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Stone y Reuben encontraron a Caleb y Milton en la librería B. Dalton de Union Station. Caleb estaba enfrascado en una obra de Dickens y Milton estaba atrincherado en la zona de revistas de informática.

Los cuatro tomaron el metro hasta Smithsonian, desde donde subieron en las escaleras mecánicas hasta el Mall.

—Mantened los ojos bien abiertos —advirtió Stone.

Pasearon junto a los principales monumentos mientras los turistas fotografiaban y grababan las vistas. El Camel Club llegó al parque FDR, donde se encontraba el monumento en honor a Roosevelt, una adición reciente del Mall. Cubría una gran superficie y se componía de varias estatuas que describían símbolos significativos de la época de Roosevelt, el único presidente con cuatro mandatos. Stone condujo a sus amigos hasta una zona de césped apartada y protegida de los turistas por una cola de mendigos a las puertas de un comedor popular de la época de la Depresión inmortalizada en bronce.

Tras mirar alrededor unos instantes, Stone negó con la cabeza en señal de descontento y los llevó de nuevo al metro, del que se bajaron en Foggy Bottom. Salieron y echaron a andar. Stone se detuvo en el cruce de las calles Veintisiete y Q, cerca de la entrada del cementerio Mount Zion.

—Oh, no, Oliver —se quejó Reuben—, otro cementerio no.

—Los muertos no oyen —replicó Stone mientras abría las puertas.

Los condujo hasta la casita.

—He realizado algunas pesquisas clave para la investigación sobre el asesinato de Patrick Johnson —empezó—. Convoco en este momento una reunión del Camel Club. Propongo que hablemos sobre el reciente aluvión de terroristas que se han matado entre sí. ¿Secundáis la moción?

—La secundo —dijo Caleb, y miró a los demás.

—Los que estén a favor decid sí.

Ganó el sí y Stone abrió el libro de recortes que había traído de la librería de Douglas.

—Durante los últimos dieciocho meses ha habido numerosos casos en los que, supuestamente, varios terroristas se han matado entre sí. Me pareció interesante y comencé a guardar todos los artículos que encontraba al respecto. En el último caso participó un tal Adnan al Rimi.

—Lo leí —dijo Milton—. Pero ¿por qué has dicho «supuestamente»?

—En todos los casos el rostro del muerto aparecía desfigurado por las balas o los explosivos. Se les identificaba por las huellas dactilares, el ADN o cualquier otra técnica.

—Pero eso es lo normal —intervino Reuben—. Cuando estaba en la DIA hacíamos lo mismo, aunque entonces no disponíamos de las pruebas del ADN.

—Gracias a Reuben sabemos que el NIC controla toda la información relativa al terrorismo —prosiguió Stone—. Las mismas bases de datos que Patrick Johnson ayudó a supervisar se emplearon para identificar a los terroristas muertos. —Hizo una pausa—. ¿Y si el señor Johnson hubiera modificado esas bases?

Se produjo un largo silencio.

—¿Sugieres que la manipuló? —preguntó Milton al cabo.

—Lo diré claramente —replicó Stone—: ¿Y si sustituyó las huellas de los hombres muertos por las huellas de los terroristas que las autoridades creían asesinados?

Caleb parecía horrorizarse.

—¿Sugieres que alguien como Adnan al Rimi no está muerto, pero que para los servicios de inteligencia…?

—Está muerto —concluyó Stone—. Su pasado ha desaparecido. Podría ir adonde quisiera y hacer lo que quisiera.

—Como un arma indetectable —comentó Reuben.

—Exacto.

—Un momento —dijo Reuben—. Existen medidas preventivas. Si mal no recuerdo, en la DIA no se pueden modificar los archivos salvo que se sigan ciertos pasos.

Stone miró a Caleb.

—Tienen un procedimiento similar en el departamento de libros raros de la Biblioteca del Congreso. Por motivos obvios, la persona que compra el libro no puede archivarlo en la base de datos y viceversa. Eso fue lo que me hizo pensar en esa posibilidad. Pero ¿y si tenían a los dos metidos en el bolsillo: al que buscaba la información y al que archivaba los datos en el sistema? ¿Y si uno de ellos ocupaba un cargo importante? ¿Un cargo muy importante?

