Escogiendo las palabras con cuidado y dando rodeos sin provocar la ira de sus superiores, Alex redactó su informe y lo envió por correo electrónico a Jerry Sykes. Acabó con otro papeleo que tenía pendiente y decidió dar por finalizada su jornada laboral antes de que alguien le encomendara una misión de vigilancia. Alex no tenía ninguna gana de pasarse otra noche viendo a un rey o primer ministro atiborrarse de paté de cangrejo.
Pasó junto a un agente que estaba guardando su pistola en una taquilla antes de interrogar a un sospechoso.
—Eh, Alex, ¿has pillado a algún otro atracador de cajeros? —preguntó el agente. La noticia había corrido por la oficina de Washington a la velocidad del rayo.
—No. No he encontrado a nadie más tan estúpido.
—Me han dicho que tú y Simpson formáis buen equipo —comentó el hombre con una sonrisita.
—Tenemos nuestros buenos momentos.
—¿Sabes quién es J-Lo?
—¿Cómo voy a saberlo? —replicó Alex.
—Pues Simpson es J-Halo. ¿No sabías que tenías por pareja a una celebridad?
—¿J-Halo? ¿Qué se supone que significa eso?
—Venga ya, Alex, tiene un halo. La luz ilumina desde los cielos a esa mujercita sureña. Dicen que resulta cegadora incluso a casi quinientos metros de distancia. Me sorprende que no te hayas dado cuenta.
El agente se marchó riendo.
Por casualidad, Alex se topó con su compañera al salir del edificio.
—¿Vas a casa? —le preguntó.
—No; voy a ver si encuentro a algún amigo. Parece que por aquí no tengo ninguno.
Y se dispuso a marcharse, pero Alex la retuvo por el hombro.
—Mira, lo que te dije era crítica constructiva, nada más. Habría pagado por consejos como ese cuando empecé y no tenía ni idea.
Por un instante pareció que Simpson iba a propinarle una bofetada, pero se impuso su autodominio.
—Aprecio tu interés, pero es distinto para una mujer. El servicio sigue siendo un mundo muy masculino.
—No lo niego, Jackie. Pero lo cierto es que no le estás haciendo ningún favor a tu carrera si permites que te traten de forma distinta a los demás.
Ella se sonrojó.
—No puedo evitar que la gente me trate con guantes de seda.
Alex negó con la cabeza.
—Respuesta equivocada. Sí que puedes. De hecho, más te vale que lo evites. —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Quién es tu ángel de la guarda? —Simpson se mostró reticente—. Venga, suéltalo. Tampoco es tan difícil de averiguar.
—¡Vale! Mi padre es el senador Roger Simpson.
Alex asintió, impresionado.
—Presidente del Comité de Inteligencia. Pues ese sí que es un ángel gordo.
Simpson se plantó delante de Alex y estuvo a punto de pisarle los mocasines.
—Mi padre nunca utilizaría su influencia para ayudarme. Y para que lo sepas, ser hija única no me ha puesto las cosas precisamente fáciles. He tenido que luchar como una cabrona para estar donde estoy. Las magulladuras y el aguante que tengo son buena prueba de ello.
Él retrocedió un paso y extendió la mano para mantenerla a raya.
—Esta ciudad no está construida sobre hechos sino sobre impresiones. Y la impresión es que te libras de los marrones más de lo que deberías. Y eso no es todo.
—¿Ah no?
Alex señaló la chaqueta de ella.
—Sueles llevar un pañuelo rojo brillante en el bolsillo del pecho.
—¿Y qué?
—Pues no es propio de un agente nuestro. No sólo llama la atención en una profesión que se jacta de mantener la máxima discreción, excepto en las misiones de protección, sino que también te convierte en un blanco perfecto para quien quiera dispararte. Así que te distingue como inconformista y además estúpida.
Ella apretó los dientes mientras se miraba el pañuelo rojo, como si fuera una letra escarlata.
