En el helipuerto del NIC, Gray embarcó en un helicóptero Sikorsky VH-60N. Era el mismo modelo que utilizaba el presidente con el nombre de Marine One, aunque en un futuro próximo lo sustituiría por un Lockheed Martin. Gray solía utilizar el Sikorsky para asistir a las reuniones con Brennan en la Casa Blanca, por lo que algunas almas anónimas, como cabía esperar, lo llamaban maliciosamente «Marine Uno y Medio». Sin embargo, existía una gran diferencia entre cómo transportaban a Gray y a Brennan en los helicópteros. Cuando el presidente despegaba de la base aérea de Andrews, Camp David o cualquier otra, había tres VH-60N idénticos en el convoy. Dos servían de señuelo, por lo que cualquier aspirante a asesino con un misil tierra-aire sólo tendría una oportunidad de entre tres para dar en el blanco. Carter Gray, por el contrario, iba solo. Al fin y al cabo, había varios secretarios de gabinete pero sólo un presidente.
En un principio, sólo se permitía el aterrizaje en la Casa Blanca al Marine One. Fue Brennan quien autorizó a Gray a descender allí, a pesar de la oposición del Servicio Secreto. Así Gray se ahorraba el tortuoso trayecto diario desde Loudoun County, y el tiempo del zar de la inteligencia era muy valioso. Sin embargo, los del Servicio Secreto seguían refunfuñando. Era comprensible que sólo quisieran ver un helicóptero con el presidente a bordo sobrevolando el 1600 de Pennsylvania Avenue.
Volando a ciento cincuenta nudos, el viaje fue rápido y tranquilo, aunque Gray estaba demasiado ocupado como para advertirlo. Recorrió el jardín de la Casa Blanca perfectamente consciente de que los tiradores de élite apostados en los tejados circundantes hacían prácticas de puntería con su cabeza. En el interior del ala Oeste, Gray saludó con la cabeza a la gente que conocía. Hasta 1902 ese terreno estaba ocupado por invernaderos. Fue entonces cuando Teddy Roosevelt por fin decidió que necesitaba una residencia privada, lejos de sus muchos hijos y sus innumerables mascotas, para desempeñar sus tareas como líder de la nación. Su sucesor, el voluminoso William Taft, amplió el ala Oeste y convirtió el Despacho Oval en referencia ineludible para los futuros presidentes.
La visita diaria de Gray ya estaba programada y autorizada. Nadie entraba en el Despacho Oval sin previo aviso, ni siquiera la primera dama. Brennan siempre recibía a Gray allí y no en la sala Roosevelt adyacente, como solía hacer con las visitas y otros subordinados.
Brennan alzó la mirada de su escritorio de casi seiscientos kilos hecho con madera del barco británico HMS Resolute, descubierto por balleneros norteamericanos después de quedarse encallado en el hielo y ser abandonado por su tripulación. El gobierno estadounidense lo reparó y lo envió de nuevo a Inglaterra como gesto de buena voluntad. La reina Victoria le correspondió regalando el escritorio al presidente Rutherford B. Hayes. A partir de entonces la mesa Resolute, como se la conoce, fue utilizada por todos los presidentes, salvo durante un período en que permaneció en el Instituto Smithsoniano.
Gray encendió todas sus antenas en cuanto entró en el ala Oeste. Había visto en Internet las noticias de la muerte de Patrick Johnson. Por la tarde había ido apareciendo más información. Gray también había recibido un informe del FBI que incluía el descubrimiento del alijo de drogas en casa de Johnson. Asimismo, estaba al corriente de la participación de los agentes Ford y Simpson en la investigación. Al oír el nombre de Simpson, esbozó una extraña sonrisa. Aquella podría ser su mejor baza si es que llegaba a necesitar alguna.
Tal como correspondía a todo maestro de espías respetable, Gray tenía ojos y oídos en la Casa Blanca y ya le habían advertido que Brennan estaba preocupado por el asunto Johnson y por las posibles consecuencias negativas en la campaña de reelección. Por consiguiente, no permitió que su jefe iniciara la conversación.
