38

Stone y Milton tuvieron que mirar dos veces cuando la motocicleta se detuvo frente a ellos en Union Station. Reuben se quitó las gafas protectoras y se frotó los ojos enrojecidos.

—Reuben, ¿qué le ha pasado a la furgoneta? —preguntó Stone, sorprendido.

—Aunque cueste creerlo, encontré esta joyita en la chatarrería. Me he pasado todo el año arreglándola.

—¿Qué modelo es? —preguntó Stone.

—Una Indian Chief de 1928 con sidecar —se apresuró a responder Milton.

—¿Cómo coño lo sabías? —le preguntó Reuben mirándole de hito en hito.

—Lo leí hace seis años y medio en un ejemplar de Antique Motorcycle Magazine mientras esperaba en el dentista. Fui a que me prepararan la corona.

—¿Que te prepararan la corona? —preguntó Reuben.

—Sí, se aísla con una goma elástica y se elimina el esmalte con la fresa, con lo cual queda una dentina de unos dos milímetros de diámetro, pero sin dejar el nervio descubierto. La corona permanente es de porcelana. Está muy bien. ¿Veis? —Abrió la boca y les mostró la dentadura.

—Gracias por la agradable clase de odontología, doctor Farb —repuso Reuben.

—Bueno, no es que sea muy agradable —replicó Milton, sin captar el sarcasmo del comentario.

Reuben suspiró y luego recorrió con la mirada la moto de color rojo a rayas y el sidecar.

—Una máquina de mil caballos, con transmisión y magneto reconstruidos. El sidecar no es auténtico, es una réplica de fibra de vidrio, pero no se oxida y pesa mucho menos. Conseguí casi todas las piezas por Internet y a un amigo mío le sobraba un poco de cuero que me sirvió para tapizar el asiento. Se sube al sidecar por la izquierda, algo muy raro. Uno tan bien conservado costaría veinte de los grandes, y apenas he invertido la décima parte en arreglarlo. No es que quiera venderlo, pero nunca se sabe.

Le tendió a Stone un casco negro con gafas protectoras incorporadas.

—¿Dónde me monto exactamente? —preguntó Stone.

—En el sidecar, claro. ¿Para qué crees que sirve? No es un maldito florero.

Stone se puso el casco y se ajustó las gafas, luego subió al sidecar y se sentó. Era muy pequeño para un hombre alto como él.

—Venga, en marcha —dijo Reuben.

—¡Un momento! —exclamó Stone—. ¿Hay algo que deba saber?

—Sí, si la rueda del sidecar se sale ya puedes empezar a rezar.

Reuben accionó el arranque y el motor rugió. Aceleró varías veces, se despidieron de Milton y se alejaron de Union Station.

Reuben giró al oeste en Constitution Avenue. Pasaron por delante del monumento a los caídos en Vietnam, y Reuben, veterano de guerra, saludó respetuosamente; luego rodearon el Lincoln Memorial y cruzaron el Memorial Bridge, que les llevó a Virginia. Desde allí se dirigieron al sur por la George Washington Parkway, que todo el mundo llamaba GW. Mientras avanzaban, las personas que viajaban en los demás vehículos les dedicaban miradas de curiosidad.

Stone descubrió que si giraba las piernas un poco casi podía estirarlas por completo. Se recostó y observó el río Potomac a la izquierda, donde una lancha motora acababa de adelantar a dos equipos que competían. El sol calentaba y la brisa refrescaba, y por unos instantes Stone se permitió olvidarse de los muchos peligros que acechaban al Camel Club.

Reuben indicó una señal viaria.

—¿Recuerdas que durante años en esa señal ponía «Lady Bird Johnson Memorial Park»? —gritó por encima del ruido del motor.

—Sí, hasta que alguien les dijo que no estaba muerta —explicó Stone—, y pusieron Lyndon Baynes Johnson, que sí está muerto.

—Me encanta la eficacia de nuestro gobierno —chilló Reuben—. Sólo tardó una década en arreglarlo. Me alegro de no pagar impuestos, de lo contrario estaría muy cabreado.

Los dos observaron un reactor que despegaba del aeropuerto nacional Reagan en dirección norte y luego giraba hacia el sur, la misma dirección que la de ellos. Al cabo de unos minutos llegaron a los límites de Old Town Alexandria, uno de los lugares más históricos del país. Contaba con dos casas en las que pasó su niñez Robert E. Lee, el general confederado, así como una iglesia católica cuyos bancos habían sido honrados por el trasero del mismísimo George Washington. La ciudad estaba repleta de casas antiguas restauradas, calles adoquinadas, tiendas maravillosas y restaurantes eclécticos, una vida social efervescente y una hermosa costa marítima. También era sede del Tribunal Federal de Quiebras.

