En el sótano del cuartel general del NIC había un gimnasio de lo más moderno que casi nadie utilizaba por falta de tiempo. En una pequeña sala contigua a la de gimnasia principal había un solo hombre entrenándose.
Tom Hemingway iba descalzo y llevaba pantalones cortos anchos y camiseta blanca sin mangas. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Al cabo de un momento se puso en pie y adoptó una postura de artes marciales. Un observador imparcial habría llegado a la conclusión de que estaba a punto de empezar a practicar kung fu o kárate. Ese mismo observador probablemente se habría sorprendido al enterarse de que el significado literal de «kung fu» es «pericia conseguida gracias al trabajo metódico». Así pues, un jugador de béisbol podía ser considerado poseedor de un buen «kung fu».
Fuera de China se habían originado cuatrocientas modalidades de artes marciales, mientras que sólo había tres oriundas de ese país: Hsing-I Chuan, Pa-Kua Chang y Tai Chi Chuan. La principal diferencia entre las cuatrocientas y esas tres era la potencia, ya que en estas se empleaba todo el cuerpo para transmitir toda la energía cinética del atacante sobre su objetivo. Era más o menos equivalente al impacto de una bofetada con un resultado similar a ser atropellado por un coche. El golpe propinado por un practicante experto de cualquiera de las tres artes marciales denominadas internas era capaz de desgarrar órganos y matar.
Durante sus años en China, Hemingway se había sentido atraído por esas artes marciales internas, aunque sólo fuera para crear un sentido de identidad que se fusionara mejor con su entorno que su pelo rubio y los ojos azules. Aunque practicó todas las modalidades internas, al final se especializó en el estilo Shan-Xi del Hsing-I.
Antes de empezar el entrenamiento activo pasaba casi una hora meditando inmóvil. Esta postura permitía percibir el entorno de forma intuitiva, notar una presencia mucho antes de verla. Este talento le había resultado muy útil sobre el terreno. Había conseguido sobrevivir como agente de la CIA en más de una ocasión gracias a su habilidad para intuir la presencia del enemigo de un modo que desafiaba los cinco sentidos humanos.
Gracias a sus muchos años de práctica, Hemingway tenía las articulaciones, tendones, ligamentos, músculos y fascias sumamente firmes. Las décadas de estiramientos de la columna al ejecutar las torsiones y giros de esa disciplina le habían equilibrado las vértebras entre sí a la perfección. Su sentido del equilibrio casi escapaba a la comprensión humana. En una ocasión había permanecido seis horas en la cornisa de dos centímetros y medio de una planta veintiuna y bajo una tormenta de lluvia y viento mientras un escuadrón de la muerte colombiano le buscaba. Tenía tal fuerza en los dedos que tenía que contenerse de forma consciente cuando estrechaba la mano de alguien y, aun así, la gente solía quejarse de su apretón.
Adoptó entonces la postura del bambú, la maniobra más importante del Hsing-I. Esta técnica era pura física y también la postura de la que brotaba el famoso poder del Hsing-I. Hemingway había matado a hombres muy expertos con sólo un golpe vectorial a partir de la postura del bambú.
A continuación tomó un par de espadas con forma de media luna, las armas tradicionales neijia del arte marcial interno Pa-Kua. Eran su arma preferida para entrenarse. Recorrió la sala realizando complejos movimientos bilaterales con las espadas curvadas, combinados con un juego de piernas sumamente preciso y una fuerza centrífuga tremenda, característica de la disciplina Pa-Kua.
Cuando hubo terminado, se duchó y se puso ropa normal. Mientras se vestía, se frotó inconscientemente el tatuaje que llevaba en la cara interior del antebrazo derecho. Se componía de cuatro palabras en chino que significaban: «La máxima lealtad para servir al país». La frase recordaba una historia que intrigaba a Hemingway.