—Y tu pistola —continuó Alex—. Es un arma personalizada. Otra señal de que te consideras distinta, es decir, mejor que los demás. Eso no sienta bien a los agentes de aquí, ya sean hombres o mujeres.
—Mi padre me la regaló cuando ingresé en la policía.
Alex advirtió que cuanto más se enfadaba Simpson, más pronunciado era su acento de Alabama.
—¡Pues ponía en una vitrina y lleva el modelo estándar del servicio!
—¿Y entonces desaparecerán todos mis problemas? —dijo ella con tal desprecio que Alex sintió el impulso de tumbarla.
—No, entonces tendrás los mismos problemas que los demás. ¿Por qué no archivas la mala leche en el apartado «la vida es un asco»? —Y pensó: «Igual que tú».
Se volvió y se marchó. Había tenido suficiente novata para un día. El bar PDAL era lo que necesitaba en esos momentos.
Kate Adams acababa de empezar su turno tras una jornada completa en el Departamento de Justicia cuando apareció Alex. Era relativamente temprano, por lo que el local estaba casi vacío. Él se dirigió a la barra: era un hombre con una misión. Ella le había visto venir y, para cuando Alex se sentó en el taburete, ya tenía preparado el martini con las tres aceitunas.
—¿Son imaginaciones mías o estás un poco disgustado por algo? —preguntó con un tono guasón que lo hizo sonreír.
Una mezcla de fragancia de coco y madreselva le anegó el olfato. Se preguntó si se había lavado el pelo hacía un momento o si era su perfume, o ambos. Fuera lo que fuese, lo estaba dejando atontado.
—El trabajo. Ya se me pasará. —Dio un sorbo a la bebida, se llevó una aceituna a la boca y se la tragó junto con un puñado de cacahuetes que cogió de un cuenco—. ¿Qué tal tú? ¿Te ha visitado tu amigo el superespía Tommy?
Ella arqueó las cejas.
—¿Hemingway? Yo no le llamaría amigo precisamente. —Él le dedicó una mirada de escepticismo.
Kate dejó el vaso que estaba secando y se inclinó hacia él.
—¿Desearía expresar alguna opinión, agente Ford?
Él se encogió de hombros.
—En realidad no es asunto mío.
—El que una chica coquetee no quiere decir nada.
Alex bebió otro sorbo de martini.
—Pues va bien saberlo.
—Aunque he de reconocer que no está nada mal. Es un hombre de mundo, inteligente… Lo tiene todo, vamos.
Alex empezó a soltar un comentario virulento pero dio cuenta de que ella le estaba provocando y se lo estaba pasando en grande.
—Sí, por supuesto. Estaba pensando en pedirle para salir.
Ella volvió a inclinarse por encima de la barra y le agarró la corbata con tanta fuerza que él derramó parte de su bebida.
—Bueno, como parece que tú no te atreves, me atreveré yo. ¿Quieres salir conmigo? —preguntó ella.
Alex se quedó boquiabierto pero tuvo la delicadeza de cerrar la boca enseguida.
—¿Me estás pidiendo para salir?
—No, se lo estoy pidiendo al tío que tienes detrás. Sí, es a ti.
Alex no fue capaz de evitar echar una mirada alrededor por si resultaba que había una cámara oculta y un público esperando desternillarse de risa.
—¿Lo dices en serio?
Ella tiró de la corbata todavía con más fuerza.
—Cuando coqueteo, coqueteo. Cuando pido, la situación es muy distinta.
—De acuerdo, quiero salir contigo.
—¿Lo ves? No era tan difícil, ¿verdad? Bueno, ahora que ya hemos acordado algo, ¿por qué no concertamos una cita? Como pareces un poco duro de mollera en cuanto a la vida social, me adelantaré. Supongo que te gusta beber y comen ¿Qué te parece quedar para cenar?
—Pensaba que serías más comedida y sugerirías un almuerzo.
—Yo ya no estoy para comedimientos —declaró ella, y le soltó la corbata muy lentamente, deslizando su mano por el tejido hasta soltarla del todo.
