El capitán Jack observó el mensaje que acababa de recibir. Estaba cifrado, pero había memorizado el código y lo descifró enseguida. No eran buenas nuevas:
«Hoy me he reunido con Gray. Ha accedido a algunos archivos, pero no sé cuáles porque ha bloqueado el acceso. Me mencionó la resurrección de los muertos. He averiguado que ha realizado el mismo comentario a otros superiores. Está claro que ha tirado el anzuelo para ver quién pica. Por eso envío esta nota por mensajero. Sigue adelante con los planes. Me ocuparé de todo por aquí. A partir de ahora, nos comunicaremos por Charlie 1.»
Comunicarse en la actualidad era problemático porque resultaba casi imposible hacerlo en secreto si empleabas tecnología moderna. Había satélites espía por doquier y la actividad de faxes, ordenadores, móviles, teléfonos fijos y correos electrónicos estaba controlada. No era de extrañar que los terroristas hubieran recurrido a los mensajeros y a mensajes manuscritos. Irónicamente, la tecnología moderna les obligaba a volver a la Edad Media. Charlie 1 era muy sencillo: mensajes cifrados en papel y entregados por un mensajero de confianza, y el papel se destruía tras su lectura.
La avanzadilla del Servicio Secreto llegaría a Brennan en breve. Poco después, el presidente volaría hasta Pittsburgh en el Air Force One, y la caravana de vehículos más protegida de la historia se dirigiría hacia Brennan. Allí se encararían con lo que algunos considerarían un ejército variopinto formado por hombres de cuarenta y tantos años y una joven. Sin embargo, el capitán Jack apostaba fuerte por los suyos. Sacó el encendedor y redujo el mensaje a cenizas.
Tras finalizar la última oración del día, Djamila permaneció frente al espejo del baño observando sus rasgos. Tenía veinticuatro años, pero se veía mayor; los últimos años no la habían tratado bien. Nunca había tenido comida ni agua potable suficientes y había pasado muchas noches a la intemperie. Y las balas y bombas que caen a tu alrededor te hacen envejecer más que cualquier otra cosa. Al menos ahora no le faltaba comida. Le habían dicho que América era la tierra de la abundancia, y en efecto lo era. Los americanos tenían más de la cuenta y eso no era justo, porque también había personas sin hogar y niños hambrientos. Ella no se lo creía. No era posible. Sólo era propaganda estadounidense para que se compadecieran de ellos. Djamila maldijo en árabe al pensar en eso. ¿Compadecerles?
Tenía veinticuatro años y estaba sola, muy lejos de su tierra natal. Su familia había sido asesinada. Se le hizo un nudo en la garganta y rompió en sollozos. Humedeció una toalla y se la llevó a la cara para enjugarse las lágrimas.
Una vez repuesta, recogió el bolso y las llaves de la furgoneta y salió del apartamento.
Le habían asegurado que siempre habría un hombre del capitán Jack vigilando la furgoneta. No podían permitirse el lujo de que alguien la robase. No habría tiempo para conseguir otra igual.
Pensó que el capitán Jack era un hombre extraño. No era normal que un estadounidense hablara árabe con soltura. Parecía conocer las costumbres y la historia del mundo islámico mejor que algunos musulmanes. Le habían ordenado que obedeciera cualquier orden que le diera el capitán. Al principio no le había parecido bien obedecer a un americano. Sin embargo, no podía negar que, después de conocerlo, el capitán desprendía un poderoso aura de autoridad.
Conducir la furgoneta al atardecer se había convertido en un ritual. Al igual que lo era relajarse después de un largo día cuidando a tres niños llenos de energía, y memorizar las carreteras y atajos necesarios para su cometido. Fue hasta el centro de Brennan y pasó junto al hospital Mercy. Adnan al Rimi no estaba de guardia, pero Djamila no lo habría reconocido si lo hubiera visto. Del mismo modo, no tenía motivo alguno para mirar hacia la derecha y observar el apartamento donde, en aquel momento, un par de rifles de francotirador M-50 apuntaban al hospital como parte de unas prácticas.
Pasó junto al taller mecánico. Por pura costumbre, condujo por el callejón en que había una serie de puertas elevadas y ventanas pintadas de negro. La ruta le llevaría por el extremo meridional del centro y luego se dirigiría hacia el oeste por la carretera principal que salía de Brennan. En treinta minutos habría concluido su parte. Rezaba a Dios para que su sabiduría y valentía la guiaran.