Un famoso general de la dinastía Song del sur, llamado Yueh Fei, había estado a las órdenes de un mariscal de campo que se había pasado al enemigo. Esta traición asqueó a Fei, que se marchó a su casa. Al llegar, su madre le dijo que la primera obligación de un soldado era servir a su país. Lo mandó de nuevo al campo de batalla con esas cuatro palabras tatuadas en la espalda como recordatorio permanente. Hemingway oyó la historia de niño y nunca la olvidó. Se hizo el tatuaje cuando una misión especialmente perturbadora realizada para la CÍA le había hecho plantearse dejarlo. No obstante, se tatuó la frase y siguió con su trabajo.
Hemingway fue en coche a su modesto apartamento del Capitolio y, una vez allí, entró en la cocina para prepararse un té wulong, su preferido. Calentó el agua, dejó reposar el té, colocó dos tazas en una bandeja y la llevó al pequeño salón.
Sirvió el té y habló.
—El wulong frío no es muy recomendable.
Se oyó movimiento en la sala contigua y el hombre se dejó ver.
—Dime, ¿qué me ha delatado? No llevo perfume. Me he quitado los zapatos. Hace treinta minutos que aguanto la respiración. ¿Qué?
—Tienes un aura potente que no se puede ocultar —respondió Hemingway, sonriente.
—A veces me asustas, Tom, de verdad. —El capitán Jack echó la cabeza atrás para reírse y luego aceptó la taza de té. Se sentó, bebió un sorbo y asintió en dirección a un paisaje chino que colgaba de una pared—. Bonito.
—De hecho he estado en la zona que representa el cuadro. Mi padre coleccionó la obra de ese artista y algunas esculturas de la dinastía Shang.
—Un hombre extraordinario, el embajador Hemingway. No llegué a conocerlo pero oí hablar mucho de él.
—Era un hombre de estado —dijo Hemingway y bebió un sorbo de té—. Por desgracia se trata de una raza casi extinguida en la actualidad.
El capitán Jack guardó silencio unos momentos, escudriñando a su amigo.
—He intentado leer la poesía que me recomendaste.
Hemingway alzó la vista de su té.
—¿La colección Pimienta de Cayena? ¿Qué te pareció?
—Que debería perfeccionar mi chino.
Hemingway sonrió.
—Es una forma hermosa de comunicarse, cuando empiezas a dominarlo.
El capitán dejó la taza en la mesa.
—¿Qué era tan importante que había que hacerlo en persona?
—Carter Gray va a asistir al homenaje de Brennan.
—Mierda, pues sí que vale un cara a cara. ¿Qué quieres hacer, entonces?
—La estrategia de salida siempre ha resultado problemática. Por mucho que intentáramos manipularla, había demasiada incertidumbre. Ahora que viene Gray tenemos certeza.
—¿Cómo te lo imaginas exactamente?
Hemingway explicó su plan y su colega se quedó impresionado, como era de esperar.
—Bueno, creo que funcionará. De hecho, me parece brillante. Brillante y corajudo.
—Eso depende de si tenemos éxito o no —repuso Hemingway.
—No seas modesto, Tom. Llamemos las cosas por su nombre. Un plan que estremecerá al mundo entero. —Hizo una pausa antes de añadir—: Pero no infravalores al viejo. Carter Gray ha olvidado más de lo que tú y yo llegaremos a saber jamás sobre el mundo del espionaje.
Hemingway abrió su maletín. Contenía un DVD que le lanzó a su compañero.
—El contenido te parecerá útil.
El capitán Jack toqueteó el DVD y observó a su amigo.
—Trabajé más de veinte años en la Agencia, y unos cuantos a las órdenes de Gray, ¿y tú?
—Doce, todos sobre el terreno, con dos en la NSA antes de eso —respondió Hemingway—. Empecé en el NIC un año después de que Gray fuera nombrado secretario.
—He oído decir que te están preparando para un cargo importante. ¿Te interesa?
Hemingway negó con la cabeza.
—No le veo mucho futuro a esa organización.
—¿Entonces volverás a la CIA?
—Es un anacronismo inútil.
—Siempre habrá una CIA, incluso después de las armas de destrucción masiva iraquíes que nunca existieron.
—¿Tú crees? —repuso Hemingway.