—Maldito lugar. Ya he estado ahí dos veces —dijo Reuben al pasar por delante del tribunal.

—Caleb conoce a gente que te ayudará con el dinero, y estoy seguro de que Chastity también te ofrecería servicios rentables.

—Estoy seguro de que la encantadora Chastity satisfaría mis necesidades, pero Milton se cabrearía conmigo —gritó Reuben mientras le guiñaba el ojo con picardía—. Y no necesito que me ayuden con el dinero que ya tengo, Oliver, sólo necesito que me ayuden a conseguir más.

Giró a la izquierda y recorrieron un callejón que iba en dirección al río hasta desembocar en Union Street. Reuben encontró aparcamiento y Stone bajó del sidecar con cierta dificultad.

—¿Qué coño te ha pasado en la cara? —preguntó Reuben, reparando en sus magulladuras.

—Me caí.

—¿Dónde?

—En el parque. Estaba jugando al ajedrez con TJ y luego me tomé un café con Adelphia. Tropecé con la raíz de un árbol cuando nos íbamos.

Reuben sujetó a su amigo por los hombros.

—¡Adelphia! Oliver, esa mujer está chiflada. Tienes suerte de que no te envenenara el café. Ya verás, un día te seguirá hasta tu casita y te cortará la garganta. —Hizo una pausa antes de añadir en voz baja—: O peor, intentará seducirte. —Reuben se estremeció al imaginarse a Adelphia de seductora.

Pasaron junto al pub de Union Street, cruzaron la calle y se dirigieron hacia una tienda situada cerca de la esquina. En el cartel encima de la puerta ponía: «Libri Quattuor Sententiarum».

—¿De dónde coño ha salido eso? —preguntó Reuben—. Ya sé que hace tiempo que no vengo por aquí, pero ¿antes no se llamaba Doug’s Books?

—Ese nombre no atraía a la clientela selecta deseada, así que lo cambiaron.

—¿Li-bri Quat-tuor Senten-tiarum? ¡Eso sí que atrae! ¿Qué demonios significa?

—«Cuatro Libros de Sentencias» en latín. Era un manuscrito del siglo XII de Pedro Lombardo que se cortó y encuadernó en la edición de 1526 de las lecturas de las Epístolas de san Pablo, de santo Tomás de Aquino. Algunos eruditos consideran que la obra de Aquino es uno de los libros más raros del mundo. Una obra anterior que se encuadernó en ese libro podría ser más rara aún. De ahí que sea un nombre apropiado para una librería de libros raros.

—Estoy impresionado, Oliven Ni siquiera sabía que supieses latín.

—Qué va. Me lo contó Caleb. De hecho, fue idea suya cambiar el nombre de la librería. Como sabes, le presenté al dueño. Me pareció una buena idea dado lo mucho que Caleb sabe sobre libros raros. Al principio sólo le dio algunos consejos, pero ahora le interesaría comprar la librería.

Entraron en la tienda mientras sonaba la campanilla que había en la puerta de roble macizo con forma de arco. Las paredes eran de piedra antigua y ladrillo visto, y el techo tenía vigas de madera carcomidas. Las paredes estaban decoradas con óleos de buen gusto y en las estanterías recargadas y las enormes vitrinas había tomos antiguos cuidadosamente etiquetados y ordenados.

En una sala aparte, una atractiva joven preparaba café para los clientes detrás de una pequeña barra. En un cartel se pedía a los clientes que no entraran con bebidas en la sección de libros raros.

Un hombre bajito y calvo apareció vestido con una chaqueta azul, pantalones de sport y un suéter de cuello alto blanco, con los brazos extendidos y una sonrisa en el rostro bronceado.

—Bienvenidos a Libri Quattuor Sententiarum —les dijo. Se detuvo y observó a Reuben y luego a Stone—. ¿Oliver?

Este le tendió la mano.

—Hola, Douglas. ¿Te acuerdas de Reuben Rhodes?

—¿Douglas? —farfulló Reuben—. ¿Qué fue de «Doug»?

Douglas abrazó a Stone y estrechó la mano de Reuben.

—Oliver, estás muy cambiado. Se te ve bien, pero cambiado. Me gusta el nuevo estilo. Sí, me encanta. Muy chic. ¡Bellissimo!

