Djamila, la niñera, le cambió el pañal al niño de un año y acto seguido dedicó su atención y paciencia a dar de comer a sus dos hermanos, de dos y tres años respectivamente. Cuando terminó, jugó con ellos y los acostó para que hicieran la siesta. Extrajo la esterilla de oraciones de la bolsa que había llevado al trabajo y se preparó para el salat, u oración, realizando la ablución, o wudu, de la cara, la cabeza, las manos, los brazos hasta los codos y los pies hasta los tobillos. Descalza, Djamila se colocó hacia la qibla, la dirección de la Meca, y pronunció sus oraciones. Se trataba de un ritual que realizaba cinco veces al día, empezando dos horas antes del amanecer y acabando el último rezo al caer la noche, cuando desaparece el crepúsculo. Aquella era la segunda oración del día para Djamila, al mediodía, cuando el sol inicia su descenso.
Unos minutos después de acabar, la madre de los niños, Lori Franklin, bajó a la planta baja, observó admirada lo bien ordenada que estaba su casa y fue a ver cómo dormían sus hijos en sus literas de la sala de juegos. Franklin apenas tenía treinta años y era muy atractiva, tenía un cuerpo esbelto pero curvilíneo y los músculos bien tonificados. Llevaba una pequeña bolsa.
—¿Va al club, señora? —preguntó Djamila.
—Sí, Djamila, un partido de tenis, y luego ya veremos. —Esbozó una sonrisa y exhaló un suspiro de satisfacción como suelen hacer los jóvenes de cierta posición. Asintió en dirección a sus hijos—. Veo que ya tienes al enemigo controlado.
—Sí, son buenos chicos. Juegan mucho y duermen mejor.
—Son buenos chicos contigo. Conmigo no se portan tan bien, ni con las tres niñeras que te precedieron. Ahora por fin puedo tener algo de vida aunque mi marido trabaje veinte horas al día. Los hombres, Djamila… no se puede vivir con ellos, son incapaces de vivir sin su certificado de ingresos y retenciones.
—En mi país el hombre es el cabeza de familia —comentó Djamila mientras guardaba unos juguetes en una caja—. La obligación de una mujer es ayudar a su marido, encargarse de la casa y cuidar de los niños. Pero hay que casarse con un hombre que respetes y cuyos deseos puedas cumplir con buena conciencia. El marido no es tu dueño, sólo Dios lo es.
La norteamericana puso los ojos en blanco.
—Oh, aquí los hombres también son los reyes, Djamila, por lo menos eso se creen. —Volvió a reír—. Y yo le he dado a George los hijos que quería. Y satisfago sus deseos cuando de verdad lo quiere. Tampoco está tan mal.
—O sea que no volverá por la tarde —dijo Djamila frunciendo el ceño y cambiando de tema. A veces su patrona le parecía demasiado confiada.
—Llegaré a tiempo de preparar la cena. George está otra vez de viaje. Ahora puedes comer durante el día, ¿verdad? ¿Has acabado con eso del ayuno?
—El Ramadán ha terminado, sí.
—Nunca me acuerdo de las fechas exactas.
—Es porque cambian. El Ramadán se celebra el noveno mes del año islámico. Fue entonces cuando Mahoma recibió la primera revelación del Corán del arcángel Gabriel. Pero los musulmanes utilizan el calendario lunar, por lo que el Ramadán empieza antes cada año. Mis padres han celebrado el Ramadán durante el invierno y también en verano.
—Pues a mí no me gustaría celebrar la Navidad en julio. Y no me imagino ayunando de ese modo. Djamila, eso no puede ser sano.
—De hecho, es muy sano. Y las mujeres embarazadas que estén amamantando no tienen que ayunar. El sawm, el ayuno, como usted dice, purga el cuerpo de malos pensamientos. Es un período de limpieza, de concentración. A mí me gusta mucho y no paso hambre. Tomo el sahur antes del amanecer y después del atardecer puedo comer normal. Tampoco es tanto sacrificio. —Djamila se guardó de decir que una comida americana era como tres de las suyas—. Luego, al final del Ramadán hacemos una celebración. Se llama Id al Fitr. Estrenamos ropa e intercambiamos comidas deliciosas. Visitamos a nuestra familia y amigos. Es muy divertido.
