Alex Ford tardó una hora en decidir qué se pondría para salir esa noche con Kate Adams. Fueron sesenta minutos humillantes porque se dio cuenta de lo mucho que había pasado desde su última cita verdadera. Escogió chaqueta azul, camisa de cuello blanca, pantalones caqui y mocasines. Se peinó, se afeitó la barba incipiente, se vistió y masticó un par de pastillas de menta para el aliento. Decidió que el tipo fornido y un tanto ajado que le miraba desde el espejo tendría que dar la talla.
A esa hora el tráfico era tan denso que no había desvíos ni rutas más cortas, por lo que Alex temía llegar tarde. Sin embargo, tuvo suerte al eludir un accidente en la interestatal 66 y encontrar la carretera medio vacía más adelante. Salió en Key Bridge, cruzó el Potomac, giró a la derecha en la calle M y al poco avanzaba tranquilamente por la calle Treinta y uno, en la elegante Georgetown. Recibía ese nombre en honor a un rey británico y algunos elementos de la zona conservaban cierta dignidad regia que algunos tildaban de patético esnobismo. Sin embargo, en la zona comercial de la calle M y la avenida Wisconsin el entorno era más moderno, con aceras amplias y abarrotadas de jovencitos informales, cotilleando por el móvil y mirándose entre sí. No obstante, en la zona alta de Georgetown a la que Alex se dirigía vivían familias muy ricas y conservadoras.
Alex comenzó a ponerse nervioso mientras pasaba de una mansión señorial a otra. Había protegido a gente muy importante, pero el Servicio Secreto se enorgullecía de ser una agencia de élite de extracción obrera. Alex encajaba en ese molde y prefería la barra de cualquier bar a un restaurante de lujo en París. Se dijo que ya no había vuelta atrás.
Iba por una carretera que desembocaba en la calle R, cerca de la majestuosa mansión Dumbarton Oaks. Alex viró a la izquierda y siguió por la R hasta la casa.
—No bromeaba sobre la categoría de la mansión —dijo Alex mientras contemplaba la colosal estructura de ladrillo y tejado de pizarra.
Aparcó en la entrada circular, salió y miró alrededor. El jardín estaba repleto de arbustos recortados a la misma altura y con la misma forma, y las flores de fines de verano regalaban toda su gloria simétrica y colorida. El musgo circundaba las losas de piedra que conducían a una puerta de madera en arco que daba al patio trasero. Alex pensó que en palacios como aquel seguramente lo llamarían «jardín posterior».
Consultó la hora: había llegado diez minutos antes. Tal vez Kate no estuviese aún. Se disponía a dar una vuelta para matar el tiempo cuando escuchó una voz melodiosa que le llamaba.
—Yuju, ¿eres el del Servicio Secreto?
Se volvió y vio acercarse una mujer bajita y encorvada con una cesta de flores colgada del brazo. Llevaba un sombrero de ala ancha bajo el cual le asomaba el pelo cano, pantalones de lona beige, una camisa tejana por fuera y unas enormes gafas de sol que le cubrían casi toda la cara. Parecía consumida por el tiempo y Alex calculó que tendría unos ochenta y cinco años.
—¿Señora?
—Sí, eres alto y guapo. ¿Vas armado? Más te vale con Kate.
Alex miró alrededor y se preguntó si Kate le estaba gastando una broma y la anciana formaba parte de la misma. No vio a nadie.
—Soy Alex Ford —se presentó.
—¿Eres uno de los famosos Ford?
—Si lo soy, aún no me he enterado.
La mujer se quitó el guante, se lo guardó en el bolsillo de los pantalones y le tendió la mano. Alex se la estrechó, pero ella no se la soltó. Lo llevó hacia la casa.
—Kate todavía no está lista. Ven, tomemos algo y hablemos, Alex.
Alex dejó que lo condujera al interior porque no se le ocurría nada mejor. Despedía un intenso aroma a especias y laca de pelo.
Al entrar en la casa, finalmente le soltó la mano.
—Vaya modales los míos. Soy Lucille Whitney-Houseman.
—¿Una de los famosos Whitney-Houseman?
Ella se quitó las gafas y le dedicó una sonrisa coqueta.
—Mi padre, Ira Whitney, no fundó la industria de la carne envasada, sólo se hizo rico gracias a ella. Mi querido esposo Bernie, que en paz descanse —añadió mirando el techo y santiguándose—, bueno, su familia ganó mucho dinero con el whisky, y no todo de forma ilegal. Bernie fue fiscal antes de ser juez federal. Propició algunas reuniones familiares interesantes, te lo aseguro.
Le condujo hasta un salón enorme y le indicó que se sentara en un sofá apoyado contra la pared. Depositó las flores recién cortadas en un jarrón de cristal tallado y se volvió hacia él.
—Hablando de whisky, ¿te apetece una copa? —Se dirigió hacia un mueble-bar y lo abrió; estaba muy bien surtido.
—Bueno, señora… ¿usa los dos apellidos?
—Llámame Lucky. Todo el mundo me llama así porque siempre he sido muy afortunada.
—Tomaré una gaseosa, Lucky.
Se volvió y lo miró con ceño.
—Sé preparar muchos cócteles, jovencito, pero la gaseosa no es mi fuerte —le reprendió.
—Ya… pues entonces un ron con cola.
—Te prepararé un Jack Daniels con cola, y seré generosa con el whisky.
Le llevó la bebida y se sentó a su lado con una copa. La sostuvo en alto.