Prosiguió el camino y pasó junto al recinto ceremonial. Lo único que sabía era que el presidente del país hablaría allí ante una multitud. Aparte de eso, esa zona verde no le importaba lo más mínimo.
Su misión la había llevado a ser contratada por los Franklin. Su casa era bonita si te gustaba la arquitectura tradicional norteamericana, pero lo que más le agradaba a Djamila era el patio trasero, donde los niños corrían por el césped y trepaban a los árboles, con muchos sitios donde esconderse cuando jugaban. Djamila había crecido en un clima desértico y tenía que admitir que EE. UU. era un país hermoso. Al menos en apariencia.
La ruta de vuelta al apartamento la hizo pasar por la casa de los Franklin. Djamila contempló las ventanas de las buhardillas, donde los tres niños dormían en dos habitaciones. Cada vez les tenía más cariño. Eran unos buenos chicos que, sin duda, de adultos odiarían el islam, todo en lo que ella creía. Si fueran suyos, les enseñaría las verdades, les mostraría la auténtica luz de su fe y su mundo. Descubrirían que entre ellos existían más similitudes que diferencias. Djamila detuvo la furgoneta mientras cavilaba al respecto. Durante mucho tiempo le habían inculcado que el islam y América no se reconciliarían. Y sí, debía de ser cierto. «Ellos destruyen mi país», pensó. Tenían el ejército más poderoso del mundo y se llevaban lo que querían, ya fuera petróleo o vidas humanas. Sin embargo, le resultaba difícil creer todo eso mientras contemplaba aquel barrio apacible. Muy difícil.
Alex recorrió con la mirada el interior de la casa de Kate y le gustó. No estaba muy ordenado y había cosas por todas partes, pero Alex no era un maniático del orden y dudaba que pudiera convivir con alguien que lo fuera. También había libros por doquier. Él no había leído mucho en el instituto y al ingresar en el Servicio Secreto había compensado esa carencia. Los largos vuelos eran un momento idóneo para leer. También saltaba a la vista que Kate no era una lectora intelectual ni pretenciosa. Aunque vio varios clásicos en las estanterías, también había bastantes novelas de mero entretenimiento.
En las paredes y mesas había fotografías familiares y Alex pudo observar el paso de una jovencita Kate Adams larguirucha y tímida a una mujer encantadora y segura de sí misma.
En un rincón de la sala que ocupaba casi toda la primera planta había un piano de media cola negro.
Cuando Kate bajó por las escaleras, se había cambiado; llevaba vaqueros, un suéter e iba descalza.
—Lo siento —dijo—, comienzo a pasarlo muy mal cuando llevo todo un día con vestido y zapatos.
—No dejes que los trajes de mil dólares y un aspecto impecable te engañen, yo también soy de los que van con vaqueros y camiseta por casa.
—¿Cerveza?
—Una dosis de alcohol siempre sienta bien después de un helado de menta y moca.
Kate sacó dos Coronas de la nevera, cortó unas rodajas de lima y se sentaron en el sofá, desde el que se veía el jardín trasero. Kate cruzó las piernas.
—¿Qué piensas hacer ahora?
Alex se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Oficialmente formo parte del equipo de protección de la Casa Blanca, y debería estar agradecido de que así sea. En realidad no hice nada malo durante la investigación, pero me negué a revelar el nombre de alguien, y quien me lo preguntaba era el propio director. Todavía no me lo creo.
—¿Es ese viejo amigo, Oliver Stone?
Alex le lanzó una mirada que ya respondía la pregunta.
—¿Cómo coño lo has sabido?
—No eres la única persona con poderes deductivos.
—Eso parece. —Dio un trago a la cerveza y se reclinó en los cojines—. Creo que ahora mismo tengo las manos atadas. ¿Cómo mencionaré lo del bote sin revelar que he estado haciendo precisamente lo que el director me prohibió hacer? Si lo averigua estoy acabado. No puedo arriesgarme.
—Vaya dilema. —Kate le rozó el hombro al dejar la cerveza en la mesa de centro. Aquel simple roce fue como una chispa que recorrió todo el cuerpo de Alex.
Kate se sentó al piano y comenzó a interpretar una melodía que Alex reconoció, Rapsodia sobre un tema de Paganini. Estaba claro que Kate era una pianista de primera. Al cabo de unos minutos, Alex se sentó junto a ella y comenzó a tocar una melodía de acompañamiento.
—Eso es de Ray Charles —dijo Kate—. Creía que tocabas la guitarra.
