Djamila bañó al bebé mientras Lori Franklin jugaba con los otros dos niños en la intrincada zona de juegos del jardín. Mientras vestía luego al pequeño, Djamila observó a los otros desde la ventana del cuarto de los niños. Su patrona no pasaba suficiente tiempo con sus hijos, por lo menos a juicio de la iraquí. No obstante, incluso ella tenía que reconocer que el tiempo que la madre dedicaba a sus hijos era de calidad. Les leía, dibujaba y jugaba con ellos, y dedicaba el mismo tiempo a sus tres hijos, viéndolos crecer y cambiar día a día. Estaba claro que Lori Franklin adoraba a sus pequeños. En ese momento estaba meciendo al mediano en el columpio mientras llevaba al mayor a caballito. Todos acabaron persiguiéndose por el jardín antes de caer formando un manojo de brazos y piernas. Las carcajadas se oían desde donde estaba Djamila. Tras contenerse durante unos segundos, se puso también a reír de aquel espectáculo tan reconfortante. Hijos. Ella quería muchos hijos que crecieran altos y fuertes y que cuidaran de su madre cuando fuera mayor.
De repente dejó de reír y se apartó de la ventana. Las personas siempre debían valorar lo que tenían. ¡Siempre! Sobre todo los norteamericanos, que lo tenían todo.
Más tarde, mientras Djamila y la señora Franklin preparaban el almuerzo, esta última cerró la puerta del frigorífico con expresión asombrada.
—Djamila, hay comida kosher en la nevera.
La iraquí se secó las manos con un trapo de cocina.
—Sí, señora, la he comprado en la tienda. La he pagado yo. Es para mis comidas.
—Djamila, eso me da igual. La comida te la pagamos nosotros. Pero debes saber que kosher es… pues… comida judía.
—Sí, señora, lo sé.
Lori la miró con expresión confundida.
—¿Me estoy perdiendo algo? ¿Una musulmana que toma comida judía?
—Los judíos son gente del Libro, me refiero al Corán. Igual que los cristianos, señora. Y a Jesús se le reconoce como un profeta muy importante del islam, pero no es un dios. Sólo hay un Dios. Y sólo Mahoma transmitió la palabra verdadera de Dios a la gente. Pero David e Ibrahim, al que ustedes llaman Abraham, también son profetas importantes para el islam. Los respetamos por lo que hicieron. Ibrahim y su hijo Ismael fueron quienes construyeron la Kaaba e instauraron la práctica de la hajj, la peregrinación a la Meca.
Lori estaba impaciente.
—Gracias por la clase de religión, pero ¿qué tiene que ver con la comida?
—Los musulmanes deben tomar comida que se considere lícita, o halal, y evitar lo que es haram, o ilegítimo. Estas normas proceden del Corán y las fatuas y otros preceptos islámicos. No podemos consumir alcohol ni comer carne de cerdo, perro, mono u otros animales que no hayan muerto mediante la mano humana. Sólo podemos comer la carne de animales que tienen las pezuñas partidas y son rumiantes y los peces que tienen aleta y escamas, igual que los judíos. Los judíos preparan la comida de forma aceptable para los musulmanes. Por ejemplo, desangran por completo al animal.
Los musulmanes no podemos beber sangre ni comer nada relacionado con la sangre. Y los judíos no matan a los animales hirviéndolos ni con la electricidad, aunque no digan tres veces Allahu akbar, que significa «Alá es grande», cuando sacrifican al animal. Pero los musulmanes reconocemos a Dios pronunciando su nombre antes de comer. Y Dios no permitirá que su gente se muera de hambre si no encuentra comida halal. Si pronuncias su nombre antes de comer, es halal. No todos los musulmanes comen la comida de los judíos, pero si no encuentro comida halal, como la kosher.
Lori Franklin observaba a la niñera con la nariz arrugada. Menudo enredo le estaba haciendo.
—Bueno, me temo que no lo entiendo —dijo—. Cada día en el periódico es prácticamente seguro encontrar una noticia de judíos y musulmanes que se matan entre sí en algún sitio. Sé que no es tan sencillo, pero si resulta que coméis su comida y están en vuestra Biblia, podríais encontrar la forma de llevaros bien.
Djamila se puso tensa.
—Nuestras diferencias no son sobre la comida. Podría contarle que…
—Sí, bueno, de momento mejor dejémoslo. He quedado con George después de comer. Se ha olvidado los billetes del vuelo de esta noche. La verdad es que es muy olvidadizo. Yo pensaba que un banquero de inversiones tendría mejor memoria.
Cuando acabaron de comer y Lori se marchó, Djamila introdujo a los niños en la furgoneta y fue al parque. Durante el trayecto, recordó su pasado más reciente.
