40

—Reuben —gritó Stone desde el sidecar—, todavía tenemos tiempo. ¿Paramos en el cementerio de Arlington?

Reuben miró hacia el camposanto más sagrado del país y asintió.

Al cabo de unos minutos pasaron por la entrada y dejaron atrás el monumento en memoria de las mujeres del ejército. Se detuvieron unos instantes cerca de las tumbas de los Kennedy, la mayor atracción de Arlington, seguida de cerca por el cambio de guardia ante la del soldado desconocido.

Siguieron caminando y Reuben se detuvo para observar una franja de césped cerca de Arlington House. Había sido la casa de Robert E. Lee, pero el gobierno federal se la confiscó después de que Lee decidiera comandar el ejército confederado.

—¿No fue ahí dónde me encontraste pasado de vueltas?

Stone miró.

—Fue hace mucho, Reuben. Te recuperaste. Te enfrentaste a tus demonios.

—No lo habría conseguido sin ti, Oliver. —Observó las lápidas blancas—. Estaba cabreadísimo. Había perdido a la mitad de mi compañía en Vietnam por culpa del agente naranja, y el ejército ni siquiera quiso reconocerlo. Y pasó lo mismo con el síndrome del golfo Pérsico. Quería venir aquí para gritar y que alguien me escuchara.

—Tuviste suerte de desmayarte. El secretario de Defensa estaba aquí ese día; las cosas podrían haberse puesto feas.

Reuben miró a su amigo.

—Nunca te he preguntado qué hacías en el cementerio ese día.

—Lo mismo que todo el mundo, presentar mis respetos.

Stone se detuvo y contó en silencio las hileras de lápidas blancas hasta llegar a una situada cerca del centro. Se acercó y permaneció allí con los brazos cruzados mientras el sol se ocultaba tras el horizonte. Reuben consultó la hora, pero no quiso interrumpirlo.

Un grupo de hombres que pasaba por allí puso fin al recogimiento de Stone. Se dirigían hacia la nueva ampliación del cementerio, todavía inacabada, la zona dedicada al 11-S. Había un monumento en honor a los fallecidos en el Pentágono y una arboleda conmemorativa.

Stone se puso tenso al ver quién iba en el centro del grupo. Reuben también lo vio.

—Carter Gray —farfulló.

—Supongo que para ver a su mujer —dijo Stone en voz baja— antes de que mañana vengan las multitudes.

Gray se detuvo ante la tumba de su esposa Barbara, se acuclilló y depositó un ramo de flores en la tierra. El aniversario de la muerte de su esposa era al día siguiente, pero el cementerio estaría atestado y, tal como Stone había deducido, no le apetecía compartir su dolor con una muchedumbre.

Gray se incorporó y observó el sitio en que yacía el cuerpo de su esposa mientras los de seguridad se mantenían a una distancia respetuosa.

Barbara Gray se había retirado del ejército como general de brigada tras una trayectoria intachable en la que consiguió varios logros para las mujeres de las fuerzas armadas. Barbara también había luchado por que las mujeres piloto de la fuerza aérea durante la Segunda Guerra Mundial tuviesen derecho a ser enterradas en Arlington con todos los honores militares, algo que se les denegaba porque se les licenció sumariamente después de la guerra. En junio de 2002 una nueva regulación permitió que varias mujeres de diversos estamentos militares, incluyendo la fuerza aérea, fueran enterradas al menos con honores militares funerarios, en lugar de todos los honores militares. Por desgracia, Barbara Gray había fallecido antes de que eso ocurriera.

La mañana del 11 de septiembre de 2001 Barbara, entonces asesora, estaba trabajando en el Pentágono en un proyecto con dos oficiales del ejército cuando el avión de American Airlines que se estrelló contra el edificio destruyó por completo la sala en que se encontraban. Como colofón a la tragedia, la hija de Gray, Maggie, abogada del gobierno, acababa de llegar al Pentágono para ver a su madre. El cuerpo quedó prácticamente incinerado en la explosión inicial.

Mientras Gray contemplaba la tumba de su esposa, le acosaba la imagen de aquella fatídica mañana. Luego se sintió culpable por no haber estado en el edificio. Gray tenía previsto reunirse con su mujer e hija en el Pentágono antes de partir de viaje. Le había retenido el tráfico y se retrasó veinte minutos. Cuando llegó al Pentágono ya había ocurrido todo.