—Yo sigo pensando que no es sano. —Lori Franklin miró por la ventana—. Hace muy buen día, ¿por qué no llevas a los niños al parque y les dejas que consuman energía? Así la casa estará más tranquila cuando llegue.
—Les llevaré, señora. Me gusta conducir.
—En tu país las mujeres no pueden conducir, ¿verdad?
Djamila vaciló antes de responder.
—Es cierto que las mujeres no pueden conducir en Riad, pero se trata de una ley local que no tiene nada que ver con el islam.
Lori la miró con cara de lástima.
—No hace falta que me des excusas. Hay un montón de cosas que no podías hacer en tu país. Lo sé. Veo las noticias. Matrimonios forzados y poligamia. Y tenías que llevar todos esos velos y todo el cuerpo tapado. Y nada de estudiar. No tenéis ningún derecho.
Djamila bajó la mirada para que su patrona no advirtiera el resentimiento reflejado en su rostro. Cuando volvió a levantar los ojos, esbozó una sonrisa forzada.
—Lo que usted dice no es el islam que yo conozco ni el que conocen muchos musulmanes —puntualizó—. Las musulmanas no están obligadas a casarse. Es un contrato entre hombre y mujer y también entre sus familias. En caso de divorcio, Dios nos libre, la mujer tiene derecho a muchas propiedades del hombre. Es su derecho por ley, ¿sabe? Y a los hombres se les permite tener más de una mujer, pero sólo si pueden mantenerlas a todas por igual. Aparte de los hombres muy ricos, lo normal es tener una sola esposa. Y el islam dice que todos deben estudiar, hombres y mujeres. Yo recibí una buena educación.
»Y con respecto al vestir, el Corán no obliga a llevar esto o lo otro. Dice tanto a hombres como mujeres que deben ser modestos y virtuosos en el vestir. Dios es bondadoso. Algunas mujeres eligen el velo y la abaya, la túnica completa. Otras no.
—Aquí es muy distinto, Djamila. En Estados Unidos puedes hacer lo que quieras. Lo que quieras. Eso es lo que da grandeza a este país.
—Sí, ya lo he oído. Pero ¿realmente es tan bueno hacer todo lo que uno quiere?
Lori sonrió.
—Y tanto, Djamila, sobre todo si no te pillan.
—Si usted lo dice… —replicó Djamila, nada convencida.
—En realidad, las mujeres son quienes gobiernan este país, pero dejamos que los hombres se crean que son ellos.
—Pero en Estados Unidos a las mujeres no se les permitió votar hasta el siglo XX, ¿no?
A Lori la desconcertó un poco ese comentario, pero le restó importancia con un movimiento de la mano.
—Eso es agua pasada. Digamos que ya hemos recuperado el tiempo perdido. Y cuanto antes se den cuenta las musulmanas, mejor.
Djamila decidió no responder a eso. Había recibido órdenes de no tratar esos temas con su patrona, pero a veces no podía evitarlo.
—Ojalá te replantearas el quedarte a vivir con nosotros. Esta casa es enorme.
—Gracias. Pero por ahora prefiero dejar las cosas como están.
—De acuerdo —asintió Lori—. Como quieras. No puedo permitirme el lujo de perderte.
Lanzó unos besos a sus hijos dormidos y se marchó. Mientras bajaba por el sendero, echó un vistazo a la furgoneta blanca aparcada delante de la casa. Siempre le había resultado extraño que una mujer que antes de llegar a Estados Unidos nunca había conducido fuese a su trabajo con furgoneta propia y permiso de conducir en regla. Sin embargo, ya tenía demasiadas cosas en las que pensar como para preocuparse por esa incongruencia trivial.
De hecho no iba a jugar al tenis ni a las cartas al club de campo, como le había dicho a Djamila.
