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Djamila se levantó a las cinco de la mañana en su pequeño apartamento de las afueras de Brennan, Pensilvania. Poco después del amanecer acometió su primera oración del día. Tras lavarse, quitarse los zapatos y cubrirse la cabeza, llevó a cabo los rituales islámicos de ponerse en pie, sentarse, inclinarse y postrarse sobre la esterilla de oraciones. Empezó por la shahada, la declaración básica de la fe musulmana: La ilaha illa’Llah («No hay otro dios excepto Alá»). A continuación recitó la sura inicial, el primer capítulo del Corán. Las invocaciones se realizaban en silencio, tan sólo moviendo los labios mientras pronunciaba las palabras. Cuando hubo terminado su salat, se cambió de ropa y se preparó para ir al trabajo. Luego se sentó a desayunar.

Mientras contemplaba su diminuta cocina, Djamila reflexionó sobre la conversación mantenida con Lori Franklin el día anterior. Djamila había mentido a su patrona, aunque la americana no habría tenido forma de darse cuenta del engaño. Según su documentación oficial, Djamila era saudí. Eso, y el hecho de ser mujer, había permitido su entrada sin problemas en EE. UU., incluso después del 11-S. De hecho Djamila era iraquí de nacimiento, musulmana suní en cuanto a práctica religiosa, al igual que más del ochenta por ciento de los musulmanes, aunque en Irak los suníes estuvieran en minoría. Al comienzo, los suníes chocaron con sus homólogos chiíes, sobre todo por el tema de la sucesión del profeta Mahoma. En la actualidad las diferencias eran más profundas y amargas.

Los chiíes creían que el cuarto califa justo, Alí ben Abi Tabib, yerno y primo de Mahoma, era el verdadero sucesor del Profeta. Los chiíes realizaban un peregrinaje a la mezquita azul de Mazar-i-Sharif donde estaba enterrado Alí. Los suníes creían que Mahoma no había nombrado a ningún sucesor y por tanto decidieron que los califatos asumieran el poder del Profeta después de su muerte. Suníes y chiíes acordaron que ninguno de los califas llegaba al nivel de Profeta; sin embargo, el hecho de que tres de los cuatro califas sufrieran una muerte violenta testimoniaba hasta qué punto la población musulmana estaba dividida sobre el tema.

Bajo el régimen secular de Sadam Husein, Djamila había podido conducir coches, mientras que en Arabia Saudí no habría podido. Los saudíes seguían una forma de sharia (ley islámica) muy estricta. Esta rigurosidad exigía que las mujeres fueran totalmente cubiertas en todo momento, y les prohibía votar e incluso salir de casa sin el permiso de sus esposos. La autoritaria policía religiosa hacía cumplir estas normas a rajatabla.

También existía la conocida «plaza Chop-Chop», la plaza principal del centro de Riad. Todos los viernes quienes incumplían la sharia recibían un castigo público. Djamila había acudido en una ocasión y observado horrorizada cómo cinco personas perdían las manos y otras dos la cabeza. La fallaga era un castigo más sutil: se trataba de una paliza en la planta de los pies que no dejaba marcas, aunque la víctima no podía andar a causa del insoportable dolor.

El resto del mundo había mirado hacia el otro lado en gran medida desde que el rey Ben Saud, conquistador de Arabia y gobernante que dio nombre al país, contrató a geólogos para que buscaran agua, pero resulta que encontraron petróleo. Dado que por lo menos un cuarto de las reservas mundiales de oro negro, recurso ansiosamente codiciado por el mundo industrializado, se encontraba bajo las arenas del país, los saudíes podían hacer lo que les viniera en gana sin temor a represalias.

Sin embargo, Djamila no había mentido por completo a Franklin. Dado que vivía en Bagdad y era musulmana suní igual que Sadam Husein, había vestido a su antojo y tenía estudios. No obstante, no quería vivir bajo la égida del dictador iraquí. Había perdido a amigos y familiares, «desaparecidos» tras expresar su rechazo al déspota. Durante la invasión estadounidense de Irak, rezó para que Sadam fuera derrocado, y sus oraciones tuvieron respuesta. Al comienzo, ella y su familia recibieron a los norteamericanos y sus aliados como héroes por devolverles la libertad. Pero la situación cambió rápidamente.