En Pakistán había conocido a jóvenes que se habían adiestrado con ella y que escribían lo que llamaban «diarios de sacrificio», su propio sacrificio. En Occidente les llamaban «diarios de suicidas». Había leído extractos de estos diarios en los periódicos después de que los jóvenes murieran por el islam. Djamila había pensado en cómo sería el último día de su vida. En su interior repasaba lo que pensaría cuando llegara el momento, su reacción. Tenía muchas preguntas y ciertas dudas que la inquietaban. ¿Sería valiente? Se imaginaba a sí misma noble y estoica, pero ¿acaso no sería así? ¿Sería transportada al paraíso de forma instantánea? ¿Alguien lamentaría su muerte? No obstante, eso también la hacía sentirse culpable porque su amor por Alá debía bastar, como en el caso de todos los musulmanes.
En circunstancias normales habría resultado insólito que las mujeres se desplegaran en células terroristas con hombres, puesto que existían normas estrictas y costumbres tribales que prohibían el contacto entre hombres y mujeres que no estuvieran emparentados. Sin embargo, rápidamente se había puesto de manifiesto que los hombres musulmanes casi siempre estaban vigilados en EE. UU., mientras que las musulmanas tenían mayor libertad de acción. Así pues, en esos momentos se desplegaba a muchas más mujeres.
Djamila había congeniado con el hombre que la había adiestrado. Ahmed era iraní, lo cual enseguida le resultó sospechoso porque Irán y su país nunca habían mantenido relaciones armoniosas. No obstante, él describía la situación en Teherán distinta de lo que le habían contado en Irak.
—La gente quiere ser feliz —le decía—. Pero no se puede ser feliz sin ser libre. Puedes amar y venerar a Dios sin que otras personas te digan cómo vivir cada aspecto de tu vida.
Luego le contó que a las mujeres iraníes se les permitía conducir, votar e incluso ocupar escaños en el Parlamento. No estaban obligadas a cubrirse el rostro, sólo el pelo y el cuerpo, y que incluso utilizaban cosméticos. También le contó que en Irán entraban numerosas antenas parabólicas de contrabando y que, más sorprendente todavía, hombres y mujeres se sentaban en los coches a oír música de la radio. Si uno sabía a dónde ir y qué decir, se podían eludir las normas.
Existía la posibilidad de vivir la vida, aunque fuera por poco tiempo, había añadido su amigo. Djamila le escuchaba muy interesada siempre que le contaba esas cosas.
También le había dicho que su nombre, que significa «hermosa» en árabe, resultaba muy adecuado para ella. Muy adecuado, le había dicho él con respeto y admiración, apartando la mirada. Aquel comentario la había hecho muy feliz. Le había dado románticas esperanzas para el futuro. Sin embargo, él también hablaba a menudo de su muerte inminente, e incluso había escrito en su diario el día y la hora en que pensaba morir por Alá. Pero nunca quiso enseñarle a ella la fecha elegida.
Djamila no sabía si había materializado ese deseo o no. No sabía a dónde le habían mandado. Leía los periódicos buscando su nombre o su fotografía relacionados con su muerte, pero nunca lo había visto. Djamila se preguntaba si él leía los periódicos buscando la fotografía de ella y el relato de su muerte.
Había sido poeta novel y albergaba sueños modestos de ver sus versos impresos para que otros árabes los leyeran. Sus poemas recreaban tragedias que Djamila sabía que procedían de años de violencia y sufrimiento en Irán. Una de las últimas cosas que él le dijo fue: «Perderlo todo menos la propia vida no hace que la vida sea más valiosa, sólo hace que el sacrificio de esa vida sea más poderoso. Morir por Alá: no puede haber objetivo más elevado». Nunca olvidaría esas palabras. Le infundían energía y dotaban su vida de significado.
El Corán decía que cualquier hombre o mujer que llevara una vida recta creyendo en Dios entraría en el paraíso. Pero Djamila había aprendido que la única forma de que un musulmán tuviese garantizado el paso al paraíso era morir como un mártir durante una guerra santa. Si así era, y Djamila rezaba todos los días para que así fuera, entonces estaba dispuesta a hacer tal sacrificio. La otra vida debía de ser mejor. Dios no permitiría que fuera peor; de eso estaba segura.
A veces se imaginaba que se reunía con su poeta en el paraíso, donde podrían vivir en la paz eterna. Este pensamiento era uno de los pocos capaces de sacarle una sonrisa. Sí, a Djamila le gustaría mucho volver a verlo. En vida o una vez muerta, le daba igual. Eso no importaba.