Alex se relajó un poco y no pareció importarle tener la mitad del martini en la manga de la chaqueta.
—Una cena me va bien —acertó a decir sin tartamudear.
—De acuerdo, fijemos día y hora. A mí me gustan los placeres instantáneos. ¿Estás libre mañana por la noche?
Aunque hubiera estado destinado a custodiar al presidente en un supermercado atestado de gente, Alex habría encontrado la manera de estar libre.
—Me parece bien.
—Pues a eso de las seis y media. Reservaré mesa en un restaurante, salvo que quieras hacerlo tú.
—No; adelante.
—¿Quedamos directamente en el restaurante o me recoges en casa?
—Tu casa está bien.
—Vaya, qué fácil de contentar eres, agente Ford. No sabes lo reconfortante que me resulta después de estar todo el día rodeada de abogados. Los abogados nunca están de acuerdo con nada.
—Sí, me he enterado.
—Pásate por casa a eso de las seis.
Le escribió el número de teléfono y la dirección en un papel y se lo dio. Él le entregó una tarjeta en la que figuraba su domicilio y número de teléfono.
—¿Te gusta vivir en Manassas? —preguntó ella mirando la tarjeta.
—A mi cartera le gusta mucho. —Él miró la dirección de ella y puso cara de sorpresa.
—¿Calle R? ¡Georgetown!
—No te hagas ilusiones. No soy ninguna heredera disfrazada de filántropa del Departamento de Justicia. Vivo en la cochera situada detrás de la mansión. La propietaria es viuda y le gusta que haya alguien por ahí. Es muy agradable. Todo un personaje.
—No tienes por qué darme explicaciones.
—Pero eso no significa que tú no las quieras. —Le sirvió otra copa—. Invita la casa, dado que parece que la tuya se te ha caído. —Le tendió un trapo.
—Ahora que estás en plan colaborador, ¿dónde trabaja míster Perfecto y en qué proyecto estáis metidos?
Kate se llevó un dedo a los labios.
—Debo respetar la cláusula de confidencialidad, supongo que lo entiendes. Pero sin desvelar ningún secreto de Estado, te diré que trabajo con su agencia en una petición para reutilizar un viejo edificio. Pero no creo que alcancemos ningún acuerdo. Bueno, ¿y qué pasa en tu trabajo que te tiene fastidiado? —¿No te cuentan suficientes historias para llorar?
—Una más no me hará daño.
Alex sonrió.
—De acuerdo. Me han asignado a una novata por compañera en una investigación. Su padre es un pez gordo que toca todas las teclas para que ascienda. He intentado explicarle que esa no es la mejor manera de hacer amigos en el servicio.
—¿Y no pilla el concepto?
—Si no lo pilla rápido, se le caerá encima como una tonelada de ladrillos.
—¿Y en qué caso estáis trabajando?
—Ahora soy yo quien alega confidencialidad.
De repente, Alex clavó la mirada en la pantalla de televisión que había detrás de la barra.
En primer plano aparecía la isla Roosevelt mientras una presentadora con una dentadura prominente leía la noticia del misterioso suicidio. Alex reparó en que no mencionaba la participación del Servicio Secreto. Sin embargo, se daba mucha relevancia al alijo de heroína encontrado en casa de Patrick Johnson.
—¿Ese es tu caso? —preguntó Kate.
Él la miró.
—¿Cómo?
—Supongo que es el motivo por el que no me haces ni puñetero caso.
—Lo siento —se excusó él—. Sí, es ese. Pero no puedo darte más detalles.
Los dos se volvieron hacia el televisor al oír una voz conocida.
El hombre comunicaba la postura oficial del NIC respecto al caso. Y no era Carter Gray, quien probablemente no quisiera convertirlo en noticia nacional al dedicarle su presencia. Sin embargo, Tom Hemingway se veía refinado y eficiente, míster Perfecto, mientras presentaba la versión del NIC a la nación.
Alex miró a Kate, que por primera vez se había quedado boquiabierta. Él sonrió con aire triunfal.
—Te pillé.