—Señor presidente, antes de hacer nuestro repaso diario, me gustaría hablarle de la desventurada muerte de Patrick Johnson en la isla Roosevelt —dijo en cuanto los dos tomaron asiento.
—Me sorprende que no me hayas llamado para informarme, Carter. —El hombre habló en un tono que Gray comprendía pero no le gustaba especialmente.
—Quería tener una idea clara de los hechos antes de informarle, señor. Lo último que deseo es hacerle perder el tiempo.
—Seguro que hoy no habrías sido el primero en hacérmelo perder —espetó Brennan.
«Él es el presidente y yo estoy a su servicio», se recordó Gray.
Gray explicó brevemente el asunto, información que sin duda el presidente ya sabía. Cuando Gray llegó al hallazgo del alijo de droga, Brennan levantó la mano.
—¿Hay más implicados? —preguntó con severidad.
—Buena pregunta, señor, pero desconozco la respuesta. Realizaré una investigación interna de este asunto, ayudado, cuando así lo solicite, por el FBI. —Gray detestaba implicar al FBI, pero mejor que lo sugiriera él antes de que lo hiciera otro.
—Carter, si el FBI mete las narices en esto, tendrás que darles vía libre. Nada de correr velos sobre ciertos asuntos.
—Tampoco lo querría de otro modo. No obstante, en estos momentos no parece que el caso vaya más allá. Es decir, si Johnson vendía drogas, lo hacía al margen de su trabajo en el NIC.
El presidente negó con la cabeza.
—Eso todavía no podemos darlo por supuesto. ¿Qué hacía para ti exactamente?
—Supervisaba archivos de inteligencia que contienen información sobre los antecedentes de sospechosos de terrorismo y otros individuos y organizaciones que tenemos en el punto de mira, tanto los que están en activo como los que han sido detenidos o asesinados. De hecho Johnson ayudó a diseñar el sistema.
—¿Valía la pena venderlo?
—Es difícil saber cómo. Se trataba de información básica. Buena parte de la misma está disponible en nuestro sitio web público. Luego está la información confidencial, como huellas dactilares, datos sobre ADN y demás. Sin embargo, los archivos que Johnson manejaba no contenían ninguna información clasificada que hubiéramos sacado a la luz para ayudarnos a capturar los objetivos.
El presidente asintió, se reclinó en el asiento y se frotó la nuca. Llevaba en el despacho desde las siete de la mañana y ya había comprimido catorce horas de trabajo en ocho, y todavía tenía toda la tarde por delante y una cena de gala para rematar. Además, al día siguiente se marchaba al Medio Oeste para hacer campaña. Tenía las elecciones en el bote, pero era demasiado paranoico como para bajar la guardia.
—Hablaré claro, Gray. Este asunto no me hace ninguna gracia. Lo último que me hace falta es un escándalo.
—Haré todo lo posible para evitar que eso ocurra, señor.
—Investigar un poco más a tus hombres no habría estado de más —le reprendió el presidente.
—Estoy totalmente de acuerdo. —Gray hizo una pausa antes de añadir—: Señor, es obvio que no podemos permitir que este asunto obstaculice nuestra labor principal.
Brennan enarcó las cejas.
—¿Cómo dices?
—Como ya sabe, los medios de comunicación son muy hábiles para crear algo a partir de la nada. Es una forma fabulosa de vender periódicos, pero no necesariamente favorable para la seguridad nacional.
El mandatario se encogió de hombros.
—Estamos en el país de la Primera Enmienda, Carter. Eso es sagrado.
Gray se inclinó hacia delante.
—No digo que no. Pero podemos hacer algo con las filtraciones, y también con el contenido y el momento oportuno del flujo de información. Ahora mismo los medios saben tanto como nosotros. Informarán al respecto y el NIC emitirá una declaración oficial sobre el asunto. Creo que de momento todo va bien, pero sin duda no nos conviene que la misión del NIC se vea desbaratada por algo como esto.