—Mi viejo me dijo que si primero aprendes a tocar el piano luego lo demás es pan comido.
—¿No era Clint Eastwood un agente del Servicio Secreto que tocaba el piano en En la línea de fuego?
—Sí, y Rene Russo le acompañaba.
—Lo siento, no soy Rene Russo.
—Ni yo Clint Eastwood. Y, para que lo sepas, no tienes nada que envidiarle a Rene Russo.
—Mentiroso.
—No soy la clase de tipo que se quita la ropa en la primera cita, como Eastwood. Lo siento —añadió sonriendo.
—Qué pena —replicó Kate con una sonrisita.
—Pero esa regla no se aplica necesariamente a la segunda cita.
—Oh, ¿tan seguro estás de que habrá una segunda?
—Recuerda que llevo un arma. Tengo las de ganar, según Lucky.
Recorrió el teclado hasta que sus dedos tocaron los de Kate.
El beso que vino a continuación hizo que la chispa que Alex había sentido antes pareciera apenas un ligero cosquilleo.
Kate le besó de nuevo y luego se levantó.
—Sé que seguramente es injusto, pero creo que tu regla para la primera cita es buena —dijo antes de apartar la mirada—. Es mejor no entregarse la primera noche porque a lo mejor no hay segunda.
Alex le puso la mano en el hombro.
—Volveré la noche que quieras, Kate.
—¿Qué tal mañana? —repuso ella, y añadió—: Si es que puedo esperar tanto.
Alex arrancó el viejo Cherokee y se alejó, henchido de satisfacción. Fue calle abajo, giró en la Treinta y uno e inició el largo y serpenteante descenso hacia el centro de Georgetown. El primer indicio de que algo no iba bien fue cuando pisó el freno y no respondió. El segundo, cuando lo pisó de nuevo varias veces, en vano, y la velocidad aumentaba sin pausa en la larga pendiente. Había coches aparcados a ambos lados y la calle tenía tantas curvas que parecía una maldita serpiente.
Intentó dominar el volante y reducir a segunda para aminorar la velocidad, pero no sirvió de mucho. Entonces vio los faros de un coche que se acercaba.
—¡Mierda! —exclamó.
Dio un brusco volantazo a la derecha y el Cherokee se deslizó entre dos coches aparcados, hasta que un sólido árbol lo frenó en seco. El impacto disparó el airbag, que lo aturdió momentáneamente. Alex apartó la bolsa de aire, se quitó el cinturón de seguridad y se apeó tambaleándose. Tenía sangre en los labios y la cara le ardía.
Se sentó en el bordillo, donde trató de tranquilizarse y no vomitar, ya que el helado y la cerveza amenazaban con desbordarse.
Al cabo de un momento había alguien arrodillado junto a él. Alex se disponía a decir que estaba bien, pero se quedó paralizado: un objeto duro y frío le presionaba la nuca. El brazo le salió disparado de forma instintiva y propinó un violento golpe a la rodilla de su agresor.
El hombre gritó de dolor, pero mientras Alex intentaba ponerse en pie le golpearon en la cabeza. Luego oyó pasos que se alejaban y un coche derrapando a toda prisa. Al cabo de unos instantes, mientras llegaban otros coches y personas, comprendió por qué habían huido tan rápido.
—¿Te encuentras bien? —oyó una y otra vez.
Todavía notaba la sensación helada del cañón del arma en la nuca. Entonces recordó algo: los frenos. Apartó a quienes lo rodeaban y, haciendo caso omiso del dolor de cabeza, cogió una linterna del Cherokee e iluminó la rueda izquierda delantera. Estaba cubierta de líquido de frenos. Alguien había manipulado el vehículo. Sin embargo, sólo podían habérselo hecho en casa de Kate. ¡Kate!
Rebuscó el móvil en el bolsillo. No estaba ahí. Abrió la puerta del maltrecho Cherokee y lo vio en el suelo, destrozado tras el impacto. Maldijo, furibundo. La gente que había acudido a ayudarle había comenzado a apartarse, recelosa de aquel comportamiento extraño.
Entonces uno de ellos la vio mientras Alex se daba la vuelta.
—¡Tiene una pistola! —gritó.
Acto seguido todos se dispersaron como conejos asustados.
—¡Necesito un teléfono! ¡Un teléfono! —chilló Alex, pero ya se habían marchado.
