Caleb recogió a Oliver Stone cerca de la Casa Blanca en su viejo Chevy Malibu gris peltre con el tubo de escape medio suelto. Se dirigieron a casa de Milton Farb cerca de la frontera de Washington con Maryland, donde Reuben se reuniría con ellos. Stone se sentó en el asiento delantero con el perro de Caleb, Goff, un pequeño chucho mestizo de origen desconocido y bautizado con el nombre del primer jefe del Departamento de Libros Raros, Frederick Goff. Cuando paraban delante de la modesta pero bien cuidada casa de Milton, Reuben bajó de un salto los escalones delanteros y subió al coche. Iba con sus vaqueros habituales, mocasines y una camisa de franela a cuadros rojos; del bolsillo trasero le sobresalían unos guantes de trabajo y llevaba el casco protector en la mano.
—He hecho horas extras en el muelle de carga —explicó—. No he tenido tiempo de pasar por casa. —Miró sorprendido el nuevo corte de pelo y aspecto pulcro de Stone—. No me digas que vasa volverte convencional.
—Sólo intento ir de incógnito para seguir con vida. ¿Milton está preparado?
—Nuestro amigo se retrasará un poco —informó Reuben guiñando el ojo.
—¿Qué pasa?
—Tiene visita, Oliver. ¿Te acuerdas? ¿Su nueva amiga?
—¿La has conocido? —preguntó Caleb emocionado—. A lo mejor tiene alguna amiga para mí. —Aunque era un soltero empedernido, Caleb siempre andaba a la caza de candidatas.
—Sólo la he visto un momento. Es mucho más joven que Milton y muy guapa. Espero que al pobre no le dé por comprometerse. Yo ya lo he hecho tres veces y no habrá cuarta a no ser que esté borracho perdido. Dichosas mujeres. No puedo vivir con ellas, pero está claro que ellas no saben vivir sin mí.
—Tu tercera mujer era muy agradable —comentó Stone.
—No digo que las esposas no sirvan para nada, Oliver. Lo único que digo es que las relaciones duraderas no son fruto de los compromisos legales. He echado a perder tantos buenos momentos por el compromiso del matrimonio que podría llenar varias vidas.
—¿O sea que lo más lógico sería prohibir el matrimonio y así la tasa de divorcio caería en picado?
—Eso también —asintió Reuben.
La puerta de la casa de Milton se abrió y todos miraron hacia allí.
—Pues sí que es guapa —reconoció Caleb, mirando por detrás de Stone.
Milton y la mujer se dieron un beso rápido en los labios y luego ella bajó los escalones hasta el coche, un Porsche amarillo estacionado delante del Malibu de Caleb.
—Me pregunto si el trastorno de Milton le supone un problema —comentó Caleb.
Todos ellos habían pasado cientos de horas de su vida esperando a que Milton acabara sus rituales. No obstante, los habían aceptado como un elemento más de la personalidad de su amigo. Todos tenían «elementos» de esos, y Milton no había dudado en someterse a tratamiento para su trastorno. Sin embargo, tras años de medicación, terapia y hospitalizaciones ocasionales, llevaba una existencia bastante normal y su trastorno sólo se notaba en ciertos momentos, como al cerrar las puertas con llave, sentarse, lavarse las manos o en situaciones de estrés agudo.
—No creo que a ella le suponga un problema —declaró Reuben, señalándola.
Todos observaron a la mujer mientras daba golpecitos en el pavimento con los tacones, luego tamborileaba la ventanilla del coche con el dedo, mientras contaba y murmuraba antes de abrir la puerta del vehículo. A continuación realizó un ejercicio similar al comprobar el asiento antes de sentarse. Cuando arrancó a toda pastilla al cabo de seis segundos dejó un buen trazado de caucho en la calzada, antes de dar un frenazo en el siguiente cruce. Luego volvió a salir disparada y el retumbar del turbo del Porsche estremeció a Caleb.
—¿Dónde demonios ha conocido a esa mujer? ¿En las carreras de coches? —preguntó Caleb mientras observaba el humo que todavía despedían las marcas en la calzada.
—No; nos contó que la había conocido en la clínica de la ansiedad —les recordó Reuben—. También recibía tratamiento para un trastorno obsesivo-compulsivo.
Milton cerró la puerta de su casa, realizó un breve ritual y se reunió con ellos mochila en mano. Se subió en el asiento trasero al lado de Reuben.
—Es muy guapa —dijo Reuben—. ¿Cómo se llama?
—Chastity —respondió Milton.
Reuben resopló.
—¿Chastity? Bueno, pues más te vale que no sea fiel a la castidad de su nombre.
