—Parece que no hay nadie en casa —declaró Tyler Reinke mientras observaba la fachada de la vivienda de Milton desde el coche. Echó una ojeada al informe sobre Milton Farb—. Amenazar con envenenar las gominolas del presidente Reagan digamos que restringe tus oportunidades laborales —añadió irónicamente—. Quizá por eso no fueron a la policía, por sus antecedentes.
—Lo que me interesa saber es qué hacía en la isla Roosevelt a esas horas de la noche.
—Voto por que esperemos un rato y luego entremos a investigar. Si se ha escondido en algún sitio, es probable que haya dejado algún indicio que nos indique su paradero.
—Entretanto creo que deberíamos hacer otra visita a Georgetown. Quizás alguien viera algo aquella noche que podría resultarnos útil —sugirió Peters.
—Y ya puestos, tampoco estará de más que echemos otro vistazo al bote —añadió Reinke.
El capitán Jack se recolocó el sombrero y recorrió con el dedo la rosa amarilla que llevaba en la solapa mientras inspeccionaba el interior de su nueva propiedad. El taller mecánico era grande y tenía tres amplias zonas de trabajo. Sin embargo, en esos momentos el local estaba vacío, salvo un único vehículo que centraba toda la atención de sus «mecánicos». Ahmed, el iraní, se secó la frente al salir del foso del suelo.
—¿Qué tal va? —preguntó el capitán Jack.
—Vamos bien de tiempo. ¿Has hablado con la mujer?
—Esa pieza está preparada y en su sitio. Y no vuelvas a preguntar, Ahmed —añadió, mirándolo fríamente. El iraní asintió y volvió a bajar al foso. Enseguida el ruido de llaves de tuercas y destornilladores llenó el lugar y el capitán Jack salió a la luz del sol.
Ahmed aguardó unos minutos y entonces salió del foso. Se acercó rápidamente a la mesa de trabajo y extrajo un cuchillo de hoja larga de un trapo grasiento que había escondido bajo unas herramientas. Colocó el cuchillo bajo la alfombrilla trasera del vehículo.
Luego, el capitán Jack subió a su Audi y fue hasta el apartamento situado enfrente del hospital Mercy. Uno de los afganos le abrió la puerta.
—¿Las armas están aquí? —preguntó el capitán.
—Las he traído una por una en bolsas de papel del supermercado como me dijiste.
—Enséñamelas.
El hombre lo condujo hasta el televisor de pantalla panorámica situado en una esquina de la sala. Juntos lo apartaron y el afgano empleó un destornillador para levantar el parquet, con lo que el relleno y el suelo quedaron al descubierto. En esa zona el suelo estaba cortado y se había sustituido por contrachapado. Debajo de este, el capitán Jack vio los trozos cortos de cuerda sujetos a las vigas del suelo a intervalos de quince centímetros. Encima de las cuerdas había dos rifles de francotirador con miras telescópicas muy potentes.
—He oído hablar de los M-50, pero nunca los he utilizado —reconoció el capitán Jack.
—Tiene óptica digital, por lo que no hay una marca visible; aloja el cartucho de veintiún milímetros con unos sensores ambientales incorporados, junto con la detección multitérmica. —El afgano se arrodilló y señaló una parte del rifle—. También dispone de un sistema de retroalimentación neural que cancela el movimiento muscular.
—Nunca he necesitado tal cosa para hacer mi trabajo —dijo el capitán Jack con naturalidad.
—Y está recubierto con Camoflex avanzado, de forma que se funde con el entorno con sólo pulsar un botón. El cañón está refinado mediante nanotecnología y es capaz de colocar una bala con un margen de variación de 0,00001 minuto desde una distancia de mil metros. De sobras para este trabajo, pero qué más da. También tenemos un par de MP-5 con unos dos mil cartuchos.
