26

Tras salir del bar, Alex Ford comió algo en una cafetería cercana, haciéndose sitio en la barra entre dos fornidos policías de Washington. Habló sobre el trabajo con sus colegas y también intercambió cotilleos sobre posibles catástrofes. El preferido de Alex era: «Evita a toda costa ir en metro la noche de Halloween». Lo que Alex quería hacer realmente era ponerse de pie en la barra y gritar para que todos le oyeran que una hermosa mujer acababa de pedirle que salieran juntos. Sin embargo, se acabó silenciosamente la hamburguesa con queso, las patatas fritas y una porción de tarta de arándanos regada con café solo. Acto seguido se dirigió a la oficina para consultar el correo electrónico.

Sykes todavía no había respondido, aunque un acuse de recibo electrónico indicaba a Alex que el hombre había abierto el informe enviado. Vagó por las salas de la oficina de Washington, esperando en cierto modo encontrarse con Sykes y ver cómo se desarrollaba la investigación. Alex había redactado miles de informes, pero aquel iba directo a la sede central, algo nada habitual para los agentes rasos como él, a quienes no preparaban para escalar puestos en la jerarquía de la agencia. Cuando uno sabía que los ojos del director iban a recorrer su débil intento de redactar con lógica, el vello de la nuca se erizaba y empezaba a temblar.

Pasó junto al tablero de servicios y advirtió que su foto y la de Simpson estaban bajo un letrero que rezaba: «Misión especial». Mientras observaba a la mujer de tez aceitunada que le devolvía la mirada desde la foto, murmuró el nombre de «J-Halo». Quizá debería volver a Alabama. Seguro que su padre estaría encantado.

Mató un poco más de tiempo en su escritorio y al final llegó a la conclusión de que si Sykes quería realmente hablar con él, ya le encontraría.

En la calle se llenó los pulmones del frío aire nocturno y sonrió al pensar en Kate Adams; luego caminó calle abajo con un brío del que había carecido durante mucho tiempo. Pensó en irse a casa pero en realidad necesitaba hablar con alguien. Sin embargo, todos sus buenos amigos eran agentes del Servicio Secreto casados, lo cual implicaba que si no estaban de servicio dedicaban su escaso tiempo libre a sus familias. Y Alex tenía muy poco en común con los jóvenes de la oficina de Washington.

Esto le hizo darse cuenta de que en tres cortos años iba a tener que tomar decisiones importantes. ¿Se retiraría? ¿O iría a otra agencia, viviendo en gran medida de su pensión del Servicio Secreto y almacenando las nóminas del nuevo trabajo? Se llamaba doble retribución. Era totalmente legal y muchos agentes federales lo hacían para completar sus planes de pensiones. Era una forma de compensar sus ingresos después de haber trabajado por un sueldo inferior al del mercado en el sector público.

Buena parte de la vida adulta de Alex era un recuerdo vago: aprender el funcionamiento del servicio, perseguir delincuentes en ocho oficinas de campo distintas, luego las misiones de protección, donde se había pasado todas sus horas alerta yendo de avión en avión, recalando de ciudad en ciudad y de país en país. Había estado tan ocupado preocupándose de los demás que nunca había dedicado demasiado tiempo a preocuparse de él mismo. Y ahora que había llegado el momento de pensar en su futuro, de repente se sentía incapaz de hacerlo. ¿Por dónde empezaba? ¿Qué hacía? Sintió que se avecinaba un ataque de pánico y no de los que se curan con un martini.

Estaba de pie en una esquina decidiendo qué hacer con el resto de su vida cuando sonó su móvil. Al comienzo no reconoció el nombre y el número que aparecían en la pantalla pero luego cayó en la cuenta: era Anne Jeffries, la prometida del difunto Patrick Johnson.

—¿Diga?

—¿No cree que yo sabría si el hombre con quién iba a casarme, el hombre con quién iba a pasar el resto de mi vida, era un puto traficante de drogas? —gritó tan alto que él tuvo que apartarse el teléfono del oído.

—Señorita Jeffries…

—Voy a demandarles. Voy a demandar al FBI y al Servicio Secreto. Y a usted. ¡Y a esa zorra que tiene por compañera!

