Unos minutos después de que Alex y Simpson se marcharan, Hemingway se cruzó con Reinke y Peters en un pasillo y les saludó con un breve gesto de la cabeza. Un cuarto de hora más tarde se marchó del NIC en coche. Diez minutos después Reinke y Peters hacían otro tanto.
Se reunieron en la Tyson’s II Galleria, un gran centro comercial selecto, compraron unos cafés para llevar y caminaron por las explanadas. Ya habían utilizado un dispositivo antivigilancia para asegurarse de que a ninguno de ellos les habían colocado un micrófono oculto y todos sabían a ciencia cierta que no les habían seguido. Una regla importante de la profesión de espía era asegurarse de que la propia agencia no te espiaba.
—Intentamos evitar que fueran al despacho de Johnson —dijo Peters—. Pero entonces apareció Gray.
—Lo sé —respondió Hemingway—. Por eso me presenté. Lo último que quiero es que Gray preste atención a este tema.
—¿Y qué me dices de Ford y Simpson?
—Si se acercan demasiado, siempre habrá formas de tratar con ellos —dijo Hemingway—. Hemos encontrado una huella en la nota de suicidio.
—¿La habéis identificado? —preguntó Reinke.
—Sí.
—¿Quién es? —inquirió Peters.
—Lo tienes en el bolsillo de la chaqueta. —Hemingway se acabó el café y tiró el vaso. Peters extrajo el trozo de papel que Hemingway le había puesto encima en algún momento. Leyó el nombre: Milton Farb.
—Trabajó en el NIH hace años como experto en sistemas informáticos —explicó Hemingway—, pero tuvo problemas mentales y acabó en varios centros psiquiátricos. Sale en la guía telefónica, así que ha sido fácil encontrar su dirección. Os he mandado un e-mail con una versión encriptada de su historial. Vigiladle y probablemente os lleve hasta los demás. Pero no hagáis nada sin consultar antes conmigo. Si podemos evitar matarlos, lo evitaremos.
Se marchó en una dirección mientras Peters y Reinke se marchaban en la contraria con energía renovada.
Carter Gray regresó a su despacho, hizo unas llamadas, incluida una a la Casa Blanca y luego mantuvo una serie de reuniones breves. Acto seguido se acomodó para realizar otra tarea que le llevaría varias horas. Siempre que el presidente estaba de viaje y Gray no podía acompañarle ni reunirse con él, mantenían una videoconferencia segura para intercambiar la información del día. Gray solía dedicar buena parte de la jornada a prepararse para esa llamada, si bien sabía que los puntos más destacados se resumían rápidamente.
«Señor presidente, el mundo tal como lo conocemos va directo al infierno, en parte debido a nuestros actos, y poco podemos hacer para remediarlo. Sin embargo, mientras sigamos gastando miles de millones de dólares en la seguridad nacional, prácticamente puedo garantizarle que la mayoría de los estadounidenses estarán a salvo. No obstante, todos nuestros arduos esfuerzos pueden ser desbaratados por un pequeño grupo de personas con suficientes agallas, buena suerte y plutonio. En ese caso podríamos morir todos. ¿Alguna pregunta, señor?».
Sin embargo, en vez de preparar el informe para Brennan, a Gray le apetecía conducir un poco. Lamentablemente, no le estaba permitido. Al igual que al presidente, al secretario de Inteligencia no se le permitía conducir; se le consideraba demasiado importante para la seguridad de la nación como para ir al volante de un coche. De todos modos, lo que Gray quería realmente era ir a pescar. Como en ese momento no podía hacerlo con caña y anzuelo, decidió probar otra versión de la pesca, que también se le daba muy bien.
Buscó un nombre en el portátil. Al cabo de cinco minutos tenía la información que quería. Había que reconocer que el personal del NIC era eficiente.
Una de sus medidas más brillantes, pensó Gray, había sido centralizar todas las bases de datos de terroristas en el NIC. Aparte de favorecer la precisión del sistema, también mantenía al NIC informado de las operaciones de las demás agencias de inteligencia. Si, por ejemplo, la CIA necesitaba información sobre algo, tenían que acceder a una base de datos del NIC y Gray sabía al instante qué buscaban. Había funcionado de maravilla y le permitía espiar a sus hermanos del mundo de la inteligencia bajo la apariencia de la eficacia burocrática.