Djamila volvió un día del mercado y se encontró la casa familiar reducida a escombros tras un ataque aéreo equivocado. Toda su familia, incluidos sus dos hermanos pequeños, murió. Después de esa tragedia Djamila fue a vivir a Mosul con unos familiares, pero también fueron víctimas de un bombardeo durante la sublevación por la presencia estadounidense en Irak.

Entonces Djamila viajó a Tikrit para vivir con una prima, pero la guerra también la obligó a huir de allí. Desde ese momento se quedó sin casa y se unió al creciente número de personas básicamente convertidas en nómadas, siempre atrapadas en la lucha entre un ejército de sublevados cada vez mayor y EE. UU. y sus aliados. En uno de esos grupos había conocido a un hombre que despotricaba contra los estadounidenses alegando que no eran más que imperialistas que codiciaban el preciado petróleo. Argüía que todos los musulmanes tenían la obligación de contraatacar al enemigo del islam.

Al igual que muchos musulmanes, la única yihad que Djamila había practicado era la «gran yihad», la lucha interna por ser una mejor seguidora del islam. Era obvio que aquel hombre hablaba de otra yihad, la «yihad menor», la guerra santa, concepto originado en el islam del siglo VII. Al comienzo Djamila desestimó al hombre y sus declaraciones como simples desvaríos, pero a medida que su situación se tornaba más complicada, empezó a hacerle caso a él y otros como él. Lo que decía, sumado a los horrores presenciados de primera mano, empezaron a cobrar sentido para una joven que lo había perdido todo. Y pronto su consternación y desesperanza se convirtieron en otra cosa: ira.

Al cabo de poco tiempo se trasladó a Pakistán y luego a Afganistán, donde aprendió a hacer cosas que nunca habría imaginado. Durante su estancia en Afganistán llevó el burka, se mordió la lengua y obedeció a los hombres. Iba al mercado y la ropa enseguida se le hinchaba porque introducía todas sus compras debajo. El burka tenía una rejilla delantera para la cara, diseñada de forma que eliminaba la visión periférica de la mujer. Si quería mirar algo tenía que girar toda la cabeza. Así, según se decía, el marido siempre sabía qué llamaba la atención de su esposa. Muchos burkas permanecieron incluso después de la caída de los talibanes. Pero Djamila era consciente de que ni siquiera las mujeres que no lo usaban eran realmente libres, dado que sus esposos y hermanos, e incluso sus hijos, controlaban todos los aspectos de su vida.

Tras varios meses de instrucción, se marchó a Estados Unidos, junto con muchos otros como ella, todos con documentación falsa y la misión ardiente de contraatacar al enemigo que había destruido su vida. A Djamila le habían enseñado que todo lo estadounidense era malvado, que la vida y los valores occidentales eran contrarios a la fe musulmana y que su objetivo principal era la destrucción completa del islam. ¿Cómo no iba a luchar contra un monstruo como aquel?

Repartió sus primeros tiempos en EE. UU. entre la monotonía y las experiencias reveladoras. Durante semanas su única misión consistió en llevar mensajes aquí y allá. No obstante, veía América, el gran enemigo por primera vez. Visitó algunas tiendas con una mujer afgana, quien se escandalizó al ver imágenes de personas en los productos expuestos. Bajo los talibanes todas esas imágenes estaban prohibidas.

Los norteamericanos eran personas voluminosas con un hambre voraz y coches enormes. Djamila nunca había visto coches como aquellos. Las tiendas estaban llenas, la gente vestía todo tipo de prendas distintas. Los hombres y las mujeres se abrazaban por la calle, incluso se besaban delante de desconocidos como ella. Y las cosas se movían tan rápido que apenas le daba tiempo a seguirlas. Era como si la hubieran propulsado al futuro. Todo aquello la aterraba e intrigaba a la vez.

Luego la habían apartado del grupo con que llegó al país y trasladado a otra ciudad, donde recibió más instrucción. Le dieron una identidad nueva, con referencias incluidas. Y también le entregaron la furgoneta tan especial que conducía. A continuación la enviaron a Brennan y pasó a ser la niñera de los Franklin. Disfrutaba con su trabajo y le encantaba estar con los niños, pero a medida que pasaba el tiempo tenía más ganas de volver a su país. América no estaba hecha para ella.