—Un momento. Entiendo que esté disgustada…

—¿Disgustada? «Disgustada» no describe ni por asomo cómo me siento. No basta con que mataran a Pat, ahora también han destruido su reputación.

—Señorita Jeffries, sólo intento hacer mi trabajo…

—Guárdese las excusas patéticas para mi abogado —espetó antes de colgar.

Alex guardó el teléfono y respiró hondo. Se preguntó a quién llamaría ella a continuación. ¿Al Washington Post? ¿A 60 Minutes? ¿A todos los jefes que había tenido? Llamó al móvil privado de Jerry Sykes. Le salió el buzón de voz y dejó un mensaje detallado sobre su breve pero explosiva conversación con la afligida prometida. Bueno, había hecho lo que había podido. De todos modos, seguro que la mierda acababa salpicándolo todo.

Ahora sí que no tenía ningunas ganas de ir a casa. Quería caminar. Y pensar.

El paseo le llevó, como casi siempre, a la Casa Blanca.

Saludó con un gesto de la cabeza a algunos agentes del Servicio Secreto que conocía y se paró a charlar con uno que estaba sentado en el interior de un monovolumen tomándose un café. Ambos habían empezado juntos en la oficina de campo de Louisville, aunque sus caminos habían seguido rumbos distintos a partir de entonces.

El presidente daba una cena de gala esa noche, le contó a Alex. Y al día siguiente se marchaba a hacer campaña al Medio Oeste, y a continuación una ceremonia el 11-S en Nueva York.

—Me gusta que los presidentes estén activos —replicó Alex.

Algunos presidentes se mataban a trabajar y no paraban durante doce horas al día, luego se enfundaban un esmoquin y participaban en la vida social de Washington, tras lo cual hacían llamadas desde sus aposentos privados hasta altas horas de la madrugada. A otros presidentes les gustaba pasar el día tranquilos y retirarse temprano. Alex nunca había pensado que la presidencia fuera un cargo «tranquilo».

Entró en Lafayette Park y le sorprendió ver luz en la tienda de Stone. Quizá por fin había encontrado a alguien con quien hablar.

—¿Oliver? —llamó en voz baja.

La tienda se abrió y se encontró ante un hombre que no reconocía.

—Lo siento —se disculpó Alex—. Busco a…

—Agente Ford —dijo Oliver Stone saliendo de la tienda.

—¿Oliver? ¿Eres tú?

Stone sonrió y se frotó el rostro bien afeitado.

—De vez en cuando un hombre necesita empezar de cero —bromeó.

—Anoche pasé a verte.

—Adelphia me lo dijo. Echo de menos nuestras partidas de ajedrez.

—Me temo que yo no daba la talla.

—Has mejorado mucho con los años —repuso Stone con amabilidad.

Mientras había estado destinado a labores de protección, visitaba a Stone siempre que su apretada agenda se lo permitía. Al comienzo era para controlar posibles problemas cerca de la Casa Blanca. Por aquel entonces, Alex consideraba enemigo a cualquiera que estuviera a dos kilómetros a la redonda del lugar y no llevara la placa del Servicio Secreto, y Stone no había sido una excepción.

Lo que realmente intrigaba a Alex sobre Oliver Stone era que parecía no tener pasado. Había oído rumores de que Stone había trabajado para el Gobierno. Por eso consultó todas las bases de datos habidas y por haber para encontrar el historial del hombre, pero no encontró nada. No buscó «Oliver Stone», porque era obvio que se trataba de un nombre falso, sino que consiguió sus huellas dactilares de forma subrepticia y las introdujo en el AFIS, el sistema automatizado de identificación de huellas del FBI. No encontró nada. Luego las introdujo en las bases de datos del ejército, en los archivos informáticos del Servicio Secreto y en otros bancos de datos. No obtuvo ningún resultado positivo. Por lo que concernía al gobierno de EE. UU., Oliver Stone no existía.

En una ocasión siguió a Stone hasta su casita de cuidador del cementerio. Habló con los representantes de la iglesia, sus propietarios, pero no le dijeron nada sobre el hombre y Alex no tenía motivos para forzar el tema. Había observado a Stone trabajando en el cementerio varias veces y Alex se había planteado registrar su vivienda. No obstante, Stone destilaba algo, una gran dignidad y también una profunda sinceridad que hicieron que al final desechara la idea.