Dispuso las imágenes y los datos en distintas ventanas para verlas a la vez. Muchos hombres le devolvían la mirada, casi todos de Oriente Medio; todos estaban fichados en la base de datos del NIC, junto con las huellas dactilares digitalizadas cuando estaban disponibles. Y todos estaban muertos, muchos a manos de otros terroristas. El símbolo de la calavera de la esquina superior derecha en la foto de cada hombre confirmaba su suerte. Había un ingeniero y un químico que también eran expertos fabricantes de bombas. Otro, Adnan al Rimi, era un valiente luchador con agallas que nunca había desfallecido en el fragor de la batalla. Otros seis habían perdido la vida cuando un explosivo estalló en la furgoneta en que viajaban. Se desconocía si había sido un accidente o algo intencionado. En la espantosa escena del crimen habían tenido que recoger trozos de cuerpo en vez de cadáveres. Aparte de Zawahiri, ninguno de aquellos hombres figuraba en la lista de principales sospechosos de terrorismo, pero para EE. UU. era una suerte que estuvieran muertos.
Gray ignoraba que las fotos de Rimi y otros estaban ligeramente modificadas. En el caso de Rimi era una combinación digitalizada del verdadero Rimi y el muerto identificado como tal. Se había hecho de forma que ninguna foto anterior que circulara por allí pareciera tan distinta como para levantar sospechas. El proceso era lento y exigía una experiencia considerable. No obstante, el resultado valía la pena. A hora era prácticamente imposible identificar a cualquiera de esos árabes —que seguían con vida— a partir de las fotos de la base de datos del NIC.
La otra idea brillante había sido dejar sin rostro a los cadáveres. También se había sustituido en su totalidad las huellas dactilares de los hombres, así como la firma del forense que certificaba la identificación. Las huellas dactilares nunca mentían, pero en la era digital no había nada imposible de tergiversar.
No obstante todo ello, a Gray el instinto le decía que algo iba mal. Cerró el archivo y decidió dar un paseo por los terrenos del NIC.
Cuando salió, miró el cielo y, al ver un Lufthansa 747 que se aproximaba al aeropuerto Dulles, se sintió transportado al pasado.
Al comienzo de su carrera en la CIA, Gray había sido destinado a un centro de formación ultrasecreto, actualmente abandonado, situado en Virginia, a unas dos horas al oeste del distrito federal, El edificio, muy bien oculto por el bosque circundante, era conocido como Área 51A en la organización. Sin embargo, su nombre extraoficial siempre había sido Montaña Asesina, lo cual demostraba que la Agencia también tenía sentido del humor.
Como hacía tiempo que estaba cerrado, el NIC había empezado a realizar trámites para su reapertura como centro de interrogatorios de presuntos terroristas. Sin embargo, el Departamento de Justicia se enteró del plan y el proceso se ralentizó de forma considerable. Luego, después del efecto acumulativo de Guantánamo en Cuba, la vergüenza de la prisión de Abu Ghraib en Irak y el fiasco de la prisión del Pozo de Sal en Afganistán, los planes para reabrir las instalaciones estaban a punto de ser rechazados.
De todos modos, a Gray no le preocupaba. Había un montón de sitios fuera del país que podían desempeñar la misma función. Torturar prisioneros era ilegal según las leyes estadounidenses e internacionales. Gray había testificado ante muchos comités en relación con el cumplimiento de esta ley de la comunidad de inteligencia y casi cada palabra que había dicho en el Congreso era mentira. No obstante, ¿acaso esos grandes y piadosos legisladores, que no sabían ni una palabra de árabe y que ni siquiera eran capaces de nombrar la capital de Omán o Turkmenistán sin ayuda de un asesor, pensaban que el mundo realmente funcionaba así?
Los servicios de inteligencia eran un negocio sucio en el que la gente mentía y moría continuamente. El hecho de que el presidente de EE. UU. se planteara el asesinato de gobernantes de otros países era suficientemente revelador de lo complicada que era la política a nivel global.
Gray regresó a su despacho. Quería echar otro vistazo a todos esos «muertos» que quizás ocuparían un sitial prominente en el futuro. Que Dios tuviese a EE. UU. en su gloria si así era.