Tyler Reinke y Warren Peters se dirigieron rápidamente al NIC nada más salir de la isla Roosevelt. Dejaron la nota de suicidio para que la cotejaran con muestras de la letra de Patrick Johnson y para que buscaran huellas dactilares. Informaron al personal del laboratorio que podría haber huellas latentes en el papel que podrían descartar el suicidio. Eso es lo que dijeron pero, por supuesto, no era lo que querían. Si alguno de los testigos de la noche anterior había tocado la nota y figuraba en alguna base de datos, Peters y Reinke tendrían una oportunidad de oro para atar cabos sueltos.
Acto seguido, se dirigieron en coche a Georgetown, aparcaron y echaron a andar hacia la orilla del río.
—No se han dado a conocer —dijo Peters—. Si se hubieran presentado lo sabríamos.
—Lo cual nos da margen de maniobra —respondió Reinke.
—¿Cuánto crees que vieron?
—Pensemos lo peor y supongamos que lo suficiente para reconocernos en una rueda de identificación.
Peters reflexionó un momento.
—Muy bien, supongamos que no han contado a la policía lo que vieron porque estaban en la isla haciendo algo ilegal, o porque están asustados por algún otro motivo.
—Tú ibas en la proa del bote, ¿llegaste a verlos bien?
—Había tanta niebla que no vi gran cosa. Si los hubiera visto sería coser y cantar.
—¿Qué tipo de embarcación llevaban?
—Un bote viejo y de madera, suficientemente largo para dar cabida a cuatro personas.
—¿Viste a cuatro?
—Sólo a dos, quizá tres. No estoy muy seguro. Me pareció oír algún grito. Uno era un viejo. Atisbé una barba blanquecina y ropa bastante harapienta.
—¿Vagabundos?
—Quizá. Sí, podría ser. —Ahora tenemos a la policía, el FBI y el Servicio Secreto preocupados por el asunto.
—Eso ya lo sabíamos —repuso Peters—. Los homicidios se investigan.
—Pero el plan original no incluía testigos. ¿Qué te parece ese tal Ford?
—Ya no es un niño, así que probablemente sepa lidiar con la situación. Ya averiguaremos más cosas sobre él y su compañera. Ahora me preocupa más el FBI.
—Sabemos que se dirigieron hacia aquí —dijo Reinke cuando llegaron a la orilla—. Esta mañana a primera hora hice un reconocimiento de la ribera y no lo encontré, pero el bote tiene que estar por aquí. Yo iré hacia el norte, tú ve hacia el sur. Llama si ves algo.
Tomaron direcciones opuestas.
La prometida de Patrick Johnson por fin dejó de sollozar y logró responder algunas preguntas rutinarias que le formularon Alex y Simpson, sentados delante de la desconsolada mujer en su salón. El FBI ya la había interrogado, y Alex dudaba que el agente Lloyd hubiera mostrado la menor consideración hacia la mujer. Decidió mostrarse lo más amable posible.
Anne Jeffries vivía en un pequeño apartamento de Springfield, Virginia, donde por un alquiler de mil ochocientos dólares se conseguía bastante menos de noventa metros cuadrados, un dormitorio pequeño y un baño. Era de estatura media y tirando a rellenita, con la cara hinchada y facciones discretas. Tenía el pelo largo y oscuro y los dientes blanqueados con un brillo inusitado.
—Íbamos a casarnos el primero de mayo del año próximo —explicó Jeffries. Despeinada y sin maquillar, llevaba un chándal arrugado y los kleenex usados se amontonaban a sus pies.
—¿Y no tenía ningún problema del que usted estuviera al corriente? —preguntó Alex.
—No. Éramos muy felices. El trabajo me iba muy bien. —Pronunciaba las afirmaciones como si fueran preguntas.
—¿A qué se dedica? —preguntó Simpson.
—Soy directora de desarrollo de un grupo sanitario sin ánimo de lucro con sede en Old Town Alexandria. Hace dos años que trabajo allí. Es un gran puesto. Y a Pat le encantaba su trabajo.
—¿O sea que le hablaba de él? —inquirió Alex.
Jeffries bajó el pañuelo de papel que sostenía.
—No, en realidad no. Quiero decir que sabía que trabajaba para el Servicio Secreto o algo así. Sabía que no era agente, como ustedes. Pero nunca me habló de lo que hacía ni dónde lo hacía. ¿Saben? Solíamos bromear con eso de «si te lo digo tendré que matarte», Dios mío, menuda estupidez. —Volvió a alzar el pañuelo y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Sí, es una frase estúpida —convino Alex—. Como estoy seguro de que ya sabe, su prometido fue encontrado en la isla Roosevelt.
Jeffries respiró hondo.
—Es donde tuvimos nuestra primera cita. Fuimos de picnic. Todavía recuerdo qué comimos y el vino que tomamos.
—¿O sea que quizá se suicidó en el lugar de su primera cita? —preguntó Simpson—. Eso podría tener un significado simbólico. —Intercambió una mirada con Alex.
—¡No teníamos problemas! —exclamó la mujer al notar su recelo.