En la pequeña bolsa llevaba un negligé de sugerente transparencia. Ya llevaba puesto el tanga haciendo juego y no se había molestado en ponerse sujetador para la actividad a la que iba a dedicar la tarde. Además, si se lo hubiese puesto, su joven amante se lo habría arrancado.
Djamila se acercó a la ventana y observó a su patrona mientras se marchaba en el Mercedes deportivo. Una tarde en la que George Franklin se tomó el día libre para estar con sus hijos, Djamila había seguido a Lori al club de campo y allí la había visto subir al coche de un hombre que no era su marido. Los siguió hasta un motel. Sospechaba que era ahí adonde se dirigía ahora. Al fin y al cabo, era un poco difícil jugar al tenis sin raqueta, y la de Franklin seguía colgada de un gancho del garaje.
Estaba claro que los hombres no eran reyes en EE. UU. Djamila había llegado a esa conclusión al cabo de pocas semanas en el país. Eran unos idiotas, y sus mujeres unas putas.
Cuando los niños acabaron la siesta, los llevó al parque, donde jugaron hasta la extenuación. Djamila sonreía al ver al mayor disfrutando mientras corría en círculos alrededor de sus hermanos. Djamila quería hijos, muchos hijos. Entonces su sonrisa se desvaneció. Dudaba que llegara a vivir lo suficiente para ser madre.
Dio a los niños unos tentempiés que llevaba en la cesta de picnic. Después tuvo que perseguir al mayor, Timmy, para recuperar su móvil y las llaves del coche que le había cogido. Lo hacía otras veces si dejaba el bolso a su alcance. No le importaba, todos los niños eran curiosos. Metió a los niños en la furgoneta y enseguida se quedaron dormidos. Entonces extrajo su esterilla y pronunció las oraciones de media tarde al lado de la furgoneta. Había traído una botella pequeña de agua y un cazo para realizar las abluciones.
Mientras los niños dormían, dio una vuelta por Brennan, Pensilvania. Como era habitual en esa región, aquella ciudad existía porque los dioses del ferrocarril habían decidido poner una parada allí. Los trenes transportaban pasajeros, pero sobre todo carbón y coque a las plantas de laminación de acero y los puertos del este. Ahora Brennan se estaba reconvirtiendo en un elegante barrio residencial de Pittsburgh. La ciudad contaba con tiendas y restaurantes pintorescos, casas aburguesadas y un flamante club de campo.
Djamila se detenía a menudo para hacer fotografías con una pequeña cámara digital del tamaño del dedo índice. Mientras las hacía, hablaba por una pequeña grabadora y describía cosas que deberían haber tenido poca importancia para una niñera extranjera a cargo de tres niños que dormían plácidamente; sin embargo, todo eso le interesaba. Luego se dirigió a zonas más alejadas, prestando especial atención a la red viaria.
Por último se detuvo delante de una hermosa casa de piedra rústica bastante apartada de la carretera y rodeada por un murete de piedra de la región. Era una vivienda muy bonita, pensó, pero demasiado grande. En EE. UU. todo era grande: desde las raciones de comida a los coches y casas, pasando por las personas. Lo único que no era grande era la ropa. Djamila había visto más traseros, pechos y ombligos en los últimos meses que en toda su vida. Le repugnaba.
Ella prefería el jilbab y un jimar para cubrirse el cuerpo y, llegado el caso, se sentía en condiciones de competir con otras tres esposas por dicha «libertad».
Frunció el ceño al mirar a los niños dormidos. Sí, sus patronos la asqueaban por su dinero y por su matrimonio sin amor. Incluso aquellos niños la asqueaban porque se harían mayores y se creerían los amos del mundo por la sencilla razón de ser norteamericanos. Puso el vehículo en marcha y se alejó.
Informaría esa noche por ordenador, a través del foro de películas. Según recordaba, el chat de esa noche trataría de una película llamada Matar un ruiseñor. Era un título raro para una película, pero ya sabía ella que los americanos eran raros. Sí, raros, violentos y, aún peor, totalmente imprevisibles.