Hizo otra pausa y entonces pronunció la frase que había estado ensayando durante el trayecto en helicóptero:
—Sólo existen unos pocos flancos en que es políticamente vulnerable, señor. Y sus adversarios están tan desesperados que aprovecharán la mínima oportunidad para atacarle. Dada su desesperación, podrían verla en este asunto. A lo largo de la historia, esta estrategia ha tenido ciertos precedentes de éxito. Seamos claros: no podemos permitir que utilicen este caso para derrotarle en noviembre. Independientemente de cuál sea la verdad, no es tan importante como para frustrar su segundo mandato.
Brennan meditó esas palabras antes de responder.
—De acuerdo, mantendremos a raya a los medios. Al fin y al cabo, lo que está en juego es la seguridad nacional. Y si te encuentras con algún secretario de prensa del FBI o similar, me lo dices. —Hizo una pausa antes de emplear su mejor voz de barítono político—: Tienes razón, la seguridad de este país no quedará relegada a un segundo plano por culpa de un tipo que se sacaba un sobresueldo vendiendo droga.
Gray sonrió. «Menos mal que es año de elecciones».
Brennan se acercó a su escritorio y pulsó el intercomunicador.
—Dile al secretario Decker que entre.
Gray pareció sorprenderse.
—¿Decker?
El presidente asintió.
—Tenemos que hablar sobre Irak.
Decker apareció al cabo de un minuto. Tenía unos cincuenta años, el pelo canoso y muy corto, rasgos agradables y un cuerpo esbelto gracias a que corría ocho kilómetros diario, allá donde estuviera. Era viudo y se le consideraba uno de los hombres disponibles más deseados de la ciudad. Aunque nunca había pertenecido al ejército, empezó su carrera en la industria armamentística y fue escalando posiciones y amasando una fortuna considerable antes de pasar al terreno político. Su ascenso en ese mundo había sido igual de meteórico y había ocupado, entre otros, los cargos de secretario de la Marina y vicesecretario de Defensa. Lo tenía todo: era inteligente, buen orador, implacable, ambicioso y respetado, y Gray le odiaba. Como secretario de Defensa, Decker dirigía el Pentágono, el sector que recibía la mayor tajada del presupuesto de inteligencia, presupuesto que, en teoría, controlaba Gray. Así pues, aunque Decker se mostraba dispuesto a colaborar con Gray y decía lo que se esperaba de él en público, Gray sabía que entre bastidores Decker intentaba burlar su autoridad y darle una puñalada siempre que podía. También competía con él por ser el hombre de confianza del presidente.
Decker inició la conversación con su característico tono enérgico.
—Los líderes iraquíes han dejado claro que quieren que nos marchemos pronto. Sin embargo, hay problemas graves en la zona, incluso peores que la intención de los kurdos de instaurar una república independiente. El ejército iraquí y las fuerzas de seguridad no están preparados. En ciertos aspectos clave quizá nunca lleguen a estarlo. Pero el país se está hartando de nuestra presencia. Y ahora los iraquíes han adoptado la postura pública de que Israel debe ser exterminado, siguiendo la línea dura de su nuevo aliado, Siria. Es una situación insostenible pero nos resulta difícil rechazarla porque quien lo dice es un gobierno elegido democráticamente.
—Ya sabemos todo esto, Joe —dijo Gray con impaciencia—. Y los baazistas están negociando con los líderes para retomar el poder a cambio de detener la violencia —añadió, mirando al presidente de soslayo.
Brennan asintió.
—¿Pero cómo vamos a dejar Irak así como así? Lo último que nos interesa es que Irak y Siria se alíen y los amigotes de Sadam asuman el control otra vez. Con los partidarios de la Sharia y Hezbolá asentados en Siria, pronto podrían extender su presencia en Irak y más allá —añadió Brennan, refiriéndose a las dos organizaciones terroristas antiisraelíes—. Francia recortó la costa de Siria y formó el Líbano en la década de los años veinte. Siria siempre ha querido recuperarla y quizá se alíe con Irak para conseguirlo. Y luego podrían ir a por los Altos del Golán y desatar una guerra contra Israel. Eso desestabilizaría la región más de lo que está ahora.
—Bueno, si una potencia extranjera apareciera aquí y nos quitara Nueva Inglaterra para crear otro país de forma unilateral, también nos enfadaríamos, ¿no, señor presidente? —intervino Gray.