Apartó la mirada, echó un vistazo alrededor y vio a los dos hombres que le observaban desde lejos. No reconoció al tipo grande, pero el otro le resultó familiar. Luego les vio volverse y alejarse. Permaneció otros diez minutos junto a la tumba de su esposa y, presa de la curiosidad, se dirigió hacia donde habían estado ambos hombres. Esa zona de las tumbas le sonaba. Observó las lápidas hasta detenerse en una de ellas.

Acto seguido, echó a andar rápidamente por el camino, seguido de cerca por los agentes de seguridad. Mientras se acercaba a la salida, de pronto se detuvo para respirar hondo con agitación, mientras los de seguridad le rodeaban y le preguntaban si se encontraba bien. No les respondió. Ni siquiera les había oído.

El nombre de la tumba que había causado aquel desconcierto no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Gray sabía que debajo de la lápida no había ningún cadáver. Era una farsa, una maniobra de encubrimiento. Sin embargo, el nombre de la lápida no era inventado. Era un hombre de carne y hueso de quien se creía que había muerto defendiendo al país.

—John Carr —dijo Gray. Hacía décadas que no pronunciaba ese nombre.

John Carr. El mejor asesino que Carter Gray había visto jamás.

Nathan’s todavía no estaba abarrotado y Alex y Kate se sentaron en un rincón, cerca del bar, y pidieron bebidas.

—Lucky es increíble —dijo Alex—. ¿Cómo la conociste?

—Antes de estar en el Departamento de Justicia, me dedicaba a asuntos civiles. Me ocupé de sus fondos de inversión y del patrimonio cuando su marido murió. Nos hicimos amigas y, con el tiempo, me pidió que fuera a vivir con ella. Al principio rehusé, pero insistió, y mientras tanto mi príncipe azul no llamaba a mi puerta. Pago el alquiler de la cochera —se apresuró a añadir—. Lucky es una persona muy interesante. Ha estado en todas partes y conoce a todo el mundo, pero también se siente sola. Le cuesta asumir la vejez. Está llena de vida y quiere hacer lo mismo que antes, pero ya no puede.

—Por lo que he visto se esfuerza bastante en ese sentido —replicó Alex—. Entonces ¿por qué comenzaste a trabajar para el gobierno?

—Por nada muy original. Me harté de la rutina de cobrar por horas. Y no se cambia el mundo con el derecho patrimonial.

—¿Y qué haces en Justicia para cambiar el mundo?

—Estoy haciendo algo novedoso. Después de Guantánamo, Abu Ghraib, la cárcel secreta Pozo de Sal y otros lugares, Justicia formó una comisión para velar por los derechos humanos de los presos políticamente importantes así como de los combatientes extranjeros, y para investigar cualquier crimen cometido contra estas personas.

—A juzgar por lo que he leído en los periódicos, habrás estado muy ocupada.

—Nuestro país tiene un excelente historial en lo que se refiere al trato a los prisioneros de guerra, pero cuanto más dure la guerra contra el terrorismo, mayor es la tentación de que los nuestros pierdan los estribos. Al fin y al cabo, son humanos y pueden acabar pensando que los detenidos no se merecen derecho alguno.

—Pero eso no les justifica para incumplir las leyes.

—No, claro que no, y ahí es donde entramos nosotros. He estado seis veces en varias zonas de guerra durante los últimos dos años. Por desgracia, las cosas no mejoran.

—Parece que el contragolpe de Gray ha sido efectivo.

Kate se reclinó en el asiento y bebió un sorbo de vino tinto.

—Tengo sentimientos encontrados al respecto. Lo siento por él y la pérdida de sus seres queridos el 11-S. Creo que es el único motivo por el que volvió al gobierno, pero no estoy convencida de que haya sido una buena decisión.

—¿A qué te refieres? —preguntó Alex.

—Sé que ha obtenido resultados extraordinarios. Me pregunto si emplea medios extraordinarios para ello. Por ejemplo, tuvimos verdaderos problemas con los traslados.

—He oído decir que hay mucha propaganda política.

—No es de extrañar, dado el procedimiento empleado. Los terroristas sospechosos son trasladados de Estados Unidos a otros países o viceversa sin autorización judicial alguna ni intervención de la Cruz Roja Internacional. Cuando trasladamos prisioneros a otros países, primero se exige al país receptor que los trasladados no sean torturados. El problema radica en que es imposible comprobar ese extremo. De hecho, parece evidente que las torturas suelen producirse. Además, puesto que la tortura es ilegal en nuestro país, hay quienes piensan que el NIC y la CIA participan activamente en el traslado de prisioneros a otros países para obtener información mediante tortura. También instigan a que el país receptor haga acusaciones falsas contra un sospechoso para encarcelarlo, interrogarlo y torturarlo. Precisamente todo lo contrario que Estados Unidos encarna y simboliza.

