Carter Gray se había levantado a las seis y media y llegó al NIC tres cuartos de hora después. En el vestíbulo del NIC había una serie de fotos descarnadas en blanco y negro delante de las cuales los empleados tenían que pasar todos los días. Una mostraba las Torres Gemelas en llamas. Otra captaba de forma gráfica los escombros y el espacio vacío dejado por las torres. En la tercera se veía el Pentágono atacado, con el boquete practicado por el avión de American Airlines. La cuarta mostraba el cráter agreste del campo de Pensilvania, donde había caído el avión de United Airlines. La fotografía contigua reproducía la piel ennegrecida y ampollada de la Casa Blanca donde dos granadas propulsadas por un cohete habían alcanzado y penetrado en la Sala Este de la residencia presidencial, y en la de al lado se captaba la devastación producida por el atentado de Oklahoma City.
Estas imágenes escalofriantes seguían por un lateral del vestíbulo del NIC y luego pasaban a la pared contigua. Para muchos, la última foto era la más horripilante: prácticamente todas las víctimas eran menores de dieciséis años, les habían arrebatado la vida cuatro terroristas suicidas que hicieron detonar las bombas durante la celebración de una ceremonia especial en Francia en honor de los mejores escolares de EE. UU. Habían ganado ese viaje gracias a sus logros académicos y al servicio a la comunidad en su país. Regresaron a EE. UU. en el interior de un ataúd en vez de henchidos de elogios.
—Nunca lo olvidéis —sermoneaba Gray a su personal—. Y haced todo lo posible para que estas cosas no vuelvan a suceder jamás.
El NIC llevaba la cuenta de cuántas vidas e inmuebles se habían salvado gracias a su labor contra posibles atentados terroristas en EE. UU. y el extranjero. El número estimado de muertes evitadas ascendía a 93.000 estadounidenses y 31.000 extranjeros, y el valor de las propiedades salvadas a casi cien mil millones. Nadie que no perteneciera a los círculos más elevados de los servicios de inteligencia conocía estas estadísticas; sin duda, la opinión pública estadounidense nunca lo sabría, y por un buen motivo. Si llegara a descubrir cuántos «por los pelos» había habido, probablemente los norteamericanos no volverían a salir de casa.
Gray subió en el ascensor a la misma planta que el día anterior, pero entró en otra sala. Había cinco hombres y dos mujeres sentados alrededor de una mesa rectangular. Gray se sentó y abrió un ordenador portátil.
—¿Los resultados de anoche? —preguntó.
—Omari se negó a cooperar —respondió uno de sus lugartenientes.
—Tampoco me extraña.
—Con respecto al hijo de Omari, señor secretario, ¿quiere que lo detengamos?
—No. El chico puede quedarse con su madre. Los niños necesitan por lo menos a uno de sus progenitores.
—Entendido, señor —dijo el hombre, reconociendo la pena de muerte que acababa de caerle al desafortunado padre.
—Dedicad una semana y utilizad todos los medios a vuestra disposición para extraerle el máximo de información al señor Omari.
—Hecho —respondió una de las mujeres.
—Ronald Tyrus, ¿nuestro residente neonazi? —preguntó Gray.
—Ya hemos empezado a interrogarle.
—¿Y los demás?
—Kim Fong nos ha dado una pista confirmada sobre el envío de un explosivo de nueva generación que supuestamente resulta invisible para los rayos X de los aeropuertos. Según él, va a entrar clandestinamente por Los Ángeles la semana que viene.
—Tirad del hilo hasta el comprador. Quiero a los científicos, el equipamiento y a quienes ponen el dinero, a todos. ¿Y los demás?
—Ninguno quiere cooperar. —El hombre hizo una pausa—. ¿La estrategia de salida habitual?
Todos los presentes habían trabajado antes con Gray y le profesaban un respeto reverencial. Habían tomado decisiones colectivas y emprendido acciones ilegales y a menudo también inmorales. A lo largo de los años, estos hombres y mujeres muy cultos y bien preparados habían recibido órdenes de encontrar y matar a personas consideradas enemigos de EE. UU., y las habían cumplido diligentemente, porque en eso consistía su trabajo. No obstante, otra posible muerte, aunque no fuera nada nuevo para ellos, nunca dejaba de impresionarlos.