—Gracias. Caleb dice que el negocio va bien.

—Caleb es una joya, un tesoro, un milagro —dijo Douglas.

—Y yo que creía que sólo era un fanático de las letras —repuso Reuben con una sonrisita.

—Nunca podré agradecerte lo bastante que me presentaras a Caleb —prosiguió el librero con entusiasmo—. El negocio va viento en popa. Empecé vendiendo cómics porno en el maletero del coche, y mírame ahora. Tengo un apartamento en Old Town, un velero de nueve metros, una casa de veraneo en Dewey Beach e incluso un plan de pensiones.

—Todo gracias al poder de la palabra escrita —declaró Stone—. Asombroso.

—¿Todavía vendes material porno? —inquirió Reuben.

—Douglas, necesito mirar mis cosas en el sitio que Caleb me preparó —dijo Stone con voz queda.

El librero tragó saliva, súbitamente nervioso.

—Oh, por supuesto, por supuesto. Adelante. Y si necesitas algo, pídelo. De hecho, hoy tenemos un capuchino y unos pastelitos de primera. Invita la casa, como siempre.

—Gracias.

Douglas abrazó a Stone de nuevo y se alejó para atender a una mujer que acababa de entrar ataviada con un abrigo de pieles a pesar del tiempo cálido.

Reuben observó los libros que le rodeaban.

—La mayoría de estos escritores seguramente murieron pobres, y él compra apartamentos, veleros y planes de pensiones con su sudor.

Stone no replicó. Abrió una pequeña puerta situada a un lado de la entrada de la tienda y descendió por una escalera estrecha que conducía al sótano. Recorrió un pasillo y traspuso una vieja puerta de madera en la que ponía «Sólo personal autorizado». Cerró la puerta tras de sí y giró hacia el pasillo de la izquierda. Entonces Stone sacó una vieja llave del bolsillo y abrió una puerta situada al final del pasillo. Entraron en una pequeña habitación revestida de viejos paneles de madera. Encendió la luz y se dirigió hacia una chimenea empotrada en una pared. Mientras Reuben observaba, Stone se arrodilló, metió la mano dentro de la chimenea y tiró de una pieza metálica. Se oyó un clic y se abrió un panel de la pared junto a la chimenea.

—Me encantan los escondrijos de los curas —dijo Reuben mientras tiraba del panel y lo abría por completo.

Detrás del panel había una habitación de unos cinco metros cuadrados y lo bastante elevada para que incluso Reuben estuviera de pie. Stone extrajo una linterna de bolsillo y entró. En tres paredes había estanterías repletas de diarios y cuadernos ordenados, varias cajas metálicas cerradas con llave y numerosas cajas de cartón precintadas con cinta adhesiva.

Mientras Stone observaba los diarios y cuadernos, a Reuben se le ocurrió algo.

—¿Por qué no guardas todo esto en la casita?

—Aquí está protegido con una alarma. En la casita sólo me protegen los muertos.

—¿Y cómo sabes que Douglas no baja aquí y fisgonea tus cosas?

—Le dije que había puesto trampas en la habitación —explicó mientras examinaba los diarios—, y que yo era el único que podía abrirla sin peligro de muerte.

—¿Y se lo tragó?

—Da igual. Nunca tendrá el valor de comprobarlo. Además, a instancias mías, Caleb le dio a entender que yo era un maníaco homicida antes de que, por un mero tecnicismo, me dieran el alta de un manicomio para criminales. Creo que por eso me abraza cada vez que me ve. Una de dos, o quiere estar de mi parte o comprueba si llevo armas. Ah, ya está.

Extrajo un viejo tomo con tapas de cuero y lo abrió. El libro estaba repleto de recortes de periódico cuidadosamente pegados. Los examinó mientras Reuben esperaba, impaciente. Finalmente, Stone cerró el libro y luego sacó otros dos de un estante. Detrás de los libros había un estuche de piel de medio metro. Lo guardó en la mochila junto con el libro de recortes.

Al salir, Reuben le pidió tres pastelitos a la joven atractiva vestida de negro.

—Me llamo Reuben —se presentó, de puntillas y hundiendo la barriga.

—Me alegro —replicó ella con indiferencia y se alejó.

—Creo que se ha quedado prendada de mí —dijo Reuben mientras se dirigían hacia la motocicleta.

—Sí, supongo que ha corrido a contárselo a sus amigas —replicó Stone.