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Stone regresó a su casita, se lavó, se aplicó hielo en la cara y se tumbó mientras le bajaba la hinchazón. Luego llamó con el móvil prestado a Reuben y Caleb. Concertaron una cita para esa noche, pero no consiguió ponerse en contacto con Milton.

A continuación se ocupó del cementerio y ayudó a un par de visitantes a encontrarla tumba que buscaban. Muchos años atrás la iglesia había documentado las personas enterradas en el lugar, pero la lista se había perdido. Durante los últimos dos años, Stone había comprobado cada lápida y los registros locales para volver a elaborar una lista precisa. También había estudiado la historia del cementerio de Mount Zion, por lo que hacía de guía turístico informal y narraba esa historia a los grupos que aparecían.

Cuando acabó con los visitantes y regresó al trabajo, notó que la cara le ardía. Y no era por los golpes recibidos sino más bien por vergüenza. Menuda estupidez comportarse de ese modo delante de Adelphia. Todavía sentía el peso de la navaja en la mano. Qué estúpido.

Más tarde decidió ir en metro hasta la casa de Milton. Stone quería saber si su amigo había podido localizar al dueño del coche. Además, también quería asegurarse de que Milton estaba bien. La gente con la que lidiaban no tendría problema en introducir las huellas dactilares de Milton en un sistema de búsqueda.

Iba caminando calle abajo hacia la parada de Foggy Bottom cuando oyó un claxon. Se volvió. Era el agente Ford. Detuvo su Crown Vic junto al bordillo y bajó la ventanilla.

—¿Quieres que te lleve? —Alex enseguida advirtió las magulladuras de su amigo—. ¿Qué demonios te ha pasado?

—Me he caído.

—¿Estás bien?

—Tengo el ego más herido que la cara. —Stone subió al coche y Alex aceleró.

Stone esperó un tiempo prudencial antes de hablar.

—Estaba pensando en la conversación que tuvimos anoche. ¿Qué tal la investigación?

—Va tan bien que me han degradado a misiones de protección.

—Agente Ford…

—Sabes, Oliver, después de todos estos años creo que puedes llamarme Alex.

—Espero que mi consejo no te causara problemas, Alex.

—Ya soy mayorcito. Además resulta que tenías razón. Lo que pasa es que no tenía clara toda la información y ahora tengo que pagar por ello.

—¿Qué información?

—Me temo que no puedo decírtelo. Por cierto, ¿adónde vas?

Stone se lo dijo.

—A visitar a unos amigos —añadió.

—Espero que sean peces gordos. Siempre va bien tenerlos por amigos.

—Me temo que carezco de esa clase de amigos.

—Yo también. Pero vaya, resulta que mi compañera novata, y uso la palabra «compañera» por no decir otra cosa, pues resulta que sí tiene esa clase de amigos. De hecho, hoy mismo me ha informado de que su padrino es ni más ni menos que Carter Gray.

Stone lo miró.

—¿Quién es tu compañera?

—Jackie Simpson.

Stone se puso tenso.

—¿La hija de Roger Simpson?

—¿Cómo lo sabes?

—Has hablado de peces gordos y hay pocos peces más gordos que Roger Simpson. Trabajó en la CIA, pero eso fue hace décadas.

—No lo sabía, pero supongo que eso explica su interés por los servicios secretos.

Stone se puso a mirar por la ventanilla.

—¿Cuántos años tiene la mujer?

—¿Quién, Jackie? Unos treinta y cinco.

—¿Y acaba de empezar en el Servicio Secreto?

—Antes fue policía en Alabama.

—¿Qué tal es?

—Pues dentro de mi lista de personas odiosas ahora mismo ocupa un lugar destacado. Básicamente la tía me ha traicionado esta mañana.

—Me refiero a su aspecto físico.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por mera curiosidad —respondió Stone.

—Es menuda, pelo negro, ojos azules y un acento sureño exagerado cuando está enfadada. No se amilana y no se muerde la lengua en nada. No es precisamente tímida.

—Entiendo. ¿Es atractiva?

—¿Por qué? ¿Estás pensando en pedirle para salir? —Alex sonrió.

