16

Oliver Stone había vuelto a su casita e intentado dormir, pero lo acaecido aquella noche no le dejaba conciliar el sueño. Encendió un fuego pequeño para combatir la frialdad del ambiente y se sentó a leer hasta el amanecer, aunque no dejaba de pensar en la muerte de Patrick Johnson. O mejor dicho, asesinato. Luego se preparó un café y desayunó algo. Dedicó las horas siguientes a sus labores del cementerio. Mientras quitaba la maleza, recogía los restos y limpiaba lápidas vetustas, pensaba en lo cerca que habían estado él y sus amigos de perder la vida. Había tenido esa sensación muchas veces a lo largo de su vida y había aprendido a superarla, pero en esos momentos no le resultaba tan fácil.

Cuando terminó el trabajo, entró en la casita y se duchó. Al ver su aspecto en el espejo tomó una decisión; lo malo es que no disponía de las herramientas necesarias para ponerla en práctica. En esos momentos Caleb y Reuben debían de estar en el trabajo, y no se fiaba de que Milton fuera capaz de hacerlo.

En realidad sólo tenía una alternativa. Se dirigió a Chinatown.

—¿Adelphia? —llamó Stone. Habían transcurrido cuarenta y cinco minutos y estaba en el exterior de su apartamento, situado encima de una tintorería—. ¿Adelphia? —repitió. Se preguntó si ya habría salido. Entonces oyó pasos que se acercaban y Adelphia abrió la puerta vestida con un suéter largo y pantalones negros, el pelo recogido en un moño. Lo miró con enfado.

—¿Cómo saber dónde vivo? —inquirió.

—Tú me lo dijiste.

—Oh. —Puso cara de pocos amigos—. ¿Qué tal la reunión? —refunfuñó.

—Lo cierto es que hubo unas cuantas sorpresas.

—¿Qué tú quieres, Oliver?

Stone carraspeó y soltó su mentira.

—He pensado sobre lo que me dijiste acerca de mi aspecto. Así que me preguntaba si me cortarías el pelo. Supongo que podría hacerlo yo solo, pero me temo que el resultado sería peor que el actual.

—Tampoco estar tan mal. —El comentario pareció escapársele, así que se puso a toser de forma afectada y luego lo miró con cierta sorpresa—. ¿O sea que caso tú hacer de mi consejo?

Él asintió.

—También voy a ponerme ropa nueva. Bueno, nueva para mí. Y zapatos.

Ella lo miró con suspicacia.

—¿Y la barba? Eso que te hace ser, como tú dices, como el personaje de un cuento.

—Sí, la barba también irá fuera. Pero puedo afeitarme yo solo.

Ella le hizo un gesto desdeñoso.

—No; ser yo. Yo soñar muchas veces con hacer desaparecer esa barba. —Le indicó que entrara en el apartamento—. Entra, entra, lo haremos ahora. Antes de tú cambiar de opinión.

Stone la siguió y miró alrededor. El apartamento estaba muy limpio y ordenado, lo cual le sorprendió. La personalidad de Adelphia parecía excesivamente compulsiva y fragmentada para crear tamaño orden.

Lo condujo al cuarto de baño y señaló el inodoro.

—Siéntate.

Él obedeció y ella buscó los utensilios necesarios. Desde donde estaba sentado, Stone veía una estantería en el pasillo con libros sobre muchos temas, algunos en idiomas que no conocía, aunque había pasado muchos años viajando por el mundo.

—¿Sabes todos esos idiomas, Adelphia? —preguntó señalando los libros.

Ella dejó de reunir utensilios y lo miró con recelo.

—¿Y por qué si no tener libros que no entiendo? ¿Tú pensar que tengo apartamento tan grande que guardo cosas sin usar?

—Ya.

Lo envolvió con una sábana y se la anudó en la nuca.

—¿Cuánto quieres que corte a ti?

—Por encima de las orejas y con la nuca despejada.

—¿Seguro estar?

—Totalmente seguro.

Ella empezó a cortar. Al acabar, lo peinó y le puso gomina en unos remolinos rebeldes. Acto seguido atacó la barba con unas tijeras de peluquería y la fue recortando rápidamente. Luego cogió otro adminículo.

—Es para afeitar piernas —dijo, enseñándole una maquinilla de afeitar para mujeres—. Pero funcionar también para cara.

Cuando se vio en un espejito que Adelphia le tendió cuando hubo terminado, Stone casi no se reconoció. Se frotó el cutis que hacía años no veía. Sin la mata de pelo largo y sin barba reparó en que tenía una frente ancha con muchas arrugas y un cuello suave y fino.

—Tu cara está bonita —dijo Adelphia—. Y piel del cuello ser como de bebé. Yo no tengo cuello bonito. Es de vieja. Como un pavo.

—Tienes unas facciones muy agradables, Adelphia —dijo Stone, que seguía mirándose al espejo y no advirtió que ella se sonrojaba y bajaba la vista rápidamente.

—Anoche tener tú visita.

Stone alzó la mirada hacia ella.

—¿Visita? ¿Quién?

—Un hombre trajeado. Se llama Fort o algo así. No recordar exactamente. Me dijo de decirte que él pasar por allí.

—¿Fort?

—Lo vi hablar con esos hombres en otro lado de la calle. Ya los conoces, Oliver. Los hombres secretos.