Decker siguió hablando.
—Además de los baazistas, hay facciones islamistas radicales en la Asamblea Legislativa iraquí que van ganando poder. Si lo consiguen, serán mucho más peligrosas para nosotros que Sadam en toda su vida. Pero también prometimos al pueblo iraquí que nos marcharíamos cuando contaran con unas fuerzas de seguridad adecuadas y pidieran oficialmente nuestra retirada. Ese momento está a punto de llegar.
—¡Ve al grano, Joe! —espetó Gray.
Decker lanzó una mirada al primer mandatario.
—Todavía no he entrado en detalle con el presidente. —Carraspeó—. Si eliminamos algunas de estas facciones radicales de la Asamblea Legislativa, podremos inclinar la balanza hacia el gobierno iraquí más favorable a nuestros intereses y evitar que los baazistas retomen el poder. Además, debemos tener en cuenta todo el petróleo que hay en juego, señor. La gasolina ya está a casi ochenta centavos el litro. Necesitamos contar con las reservas iraquíes.
—¿Eliminar? ¿Cómo? ¿Asesinándolos? —preguntó Brennan con cara de pocos amigos—. Ya no nos dedicamos a eso. Es ilegal.
—Es ilegal asesinar a un jefe de Estado o de Gobierno, señor presidente —corrigió Gray.
—Exacto —convino Decker—. Esa gente no entra en esa categoría. Para mí es lo mismo que ponerle un precio a la cabeza de Bin Laden.
—Pero los objetivos de los que hablas son miembros de la Asamblea Legislativa iraquí debidamente designados —protestó Brennan.
—Ahora mismo los insurgentes matan a legisladores moderados con impunidad. Esto sería igualar el terreno de juego, señor —insistió Decker—. Si no actuamos, los moderados acabarán desapareciendo.
—Pero Joe —terció Gray—, si hacemos eso provocaremos una guerra civil.
—Haremos que parezca una venganza por parte de los iraquíes moderados para que no la tomen con nosotros. Ellos me han prometido toda su colaboración.
—Pero la guerra civil resultante… —se quejó Brennan.
—Nos dará una razón perfectamente legítima para mantener nuestra presencia militar en Irak en el futuro inmediato —se apresuró a responder Decker, satisfecho de sí mismo—. Sin embargo, si permitimos el regreso de los baazistas, aplastarán la oposición e Irak volverá a tener una dictadura tipo Sadam. No podemos permitir que eso ocurra. Todo el dinero gastado y las vidas perdidas no habrían servido de nada. Y si eso sucede en Irak, no hay motivos para pensar que los talibanes no van a resurgir en Afganistán.
Brennan miró a Gray.
—¿Qué opinas?
De hecho, a Gray le disgustaba que no se le hubiera ocurrido antes a él. Decker le había aventajado claramente en ese tema. «Menudo hijo de puta».
—No sería usted el primer presidente en autorizar una operación como esta, señor —reconoció a regañadientes.
Brennan no parecía muy convencido.
—Tengo que pensármelo.
—Por supuesto, señor —respondió Decker—. Pero no tenemos mucho tiempo. Y, como bien sabe, si Irak y Afganistán caen bajo el control de gobiernos hostiles, el pueblo norteamericano pondrá el grito en el cielo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Usted ni quiere ni se merece ese legado, señor.
A pesar del odio que sentía por ese hombre, y a juzgar por la expresión de preocupación de Brennan, a Gray no le quedó más remedio que reconocer que Decker había representado su papel a la perfección.
Cuando este se hubo marchado, Brennan se recostó en el asiento y se quitó las gafas de lectura.
—Antes de que me presentes el informe, quiero preguntarte una cosa, Carter. El once de septiembre voy a ir a Nueva York a pronunciar un discurso en recuerdo de las víctimas. —Gray sabía por dónde iban los tiros pero permaneció callado—. Me gustaría saber si quieres acompañarme. Al fin y al cabo, tú has hecho más que prácticamente cualquier otra persona para asegurar que una cosa así no vuelva a suceder.
