29

Mientras Alex y Simpson intentaban hacer algún progreso en el NIC, Oliver Stone jugaba al ajedrez en un parque cercano a la Casa Blanca. Su contrincante, Thomas Jefferson Wyatt, conocido por todos como TJ, era un viejo amigo que llevaba trabajando en la cocina de la Casa Blanca casi cuarenta años.

TJ pertenecía a una congregación de la Iglesia Metodista Unida, propietaria del cementerio Mount Zion. Él era quien había ayudado a Stone a conseguir el trabajo de cuidador.

Si las inclemencias del tiempo no lo impedían, Stone y Wyatt jugaban a menudo al ajedrez cuando este último tenía libre. De hecho, se habían hecho amigos gracias al ajedrez.

Stone movió una pieza sin su parsimonia habitual y el resultado adverso no se hizo esperar, porque Wyatt le comió la dama.

—¿Estás bien, Oliver? —preguntó—. No sueles cometer errores de principiante.

—Es que tengo unos asuntos en la cabeza, TJ. —Se recostó en el banco del parque y miró a su amigo de hito en hito—. Al parecer tu jefe permanecerá en el cargo cuatro años más.

Wyatt se encogió de hombros.

—Vistos desde la cocina, los presidentes se parecen mucho entre sí, republicanos o demócratas: todos comen. Pero no me malinterpretes. No lo está haciendo mal. Nos trata bien, nos respeta. También respeta al Servicio Secreto, y eso no lo hacen todos. Uno supone que habría que tratar muy bien a las personas que están dispuestas a recibir un balazo en tu lugar. —Meneó la cabeza—. He visto algunas cosas en ese sentido que dan asco.

—Hablando del Servicio Secreto, anoche vi al agente Ford.

Wyatt se animó.

—Vaya, él sí es buena persona. Ya te conté que después de la muerte de Kitty, cuando tuve una pulmonía, iba a verme todos los días que podía.

—Ya me acuerdo.

Stone adelantó un alfil.

—Ayer vi aterrizar a Carter Gray en la Casa Blanca.

—A los del Servicio Secreto eso no les gusta nada. El único helicóptero que tendría que aterrizar es el Marine One con el presidente y ya está.

—El cargo de Gray le permite establecer sus propias normas.

Wyatt sonrió, se encorvó y bajó la voz.

—He oído unos rumores sobre él que son para morirse.

A veces sus partidas de ajedrez incluían el intercambio de cotilleos relativamente inofensivos. El personal doméstico de la Casa Blanca solía mantener su puesto durante años y era conocido tanto por la dedicación meticulosa a sus obligaciones como por su discreción, lo cual era de suma importancia para la familia del presidente. Stone había tardado varios años en conseguir que Wyatt se sintiera cómodo hablando de cosas que sucedían en la Casa Blanca, por banales que fueran.

—El presidente pidió a Gray que le acompañara a Nueva York el 11-S para el discurso que pronunciará en la zona cero. —Wyatt hizo una pausa y miró a un transeúnte.

—¿Y? —preguntó Stone.

—Y Gray rechazó la invitación.

—Eso es un poco descarado, incluso para Gray.

—Bueno, ya sabes lo que le pasó a su esposa y su hija, ¿no?

—Sí. —Había conocido a Barbara Gray hacía décadas. Era una mujer con un sentido de la compasión del que su marido siempre había carecido. Stone la había respetado de inmediato y consideró que su único defecto parecía el no saber elegir marido.

—Luego le pidió que lo acompañara a esa ciudad de Pensilvania, la que ha cambiado su nombre por el de Brennan.

—¿Y va a ir?

—No iba a rechazar dos invitaciones, ¿no?

—No, claro —convino Stone.

Wyatt estudió el tablero y acercó su torre al caballo de Stone.

—Creo que Gray tiene ciertos problemas personales que resolver —dijo este mientras se planteaba sus opciones—. Ese tal Patrick Johnson que encontraron muerto en la isla Roosevelt trabajaba para el NIC.

—Oh, sí, en la casa grande se habla mucho del tema.

—¿El presidente está preocupado?

—Él y Gray están muy unidos. Si Gray se llena de mierda, es probable que salpique al presidente. Brennan no es tonto; es leal pero no idiota. —TJ miró alrededor—. Esto no es un chisme, lo sabe todo el mundo.

—Estoy seguro de que el NIC y la Casa Blanca se han estado trabajando a los medios, porque esta mañana en las noticias no han dicho gran cosa sobre el tema.

—Sé que el presidente ha pedido muchos tentempiés y café a altas horas de la noche. El hombre está a punto de iniciar la campaña electoral y no quiere que nada desbarate sus planes. Y un cadáver puede desbaratar muchas cosas.

