Alex envió un informe actualizado a Jerry Sykes en cuanto regresó a la oficina de Washington. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en su primera entrega, el tiempo de respuesta fue muy breve. La llamada de teléfono no le indicó que fuera al despacho de Jerry Sykes directamente o al del agente encargado del caso. Recibió la orden de dirigirse inmediatamente a la sede central del Servicio Secreto para reunirse nada más y nada menos que con su director.
Bueno, pensó Alex, probablemente no era buena señal. Estaba suficientemente cerca de la oficina de Washington como para ir andando y eso hizo. El paseo al aire libre le permitió reflexionar sobre su futuro después del servicio, que quizá llegara antes de lo que pensaba, de hecho tal vez tres años antes.
Había visto al director actual en persona sólo un par de veces, en eventos sociales, y los escasos minutos de conversación habían resultado bastante agradables. Ahora intuía que este encuentro no iba a ser tan placentero.
Al cabo de unos minutos entró en el espacioso despacho del director. Jerry Sykes estaba allí y daba la impresión de querer desaparecer en el sofá en que estaba sentado y, para sorpresa de Alex, Jackie Simpson estaba sentada a su lado.
—¿Quieres cerrar la puerta, Ford? —dijo Wayne Martin, el director.
«Cerrar la puerta». Aquello no era buena señal. Alex obedeció y se sentó a esperar que Martin empezara a disparar. Era un hombre fornido que solía llevar camisas a rayas con grandes gemelos. Había ido ascendiendo puestos desde abajo y era uno de los agentes que se enfrentó a John Hinckley cuando intentó matar a Reagan. Martin observaba un expediente que tenía delante. Alex le echó un vistazo rápido y le pareció que era su historial en el servicio. Desde luego, todo aquello tenía muy mala pinta.
Martin cerró el documento, se sentó en el borde de su escritorio y dijo:
—Agente Ford, iré al grano porque, aunque parezca mentira, hoy tengo muchas cosas que hacer.
—Sí, señor —respondió Alex como un autómata.
—Hace un rato he recibido una llamada del presidente. Estaba en el Air Force One, de camino a varios actos de la campaña electoral, y se ha tomado la molestia de llamarme para hablarme de ti. Por eso estás aquí ahora.
Alex palideció.
—¿El presidente ha llamado para hablarle de mí, señor?
—¿Adivinas por qué?
Alex lanzó una mirada a Sykes, que estaba contemplando el suelo. Simpson tenía la vista fija en él y no aparentaba una actitud amable.
—¿El caso de Patrick Johnson? —Apenas escuchó su propia voz.
—¡Bingo! —exclamó Martin al tiempo que golpeaba la mesa con el puño, sobresaltando a todos.
Dado que estás en racha, Ford, ¿te importaría adivinar qué has hecho para merecer una llamada del presidente de la nación?
A Alex se le había secado la boca, pero estaba claro que el jefe exigía una respuesta.
—Estoy investigando la muerte de Patrick Johnson. Es la orden que recibí.
Martin empezó a negar con la cabeza antes de que acabara de responder.
—El FBI es la principal agencia de investigación del caso. Tengo entendido que se te ordenó que observaras la investigación para proteger los intereses de nuestro organismo. Y que nuestra única relación con el fallecido es que teóricamente era un empleado conjunto de esta agencia y del NIC. Pero en realidad estaba bajo control y jurisdicción del NIC. ¿Correcto?
Alex ni siquiera se molestó en mirarlo.
—Sí, señor.
—Bien, me alegro de que eso quede claro. Resulta que el FBI encontró drogas en la casa del señor Johnson y está siguiendo la investigación por esos cauces, lo cual presupone que vendía dichas drogas y obtenía unos ingresos considerables. Por consiguiente, se considera que su trabajo en el NIC no guarda relación con su muerte. ¿Correcto?
—Sí, señor.
—Muy bien. —Martin se puso en pie y Alex se preparó para el tiro de gracia. No se desilusionó demasiado.
—Pues después de todo lo que te he dicho, ¿te importaría decirme en qué coño estabas pensando cuando fuiste al NIC a hacer preguntas sobre este caso nada menos que a Carter Gray? —Lo vociferó todo de un tirón y con el proverbial tono amenazador de un sargento de marines.
Cuando Alex pudo por fin articular palabra, respondió:
—Me pareció que para cubrir todos los ángulos debía visitar el NIC. Habían hecho el análisis de una nota para nosotros y…
—¿Interrogaste o no a Carter Gray?
—No, señor. Él apareció y se ofreció a llevarnos a la zona de trabajo de Johnson. Hasta entonces sólo había hablado con dos subordinados que no se mostraban demasiado colaboradores.
—¿Amenazaste con pedir una orden de registro de las instalaciones del NIC?
El corazón de Alex se saltó un par de latidos.
—No fue más que una fanfarronada porque…
Martin volvió a dar un puñetazo en la mesa.
—¿Sí o no?
Alex tenía el rostro perlado de sudor.
—Sí, señor.
—¿Te enteraste de algo útil mientras estuviste allí? ¿Encontraste una pistola humeante? ¿Encontraste pruebas que impliquen al secretario Gray en alguna trama criminal?
Aunque eran preguntas retóricas, Alex se sintió obligado a responder.
—No nos enteramos de nada especialmente útil para la investigación. Pero, insisto, fue el secretario Gray quien se ofreció a enseñarnos el lugar, señor. Y sólo durante un par de minutos.
