariño, Chastity», se leía en la parte de abajo, y mostraba a Chastity en traje de baño y mandando un beso al objetivo.
—¿Esa es su novia? —preguntó Reinke, sorprendido mientras observaba una fotografía de Milton junto a la de Chastity en bañador—. ¿Cómo es posible que un colgado como este salga con una tía tan buena?
—El instinto maternal —se apresuró a responder Peters—. A algunas mujeres les gusta hacer de madre.
Peters extrajo un chisme electrónico e introdujo el nombre de Chastity Hayes. Al cabo de un minuto aparecieron tres posibilidades. Tras limitar la búsqueda a la zona de Washington, Peters averiguó que Chastity era contable y propietaria de una casa en Chevy Chase, Maryland. Asimismo, figuraba su historial médico, económico, educativo y laboral. Mientras leía rápidamente la información que aparecía en la pequeña pantalla, Reinke señaló algo:
—La chica estuvo en un psiquiátrico una temporada. Te apuesto a que sufre un trastorno obsesivo-compulsivo, como Farb.
—Al menos sabemos dónde vive. Y si Farb no está aquí —dijo mientras miraba de nuevo la fotografía de la bella Chastity—, es posible que esté allí. Desde luego, yo en su lugar dormiría allí.
Un ruido procedente de la parte posterior de la casa les alertó. Eran pasos. Entonces oyeron un gemido y un ruido sordo.
Empuñaron las pistolas y se dirigieron hacia el lugar del que procedían los ruidos.
En el suelo de la cocina había un hombre inconsciente. Ambos dieron un respingo al ver que llevaba uniforme.
—Un guardia de seguridad —dijo Reinke—. Joder, hemos disparado alguna alarma.
—Sí, pero ¿quién demonios lo ha dejado sin sentido?
Miraron alrededor, nerviosos.
—Larguémonos de aquí.
Salieron por la puerta trasera y fueron hacia el coche, a una manzana de distancia.
—¿Liquidamos a la chica esta noche? —preguntó Peters cuando subieron.
—No, no la liquidáis —contestó una voz que les sobresaltó.
Se volvieron y vieron a Tom Hemingway en el asiento trasero. No parecía muy contento.
—Habéis tenido una noche de lo más infructuosa —dijo con frialdad.
—¿Nos has seguido hasta aquí? —atinó a preguntar Peters.
—Después del informe de vuestra última metedura de pata, ¿qué esperabais?
—Lo del guardia de seguridad ha sido cosa tuya, ¿no? ¿Lo has matado? —inquirió Reinke.
Hemingway hizo caso omiso de la pregunta.
—Dejadme que os recalque de nuevo la importancia de nuestra misión. Tengo a un montón de gente moviendo el culo al norte de aquí y haciendo mucho más de lo que os he pedido a vosotros. Y, a diferencia de ellos, a vosotros os pagan muy bien. Sin embargo, no han cometido ningún error. —Les miró de hito en hito y los dos contuvieron la respiración—. Tal vez lo sucedido esta noche haya sido cuestión de mala suerte, pero a partir de ahora no toleraré más mala suerte.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Reinke, nervioso.
—Id a casa y descansad. Os hace falta. —Tendió una mano—. Dame el recibo con el nombre de la mujer.
—¿Cómo has…? —empezó Reinke.
Hemingway lo fulminó con la mirada y Reinke se calló y le entregó el recibo. Al cabo de unos segundos, Hemingway había desaparecido.
Los dos se reclinaron en los asientos y dejaron escapar largos suspiros.
—Ese tipo me acojona de verdad —comentó Peters.
Reinke asintió.
—Fue una leyenda en la CIA. Hasta los narcotraficantes colombianos le temían. Nadie le veía entrar ni salir. —Hizo una pausa—. Le he visto entrenándose en el gimnasio del NIC. Parece hecho de granito y es rápido como un felino. Y le he visto destrozar dos sacos de treinta kilos con las manos. Ya no le dejan usar las piernas en los sacos pesados porque los destrozaba a la primera.
—¿Y ahora qué? —preguntó Peters.
—Ya le has oído. Descansemos. Esta noche nos hemos salvado por los pelos tres veces, no nos hace falta una cuarta. Puedes quedarte a dormir en mi casa.