—¿Sugieres que Gray está implicado? —farfulló Reuben—. Venga ya, digas lo que digas sobre Gray, no creo que pueda cuestionarse su lealtad al país.

—No digo que sea una respuesta fácil, Reuben —replicó Stone—, pero si no es Gray entonces tal vez sea alguien que se ha vendido.

—Eso es más probable.

—Si es cierto, ¿por qué asesinaron entonces a Johnson? —intervino Milton.

—Si los dos hombres que mataron a Johnson son del NIC —respondió Stone—, creo que, dado su estilo de vida despilfarrador a pesar de ganar un sueldo modesto, pueden haber ocurrido dos cosas. Una, quienquiera que le pagase para modificar los archivos temía que la riqueza repentina de Johnson despertase sospechas, así que lo asesinaron y colocaron las drogas. Dos, tal vez Johnson exigió más dinero y entonces se lo cargaron.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Milton.

—Seguir con vida es mi prioridad —respondió Reuben—. Si Oliver está en lo cierto habrá mucha gente que querrá vernos muertos.

—La identidad y la casa de Milton ya se han visto comprometidas —dijo Stone—. En cuanto a quienes nos persiguen, propongo volverles las tornas.

—¿Cómo? —preguntó Caleb.

Stone cerró el libro.

—Tenemos la dirección de Tyler Reinke. Sugiero empezar por ahí.

—¿Quieres que vayamos directos al punto de mira de ese tipo? —exclamó Reuben.

—No, pero no hay motivo para que no le pongamos a él en nuestro punto de mira.

Helado en mano, Alex y Kate pasear on por el paseo marítimo de Georgetown, cerca del lugar donde George Mason había emplazado un trasbordador hacía cientos de años. Kate señaló tres rocas apenas visibles en el centro del río, al norte de Key Bridge y al otro lado de la Universidad de Georgetown.

—La isla de las Tres Hermanas —dijo—. Cuenta la leyenda que tres monjas se ahogaron en ese lugar después de que volcara su embarcación. Las rocas se pusieron para simbolizar las muertes y advertir a los demás.

—La corriente del Potomac es aparentemente tranquila —añadió Alex—, aunque tampoco es que la gente quiera meterse a nadar ahí hoy en día. Cuando llueve a cántaros algunas alcantarillas se desbordan.

—Cuando construyeron la interestatal 66 querían añadir un ramal con un puente que cruzara el río por ese lugar. Iban a llamarlo el puente de las Tres Hermanas, pero hubo tantos accidentes extraños durante la construcción que acabaron desistiendo. Algunos dijeron que la culpa era de los fantasmas de las monjas.

—¿Crees en esas historias?

—Han ocurrido cosas raras. Sin ir más lejos, los que ven conspiraciones por todas partes. Algunos están chiflados, pero otros han acertado.

—Conozco a un tipo que encaja en esa categoría. Se llama Oliver Stone. Es brillante, aunque quizá demasiado.

—¿Oliver Stone? ¿Bromeas o qué?

—No es su nombre verdadero, claro. Creo que es una ironía dirigida a quienes lo consideran un charlatán. Uno de sus aspectos más curiosos es que no tiene pasado, al menos que yo sepa. —Alex sonrió—. Quizás ha estado huyendo todos estos años.

—Seguro que a Lucky le gustaría conocerle.

—¿Todavía se baja las bragas con los hombres peligrosos?

—¿Cómo? —preguntó Kate sorprendida.

Alex sonrió, le dio un buen lametón al helado y contempló la isla Roosevelt. Ella siguió su mirada.

—¿Te apetece hablar de ello? Las camareras sabemos escuchar.

Alex le indicó que se sentaran en un banco junto a la ribera del río.

—Vale, te diré qué me mosquea: el tipo nada hasta la isla y se pega un tiro. ¿Te parece normal?

—Bueno, en la primera cita con su prometida fueron a esa isla.