Al comienzo de su carrera el capitán Jack había cometido el error inexcusable de introducir la presión barométrica después de realizar el ajuste correspondiente a la altitud, el número que suelen dar los meteorólogos. Sin embargo, los tiradores necesitan la presión barométrica real sin tener en cuenta el ajuste de altitud. Había sido un error grave porque el aire frío es más denso que el caliente y la velocidad del sonido también es inferior en el aire frío, lo cual es crítico cuando se carga munición supersónica. Aquel error había hecho que su bala hiriera en vez de matar, resultado inaceptable cuando uno intenta asesinar a un jefe de Estado.
—¿Dónde has escondido la munición? —preguntó.
El afgano se dirigió a la parte posterior del televisor y desatornilló el panel trasero. En el interior y bien apiladas había varias docenas de cargadores de MP-5 y cajas de balas de M-50.
—Como puedes apreciar, no vemos mucho la tele —dijo el afgano.
—¿Y los otros dos rifles y la artillería que usaréis? Son lo más importante.
—Están debajo de otras tablas del suelo. Están preparados. Hemos practicado más de cincuenta horas con ellos. No te preocupes, no fallaremos.
—Parece que el tiempo nos será favorable para el día elegido, pero por esta zona cambia con facilidad.
El afgano se encogió de hombros.
—A esta distancia tampoco es un tiro tan difícil. He alcanzado objetivos a distancias dos y tres veces mayores, de noche y mientras otras personas me disparaban.
El capitán Jack sabía que aquello no era una bravata, de hecho era uno de los motivos por los que había elegido al hombre.
—Pero nunca lo has hecho como esta vez —dijo—. El campo y la trayectoria de tiro son un poco distintos.
—Créeme, lo sé.
El capitán Jack fue al baño y observó su disfraz en el espejo. Se quitó el sombrero y contempló su abundante cabello veteado de gris y un bigote y una barba corta del mismo tono. Se quitó las gafas tintadas y sus ojos azules le contemplaron. Tenía una pequeña cicatriz en un lado de la nariz, larga y gruesa. En realidad la barba y el pelo eran falsos; de hecho era calvo e iba bien afeitado; tenía ojos castaños y ninguna cicatriz, aunque sí tenía la nariz larga, pero fina.
Volvió a ponerse el sombrero y las gafas. Había desaparecido muchas veces en su vida, a veces cuando trabajaba para otros, incluido el gobierno de EE. UU. En otras ocasiones había ido por libre y vendido su habilidad para disparar y su coraje al mejor postor. Pero como le había dicho a Hemingway, su próxima desaparición sería la última.
Salió en coche de la ciudad hacia el recinto ceremonial, apenas a diez minutos del centro, pero en diez minutos podían pasar muchas cosas.
El capitán Jack no se paró en el recinto sino que siguió conduciendo despacio, observando ciertos puntos de referencia que hacía tiempo que tenía grabados en la memoria. El recinto ceremonial estaba delimitado por un cercado blanco con baranda con sólo una vía de entrada para vehículos y numerosos puntos de acceso peatonales. Unas columnas de ladrillo de un metro ochenta de altura enmarcaban esa entrada y la caravana de vehículos tendría que cruzarla al entrar y al salir. Sería una situación difícil para la Bestia.
Estudió las hileras de árboles circundantes, intentando adivinar la ubicación de los tiradores de élite que se apostarían a lo largo de ese perímetro. ¿Cuántos habría? ¿Una docena? ¿Dos docenas? En la actualidad era difícil saberlo, ni siquiera teniendo el máximo de información privilegiada. Se enfundarían los uniformes de camuflaje, tan bien fundidos con el entorno que era más fácil pisarlos que verlos. Sí, era muy probable que sus hombres murieran en ese terreno sagrado. Por lo menos sería rápido e indoloro. La munición supersónica de largo alcance, sobre todo dirigida a la cabeza, mataba antes de que el cerebro tuviera tiempo de reaccionar. Sin embargo, la muerte de los fedayin no sería tan indolora.