Había bastante tráfico y cuando llegaron al barrio de Patrick Johnson ya había oscurecido. Stone lo prefería así; siempre se sentía más cómodo de noche. Fue mirando los números de las casas mientras recorrían la calle.
—Bueno, Caleb, es en la siguiente manzana a la izquierda. Aparca aquí.
Caleb lo hizo junto a la acera y miró a su amigo.
—¿Y ahora qué? —preguntó nervioso.
—Esperaremos. Quiero ver qué terreno pisamos, quién viene y va. —Stone extrajo los prismáticos y observó la calle—. Suponiendo que esos monovolúmenes estacionados delante sean del FBI, yo diría que la tercera casa a la izquierda es la de Johnson.
—Bonita choza —comentó Reuben.
Milton había consultado su ordenador portátil.
—Han informado de que encontraron heroína en la casa. Y la isla Roosevelt es donde Johnson y su novia tuvieron su primera cita. Sostienen la teoría de que su suicidio allí es simbólico: dado que estaba a punto de casarse ya no podía seguir llevando esa doble vida.
—¿Cómo puedes estar conectado a Internet en un coche? —inquirió Caleb.
—Es todo inalámbrico. No necesito cables. ¿Sabes?, Caleb, deberías dejarme que te hiciera entrar en el siglo XXI.
—¡En el trabajo ya utilizo un ordenador!
—Sólo como procesador de textos. Ni siquiera tienes un correo electrónico personal, sólo el de la biblioteca.
—Prefiero boli, papel y sellos para manejar mi correspondencia —respondió Caleb.
—¿Estás seguro de que no te refieres a un pliego de pergamino y una pluma con tintero, hermano Caleb? —repuso Reuben con una sonrisa burlona.
—Y a diferencia de esos trogloditas de Internet, yo escribo frases completas y, Dios nos libre, con buena puntuación —replicó Caleb—. ¿Acaso es un crimen?
—No, no es ningún crimen, Caleb —dijo Stone con calma—. Pero a ver si intentamos que nuestra conversación tenga que ver con nuestra misión de hoy.
—Yo pensaba que para contratarte en el NIC te investigaban lo suficiente como para averiguar si eres narcotraficante —manifestó Reuben.
—Bueno, supongo que cuando empezó estaba limpio y luego se metió en el ajo —repuso Milton—. Mira lo que pasó con Aldrich Ames. Tenía una casa enorme y un Jaguar, y a la CIA nunca se le ocurrió preguntarse de dónde sacaba tanto dinero.
—Pero, al parecer, Johnson vendía droga, no secretos —declaró Caleb—. Debió de engañar a sus compinches y lo mataron. Eso parece bastante claro.
—¿A ti te dio la impresión de que esos dos caballeros eran narcotraficantes? —replicó Stone.
—Como no conozco a ningún narcotraficante, la verdad es que me veo incapaz de responder —reconoció Caleb.
—Pues yo conozco a unos cuantos —intervino Reuben—. Y a pesar de lo que algunos fanáticos piensen, no todos son jóvenes negros pertenecientes a bandas con pistolas de nueve milímetros en los pantalones holgados, Oliver.
—Yo no digo que sean así. Sin embargo, analicemos los hechos. Lo llevaron al lugar donde había tenido su primera cita. Eso implica búsqueda de información, a no ser que tuviera la costumbre de contar su vida amorosa a sus supuestos socios. Y lo llevaron en una lancha motora tan silenciosa que ni siquiera la oímos hasta que llegaron a la isla. Quizá los narcotraficantes las utilicen, pongamos por caso, en América del Sur, donde hay muchísima más agua. Pero ¿en la capital de este país?
—¿Quién demonios sabe qué tipo de juguetes de alta tecnología utilizan por ahí hoy en día? —observó Reuben.
—Además —prosiguió Stone—, los dos asesinos reconocieron la zona al más puro estilo militar y emplearon una técnica para matarle que recuerda a asesinos profesionales. Y eran perfectamente conscientes de posibles restos comprometedores y tomaron las medidas adecuadas para no dejarlos. Incluso tuvieron la previsión de llevar una bolsita de plástico para dar la impresión de que la había utilizado para mantener el arma seca durante la travesía a nado hasta la isla.
—Es verdad —convino Caleb—. Pero incluso los narcotraficantes quieren librarse de la cárcel.
Stone tampoco hizo caso de ese comentario.
—Y cuando se dieron cuenta de que otras personas eran testigos de su crimen, no vacilaron en intentar eliminarnos. Esos hombres son asesinos expertos, pero dudo que sean narcotraficantes.