Se volvió y comenzó a subir corriendo por la calle. De la herida de la cabeza le goteaba sangre y sentía como si los brazos y las piernas no fueran suyos, pero siguió subiendo hasta que creyó que los pulmones le estallarían. Llegó a la calle R, giró a la izquierda y aumentó la velocidad, asistido por una milagrosa reserva de energía. Sacó el arma en cuanto divisó la casa.
Aminoró y se agazapó al llegar al jardín. Las luces de la planta baja estaban apagadas. Se dirigió hacia la puerta del jardín que daba al patio trasero y a la cochera. La puerta estaba cerrada, por lo que se encaramó a la valla y saltó. Cayó al césped del otro lado y se puso en cuclillas para reconocer el área y recobrar el aliento. Le palpitaba la cabeza y los oídos le zumbaban espantosamente. Se desplazó agazapado hacia la casa, ocultándose tras los arbustos. Había luz en la planta de arriba. Respiró hondo varias veces y trató de calmarse.
Avanzó lentamente al tiempo que escudriñaba el jardín por entre los arbustos. Justo entonces se encendió una luz en la planta baja. Vio a Kate por una ventana. Llevaba el pelo recogido en una coleta y seguía descalza, pero ahora sólo llevaba una camiseta larga. Avanzó de nuevo y desvió la mirada hacia la hilera de enormes cipreses que circundaba el jardín posterior. Si Alex tuviera que esconderse para disparar, escogería ese lugar.
Respiró hondo otra vez y pasó al modo de protección absoluta, es decir, escudriñaba una cuadrícula en la que Kate representaba el centro a proteger. Se rumoreaba que cuando los agentes del Servicio Secreto adoptaban esta actitud eran capaces de contar incluso los aleteos de un pajarillo. Por supuesto era absurdo, pero Alex quería impedir que le hicieran daño a Kate, necesitaba ver el arma antes de que disparara. Se había entrenado durante años para esa clase de situaciones. Y precisamente en esta no podía fallar.
Fue entonces cuando la vio, al otro lado del jardín y a la derecha, detrás de un grueso rododendro: allí estaba el destello casi invisible de la mira de un rifle. No titubeó. Apuntó y disparó. Era mucha distancia para una pistola, pero le daba igual acertar, sólo quería asustarlo.
Al punto vio el cañón completo del rifle, que dio una sacudida hacia arriba al abrir fuego. Una milésima de segundo después, Alex disparó seis veces más hacia el mismo punto. Entonces oyó los gritos de Kate. El rifle desapareció y oyó pasos que se alejaban. Había fallado, pero había conseguido su propósito.
Corrió hacia la casa y abrió la puerta de un tirón. Kate dejó de gritar al verlo. Él fue a su encuentro, le rodeó la cintura y la empujó hacia el suelo al tiempo que le protegía el cuerpo con el suyo.
—No te levantes, hay un francotirador ahí fuera —le susurró. Avanzó arrastrándose sobre el vientre y apagó la luz. Luego regresó arrastrándose hasta donde estaba Kate.
—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Te han dado?
—No —susurró ella, y le palpó la cara—. Por Dios, ¿estás sangrando?
—No me han disparado. Alguien ha usado mi cabeza de yunque.
—¿Quién?
—Ni idea. —Respiró hondo y apoyó la espalda contra la cocina, con la mirada clavada en la puerta y sin soltar la pistola. Kate se arrastró, alargó la mano y cogió un rollo de papel de cocina de la encimera.
—No te levantes —le dijo él con dureza—. Es posible que el tipo siga ahí fuera.
—Estás sangrando —replicó ella. Alargó la mano de nuevo y humedeció algunas toallitas. Luego le limpió la cara y le examinó el chichón de la cabeza—. No puedo creerme que no hayas perdido el conocimiento.
—El miedo es un gran remedio para eso.
—No he oído tu coche.
—El Cherokee ha quedado fuera de servicio. Manipularon los frenos y bajé por la calle como si fuera en una montaña rusa.
—¿Cómo has vuelto?
—Corriendo.
Kate parecía sorprenderse.
—¿Has corrido todo ese tramo cuesta arriba?
—Supuse que el único sitio donde podían haber manipulado los frenos era tu casa. Tenía que volver y asegurarme de que estabas bien —dijo con voz entrecortada por la emoción.
Kate dejó de limpiarle la sangre al tiempo que la boca comenzaba a temblarle. Luego lo abrazó y acurrucó la cara en su cuello. Alex la rodeó con un brazo.
«Menuda primera cita», pensó.