—Un Gibson. Me enamoré de él después de ver a Cary Grant pidiendo uno en Con la muerte en los talones. ¡Salud!
Entrechocaron las copas y Alex bebió un sorbo. Tosió. Parecía whisky solo. Observó el salón. Era del tamaño de su casa y con un mobiliario de primera.
—¿Hace mucho que conoces a Kate? —preguntó Alex.
—Unos siete años, aunque sólo ha vivido conmigo tres. Es maravillosa. Inteligente, guapa, preparada, pero, claro, todo eso ya lo sabes. Además, prepara los pezones más cremosos del mundo.
A Alex estuvo a punto de atragantársele la bebida.
—¿Perdón?
—No te pongas nervioso, cielo, es una bebida especial. Baileys y aguardiente con sirope. Al fin y al cabo, es camarera.
—Ah, claro.
—Entonces, ¿eres uno de los agentes que protege al presidente?
—De hecho, empiezo mañana —respondió Alex.
—He conocido a todos los presidentes desde Harry Traman —dijo Lucky con añoranza—. Voté a los republicanos durante treinta años y luego a los demócratas durante otros veinte, pero ahora ya soy mayor y sé que lo mejor es ser independiente. Me gustaba Ronnie Reagan, era un encanto; bailamos juntos una vez. Pero de todos los presidentes el que mejor me caía era Jimmy Carter. Era un hombre bueno y decente, todo un caballero, incluso si la lujuria podía más que él. Y eso no puede decirse de los demás.
—Supongo que tienes razón. Entonces ¿conoces al presidente Brennan?
—Nos hemos visto, pero seguro que no se acuerda de mí. Hace tiempo que no tengo poder en el mundo de la política, aunque en los buenos tiempos tuve bastante influencia. Georgetown era el lugar idóneo: conocí a Kate Graham, Evangeline Bruce, Pamela Harrington y Lorraine Copper. ¡Menudas cenas organizábamos! Hablábamos de la política nacional bebiendo y fumando, aunque las damas solían estar separadas de los caballeros, aunque no siempre. —Bajó la voz y le miró con las cejas arqueadas, tan finas que parecían dibujadas—. Dios mío, cuánto sexo hubo. Pero nada de orgías y eso, cielo. Eran políticos y funcionarios, y cuesta lo suyo madrugar y trabajar duro después de una orgía. Te desgasta, vaya que sí.
Alex se había ido quedando boquiabierto. Cambió de tema rápidamente.
—Entonces, ¿Kate vive en la cochera?
—Yo quería que se instalase aquí, hay ocho dormitorios, pero rehusó. Le gusta tener su propio espacio, como a todas las mujeres. Y entra y sale cuando quiere. —Se dio una palmadita en el muslo—. Así que esta es vuestra primera cita. Qué tierno. ¿Adónde iréis?
—No estoy seguro, Kate ha elegido el sitio.
Le tomó la mano de nuevo y lo miró de hito en hito.
—Te daré un consejo, cielo. Incluso a las mujeres modernas les gusta que el hombre tome la iniciativa de vez en cuando. La próxima vez elige tú, y sin vacilar. Las mujeres detestan a los indecisos.
—Vale, pero ¿cuándo sabré en qué otras situaciones querrá que tome las riendas?
—Oh, no lo sabrás. La cagarás como todos los hombres.
Alex se aclaró la garganta.
—¿Sale mucho?
—Bien, quieres más información sobre Kate, ¿no? Kate sólo trae a alguien cada varios meses. Nadie ha durado mucho, pero no te desanimes. Suele traer a algún abogado con pantalones caros o a un pez gordo del gobierno. Eres el primero que viene aquí con un arma —añadió en tono alentador—. Vas armado, ¿no?
—¿Sería aconsejable?
—Cielo, todas las mujeres refinadas se bajan las bragas con los hombres peligrosos. No podemos evitarlo.
Alex sonrió, abrió la chaqueta y le enseñó el arma.
La anciana entrelazó las manos y se mordió el labio.
—Oh, qué emocionante.
—Eh, Lucky, apártate de mi hombre.
Los dos se volvieron y vieron a una Kate Adams sonriente en la puerta que daba a la habitación contigua. Llevaba una falda plisada negra hasta medio muslo, una blusa blanca con el cuello abierto y sandalias. Alex cayó en la cuenta de que nunca antes le había visto las piernas; en el bar siempre llevaba pantalones. Abrazó a Lucky y la besó en la mejilla.
—He estado entreteniendo a tu pretendiente mientras te ponías guapa, querida —dijo Lucky—. Tampoco es que te cueste mucho. Oh, no es justo, Kate. Ni el mejor cirujano plástico del mundo me daría tus pómulos.
—Mentirosa. Los hombres siempre babeaban por Lucky Whitney, y todavía lo hacen.
La anciana sonrió a Alex.
—Debo admitir que este joven me ha enseñado su mejor arma, Kate. Supongo que todavía no has tenido ese placer —dijo fingiendo timidez.
Kate pareció sorprenderse.
—¿Su mejor arma? Pues no, todavía no la he visto.
Horrorizado, Alex se levantó tan rápido que derramó parte de la bebida en el sofá.
—¡La pistola! Le he enseñado la pistola.
—Exacto, así la ha llamado, su pistola —dijo Lucky sonriendo con picardía—. Por cierto, ¿dónde cenaréis?
—En Nathan’s —respondió Kate.
La anciana arqueó las cejas.
—¿En Nathan’s? —Le hizo una señal de aprobación a Alex—. Allí sólo lleva a los que tienen verdaderas posibilidades.