Cuando acabaron la partida y Wyatt ya se había marchado, Stone se quedó cavilando. O sea que Gray iba a ir a Brennan, Pensilvania. Qué interesante. A Stone le había parecido un poco descarado que la ciudad orquestara esa maniobra, pero al parecer salía a cuenta.

Estaba a punto de marcharse cuando Adelphia apareció con dos tazas de café. Se sentó y le tendió una.

—Ahora café y charlar —dijo ella con firmeza—. Si no tener que ir a una reunión —ironizó.

—No, no tengo ninguna reunión. Y gracias por el café. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?

—Ya ves, no ser gran secreto. ¿Adónde ir cuando juegas una partida de ajedrez? Siempre aquí. Con ese hombre negro que trabaja en Casa Blanca.

—No sabía que mis movimientos eran tan predecibles —repuso él.

—Los hombres siempre ser predecibles. ¿Te gusta café?

—Muy bueno. —Hizo otra pausa y comentó—: Oye, no son baratos, Adelphia.

—Tampoco yo tomar cien cafés todos los días.

—¿Pero tienes dinero?

Ella se fijó en su ropa nueva.

—¿Y tú sí que tienes dinero?

—Tengo trabajo. Y mis amigos me ayudan.

—A mí no ayudar nadie. Yo trabajar por dinero.

A Stone le extrañó no haberle preguntado nunca por el tema.

—¿A qué te dedicas?

—Costurera para una lavandería. Trabajar cuando quiero. Me pagan bien. Y me dar alojamiento por un buen precio —declaró—. Y así puedo tomar café cuando quiero.

—Saber coser debe de ser muy gratificante —comentó Stone con aire distraído.

Se quedaron callados, contemplando las personas que había en el pequeño parque.

Al final Adelphia rompió el silencio.

—¿Y qué tal partida de ajedrez? ¿Ganar tú?

—No. He sido derrotado por mi falta de concentración y el gran talento de mi contrincante.

—Mi padre ser muy bueno jugando al ajedrez. Era un… ¿cómo se dice…? —Vaciló—. Mi padre, era… ¿cómo se dice? Wielki Mistrz.

—¿Un gran campeón? No; es más correcto «un gran maestro», ¿verdad?

Ella lo miró con expresión severa.

—¿Hablar polaco?

—Un poco.

—¿Visitar Polonia?

—Hace mucho tiempo —dijo él, y bebió un sorbo de café observando cómo la brisa mecía suavemente las hojas de los árboles bajo los que estaban sentados—. ¿Entonces eres de allí? —preguntó. Adelphia nunca le había hablado de su país de origen.

—Nacer en Cracovia pero luego mi familia trasladarse a Bialystok. Como yo era niña, también ir.

Stone había estado en esas dos ciudades pero no pensaba decírselo.

—Sólo conozco Varsovia y, como he dicho, estuve allí hace mucho tiempo. Probablemente antes de que nacieras.

—Ja, es un detalle que tú decir, ¡aunque ser mentira! —Dejó el vaso en el banco y lo miró—. Ahora Oliver parecer más joven.

—Gracias a tu habilidad con las tijeras y la maquinilla de afeitar.

—¿Y tus amigos no pensarlo también?

—¿Mis amigos? —dijo él, mirándola.

—Yo verlos.

Él volvió a mirarla.

—Bueno, todos han venido a visitarme a Lafayette Park.

—No; quiero decir que verlos en reuniones.

Él intentó disimular la preocupación que le causaron aquellas palabras.

—¿O sea que me has seguido a las reuniones? Espero que no te resultaran demasiado aburridas. —¿Qué habría visto u oído?

Ella adoptó una expresión tímida y, como si le leyese el pensamiento, dijo:

—Quizás oír cosas o quizá no.

—¿Cuándo fue eso? —inquirió él.

—O sea que por fin hacerme caso. —Se acercó más a él y le dio una palmadita en la mano—. No preocuparte, Oliver, no ser espía. Ver cosas pero no oír. Y lo que ver, pues… no decir a nadie. Nunca.

—Tampoco es que digamos o hagamos nada de gran interés.

—¿Buscar la verdad, Oliver? —dijo ella sonriendo—. En tu pancarta, querer saber la verdad. Lo sé. Es lo que buscar un hombre como tú.

—Me temo que a medida que pasan los años, tengo cada vez menos posibilidades de averiguarla.

De repente Adelphia miró a una persona que iba tambaleándose por el parque. Cualquiera que hubiera andado por las calles de Washington en los últimos diez años probablemente había visto esa imagen lamentable. Tenía muñones de hueso y piel en vez de brazos, y las piernas tan torcidas que era un milagro que se mantuviese en pie. Solía ir medio desnudo, incluso en invierno, y descalzo. Tenía los pies llenos de cicatrices y llagas, los dedos retorcidos y una mirada vacía, y le caía un hilo de baba por el mentón. Según se decía, ni siquiera podía hablar. Llevaba una bolsita colgada alrededor del cuello. En la camiseta harapienta llevaba escrita una palabra con trazos infantiles: «Ayuda».