—Bueno, después de ver el lugar en persona creo que el NIC es capaz de cualquier cosa.

—Supongo que ver la muerte de ese hombre no te ha sentado bien, ¿no?

Alex titubeó y luego decidió contarle la verdad. Le explicó la incómoda entrevista con el director del Servicio Secreto y que le habían reasignado a tareas de protección.

—Lo siento mucho, Alex. —Le tocó la mano.

—Me lo busqué yo solito. Gray se mueve en las altas esferas, y que tu compañera te traicione no ayuda mucho. Supongo que me superó. —Sorbió su cóctel—. Tus martinis son mejores.

Kate entrechocó su copa con la de Alex.

—Sabía que me gustarías.

Él adoptó una expresión sombría.

—Tendría que haber seguido el plan original: con sólo tres años para cumplir los veinte de servicio, patrullar las calles y no llamar la atención.

—No te imagino patrullando las calles.

Alex se encogió de hombros.

—Mira, dejemos el tema. Háblame de ti. Para eso son las primeras citas.

Ella se reclinó en el asiento y jugueteó con un trozo de pan.

—Soy hija única. Mis padres viven en Colorado. Te contarán que somos descendientes de los Adams de Massachusetts, pero no termino de creérmelo. Soñaba con ser una gimnasta de primera línea. Y trabajé duro para lograrlo. Entonces un año crecí quince centímetros y adiós al sueño. Nada más acabar el instituto decidí ser crupier en Las Vegas. No me preguntes por qué, pero lo hice. Me matriculé en un curso, aprobé sin problemas y partí hacia la Ciudad del Pecado. Pero no duró mucho. Tenía un pequeño problema con los jugadores que eran borrachos empedernidos: se creían que podían sobarme el culo cuando les viniera en gana. Después de que un par se quedara sin dientes, el casino me sugirió que regresara a la costa Este. Trabajé de camarera para pagarme la universidad y seguí sirviendo bebidas mientras estudiaba Derecho. Al menos en ese trabajo no suelen propasarse. Como ya has deducido, toco el piano. Gané dinero tocándolo para costearme los estudios. No necesito seguir siendo camarera, pero me gusta, para qué negarlo. Para mí es una válvula de escape y en un bar se conoce a mucha gente interesante.

—Gimnasta, crupier, camarera y pianista defensora de la verdad y la justicia. Impresionante.

—A veces me parece más contradictorio que impresionante. ¿Qué me dices de ti?

—Nada del otro mundo. Crecí en Ohio. El menor de cuatro hermanos y el único niño. Mi padre era vendedor de recambios de coches durante el día, pero por la noche se convertía en Johnny Cash.

—¿En serio?

—Bueno, a eso aspiraba. Creo que tenía la mayor colección de objetos sobre Cash fuera de Nashville. Siempre iba de negro, tocaba una maltrecha guitarra acústica y tenía todo un vozarrón. Aprendí a tocar la guitarra para acompañarle. Fuimos de gira juntos y tocamos en los mejores antros de Ohio Valley. No éramos buenos, pero tampoco malos. Fue una experiencia muy divertida. Entonces las cuatro cajetillas diarias le pasaron factura. Un cáncer lo fulminó en seis meses. Mi madre vive en un complejo para jubilados. Mis hermanas están diseminadas por el país.

—Entonces, ¿qué te empujó a hacer de escudo humano?

Alex bebió otro sorbo y ensombreció un poco la expresión.

—A los doce años vi la filmación sobre el asesinato de Kennedy. Recuerdo que pensé que jamás debería volver a ocurrir algo semejante. Jamás olvidaré la imagen del agente Clint Hill saltando a la limusina y protegiendo a la primera dama. En aquel entonces mucha gente creía que ella formaba parte de la conspiración, o la criticaban porque pensaban que había intentado apartarse de toda aquella sangre, aunque fuera la de su marido. En realidad, trataba de recuperar el fragmento de la cabeza de su esposo que había salido despedido.

Acabó la bebida antes de proseguir.