Siempre había anhelado que llegara el momento de realizar la hajj, la peregrinación al lugar más sagrado del islam, la Meca, en la ciudad natal de Mahoma, Hejaz. De niña había oído historias de familiares que habían realizado el acto más importante en la vida de un musulmán. Se imaginaba de pie en un círculo alrededor de la Gran Mezquita o Al Masjid al Haram, orando en la Meca.

El peregrinaje seguía en Muzdalifa, donde se practicaba el Rezo Nocturno y se recogían veintiún guijarros para la lapidación simbólica de Satanás en Mina. Pasaban dos o tres días en Mina para realizar distintas ceremonias antes del regreso a la Meca. Las familias que habían realizado la peregrinación podían añadir la palabra hajj a su nombre.

De niña Djamila se sentía especialmente atraída por las historias de la celebración de los cuatro días subsiguiente: el Id al Adha, la Fiesta del Sacrificio, también llamada Fiesta Mayor. Asimismo, anhelaba pintar el medio de transporte utilizado para la peregrinación en la puerta delantera de su casa, vieja costumbre egipcia que a veces imitaban otros musulmanes. Sin embargo, no había tenido la oportunidad de viajar a la Meca antes del estallido de la guerra en su país. Ahora dudaba de que lograse realizar el viaje alguna vez. De hecho, le parecía muy poco probable volver a su tierra natal en algo que no fuera un ataúd.

Recogió lo que necesitaba para el trabajo y se dirigió a la furgoneta. Echó un vistazo a la parte trasera del vehículo. El coche escondía una prestación añadida que el fabricante nunca habría soñado en ofrecer.

En el centro de Bren nan, el capitán Jack cerró la compra de su nueva propiedad, un taller de reparación de automóviles. Vestido con un elegante traje, el distinguido «hombre de negocios» tomó las llaves y dio las gracias al vendedor y a su agente, antes de marcharse en su Audi descapotable. Le sonrieron, contaron el dinero y le desearon suerte. «Buena suerte también para vosotros —habría querido responderles—. Y buena suerte a la ciudad de Brennan, porque seguro que la necesitará».

Al cabo de unos minutos aparcaba junto a la acera, encendía su ordenador, se conectaba a Internet y entraba en la sala de chat. La película del día era El mago de Oz. Recordó haberla visto de niño. A diferencia de muchos espectadores, siempre había simpatizado con la difícil situación de los monos voladores esclavizados. Dejó un mensaje en el que convocaba una reunión en el parque.

El taller de coches sería uno de los elementos más críticos de la operación, y ahí era donde entraba la mujer. Si ella fallaba, su trabajo no habría servido de nada. Hay ciertas cosas que no se averiguan a través de e-mails sin rostro, por ejemplo, saber si la persona poseía las agallas necesarias para realizar el trabajo.

A veces había que comprobarlo en persona.

Estaba nublado y hacía frío, por lo que el parque estaba prácticamente vacío. El capitán Jack se sentó en un banco, leyó el periódico y se tomó un café. Había pasado media hora haciendo un reconocimiento del terreno antes incluso de dejar el coche. Las probabilidades de que alguien le vigilara eran bastante remotas. No obstante, en su profesión era imposible sobrevivir si no se tenían en cuenta todos los detalles.

Las primeras páginas estaban repletas de noticias importantes: sorprendentemente, el mercado de valores había subido el día anterior tras bajar el día antes. La liga de fútbol americano estaba al rojo vivo, lo que se había dado en llamar «guerra en el terreno de juego». Bueno, al menos los que no habían estado en una de verdad la llamaban así. También se enteró, consternado, de que una estrella de cine dejaba a su esposa por otra estrella de cine. Y luego leyó sobre un músico de rock que había hecho play back durante un concierto. Y que un coche bomba había matado a tres israelíes en esa lucha de nunca acabar. No tardaría en haber represalias, proclamaban los funcionarios israelíes. El capitán Jack lo sabía muy bien. Con los israelíes no se juega. Y pese a que era un hombre muy valiente, curtido en numerosas batallas, aun así incluso él evitaba hacer enfadar a los israelíes.

Escondida en las últimas páginas del periódico, leyó que en África el sida seguía matando a millones de personas. Luego ojeó un artículo sobre cómo las guerras civiles de ese continente habían segado la vida de otros tantos millones. La mitad del mundo vivía en la más absoluta miseria, afirmaba otro artículo. Miles de niños morían a diario porque no tenían nada que llevarse a la boca.