—Del Servicio Secreto. ¿Te refieres a Ford? ¿Al agente Alex Ford?

Adelphia asintió.

—Eso es. Muy alto. Más que tú.

—¿Dijo qué quería?

—Sólo saludar.

—¿A qué hora pasó?

—¿Yo parecer guardiana del tiempo? Decirte que sólo quería saludar. —Vaciló—. Creo que a medianoche. Nada sé más.

Absorto en esas noticias, Stone se levantó rápidamente y se quitó la sábana.

—Me gustaría pagarte —dijo, pero ella lo desestimó con un gesto—. Debe de haber algo que pueda hacer para devolverte el detalle.

Ella lo miró con severidad.

—Una cosa posible. —Se calló y él enarcó las cejas—. Ir juntos al café una vez. —Y añadió con el gesto fruncido—: Cuando no tener reunión a las altas horas de la noche.

Stone se quedó un poco desconcertado pero decidió que no tenía nada de malo tomar un café y charlar un poco.

—De acuerdo, Adelphia. Supongo que ya va siendo hora de que hagamos cosas así.

—Entonces muy bien. —Ella le tendió la mano, y al estrechársela él se sorprendió de la fuerza que tenía en los dedos.

Mientras caminaba por la calle al cabo de unos minutos, Stone pensó en la visita nocturna. Alex Ford se había relacionado con él bastante más que los demás agentes del Servicio Secreto. Por tanto, su visita debía de haber sido de mera cortesía.

Se dirigió a una tienda de ropa de segunda mano, donde compró dos vaqueros, unos zapatos resistentes, calcetines, camisas, un suéter y una chaqueta azul con el dinero que Reuben le había dado. El dependiente, que lo conocía bien, le regaló dos calzoncillos nuevos.

—Pareces unos cuantos años más joven, Oliver —comentó.

—Lo noto. La verdad es que sí —respondió.

Regresó a Lafayette Park con las compras para cambiarse rápidamente en su tienda de campaña. Sin embargo, cuando se disponía a entrar en su pequeño santuario, oyó una voz.

—¿Adónde te crees que vas, amigo?

Stone alzó la mirada y vio a un agente del Servicio Secreto.

—Esa tienda ya tiene dueño, así que largo.

—Agente, es mi tienda —respondió Stone.

El otro se acercó.

—¿Stone? ¿De verdad eres tú?

Stone sonrió.

—Aligerado de pelo y barba, pero sí, soy yo.

El agente meneó la cabeza.

—¿A quién has ido a ver, a Elizabeth Arden?

—¿Y quién ser esta tal Elizabeth? —intervino una voz femenina.

Los dos se giraron y vieron a Adelphia caminando hacia ellos y mirando a Stone con expresión acusadora. Llevaba la misma ropa que antes pero se había soltado el pelo.

—No te líes con tus teorías sobre conspiraciones, Adelphia —bromeó el agente—. Se trata de un centro de belleza. Mi esposa fue ahí una vez y, la verdad, por lo que le costó, me quedo con mi mujer tal como es. —Rio y se marchó a su puesto.

—¿Querer tomar un café y charlar? —propuso Adelphia.

—Me encantaría pero tengo una cita. De todos modos, cuando vuelva…

—Ya veremos —respondió Adelphia con tono decepcionado—. Yo también tener cosas que hacer. No pasarme todo el día esperándote. Tener trabajo.

—No, claro que no —reconoció Stone, pero ella ya se alejaba.

Entró en la tienda, se cambió y guardó el resto de la ropa nueva en la mochila. Recorrió el parque hasta encontrar lo que buscaba en una papelera: el periódico de la mañana. No había ninguna noticia sobre el descubrimiento de un cadáver en la isla Roosevelt; obviamente se había producido demasiado tarde como para aparecer en la edición matutina. Encontró una cabina y llamó a Caleb a su despacho del edificio Jefferson en la Biblioteca del Congreso.

—¿Has oído algo, Caleb? Todavía no hay nada en los periódicos.

—He estado escuchando las noticias toda la mañana. Lo único que dicen es que la isla Roosevelt está cerrada debido a una investigación reservada. ¿Puedes pasarte por aquí a eso de la una para que hablemos del asunto?

Stone aceptó.

—¿Has tomado precauciones? —preguntó.

—Sí, y los demás también. Reuben está en el trabajo pero me ha llamado durante una pausa. He hablado con Milton. Se va a quedar en su casa; está aterrorizado.

—El temor es una reacción natural después de lo que vimos. —Entonces Stone se acordó—: Eh, Caleb, a lo mejor me reconoces a la primera. He cambiado un poco de aspecto. Me ha parecido necesario dado que es probable que los asesinos me vieran.

—Entiendo, Oliver.

Stone vaciló antes de añadir:

—Dado que estoy bastante presentable, ¿podríamos vernos en la sala de lectura en vez de en el exterior del edificio? Siempre he querido visitar el lugar, pero no quería… umm… avergonzarte en el trabajo.

—Oliver, no tenía ni idea. Por supuesto que sí.

Mientras Stone se dirigía a la Biblioteca del Congreso pensó en los asesinos de Patrick Johnson. Pronto sabrían que los testigos oculares no habían acudido a la policía. Y quizá vieran una posibilidad que podría conducir a la desaparición del Camel Club.