Se imaginó la entrada de la caravana de coches y al presidente saliendo de la Bestia. Saludaría, estrecharía manos, daría palmaditas en algunas espaldas y algunos abrazos y luego lo escoltarían hasta el podio blindado contra balas y bombas mientras sonaba Hail to the Chief.
El hecho de utilizar ese tema cuando un presidente de EE. UU. entraba en una sala fue idea de la esposa del presidente James Polk, porque le enfurecía que se ignorara totalmente a su marido diminuto y feo cuando hacía acto de presencia. Así pues, Sarah Polk ordenó que sonara ese tema siempre que su marido entrara en una sala. Desde entonces todos los presidentes habían respetado la imperiosa iniciativa de aquella primera dama.
No obstante, el origen de la canción en sí resultaba incluso más divertido, por lo menos en opinión del capitán Jack. Era una adaptación de la letra del poema épico de sir Walter Scott La dama del lago, que describía la muerte de un jefe escocés traicionado y asesinado por su archienemigo el rey Jaime V. Por irónico que resultara, la canción utilizada para anunciar la llegada del presidente de EE. UU. narraba el asesinato de un jefe de Estado. En la última parte del Canto Quinto, el poema resumía, según el capitán Jack, una duda que todos los aspirantes a políticos deberían plantearse: «Oh, ¿quién desearía ser tu rey?».
—Yo no —murmuró para sí—. Yo no.
El ex guardia nacional se acomodó en la silla y se miró la mano nueva mientras los dos hombres le observaban detenidamente.
—Ahora que hemos añadido la bolsa, practiquemos los movimientos —indicó el ingeniero.
El norteamericano movió la mano y la muñeca tal como le habían enseñado, pero no pasó nada.
—Hace falta práctica. Pronto serás un experto.
Al cabo de dos horas habían logrado progresos considerables. Hicieron una pausa y los hombres se sentaron a hablar.
—O sea que eras camionero —dijo el químico.
El ex soldado asintió y levantó el garfio y la mano ortopédica.
—No es una profesión que podría hacer con estas porque también tenía que ayudar a descargar la mercancía.
—¿Cuánto tiempo estuviste en Irak antes de que ocurriera?
—Dieciocho meses. Sólo me quedaban cuatro más, por lo menos es lo que creía. Luego recibimos órdenes de que ampliaban nuestra permanencia veintidós meses más. ¡Cuatro años! Antes de todo eso me había casado, tenía familia y trabajaba en Detroit. Luego una mina de tierra en las afueras de Mosul se me llevó las dos manos y un trozo de pecho. Cuatro meses en el hospital Walter Reed y regreso a casa para enterarme de que mi mujer quiere el divorcio, que ya no tengo trabajo y que, básicamente, soy un sin techo. —Hizo una pausa y negó con la cabeza—. Estuve de servicio durante la primera guerra del Golfo y me tragué toda la mierda que Sadam nos lanzaba. Tras darme de baja en el ejército, entré en la Guardia Nacional para por lo menos tener algo de ingresos hasta que me recuperara. Estuve una temporada en la Guardia y luego dimití y empecé a conducir camiones. Luego, después de todos estos años, el ejército llama a mi puerta y me dice que mi dimisión de la Guardia nunca se aceptó de forma «oficial». Les digo educadamente que se vayan a tomar por saco. Pero me sacan de casa a patadas y a gritos. Después, al cabo de un año, bum, me quedo sin manos y sin vida. ¡Mi país me ha hecho todo esto!
—Ahora ha llegado el momento de que le correspondas —dijo el ingeniero.
—Sí, ha llegado —convino el ex guardia nacional mientras flexionaba la mano.
Adnan al Rimi caminó por los pasillos del hospital Mercy registrando todos los detalles del entorno. Al cabo de un minuto regresó a la entrada principal del hospital justo cuando traían a una anciana en silla de ruedas, con suero portátil en el brazo.