Dejó el periódico. No podía decirse que fuera un moralista pues había matado a muchas personas en su vida. Si el cielo y el infierno existían, no dudaba dónde estaría su eterna morada. «Pero, vamos a ver, ¿incluir la noticia de un play back en la portada?».

Oyó primero a los niños pero no miró en esa dirección. A continuación oyó el sonido del columpio y luego los gritos de placer de los niños. Sonrió.

Al final el bullicio de los niños se fue acallando. Transcurrieron unos minutos y entonces oyó que las puertas del vehículo se abrían y se cerraban. Acto seguido, pasos que se acercaban a él; acompasados, tranquilos. Luego un ligero crujido procedente de la parte trasera del banco al sentarse la persona. Inmediatamente levantó el periódico.

—Creo que los Steelers podrían ganar la liga este año, ¿no cree? —dijo él.

—No, yo he apostado por los Patriots.

—¿Está segura?

—Estoy muy segura de lo que digo. Si tuviera dudas me quedaría callada.

Una vez cumplimentado el trámite de la identificación, el capitán Jack fue al grano.

—¿Va bien el trabajo en casa de los Franklin?

—Muy bien —respondió Djamila.

—¿Las rutinas están claras? ¿No te pillarán desprevenida?

—Su vida es muy sencilla. Él se pasa el día trabajando y ella jugando.

Él advirtió la crítica que escondían esas palabras.

—¿Lo crees así?

—No sólo lo creo; lo sé. —Hizo una pausa antes de añadir—: Los americanos me dan asco.

—¿Ah sí?

—Son unos cerdos malvados. Todos ellos.

Él pronunció una palabra en árabe que acalló a Djamila.

—Escúchame —dijo entonces con firmeza—. Hay americanos malos y musulmanes malos. Pero la mayoría quiere vivir en paz y ser felices, tener un hogar, formar una familia, rezarle a Dios y morir con dignidad.

—¡Destruyen mi país! Dicen que Irak está de acuerdo con Al Qaeda y los talibanes. Es una locura. Husein y Bin Laden eran enemigos mortales, es de todos sabido. Y quince de los diecinueve terroristas del 11-S eran saudíes. Pero no veo que los tanques americanos recorran las calles de Riad.

—Derrocan a un hombre al que ayudaron a mantenerse en el poder, lo sé —admitió él—. Pero Irak no posee una parte de EE. UU. como es el caso de los saudíes. Además, todas las grandes civilizaciones destruyen a otras que se interponen en su camino. Podrías hablar del tema con los indios norteamericanos. Y si quieres enterarte de la crueldad entre musulmanes, visita a los kurdos.

—Ahora me dices esto. ¡Precisamente ahora! ¿Por qué? ¿Por qué?

El capitán Jack respondió con voz serena pero firme.

—Porque la ira que tú confundes con pasión es lo único que podría destruir todo por lo que hemos trabajado. Necesito que te centres, no que odies. El odio provoca comportamientos irracionales. Y yo no tolero las ideas irracionales, ¿entendido?

Hubo un silencio.

—¿Entendido?

—Sí —dijo Djamila al final.

—Bien. El plan ha cambiado. De hecho ahora está más claro. Quiero que me escuches con cuidado. Y luego practicarás la nueva rutina una y otra vez hasta que puedas repetirla dormida.

Cuando él acabó de explicarle los nuevos detalles, ella reconoció:

—Como dices, es más fácil. Así lo haré en casa de los Franklin.

—Bien. Pero tenemos que pensar en todo. Ese día, si la rutina de los Franklin varía por algún motivo, y podría ser porque los presidentes no visitan tu ciudad todos los días, alguien te apoyará. ¿Recuerdas lo que tienes que decir?

—Se avecina una tormenta —respondió Djamila—. Pero no creo que sea necesario.

—Si es necesario, se hará —replicó él con severidad, en árabe.

Ella vaciló antes de preguntar:

—¿Y si llega la tormenta?

—Entonces harás lo que viniste a hacer aquí. Y si te pillan tendrás tu recompensa. Como fedaya.

Djamila sonrió al observar un punto en el cielo nublado por el que se filtraba un rayo de sol. Nunca la habían llamado fedaya.

Aún seguía mirando ese punto cuando el capitán Jack se marchó.

Él había averiguado lo suficiente.