Era inaudito rechazar la invitación de un presidente de EE. UU. para viajar a un acto. Sin embargo, a Gray le importaba muy poco el protocolo o la tradición en un asunto como aquel.
—Muy amable por su parte, señor, pero asistiré a una ceremonia privada aquí.
—Ya sé que es un tema doloroso para ti, Carter, pero quería preguntártelo. ¿Estás seguro?
—Totalmente, señor presidente. Gracias.
—De acuerdo. —Brennan hizo una pausa—. ¿Sabes que mi ciudad natal se cambia el nombre para adoptar el mío?
—Sí, señor. Felicidades.
Brennan sonrió.
—Es una de esas cosas que me resultan halagadoras y vergonzosas a la vez. No soy tan egocéntrico como para no saber que la localidad busca beneficiarse con el cambio, sin poner en duda que deseen rendir homenaje a un chico de provincias que ha llegado a lo más alto. Voy a pronunciar un discurso en la ceremonia y estrechar algunas manos. ¿Por qué no me acompañas?
Si la primera regla más importante era no declinar jamás una invitación del presidente, la segunda era no rechazarle dos veces.
—Gracias. Iré encantado.
El mandatario dio un golpecito con las gafas en la libreta de informes.
—Es bastante probable que me quede aquí cuatro años más. —Yo diría más que probable, señor.
—Quiero hablarte con sinceridad, Carter. Que quede entre nosotros. —Gray asintió—. A pesar de tus éxitos en la protección de este país, ¿crees que el mundo es más seguro ahora que cuando asumí el cargo?
Gray reflexionó con cautela, intentando determinar qué quería oír su jefe. Sin embargo, Brennan resultaba inescrutable, por lo que decidió decirle la verdad.
—No, no lo es. De hecho, es mucho más volátil.
—Mis asesores dicen que con el ritmo actual de consumo, el planeta podría quedarse sin combustibles fósiles en un plazo de cincuenta años. Se acabaron los viajes en avión, sólo habrá unos cuantos coches eléctricos y las ciudades tendrán que cerrar por falta de energía. Nuestra forma de comunicarnos, trabajar, viajar, conseguir alimentos cambiará de forma radical. Y este país será incapaz de mantener sus armas nucleares y otros recursos militares de la forma adecuada.
—Sin duda es posible.
—Sí, pero sin nuestro ejército ¿cómo nos mantendremos seguros, Carter?
Gray vaciló un momento.
—Me temo que desconozco la respuesta, señor.
—Creo que la diferencia entre un presidente mediocre y uno bueno es la oportunidad —declaró Brennan en voz baja.
—Usted ha hecho un gran trabajo, señor. Debería sentirse orgulloso. —En opinión de Gray, no había hecho nada especial, pero no iba a decírselo precisamente a él.
Cuando Gray salió del ala Oeste una hora después, por una vez sus pensamientos no se centraban en cómo detener a los enemigos de América o cómo agradar a su comandante en jefe. Cuando subía al helicóptero, estaba pensando en el violeta, el color preferido de su hija hasta que cumplió seis años. Luego prefirió el naranja. Cuando le preguntó por qué había cambiado, ella, con los bracitos en jarra y el mentón en actitud desafiante, le explicó que el naranja era un color más adulto. Incluso hoy ese recuerdo le hacía sonreír.
Warren Peters por fin encontró el bote donde el Camel Club lo había escondido. Inmediatamente llamó a Tyler Reinke, que acudió enseguida.
—¿Estás seguro de que es este? —preguntó al ver la embarcación.
Peters asintió.
—Hay sangre en la borda. Estaba en lo cierto. Alcancé a uno de esos mamones.
—Si tomaron el bote y luego volvieron, quizá les viera alguien.
Peters asintió y luego fijó la mirada en el agua.
—Pero quizás haya una forma más fácil de localizarlos. Johnson llevaba la documentación en el bolsillo.
—Sí, ¿y qué?
—¿Y si nuestros testigos vieron dónde vivía y les picó la curiosidad?
—Nos ahorraría mucho trabajo de campo —convino Reinke—. Iremos allí esta noche.