—No —respondió Gray—. Dejadlos marchar, pero con vigilancia. Y que se sepa a través de canales discretos que han hablado con las autoridades.
—Lo cual hará que los maten otras personas —terció otra mujer de la sala.
Gray asintió.
—Grabad los asesinatos. Los utilizaremos como influencia. Y si no se ponen de nuestro lado, los asesinatos entre terroristas siempre llegan al noticiario de la noche. Bueno, dadme lo último.
El hombre encargado de hacerlo era el más joven de la sala. Sin embargo, en muchos sentidos tenía mayor experiencia de campo que varios agentes mayores que él. Tom Hemingway estaba tan atractivo y vestía de forma tan impecable como la noche anterior en el bar PDAL. Era una estrella ascendente en el NIC y el experto más destacado en asuntos de Oriente Medio. También tenía conocimientos sólidos sobre Extremo Oriente, dado que había pasado los primeros veinte años de su vida en esas zonas con su padre, embajador de EE. UU., primero en China, luego en Jordania y, durante un breve período, en Arabia Saudí antes de regresar a China.
Gracias a los viajes de su padre, Tom era uno de los pocos agentes de inteligencia estadounidenses que hablaba chino mandarín, hebreo, árabe y persa. Había leído el Corán en el original árabe y conocía el mundo musulmán como ningún norteamericano, excepto su padre. Estos atributos, más la infatigabilidad física y mental y su talento para el espionaje, eran los que habían alimentado su meteórico ascenso hasta el círculo de colaboradores directos de Gray.
Hemingway pulsó una tecla de su ordenador y una pantalla que colgaba de la pared del otro extremo se encendió y mostró un mapa detallado vía satélite de Oriente Medio.
—Tal como se aprecia aquí —dijo—, los agentes de la CIA y el NIC sobre el terreno han realizado avances significativos en Irán, Libia, Siria, Bahrein, Irak, Emiratos Árabes Unidos y Yemen, así como en la nueva república kurda. Nos hemos infiltrado en más de dos docenas de organizaciones terroristas y células escindidas al nivel más profundo. Todos van camino de reportar grandes beneficios.
—Resulta que es conveniente que no todos los agentes de campo sean rubios con ojos azules y no hablen árabe —comentó con sequedad uno de los presentes.
—Durante décadas nos hemos apañado —espetó Gray—. Y todavía no tenemos suficientes agentes que hablen el idioma.
—Kabul y Tikrit no son que digamos los destinos más solicitados hoy en día —comentó otro.
—¿Cuál es el promedio de bajas actual? —preguntó Gray.
—Dos agentes muertos al mes —respondió Hemingway—. Son las cifras más altas que hemos tenido, pero a mayores recompensas, mayores riesgos, claro —añadió.
—No insistiré lo suficiente sobre lo importante que es que esa gente salga con vida —declaró Gray.
Se produjo un murmullo de acuerdo alrededor de la mesa. Los terroristas de Oriente Medio no se andaban con chiquitas con los sospechosos de espionaje. Grababan la decapitación de la persona y la daban a conocer para amilanar a sus eventuales sustitutos. Era una estrategia muy eficaz.
—Estamos perdiendo soldados en la zona a un ritmo de doce al día, siete días a la semana —señaló Hemingway—. Y con el nuevo frente abierto en la frontera siria, el número de bajas aumentará. Mientras tanto, los movimientos independentistas musulmanes en Chechenia, Cachemira, Tailandia y Mindanao hacen que la propagación de la ideología islámica radical vaya haciendo mella. Y África supone otro gran problema. En buena parte del norte de Nigeria se ha adoptado la sharia estricta. Lapidan a mujeres por cometer adulterio y cortan las extremidades de los ladronzuelos. Las operaciones de reclutamiento y adiestramiento de terroristas se realizan principalmente a través de Internet, y usan el robo de identidades y otros chanchullos para ocultar sus movimientos y financiarse a través del sistema de hawala mediante transferencias de dinero informales. Nuestro ejército no puede atacar ningún mando centralizado. Las operaciones clandestinas y secretas son la única estrategia viable.