Los otros tres sopesaron la lógica de su amigo mientras Stone volvía a mirar por los prismáticos.
Caleb rompió el silencio al cabo de un minuto.
—¿A qué se dedica Chastity? —preguntó a Milton.
—Es contable. Trabajaba para una empresa grande pero la despidieron por culpa de su trastorno obsesivo-compulsivo. Ahora tiene empresa propia. Y me ayuda en mi negocio de diseño de páginas web. Yo soy un desastre con el dinero. Ella lleva la contabilidad y también se encarga del marketing. Es una verdadera joya.
—No lo dudo —convino Reuben—. Es una de esas profesionales modositas con las que hay que ir con cuidado. Crees que son agradables y de repente se te echan encima. Una vez salí con una mujer correcta y formal, con falda por debajo de la rodilla. Pero os juro que esa fémina era capaz de hacer unas cosas con la boca que desafiaban…
—Despedir a Chastity por su enfermedad no me parece bien —intervino rápidamente Stone—, a no ser que le impidiera hacer su trabajo.
—Oh, claro que podía hacer su trabajo. Dijeron que comprometía a la empresa delante de los clientes, lo cual era una estupidez. A dos de los socios no les caía bien, a uno porque Chastity se negó a acostarse con él. Los demandó y ganó un montón de dinero.
—Así es el país que todos conocemos y amamos —declaró Reuben—. Los Estados Unidos de los Abogados. Pero no dejes que los ricos y guapos se libren, Milton. No te estoy diciendo que te cases con ella, Dios no lo quiera, pero si un hombre puede mantener a una mujer en esta época tan ilustrada, no tiene nada de malo que una mujer mantenga a un hombre.
—Ella me compra cosas —reconoció Milton con voz queda.
—¿Ah sí? —preguntó Reuben con repentino interés—. ¿Qué tipo de cosas?
—Software para el ordenador, ropa, vino. Sabe mucho de vino.
—¿Qué tipo de ropa? —insistió Reuben.
—Ropa personal —respondió Milton con un leve rubor, y se centró de nuevo en el ordenador.
Reuben se dispuso a añadir algo pero Stone le hizo callar con una mirada severa.
—Bueno, esto es lo que quiero de cada uno de vosotros —anunció por fin Stone.
Después de explicar el plan, Stone se puso un sombrero viejo extraído de su mochila, sujetó a Goff con una correa y salió del coche. Llevaba un móvil que a Milton le sobraba en el bolsillo. Reuben y Caleb permanecerían en el coche vigilando, mientras Milton caminaba por el otro lado de la calle en dirección a la casa de Johnson. Su misión consistía en fijarse en cualquiera que observara demasiado a Stone. Milton fue elegido para esa misión porque había permanecido en el fondo del bote mientras les perseguían, por lo que era prácticamente imposible que los asesinos le hubieran visto. Si Milton veía a alguien, llamaría al móvil de Stone.
Este caminó a paso lento por la calle y se detuvo a recoger con una bolsa los excrementos que Goff depositó al lado de un árbol.
—Buen chucho, Goff —le dijo acariciándolo—. Esto es muy útil para pasar inadvertido.
Cuando llegó delante de la residencia de Johnson, un hombre ataviado con un cortavientos del FBI salía cargado con una caja grande precintada con cinta policial.
—Qué terrible tragedia, agente —le dijo Stone.
El agente no respondió y pasó rápidamente junto a él para entregar la caja a una mujer que estaba sentada en uno de los monovolúmenes. Stone permitió que Goff olisqueara alrededor de un árbol situado justo delante de la casa de Johnson. Mientras tanto, iba captando detalles de la casa y las propiedades adyacentes. Cuando continuó calle abajo, pasó al lado de un sedán parado junto al bordillo. Consiguió no pestañear siquiera al ver quién ocupaba el asiento del conductor.
La mirada de Tyler Reinke se posó en Stone un momento antes de continuar vigilando la casa de Johnson. Obviamente no reconoció al hombre al que había intentado disparar la noche anterior. En su fuero interno, Stone agradeció su presciencia al modificar su aspecto de forma radical. Ahora la pregunta era dónde estaba el otro hombre.
Continuó calle abajo, giró a la izquierda en la siguiente esquina y llamó a Caleb para informarle de lo que acababa de ver. Luego llamó a Milton, quien se reunió con él al cabo de un minuto.
—¿Estás seguro de que era él? —preguntó.
—Sin duda. Ahora quiero saber dónde está el otro. —El teléfono sonó. Caleb habló con voz tensa:
—Reuben acaba de ver al otro hombre.
—¿Dónde está?
—Hablando con un agente del FBI delante de la casa de Johnson.