—Oh, cuando yo ayudaba a apoyar unas cuantas «alternativas aceptables» al comunismo, sobre todo dictadores monstruosos, o a suministrar crack a los barrios negros para ayudar a financiar operaciones ilegales en el extranjero, o a acabar con las democracias de otros países porque no apoyaban los intereses económicos estadounidenses, pensaba que debía de haber una forma mejor de hacerlo. Pero hace tiempo que dejé de pensarlo.
—No podemos ganar esta batalla con soldados y espías —declaró Hemingway—. No es tan fácil.
—Entonces no puede ganarse —respondió el capitán Jack con rotundidad—. Porque es la única manera que tienen los países de zanjar sus diferencias.
—Dostoievski escribió que «si bien no hay nada más fácil que denunciar a un malhechor, no hay nada más difícil que entenderle».
—Tú y yo hemos pasado mucho tiempo allí, pero ¿de veras crees que alguna vez conseguirás entender la mentalidad de «malhechor» del terrorista de Oriente Medio?
—¿Cómo sabes que ese es el malhechor al que me refiero? No puede decirse que tengamos las manos limpias con respecto a la política exterior. De hecho, hemos creado muchos de los problemas a que nos enfrentamos actualmente.
—Por eso sólo existe una motivación sensata en nuestra época: el dinero. Como te he dicho antes, todo lo demás me da igual. Regresaré a mi bonita islita y no volveré a moverme. Este es mi último trabajo.
—A eso se le llama ser descarnadamente sincero.
—¿Preferirías que te dijera que la ideología que me motiva es hacer del mundo un lugar mejor?
—No; prefiero la sinceridad descarnada.
—¿Y tú por qué lo haces?
—Por algo mejor de lo que tenemos.
—¿Otra vez el idealismo? Insisto, Tom, te arrepentirás. O morirás.
—No se trata de idealismo, ni siquiera de fatalismo, sino sencillamente de la puesta en práctica de una idea.
El capitán Jack negó con la cabeza lentamente.
—He luchado a favor y en contra de casi todas las causas que existen. Siempre habrá una guerra de algún tipo. Al comienzo eran por las tierras fértiles y el agua potable, luego por los metales preciosos y después por la versión más popular de desacuerdo humano: «Mi Dios es mejor que el tuyo». Da igual si la fe proviene de Jeremías y Jesús, Alá y Mahoma o Brahma y Buda. Alguien dirá que estás equivocado y se enfrentará a ti por ello. Por mi parte, yo creo en los alienígenas y a la mierda los dioses terrenales. De todos modos, en el gran orden de los billones de planetas que hay en el universo no somos tan importantes. Y los humanos están corrompidos hasta la médula.
—Buda se elevó por encima del materialismo. Jesús era partidario de comprender al enemigo, al igual que Gandhi.
—A Jesús le traicionaron y murió en la cruz, y Gandhi fue asesinado por un hindú a quien fastidiaba que tolerase a los musulmanes —señaló el capitán Jack.
Hemingway se paseaba por la habitación.
—Recuerdo que mi padre me contaba que Inglaterra volvió a trazar las fronteras de la India cuando se independizó. Querían separar a los hindúes de los musulmanes pero utilizaron mapas anticuados. Doce millones de personas tuvieron que reasentarse por una gran metedura de pata de los británicos. Y medio millón murió durante el caos resultante. Y antes de eso, Irak se improvisó de forma unilateral, lo cual provocó muchos de los conflictos de hoy en día. Existen docenas de ejemplos similares. Los países fuertes aplastan a los débiles y luego evitan asumir la responsabilidad de los problemas que crearon.
—No haces más que darme la razón, Tom: que estamos corrompidos hasta la médula.
—¡Lo que intento decir es que nunca aprendemos!
—¿Crees que tienes una respuesta mejor? —Hemingway no respondió. Su amigo se levantó pero se detuvo en la puerta—. Dudo que vuelva a verte, a no ser que acabes en una isla del Pacífico Sur. Si apareces, serás bien recibido. A no ser que seas un fugitivo; en tal caso, amigo, estarás solo.