Stone le había dado monedas en numerosas ocasiones y sabía que dormía encima de una rejilla de la calefacción junto al Departamento del Tesoro. Había intentado ayudar al hombre en varias ocasiones, pero estaba demasiado trastornado. Stone desconocía si algún organismo gubernamental lo ayudaba.

—Dios mío, ese pobre hombre. El corazón encoger de ver su sufrimiento —dijo Adelphia. Fue hasta él y le introdujo unas monedas en la bolsita. Él balbuceó algo y luego se dirigió tambaleándose a otro grupo de personas cercano, quienes también le dieron monedas.

Mientras Adelphia regresaba hacia Stone, un hombre fornido se le colocó delante y le bloqueó el paso.

—No parezco tan jodido como ese —dijo con brusquedad—, pero tengo hambre y necesito una copa urgentemente.

Iba desaliñado, pero no vestía con harapos. Sin embargo, rezumaba oleadas de hedor.

—Ya no tener más —respondió Adelphia asustada.

—¡Mientes! —La agarró por el brazo y la acercó de un tirón—. ¡Dame algo de dinero, joder!

Antes de que Adelphia tuviera tiempo de gritar, Stone se colocó a su lado.

—¡Suéltala! —exigió.

El hombre tenía por lo menos veinticinco años menos que Stone y era mucho más fornido.

—Lárgate, viejo. Esto no va contigo.

—Esta mujer es amiga mía.

—¡He dicho que te largues, coño! —Y le propinó un puñetazo en la mandíbula.

Stone cayó al suelo sujetándose la cara.

—¡Oliver! —gritó Adelphia.

Otras personas se pusieron a increpar al hombre y alguien corrió en busca de un policía.

Mientras Stone se levantaba trabajosamente, el hombre sacó una navaja del bolsillo y amenazó a Adelphia.

—Dame el dinero o te coso a navajazos, zorra.

Stone arremetió contra él de forma repentina. El hombre se tambaleó y la navaja se le cayó. Cayó de rodillas con temblores en todo el cuerpo y se desplomó de espaldas sobre la hierba.

Stone recogió la navaja de un modo raro y, acercándose al agresor, le rasgó la parte superior de la camisa, dejando expuestos el grueso cuello y las arterias palpitantes. Por unos instantes pareció que iba a rebanarle la garganta. Oliver Stone tenía una expresión que prácticamente nadie que le conociera había visto en los últimos treinta años. Pero de repente miró a Adelphia, quien estaba observándole a su lado, con el pecho palpitante. En ese momento no estaba claro a cuál de los dos hombres temía más.

—¿Oliver? —dijo en voz queda—. ¿Oliver?

Stone dejó caer la navaja al suelo, se levantó y se limpió los pantalones.

—Dios mío, estar sangrando —exclamó Adelphia—. ¡Sangre!

—Estoy bien —mintió él con voz temblorosa mientras se daba unos toques con la manga en los labios ensangrentados. El golpe le había hecho mucho daño. Tenía la cabeza a punto de estallar y ganas de vomitar. Se notó algo en la boca y se arrancó un diente que se le había aflojado.

—¡No estar nada bien! —exclamó Adelphia.

Una mujer se acercó corriendo.

—Ya viene la policía. ¿Están ustedes bien?

Stone se giró y vio un coche patrulla detenerse junto al bordillo. Se volvió hacia Adelphia rápidamente.

—Estoy seguro de que sabrás explicárselo todo a la policía —farfulló porque el labio se le había hinchado.

Mientras se marchaba tambaleándose, ella lo llamó, pero Stone no se volvió.

Cuando llegó la policía y empezó a formular preguntas, Adelphia sólo fue capaz de pensar en lo que había visto: Oliver Stone había hincada el dedo índice en el costado del agresor, cerca del tórax. Y aquel sencillo movimiento había derribado a un hombre muy fornido y enfadado.

Y la forma como Stone había cogido la navaja la había sorprendido por un motivo muy personal. Adelphia sólo había visto a un hombre coger de ese modo un cuchillo, muchos años atrás en Polonia. El hombre pertenecía al KGB e intentaba llevarse a su tío a la fuerza por haber criticado a los comunistas soviéticos. Nunca había vuelto a ver con vida a su tío. Encontraron su cadáver destripado en el pozo en desuso de un pueblo situado a unos treinta kilómetros de distancia.

Adelphia miró alrededor y profirió un gemido ahogado.

Oliver Stone había desaparecido.