—Sí, pero ¿por qué nadó hasta la isla? ¿Por qué no fue en coche o a pie? Por encima del paseo hay una pasarela que acaba en el aparcamiento de la isla, al igual que el carril de bicicletas. Luego basta con saltar la valla, acceder al recinto, emborracharse y volarse los sesos sin tener que cruzar a nado el Potomac. Encontraron el coche un buen tramo río arriba, lo que significa que nadó bastante, con ropa y zapatos y una pistola en una bolsa de plástico. Y no estamos hablando de Mark Spitz ni de Michael Phelps.

—Pero sus huellas estaban en la pistola.

—Obligar a alguien a empuñar una pistola y apretar el gatillo no es fácil ni inteligente —admitió Alex—. No es sensato colocar la pistola en la mano de alguien que quieres matar, pero ¿y si lo emborracharon antes? —Se señaló los pies—. Y sus zapatos me preocupan.

—¿Y eso?

—Tenía tierra en las suelas, como si hubiera atravesado la maleza, pero no había restos a su alrededor. Lo normal es que parte de la arcilla rojiza se hubiera quedado en las losas de piedra que tenía alrededor. Y la ropa estaba demasiado limpia. Si hubiera paseado por la isla tendría briznas y hojas adheridas, pero no tenía nada. Además, si hubiera nadado hasta la isla, tendría que haberse abierto paso entre las zarzas para llegar al sendero principal.

—No tiene mucho sentido —admitió Kate.

—¿Y la nota de suicidio? Apenas estaba húmeda y la tinta no se había corrido.

—Tal vez la llevara en la misma bolsa de plástico de la pistola.

—Entonces, ¿por qué no la dejó en la bolsa? ¿Por qué la sacó y se la guardó en un bolsillo empapado que podría hacer que la tinta se corriera y el mensaje se emborronase? Y si bien Johnson estaba mojado cuando lo encontraron, si de verdad hubiera nadado todo ese tramo, tendría que haber estado absolutamente empapado y en peor estado. El Potomac está bastante sucio en esta zona.

—Pero estaba mojado.

—Sí. Si quisieras aparentar que alguien ha nadado todo ese tramo, ¿qué harías?

Kate caviló al respecto.

—Sumergirlo en el agua.

—Exacto. Luego tenemos el móvil. Nadie sabía que traficaba. Su prometida estaba tan cabreada que amenazó con llevarme a juicio si siquiera sugería que podía ser verdad.

—Siempre lo he dicho, al Servicio Secreto no se le escapan los detalles.

—Venga ya, tampoco es que seamos mejores que el FBI a ese nivel. Seguramente también se dieron cuenta. Creo que hay mucha presión desde arriba para zanjar el asunto lo antes posible con discreción.

—Si alguien lo trajo a la isla y no vino en coche por temor a que le vieran, ¿cómo lo hizo?

Mientras hablaban, vieron una patrullera de la policía navegando lentamente.

—¡En barco! —exclamaron al unísono.

—No es tan fácil ocultarlo —dijo Alex.

Kate recorrió la costa con la mirada.

—Si tú te animas, yo también.

Arrojaron los restos de los helados a una papelera y se dirigieron hacia el río.

Tardaron una larga hora, pero al final Kate vio el extremo de una proa asomando por la zanja de drenaje.

—Buena vista —la felicitó Alex.

Kate se quitó las sandalias y Alex los zapatos y calcetines. Se arremangó los pantalones y bajaron a duras penas mientras un par de transeúntes les miraban con curiosidad. Alex observó el viejo bote de remos y se acercó a un punto del casco.

—Parece un orificio de bala.

—Y eso podría ser sangre —dijo Kate señalando una pequeña mancha cerca de la borda.

—Lo cual no tiene mucho sentido, salvo que mataran a Johnson en el bote y luego lo llevaran a la isla. Esa noche había mucha niebla, así que supongo que nadie les vería.

—¿Qué hacemos? —preguntó Kate.

Alex se incorporó y reflexionó un momento.

—Me gustaría saber si la sangre coincide con la de Johnson o si es de otra persona, pero si el director averigua que he vuelto a husmear en este caso me destinarán a Siberia. Es decir, si es que antes no me mata con sus propias manos.

—Puedo husmear yo —dijo Kate.

—No, no quiero que te metas. Se me ocurren algunas cosas muy espeluznantes. Será mejor que de momento nos olvidemos del asunto.