Adnan salió al exterior y respiró el aire cálido. A la izquierda de los escalones delanteros había una rampa para pacientes en camilla o silla de ruedas. Rimi bajó hasta la acera delante del edificio. Había catorce escalones. Se giró y los subió contando el tiempo que tardaba en hacerlo. Siete segundos a paso normal, quizá la mitad corriendo.
Entró otra vez en el hospital y deslizó la mano por el arma que llevaba en el costado. Era un viejo revólver calibre 38, un arma de mierda americana, en su opinión. No obstante, era la que le proporcionaba la empresa de seguridad para la que trabajaba. Tampoco importaba tanto pero, aun así, las armas tenían una importancia primordial para Adnan. Prácticamente las había necesitado toda la vida para sobrevivir.
Regresó al puesto de enfermería y se detuvo exactamente a cuatro baldosas del centro del mismo. Entonces se volvió y caminó de nuevo hacia la entrada principal. Un observador habría pensado que estaba haciendo una ronda. Contó los pasos mentalmente y saludó con un gesto a dos enfermeras que pasaron por su lado. Cerca de la entrada giró a la derecha, contó los pasos por el pasillo, giró, abrió la puerta que conducía a la salida, contó los peldaños de los dos tramos de escaleras y apareció en el pasillo del sótano del ala oeste del edificio. Ese pasillo desembocaba en otro que iba hacia el norte y luego acababa conduciendo a la zona de salida posterior. Allí había un amplio camino asfaltado que ascendía hacia la carretera principal que discurría por detrás del hospital. Debido a la pendiente y la mala canalización, solía inundarse después incluso de una lluvia moderada, lo cual era otro motivo por el que todo el mundo entraba por delante.
Mientras estaba allí visualizó varias veces una maniobra concreta en su cabeza. Al acabar, se acercó a un par de puertas dobles, las abrió con llave y entró cerrándolas tras de sí. Se encontraba en la sala de suministros energéticos, que también albergaba el generador de emergencia. La empresa de seguridad le había explicado lo básico de esa sala por si se producía una emergencia. Había complementando esas explicaciones leyendo los manuales de todos los equipos de la sala. Sólo había uno que le interesaba realmente. Estaba situado en la pared enfrente del generador. Abrió la caja con otra llave del llavero y escudriñó los mandos del interior. Decidió que no le costaría demasiado amañarlo.
Cerró con llave la sala de suministros y regresó al hospital para continuar haciendo la ronda. Haría lo mismo todos los días, hasta que llegara el día señalado.
Al cabo de un rato acabó su turno y se quitó el uniforme, se puso su ropa en el vestuario y se marchó en bicicleta hasta su apartamento, a unos tres kilómetros de distancia. Se preparó la comida: pan de pita, dátiles, habas, aceitunas y un trozo de carne halal que cocinó en el hornillo de su diminuta cocina.
La familia de Adnan había criado ganado y cultivado dátiles en Arabia Saudí, lo cual no era nada desdeñable en un país con sólo un uno por ciento de tierra cultivable, pero habían sufrido muchas penurias. Tras la muerte del padre, los Rimi habían huido a Irak, donde cultivaron trigo y criaron cabras. Adnan, como hijo mayor, se convirtió en el patriarca de la familia. Empezó a hacer de carnicero siguiendo la ley islámica, o sea que era halal, y los ingresos adicionales que esa actividad le proporcionó fueron muy bien recibidos.
Adnan miraba por la ventana con una taza de té entre las manos mientras su mente se remontaba en el tiempo. Cabras, corderos, pollos y reses habían conocido su muerte en el extremo de su muy afilado cuchillo. Esos animales tenían que sacrificarse a partir del cuello mientras Adnan pronunciaba el nombre de Dios. Adnan nunca tocaba la médula espinal al realizar el sacrificio por dos motivos: era menos doloroso para el animal y permitía que siguiera habiendo convulsiones, lo cual aceleraba el desangrado, tal como exigía la ley islámica. De acuerdo con esta ley ningún animal podía ser testigo de la muerte de otro, y los animales tenían que estar bien alimentados y descansados. Era algo completamente distinto a las matanzas masivas propias del método de «aturdir y matar» de los matarifes estadounidenses. Sí, los norteamericanos eran insuperables en matar muchos seres y muy rápido, pensó.