—¿Para qué viniste a verme? —preguntó Stone.

—Pasaba por aquí. Adelphia me dijo que estabas en una reunión.

—A ella le gusta adornar las cosas. Quedé con unos amigos en el Mall. Nos gusta pasear por allí de noche. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Qué tal van las cosas en la oficina de Washington?

—Está bien volver a trabajar en casos.

—Han matado a uno de vuestros hombres.

Alex asintió.

—Patrick Johnson. Trabajaba en el Centro Nacional de Valoración de Amenazas. Ahora se ha fusionado con el NIC, pero participo en la investigación porque Johnson era una especie de funcionario compartido entre los dos organismos.

—¿Participas en la investigación? ¿Te refieres a que estás investigando el caso?

Alex vaciló, pero carecía de motivos para no reconocer su participación. No era precisamente confidencial.

—Me han asignado para que investigue, aunque parece que ya está solucionado.

—No lo sabía.

—Han encontrado heroína en casa de Johnson. Creen que lo mató alguien del mundo del narcotráfico. —No mencionó la llamada de Anne Jeffries. Esa parte no era pública.

—¿Y tú qué crees? —inquirió Stone mirándolo de hito en hito.

Alex se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Además, no hacemos más que ir a cuestas del FBI.

—Y no obstante han asesinado a uno de los vuestros.

Alex lo miró con expresión inquisidora.

—Sí. Ya lo sé.

—Te he visto a lo largo de los años, agente Ford. Eres observador, diligente, y tienes buen instinto. Creo que deberías emplear tu talento en este caso. Si el trabajo de ese hombre era delicado para la seguridad nacional, un par de ojos extra no están de más.

—He cubierto las bases, Oliver. ¿Y si no fue por drogas?

—Exacto. Si no fue por drogas, ¿por qué fue? Creo que alguien debería responder a esa pregunta. Quizá la respuesta se halle en su trabajo. Ten en cuenta que colocar drogas en su casa sería una forma sencilla de encubrir otro motivo.

Alex se mostró dubitativo.

—Es bastante improbable. Además, el NIC es demasiado parecido a un nido de víboras para un hombre que piensa retirarse dentro de tres años.

—Tres años no es tanto tiempo, agente Ford; nada comparado con los años que has pasado sirviendo a tu país. Y desgraciadamente, sea justo o no, a las personas suelen recordarlas por lo que hicieron al final de su carrera.

—Y si meto la pata en esto, a lo mejor me quedo sin carrera.

—Pero otro elemento importante es que lo que tú recordarás con más claridad también será el final de tu carrera. Y tendrás décadas para arrepentirte, quizá. Y eso sí es mucho tiempo.

Tras despedirse de Stone, Alex regresó a su coche caminando lentamente. Lo que aquel hombre decía tenía sentido. Había aspectos de la muerte de Patrick Johnson que Alex no tenía nada claros. El descubrimiento de las drogas parecía demasiado conveniente, y había otros detalles que no encajaban. En realidad, había investigado el caso con poco entusiasmo, se había mostrado demasiado dispuesto a seguir la senda del FBI y sus conclusiones.

Además Stone estaba en lo cierto a otro nivel. Alex había permanecido en el servicio tras su accidente porque no quería que lo tomaran por un discapacitado. Bueno, tampoco quería dejar su trabajo caminando como un sonámbulo en un caso importante. El orgullo profesional también contaba. Y si no era propio de los presidentes de EE. UU. llevar una existencia tranquila, tampoco lo era para los agentes del Servicio Secreto.

Oliver Stone observó a Alex hasta que desapareció de su vista y luego fue caminando rápidamente hasta su casita del cementerio. Desde allí llamó a Caleb con el móvil que le había dado Milton y le contó ese último encuentro.

—Ha sido un golpe de suerte que no podía dejar escapar —explicó Stone.

—Pero no dijiste nada de que presenciamos el asesinato, ¿verdad?

—Ford es agente federal. Si se lo hubiera dicho, habría tenido clara su obligación. Lo que espero es que saque a la luz algo del NIC, para lo que nosotros carecemos de medios.