—En Irak hay un gobierno democrático en el poder, elegido por el pueblo —comentó otro hombre—. A pesar de los terroristas suicidas y de las balas que vuelan por todas partes, la gente acudió a las urnas. Y mira los avances producidos en el Líbano, Kuwait, Afganistán y Marruecos. De hecho, la democracia se extiende poco a poco por toda la región. Eso sí que es un milagro y algo de lo que tanto nosotros como la comunidad musulmana podemos enorgullecemos.
Hemingway miró a Gray.
—A nuestro país le ha costado medio billón de dólares, y suma y sigue, llegar a la etapa de elecciones en Irak. A este paso estaremos en bancarrota dentro de cinco años. Y cuando los kurdos declararon su independencia, los de Bagdad no se lo tomaron demasiado bien. Y a los suníes quizá no les falte mucho para rebelarse contra el control de la Shia. Mientras tanto, los exiliados baazistas y los insurgentes extranjeros siguen con su escalada de violencia. Para colmo, dicen que el gobierno iraquí pronto pedirá a Estados Unidos que se marche porque ha llegado a un acuerdo con los baazistas para dar un golpe incruento. Y luego estos librarán una última batalla contra los insurgentes partidarios de un gobierno estilo talibán. Irak acabará mucho más desestabilizada de lo que ha estado hasta ahora, con una legión de terroristas recién adiestrados dispuestos a atacarnos. Así pues, ¿de qué ha servido realmente nuestro dinero y la sangre de nuestros soldados?
—Soy consciente de ello —reconoció Gray—. Sabíamos que llegaría el día. Desgraciadamente, no podemos marcharnos. La situación es demasiado volátil.
Hemingway levantó las manos.
—Eso es lo que pasa cuando una potencia colonial crea un país de forma artificial, que mete a tres grupos distintos e incompatibles en los límites de una sola frontera. Un mismo modelo de democracia para todos no es una política extranjera eficaz cuando tratas con culturas tan dispares. La democracia occidental se basa en la separación entre la Iglesia y el Estado. Eso es difícil de vender a los musulmanes. Por eso Mali y Senegal son las únicas naciones musulmanas consideradas libres.
—Nosotros no somos los diseñadores de la política extranjera de este gobierno, Tom —puntualizó Gray—. Sólo intentamos limpiar la porquería y limitar los daños. ¿India y Pakistán?
Hemingway respiró hondo.
—La situación sigue empeorando. Una guerra nuclear entre los dos países provocaría veinticinco millones de muertes el primer día, y otros veinte millones quedarían gravemente heridos. Sería un desastre ante el cual el mundo sería incapaz de responder. Y China e India están cada día más próximas, tanto a nivel económico como militar. Resulta muy preocupante.
—¿Egipto? —preguntó Gray.
—Listo para estallar, junto con Indonesia y Arabia Saudí. Desde la matanza del templo de Hatsheput cerca de Luxor, la industria turística egipcia se ha ido al garete. Y la mala situación económica favorece un derrocamiento.
Gray se reclinó en el asiento.
—Bueno, es comprensible que los turistas sean reacios a morir a tiros o machetazos.
—Y luego está Corea del Norte —continuó Hemingway.
Gray asintió.
—Un loco por jefe de Estado, el tercer ejército más numeroso del mundo, con armas nucleares capaces de llegar a Seattle y su principal artículo de exportación son los dólares falsos. Quiero la situación actual detallada en mi mesa dentro de veinticuatro horas. Bueno, ¿y el narcoterrorismo?
Hemingway pulsó otra tecla y la pantalla mural cambió.