—Los hombres mayores siempre sienten curiosidad por las mujeres jóvenes —replicó Stone con una sonrisa.

Alex se encogió de hombros.

—Es guapa, si pasas por alto su personalidad.

«Unos treinta y cinco —pensó Stone—. Pelo negro, ojos azules y carácter».

—¿Conoces personalmente a Carter Gray? —preguntó Stone.

—Lo he conocido hoy —respondió Alex.

—¿Y qué te ha parecido?

—La verdad es que el tío impresiona.

—¿Por eso has tenido problemas? ¿Porque te encontraste con Gray?

—Digamos que pensé hacer una jugada interesante y dejar que dos agentes del NIC que investigan el caso analizaran la nota de suicidio que encontramos. Así tendría una excusa para ir allí y husmear. Pero al final me han vapuleado. Tenía que habérmelo imaginado.

Stone no había prestado atención a la última parte. Le había llamado la atención saber que el NIC tenía la nota de suicidio. ¿Estaban las huellas de Milton en ella?

—Ah, ¿y los dos agentes del NIC han cooperado?

—No demasiado. Odio a los agentes de la secreta, ¿sabes? Me importa un bledo que sean del Centro Nacional de Inteligencia, de la CIA, o de Inteligencia Militar; no dicen la verdad aunque la vida de su madre esté en juego.

—No, no la dicen —convino Stone con un susurro.

Cuando estaban a medio camino de su destino, Stone le dijo a Alex que lo dejara un poco más adelante.

—Puedo llevarte a donde vas, Oliver —dijo—. El director me ha dado el resto del día libre para que reflexione sobre mis pecados.

—La verdad es que necesito caminar.

—Bueno, deberías ir a que te examinaran la mandíbula.

—Iré.

En cuanto Alex se alejó, Stone extrajo el teléfono móvil y llamó a Milton. Por un lado era descorazonador saber que aquel agente del Servicio Secreto ya no estaba en el caso, pero al menos él no correría peligro. Stone no podía decir lo mismo de los demás.

La voz de Milton interrumpió sus pensamientos.

—¿Sí?

—Milton, ¿dónde estás?

—En casa de Chastity.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí?

—Desde esta mañana. ¿Por qué?

—Al salir de casa ¿te has fijado si había alguien por ahí?

—No.

—No vuelvas a casa. Quiero que nos reunamos en otro sitio. —Stone pensó con rapidez—. Union Station. ¿Puedes estar allí en media hora más o menos?

—Creo que sí.

—Estaré al lado de la librería. ¿Has podido identificar la matrícula?

—Sin problema. Tengo su nombre y dirección. Es…

—Dímelo en persona. Y, Milton, tienes que asegurarte de que nadie te sigue.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Milton nervioso.

—Te lo diré cuando nos veamos. Ah, otra cosa, ¿puedes ver qué averiguas de una tal Jackie Simpson, la hija del senador Simpson? Es agente del Servicio Secreto.

Stone colgó y llamó a Reuben y Caleb para informarles de las últimas novedades. Acto seguido se dirigió a la estación de metro más cercana y al cabo de un rato llegó a la entrada de la librería B. Dalton, que ocupaba un espacio considerable dentro de la enorme Union Station. Mientras ojeaba algunos libros, iba mirando la boca de metro por donde creía que saldría Milton.

Cuando Milton llegó desde otra parte de la estación, Stone lo miró con ceño.

—Chastity me ha traído en coche —explicó—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

—Nada importante. ¿Chastity está aquí?

—No; le he dicho que volviera a casa.

—Milton, ¿estás absolutamente seguro de que no te han seguido?

—No; teniendo en cuenta cómo conduce Chastity.

Stone lo llevó a una tienda de bagels situada enfrente de la librería. Pidieron sendos cafés y se sentaron en la mesa más apartada.

Milton extrajo su teléfono móvil y pulsó un botón.

—¿A quién llamas? —preguntó Stone.

—A nadie. Mi móvil tiene una grabadora incorporada. Acabo de acordarme de que luego tengo que llamar a Chastity para decirle una cosa, y me grabo un recordatorio. El teléfono que te di tiene las mismas prestaciones. Y también tiene cámara. —Milton habló por el micro y se guardó el teléfono.