—Bien, permite que te ponga al corriente de la situación, Alex. El secretario Gray no apareció por casualidad en el NIC. Fue avisado de vuestra presencia e intenciones y bajó a veros. Dijo al presidente que se había sentido obligado a hacerlo porque si los medios se enteraban de que el NIC no cooperaba en una investigación criminal, él y su agencia quedarían mal. Como bien sabes, Gray y el presidente están muy unidos. Así pues, al presidente no le hace ninguna gracia que el NIC y el secretario Gray queden mal. ¿Me sigues?
—Sí, señor.
—¿Sabes que por iniciativa del secretario Gray en el NIC se está llevando a cabo una investigación interna sobre el caso Johnson y que el FBI va a participar en ella?
—No, señor, no lo sabía.
Martin cogió una hoja de su mesa.
—En tu primer informe dices que el señor Johnson probablemente traficaba con drogas y que ibas a dejar que el FBI siguiera la investigación por ahí. Eso era todo. Presentaste el informe anoche. Y esta mañana te presentas en el NIC formulando un montón de preguntas en clara contradicción con tus conclusiones iniciales. Mi pregunta es: ¿qué pasó entre el momento en que presentaste el primer informe, anoche, y tu visita al NIC esta mañana? Algo te habrá hecho cambiar de opinión, ¿verdad?
A juzgar por la mirada de Martin, a Alex se le ocurrió que el director ya sabía la respuesta. Dirigió una mirada a Simpson, que ahora estudiaba con nerviosismo sus zapatos de tacón grueso. Por eso estaba ahí. «¡Oh, mierda!». Volvió a mirar al director.
—Estoy esperando una respuesta —dijo este.
Alex carraspeó para ganar tiempo.
—Señor, habían analizado la caligrafía de la nota y quería recoger los resultados.
Martin le dedicó una mirada tan feroz que el agente notó sudor en las axilas.
—No se te ocurra tomarme el pelo, hijo —dijo el director en voz peligrosamente baja, que sonó mucho más amenazadora que su invectiva anterior. El director miró a Simpson—. Según la agente Simpson, le dijiste que un viejo amigo te había convencido de que te pusieras las pilas y fueras a por todas. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Se puede saber quién es ese viejo amigo?
«Para que luego digan que un lapsus no puede amargarte la vida». La mente de Alex bullía pensando desde cómo iba a pagar la hipoteca tras su despido deshonroso hasta cómo matar a Jackie Simpson sin que le condenaran por ello.
—No recuerdo esa conversación con la agente Simpson, señor.
—Fue esta mañana. No creo que el servicio tenga agentes con tan mala memoria, así que ¿quieres cargar y volver a apuntar? Ten en cuenta que aquí hay dos carreras en juego, y una de ellas acaba de empezar. —Volvió a dedicar una mirada a Simpson.
—La identidad de la persona no es importante, señor. Yo ya había decidido seguir investigando el caso porque había ciertos elementos que no encajaban, eso es todo. Es todo responsabilidad mía. La agente Simpson no tuvo nada que ver con mi decisión de ir al NIC. Ella se limitó a hacer lo que yo le dije, y a regañadientes. Estoy dispuesto a asumir la plena responsabilidad de mis actos.
—¿O sea que no vas a responder a mi pregunta?
—Con los debidos respetos, señor, si pensara que eso guarda relación con este caso, respondería.
—¿Y no vas a dejar que eso lo decida yo?
Por muchas razones, Alex no pensaba decirle al director que un hombre que se hacía llamar Oliver Stone, que a veces ocupaba una tienda de campaña frente a la Casa Blanca y que era conocido por haber abrigado varias teorías sobre conspiraciones, era el «viejo amigo». No le parecía en absoluto una buena idea. Se humedeció los labios con nerviosismo.
—Insisto, con los debidos respetos, en que fue algo que se me dijo en confianza y, a diferencia de otras personas, yo no suelo quebrantar la confianza de los demás. —No miró a Simpson mientras lo decía, pero tampoco era necesario—. Así pues, puede considerar que la responsabilidad acaba en mí, señor.
El director se sentó y se reclinó en su asiento.
—Has tenido una carrera seria y eficiente en el servicio, Ford.
—Eso me gustaría creer. —Alex parpadeó, viendo que la guillotina estaba a punto de caer.
—Pero el final de la carrera es lo que suele recordarse.
Alex estuvo a punto de echarse a reír, porque eso era exactamente lo que le había dicho Stone, pero por un motivo totalmente distinto, claro.
—Ya lo he oído decir, señor. —Hizo una pausa y añadió—: Supongo que me trasladan a otra oficina de campo.
Cuando el servicio estaba descontento con un agente, solían enviarle a la oficina de campo menos deseable. Aunque, en este caso, eso podría haber sido mucho esperar. Desobedecer una orden del director probablemente comportara tarjeta roja directa.
—Tómate el resto del día. A partir de mañana estás oficialmente fuera de la oficina de Washington y pasas a misiones de protección presidencial. A lo mejor estar apostado en algunas puertas te permite recobrar la sensatez. Sinceramente, no sé qué voy a hacer contigo. Por una parte me gustaría expulsarte ahora mismo, pero has sido buen agente durante muchos años; sería una lástima echar todo eso por la borda. —Levantó un dedo—. Y que quede claro: no te acercarás a menos de cien kilómetros del caso Patrick Johnson, aunque ese viejo amigo te diga lo contrario. ¿Está claro?
—Totalmente, señor.
—Bien. Ahora lárgate de aquí.