—Quizá no desde su punto de vista —declaró Simpson—. A veces resulta que no conocemos realmente a las personas que mejor creemos conocer. Pero lo cierto es que encontramos una botella de whisky y una pistola con sus huellas.
Jeffries se levantó y se paseó por la pequeña estancia.
—Miren, no es que Pat tuviera una doble vida.
—Todo el mundo tiene secretos —insistió Simpson—. Y matarse en el lugar en que se citaron por primera vez, pues… Quizá no sea una coincidencia.
La mujer se volvió rápidamente hacia Simpson.
—Pat no. No tenía secretos que le hicieran querer suicidarse.
—Si usted los hubiera sabido, ya no serían secretos —insistió Simpson.
—En la nota que dejó puso que lo sentía —intervino Alex al tiempo que dedicaba una mirada de advertencia a Simpson—. ¿Se le ocurre por qué se disculpaba?
Jeffries se dejó caer de nuevo en la silla.
—El FBI no me ha dicho eso.
—No tenían obligación de decírselo, pero he pensado que querría saberlo. ¿Tiene idea de a qué se refería?
—No.
—¿Estaba deprimido por algo? ¿Algún cambio de emociones? —preguntó Alex.
—Nada de eso.
—La pistola que empleó fue una Smith & Wesson del calibre veintidós. Estaba registrada a su nombre. ¿La había visto alguna vez?
—No, pero sabía que se había comprado un arma. Habían entrado a robar en un par de casas del barrio. La compró para protección. Personalmente odio las pistolas. Pensaba decirle que se deshiciera de ella en cuanto nos casáramos.
—¿Cuándo habló con él por última vez? —preguntó Alex.
—Ayer por la tarde. Dijo que me llamaría más tarde si podía. Pero no llamó.
Pareció a punto de volver a llorar, por lo que Alex habló rápido.
—¿No tiene ni idea de en qué estaba trabajando últimamente? ¿Por algo que mencionara de pasada?
—Ya le he dicho que conmigo no hablaba del trabajo.
—¿Ningún problema de dinero, alguna ex novia o algo así?
Ella negó con la cabeza.
—¿Y qué hizo usted anoche entre las once y las dos? —preguntó Simpson.
Jeffries la miró fríamente.
—¿Insinúa algo?
—Me parece que la pregunta es suficientemente directa.
—Ha dicho que Pat se suicidó, así pues ¿qué más da dónde estaba yo?
Alex intervino. La técnica de su compañera le resultaba irritante.
—Técnicamente se trata de un homicidio, lo cual incluye desde un suicidio hasta un asesinato. Sólo intentamos averiguar el paradero de todos los implicados. Formularemos la misma pregunta a muchas personas. No interprete ninguna segunda intención en ella.
Poco a poco, la expresión desafiante de Anne Jeffries se fue desvaneciendo.
—Bueno, salí del trabajo a eso de las seis y media. El tráfico, como siempre, estaba fatal. Tardé una hora y diez minutos en recorrer unos pocos kilómetros. Hice algunas llamadas, comí algo y regresé a Old Town para reunirme con la señora que me está haciendo el traje de novia. —Hizo una pausa y sollozó. Alex le tendió un kleenex y le acercó el vaso de agua que ella misma se había servido antes. Bebió un trago y continuó—: Acabé con ella a las nueve y media más o menos. Entonces recibí una llamada de una amiga que vive en Old Town y quedamos para tomar una copa en el pub de Union Street. Estuvimos allí más o menos una hora, charlando. Luego vine a casa. A las doce ya estaba en la cama.
—¿Cómo se llama su amiga? —preguntó Simpson. Anotó el nombre.
Los dos agentes se levantaron para marcharse pero Jeffries los detuvo.
—Su… su cadáver. No me han dicho dónde está.
—Imagino que está en el depósito de Washington D. C. —dijo Alex con voz queda.
—¿Podría… sería posible que lo viera?
—No tiene por qué. Ya ha sido identificado —observó Simpson.
—No lo decía por eso, es que… quiero verle. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Está… está muy desfigurado?
—No. Veré si es posible —respondió Alex—. Por cierto, ¿la familia de él vive cerca?
—Viven en California. Ya he hablado con ellos, vendrán en avión con el hermano de Pat. —Alzó la mirada hacia él—. Éramos muy felices juntos.
—No me cabe la menor duda —convino Alex mientras salía por la puerta con Simpson.
Ya fuera, se encaró a su compañera.
—¿Esa es la idea que tienes de las técnicas de interrogatorio eficaces?
Ella se encogió de hombros.
—Yo he hecho de policía mala y tú de bueno. Ha funcionado. Probablemente haya dicho la verdad. No tiene ni idea.
Alex estaba a punto de replicar cuando sonó su teléfono y él contestó.
Tras colgar le dijo a Simpson.
—Vamos. Echó a caminar a paso ligero.
—¿Adónde? —preguntó ella persiguiéndole.
—Era Lloyd del FBI. Creen que acaban de descubrir qué es lo que tanto sentía Patrick Johnson.