—¿Cómo se llama el hombre? —preguntó Stone.

—Tyler Reinke. Vive cerca de Purcellville. Tengo la dirección exacta.

—Conozco la zona. ¿Has averiguado dónde trabaja?

—He consultado todas las bases de datos posibles, y lo cierto es que soy capaz de entrar en muchas, pero no he encontrado nada sobre él.

—Eso quizás indique que trabaja en el NIC. No creo que ni siquiera tú seas capaz de piratear sus archivos.

—Podría ser.

—¿Has encontrado algo sobre Jackie Simpson?

—Bastante. Te lo he impreso. —Le tendió una carpeta.

La abrió y observó la foto de la mujer sacada de una impresora láser. Alex tenía razón, pensó Stone; sus rasgos denotaban que era una mujer con personalidad. La dirección de su casa también figuraba en el expediente. Vivía cerca de la oficina de Washington. Stone se preguntó si iría andando al trabajo. Cerró la carpeta, se la guardó en la mochila y le contó a Milton que el NIC tenía la nota de suicidio y que existía la posibilidad de que sus huellas estuvieran en ella.

Milton resopló.

—Sabía que no tenía que haber tocado el papel.

—¿Estarás todavía en la base de datos del Instituto Nacional de Salud?

—Probablemente. Y el Servicio Secreto me tomó las huellas cuando le mandé aquella carta estúpida a Ronald Reagan. Es que estaba cabreado por sus recortes de presupuesto para la salud mental.

Stone se inclinó hacia él.

—Quería que nos reuniéramos esta noche en casa de Caleb para repasar la situación, pero no sé si será seguro.

—¿Entonces dónde nos reunimos?

En ese instante sonó el móvil de Stone. Era Reuben y estaba alterado.

—He tomado una cerveza con un viejo amigo. Luchamos juntos en Vietnam y entramos en la inteligencia militar a la vez. Me enteré de que acababa de jubilarse de la DIA, así que pensé en reunirme con él para ver si me contaba algo interesante. Pues resulta que me ha contado que el NIC tenía a todo el mundo cabreado por exigir que todos los archivos sobre terroristas le fueran entregados. Incluso han purgado los archivos de la CIA. Gray sabía que si controlaba el flujo de información podría controlar todo lo demás.

—¿O sea que el resto de los organismos tienen que recurrir al NIC para obtener esa información?

—Sí. Y así el NIC sabe en qué trabajan todos los demás.

—Pero por ley, el NIC ya supervisa todo eso, Reuben.

—Joder, ¿qué más da lo que diga la ley? ¿Te crees que la CIA va a ser totalmente sincera sobre lo que hace?

—No —reconoció Stone—. Decir la verdad sería contraproducente, igual que carecer de base histórica. Los espías siempre mienten.

—¿La reunión de esta noche sigue siendo en casa de Caleb? —preguntó Reuben.

—No sé si Caleb… —La voz de Stone se fue apagando—. ¿Caleb? —dijo lentamente.

—¿Oliver? —dijo Reuben—. ¿Sigues ahí?

—¿Oliver? ¿Estás bien? —preguntó Milton preocupado.

—Reuben, ¿dónde estás? —exclamó Stone.

—En la asquerosa choza que llamo mi castillo. ¿Por qué?

—¿Puedes recogerme en Union Station y llevarme al almacén dónde guardo mis cosas?

—Claro, pero no me has respondido. ¿La reunión se hará en casa de Caleb?

—No. Creo que será mejor… —Stone miró alrededor—. Nos reuniremos aquí en Union Station.

—Union Station —repitió Reuben—. No es un lugar muy discreto que digamos…

—No he dicho que vayamos a mantener aquí nuestra reunión.

—No acabo de entenderte —rezongó Reuben.

—Te lo explicaré luego. Ven aquí lo antes posible. Te esperaré en la entrada principal. —Colgó y miró a Milton.

—¿Para qué quieres ir a tu almacén? —preguntó este.

—Necesito una cosa que hay ahí. Algo que quizá dé sentido a todo esto.