—Ven a recogernos —dijo Stone tras explicarle dónde estaban—. No bajes por la calle en que estás. No quiero que pases por delante de la casa ni del coche. Gira a la izquierda en la siguiente esquina y luego a la derecha. Te esperamos en la manzana siguiente.
Mientras los dos hombres esperaban en el lugar acordado, Milton recogió una hoja de periódico que había volado por la calle. La dobló cuidadosamente y la depositó en un cubo de la basura situado delante de un sendero de entrada.
—Milton, ¿anoche tocaste la nota que Patrick Johnson llevaba en el bolsillo?
Milton no respondió de inmediato. Sin embargo, a Stone le bastó con ver su expresión avergonzada.
—¿Cómo lo sabes, Oliver?
—Esos hombres se dieron cuenta de que estuvimos allí. No creo que fuera por habernos visto. Creo que regresaron a donde estaba el cadáver por algún motivo y advirtieron que alguien había tocado la nota o que no estaba en su sitio.
—Yo… yo…
—Sólo querías verla, supongo. —Stone estaba preocupado por una sencilla razón: el papel húmedo conserva las huellas dactilares sumamente bien. ¿Estarían las de Milton en alguna base de datos? No quería formularle la pregunta en ese momento por temor a que a su amigo, que ya estaba alterado, le entrara un ataque de pánico.
Ambos subieron al Malibu en cuanto apareció. Caleb condujo un trecho, encontró una plaza de aparcamiento en la concurrida calle y se detuvo.
—¿Nos arriesgamos a seguirlos? —preguntó Reuben.
—Desgraciadamente, el coche de Caleb destaca demasiado —dijo Stone—. Si se dan cuenta de que les seguimos e investigan la matrícula, se plantarán en casa de Caleb antes incluso de que llegue él.
—Oh, Dios mío —dijo Caleb, aferrado al volante y con cara de náuseas.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Reuben.
—Has dicho que uno de ellos estaba hablando con el FBI —respondió Stone—. Pero el FBI no habla con cualquiera. Lo sé porque lo he intentado. Eso podría significar que pertenece a algún cuerpo policial.
—Lo cual significa que podrían pertenecer al NIC —intervino Milton—. Ahí es donde trabajaba Johnson.
—Ya lo había pensado —replicó Stone—. Carter Gray —musitó.
—No es un hombre al que haya que tomarse a la ligera —comentó Reuben.
—¡Mierda! —susurró Caleb. Estaba mirando por el retrovisor—. Ese parece su coche.
—No miréis —ordenó Stone—. Caleb, respira hondo y tranquilízate. Reuben, agáchate un poco para disimular tu envergadura por si miran hacia aquí. —Mientras hablaba, se quitó el gorro y se deslizó por el respaldo del asiento—. Caleb, ¿desde la calle pueden ver la matrícula?
—No, los coches aparcados delante y detrás están muy juntos.
—Bien. En cuanto pasen, quiero que esperes diez segundos, arranques y gires en la dirección contraria. Milton, tú estás bastante bien escondido en el asiento trasero. Quiero que te fijes en si nos miran.
Caleb inspiró hondo y contuvo la respiración mientras el coche pasaba por su lado lentamente.
—No mires, Caleb —susurró Stone desde abajo.
Una vez que el coche giró a la izquierda en el cruce siguiente, Stone dijo:
—¿Milton?
—No han mirado.
—De acuerdo, Caleb, adelante.
Caleb arrancó poco a poco y giró a la derecha en el siguiente cruce.
—Estad atentos para asegurarnos de que no vuelven —dijo Stone. Miró a Milton—. ¿Qué has visto?
Milton describió a ambos hombres de forma bastante completa, así como el número de la matrícula de Virginia del vehículo.
Reuben miró a Stone.
—Opino que vayamos a la policía. Nos respaldaremos el uno al otro. Nos creerán.
—Ni hablar —lo cortó Stone—. Tenemos que pillarlos antes de que ellos nos pillen a nosotros.
—¿Cómo? —preguntó Reuben—. Sobre todo teniendo en cuenta que los asesinos pertenecen a las «autoridades».
—Haciendo lo que al Camel Club se le daba tan bien: averiguar la verdad.
—Podemos empezar por investigar la matrícula —propuso Milton—. No era una matrícula del gobierno, así que a lo mejor tenemos suerte porque es un vehículo privado.
—¿Conoces a alguien en Tráfico que pueda introducir la matrícula en el registro? —preguntó Reuben.
Milton refunfuñó.
—Si soy capaz de piratear la base de datos del Pentágono, la de Tráfico será pan comido, ¿no crees?