Mientras sorbía el té, siguió reflexionando sobre su pasado. Luchó en la larga guerra Irán-Irak de una década de duración, en la que los musulmanes se mataron entre sí a miles en los combates cuerpo a cuerpo más encarnizados de la historia. Al acabar el conflicto, la vida de Adnan volvió a la normalidad. Se casó, formó una familia e hizo todo lo posible por evitar que el megalómano de Sadam Husein o sus adláteres tuvieran motivos para hacerle daño a él o a su familia.
Entonces se produjo el 11-S, Afganistán fue invadido y los talibanes cayeron rápido. Personalmente, a Adnan nada de eso le suponía un problema. América había sido víctima de un ataque y había contraatacado. Adnan, como la mayoría de los iraquíes, no apoyaba a los talibanes. La vida continuó en Irak. E incluso con el embargo internacional que sufría su país, Adnan conseguía ganar un sueldo decente. Hasta que EE. UU. declaró la guerra a Irak. Al igual que sus compatriotas, Adnan esperaba con terror que empezaran a caer las bombas y los misiles. Envió a su familia a un lugar seguro pero él se quedó porque era su país adoptivo y estaba a punto de ser atacado por una potencia extranjera.
Cuando llegaron los aviones americanos, Adnan observó horrorizado cómo Bagdad se convertía en una bola de fuego. Los americanos lo llamaban daños colaterales, pero para Adnan eran hombres, mujeres y niños exterminados en sus casas. Y luego llegaron las tropas y los tanques. Adnan siempre había tenido muy claras las consecuencias. Los americanos eran demasiado poderosos. Tenían armas capaces de matar a cualquiera desde miles de kilómetros de distancia. Lo único que Adnan había tenido en su vida para luchar era una pistola, un cuchillo y las manos. Y se decía que EE. UU. tenía misiles capaces de ser lanzados desde América y aniquilar todo Oriente Medio en cuestión de minutos. Aquello aterrorizaba a Adnan. No había manera de vencer a semejante demonio.
De todos modos, después de la caída de Husein hubo esperanza. Pero esa esperanza enseguida se convirtió en desespero, a medida que la violencia y la muerte iban ganando terreno y la sociedad civil iba desapareciendo. Y cuando la presencia americana se convirtió realmente en una ocupación, Adnan consideró que su obligación estaba clara. Así que luchó contra ellos, y en esa lucha también mató a muchos de sus compatriotas, acto que le daba rabia pero que en cierto modo racionalizaba. Había matado a iraníes durante la guerra entre los dos países. Había matado a árabes y americanos en Irak. Había sacrificado animales con su cuchillo. Adnan tenía la impresión de que se había pasado toda la vida quitando vidas ajenas.
Y en ese momento su vida era lo único que le quedaba. Su mujer e hijos habían muerto, así como sus padres, hermanos y hermanas. Sólo Adnan seguía en este mundo mientras su familia habitaba el paraíso.
Y estaba en EE. UU., en el corazón del enemigo. Sería su última aparición, el último acto de una existencia vivida atacando y siendo atacado. Adnan estaba cansado; había vivido ochenta años en la mitad de tiempo. Su cuerpo y su mente no soportaban más.
Se acabó el té pero siguió mirando por la ventana. Un grupo de niños corría por la zona de juegos del complejo residencial. Había niños negros, blancos y de piel oscura jugando juntos. A esa edad las diferencias de color y cultura resultaban indiferentes. Pero, por desgracia, Adnan sabía que eso cambiaba en la edad adulta. Siempre pasaba.