—¿Eso no le pondrá en peligro? Me refiero a que si el NIC se dedica a cargarse a sus empleados, tampoco iban a tener reparos en matar a un agente del Servicio Secreto.

—El agente Ford es muy competente. Pero también tendremos que ser sus ángeles de la guarda, ¿no?

Stone colgó y de repente recordó que no había cenado. Fue a la cocina a prepararse una sopa y se la tomó delante del pequeño fuego que había hecho. Los cementerios siempre parecían fríos, independientemente de la estación.

Acto seguido, se sentó en su viejo sillón al lado del fuego con un libro de la muy ecléctica colección que Caleb le había ayudado a reunir. Eso era todo lo que le quedaba: sus amigos, sus libros, algunas teorías y un puñado de recuerdos.

Volvió a mirar la caja con el álbum de fotos y, a pesar de que sabía que era una mala idea, dejó el libro y se pasó la hora siguiente vagando por su pasado. Se detuvo especialmente en las fotos de su hija. En una aparecía con un ramo de margaritas en la mano, su flor preferida. Sonrió al recordar cómo pronunciaba la palabra: «madaritas». En otra foto estaba soplando las velas de un pastel. No era su cumpleaños, pero le habían dado unos puntos en la mano después de caer encima de unos cristales rotos y el pastel era su recompensa por ser tan valiente. El corte le dejó una cicatriz en forma de media luna en la palma derecha. Él se la besaba cada vez que la cogía en brazos. Conservaba tan pocos recuerdos de ella que se aferraba desesperadamente a cada uno de ellos.

Al final su evocación llegó a la última noche. Su casa estaba situada en una zona muy aislada; su jefe había insistido en ello. Hasta después de la agresión Stone no comprendió el motivo de tal exigencia.

Recordó el chirrido de la puerta al abrirse. Aislados de su hija, él y su esposa apenas pudieron salir por la ventana cuando empezaron los disparos silenciados. Stone recordaba visualizar los silenciadores en la boca de las armas. Producían unos ruidos sordos que le quemaban como insectos letales. Y luego su mujer profirió un solo grito, y se acabó. Estaba muerta. Stone mató a dos de los sicarios enviados para ejecutarle aquella noche, utilizando sus propias pistolas en su contra. Y luego se había marchado a un lugar seguro.

Aquella fue la última vez que Stone vio a su mujer y su hija. Al día siguiente fue como si nunca hubieran existido. La casa se vació y borraron todas las señales de la mortífera agresión. Todo intento de encontrar a su hija a lo largo de los años había sido en vano. Beth. Su nombre completo era Elizabeth, pero la llamaban Beth. Era una niña preciosa y el orgullo de su padre. Y la había perdido para siempre en una noche infernal décadas atrás.

Cuando acabó descubriendo la verdad de lo ocurrido aquella noche, se obsesionó con la venganza. Y entonces sucedió algo que le quitó esas ideas de la cabeza: leyó en el periódico sobre el asesinato de un hombre importante en el extranjero. El crimen nunca se resolvió y el hombre dejaba esposa e hijos. Pero Stone reconoció las huellas de su ex jefe en esa matanza. Fue una escena demasiado familiar para él. Entonces se dio cuenta de que no era un hombre por quien mereciera la pena arruinarse la vida vengándose, ni siquiera por el asesinato de su esposa y la desaparición de su hija. Sus propios pecados también eran muchos, cubiertos con el dudoso manto del patriotismo.

Desapareció y viajó por el mundo con distintos nombres falsos. Le resultó relativamente fácil; su gobierno lo había preparado muy bien para hacer precisamente eso. Tras muchos años de vagabundeo, se aferró a la única opción que le quedaba y se convirtió en Oliver Stone, un hombre que protestaba en silencio, que observaba y prestaba atención a cosas importantes de su país que a otros parecían pasarle inadvertidas. Y aun así, no fue suficiente para compensar el dolor por la pérdida de sus seres queridos. Esa sería su cruz hasta el final de sus días.

Cuando se quedó dormido en la silla mientras el fuego iba consumiéndose, la humedad de sus lágrimas todavía brillaba en las páginas satinadas del álbum.