—Conocí a Clint Hill en un acto del Servicio Secreto. Ya era un tipo mayor. Todo el mundo quería estrecharle la mano. Le dije que era un honor conocerle. Era el único que había reaccionado. Protegió a la señora Kennedy y colocó su cuerpo entre ella y quienquiera que estuviera disparando. Le dije que si llegaba el momento confiaba en reaccionar tan bien como él. ¿Sabes qué me contestó?

Alex alzó la mirada y se encontró con la de Kate, que parecía contener la respiración.

—¿Qué te contestó?

—Me dijo: «Hijo, mejor que no seas como yo. Porque perdí al presidente».

Se produjo un silencio que rompió Alex.

—Me cuesta creer que esté contándote esta historia deprimente. Yo no soy así.

—Con el día que has tenido me sorprende que hayas venido.

—Kate, la idea de salir contigo esta noche es lo único que me ha mantenido con vida hoy. —Se sorprendió de su propia sinceridad, bajó la vista y observó la aceituna que quedaba en el martini.

Ella le tocó la mano.

—Te avergonzaré un poco más: nunca me habían dicho nada tan bonito.

La conversación pasó a temas más intrascendentes y el tiempo transcurrió volando. Cuando se marchaban, Alex farfulló un improperio.

Por la puerta entraban el senador Roger Simpson y su esposa con su hija, Jackie.

Alex trató de escabullirse, pero Jackie lo vio.

—Hola, Alex —le dijo.

—Agente Simpson —replicó él con sequedad.

—Te presento a mis padres.

Roger Simpson y su mujer parecían gemelos: muy altos y rubios. Sobresalían por encima de su hija bajita y morena.

—Senador. Señora Simpson —saludó Alex.

Roger Simpson le clavó una mirada tan desagradable que Alex supo que Jackie le había contado la historia de forma tendenciosa.

—Os presento a Kate Adams.

—Encantado de conocerles —dijo esta.

—Cuídese, agente Simpson —añadió Alex—. Dudo que nos veamos de nuevo.

Y se marchó, seguido de Kate.

—Increíble, de todos los restaurantes de la maldita ciudad… —espetó una vez fuera.

En ese momento Jackie Simpson salía tras ellos.

—Alex, ¿podemos hablar un momento? —Miró a Kate—. ¿A solas?

—Estoy seguro de que no tenemos nada que decirnos —replicó él.

—Sólo será un momento. Por favor.

Alex miró a Kate, que se encogió de hombros y se dirigió hacia el escaparate de una tienda para observar la ropa expuesta.

Jackie se acercó a Alex.

—Sé que estás cabreado conmigo. Crees que te traicioné.

—No andas desencaminada.

—No fue así. Gray debió de llamar a mi padre en cuanto nos dejó, incluso antes de hablar con el presidente. Mi padre me echó una buena reprimenda, me dijo que no podía permitir que un inconformista arruinase mi carrera antes de que comenzase.

—¿Cómo averiguó el director lo de mi «viejo amigo»?

Simpson parecía abatida.

—Lo sé, fue una estupidez. Mi padre me lo sonsacó. —Suspiró—. Mi padre es una de las personas más competentes que conozco. Mi madre fue Miss Alabama, lo que la convierte en una santa allí. Así que ser una mera agente de policía no daba la talla familiar. Querían que me metiera en política o negocios. No cedí y dije que sería poli, pero insistieron en que aspirara a algo más importante. Para conformarlos entré en el Servicio Secreto. Papá tocó los resortes necesarios para que me asignaran a la oficina de Washington. Su sueño es que me convierta en la primera directora del servicio. Yo sólo quería ser una buena poli, pero a ellos no les bastaba.

—¿Y te vas a pasar la vida haciendo lo que tus padres quieran?

—No es tan fácil. Mi padre está acostumbrado a que la gente le obedezca. —Miró a Alex—. Pero ese es mi problema. Sólo quería decirte que siento mucho lo ocurrido. Espero tener la oportunidad de compensarte.

Se volvió y regresó al restaurante antes de que él replicara. Alex le resumió la conversación a Kate.

—Justo cuando has encasillado a alguien y tienes todos los motivos para odiarlo, te hace una jugarreta y complica las cosas. —Miró hacia el otro lado de la calle y el semblante se le iluminó—. Venga, dime que te apetece tomarte un helado.

Kate observó la heladería.

—De acuerdo, pero te advierto que soy de las que se toman dos bolas como mínimo y encima no comparten.

—Así me gusta.