—En las zonas resaltadas los terroristas de Oriente Medio se están relacionando con los cárteles de la droga de Extremo Oriente de modo mucho más formal. En algunos casos incluso han llegado a controlar las operaciones de narcotráfico. Las repúblicas de Asia central están implosionando. La producción de drogas es la partida económica que más crece. Y dado que eran los vertederos de los residuos tóxicos de la ex Unión Soviética, pronto habrá terroristas de Oriente Medio vendiendo heroína y crack radioactivos en nuestro país.
—Irónico, teniendo en cuenta que los musulmanes ni siquiera tocan el licor, y mucho menos el crack —comentó otro hombre.
Hemingway negó con la cabeza.
—He volado en compañía de algunos saudíes, y en cuanto el avión despega el hijab es sustituido por el alcohol.
—Gracias por el informe, Tom. ¿Esta lista de objetivos puede considerarse precisa? —preguntó Gray a otro hombre.
—Sí, señor. Se basa en evidencias muy creíbles.
—Por experiencia es un término que a menudo se confunde con evidencia «increíble» —dijo Gray—. Como de costumbre, los agentes sobre el terreno necesitan la mayor flexibilidad para cubrir distintas tácticas del enemigo. La acción preventiva se fomenta siempre que sea posible. Nos ocuparemos de todo detalle persistente en el otro bando.
Todos los presentes comprendieron el significado de las palabras de Gray: matadles y no os preocupéis por sutilezas legales o políticas.
Acto seguido, Gray pidió un informe sobre el terrorismo interno, que incluía grupos armados y sectas religiosas.
—Dadme las noticias de última hora.
Durante las dos horas siguientes se diseccionó una posible crisis tras otra. En cualquier caso, todos esos análisis podían acabar en el cubo de la basura si caía otro edificio, un líder internacional era derrocado o un avión explotaba en el aire.
Gray estaba a punto de levantar la sesión cuando una de las mujeres, que había salido de la sala por una llamada urgente, regresó y le entregó un nuevo expediente.
Gray tardó dos minutos en echar un vistazo a las cuatro páginas. Alzó la mirada con cara de pocos amigos.
—Esto sucedió anoche. La policía y el FBI están investigando desde las 8.45 de esta mañana, y ¿yo me entero ahora?
—Creo que su posible importancia no se apreció tan rápido como debería.
—¿Patrick Johnson? —preguntó Gray.
—Es analista de…
—Ya lo sé —interrumpió Gray con impaciencia—. Está en el informe que me acabas de pasar. Independientemente de cómo muriera, ¿tiene algo que ver con su trabajo?
—El FBI lidera la investigación.
—Eso no me alegra demasiado —espetó Gray con rotundidad—. ¿Tenemos a alguien en la escena del crimen? Este informe no dice nada al respecto.
—Sí.
—Quiero toda la vida de Johnson en una hora. Ponte manos a la obra.
La mujer salió disparada de la sala. Cuando se hubo marchado, Gray se levantó y bajó por el pasillo hasta otra sala de reuniones donde le esperaban varios representantes de la CIA, la NSA y Seguridad Nacional. Durante la siguiente hora Gray recibió distintas informaciones y formuló una serie de preguntas que incomodaron a la mitad de los presentes e intimidaron a la otra mitad.
Después de eso, se fue a su despacho, una sala modesta situada entre dos mayores que se empleaban como centros de mando en caso de crisis y que la mayoría de los días bullían de actividad. Su despacho carecía de recuerdos personales o de las omnipresentes fotos de momentos estelares. Gray no tenía tiempo de pensar en sus triunfos pasados. Sentado a la mesa, observó durante unos instantes una pared en que lo normal habría sido que hubiera ventanas. Pero las había proscrito del diseño de las instalaciones del NIC; las ventanas eran una debilidad, una vía para los espías y una fuente de distracción. De todos modos, no había sido una decisión fácil porque Gray era un amante del aire libre. Sin embargo, pasaba sus «años dorados» en un lugar sin ventanas ni luz natural intentando evitar la destrucción de su mundo. Irónico, pensó, la agencia de inteligencia más poderosa jamás creada ni siquiera veía el exterior de su propio edificio.
Su ordenador emitió un pitido. Pulsó una tecla y empezó a leer sobre Patrick Johnson con sumo interés.