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Un grupo de alumnos de quinto curso y los profesores de una escuela primaria de Maryland que querían aprender más sobre Teddy Roosevelt descubrieron el cadáver de Patrick Johnson a la mañana siguiente. Lamentablemente, aprendieron cosas que no se esperaban.

Más tarde esa misma mañana, Alex Ford se dirigía al trabajo al volante de su chirriante Crown Vic oficial pensando en qué haría ese día. Por lo menos sus obligaciones en la oficina de Washington eran muy variadas. El director de la WFO, el agente especial que estaba al mando, consideraba que los agentes con una vasta experiencia en todos los ámbitos relevantes del servicio eran mejores agentes precisamente por eso. En general Alex estaba de acuerdo con este enfoque. Esa misma semana ya se había encargado de la vigilancia de un par de casos abiertos, había dedicado unas horas al transporte de prisioneros y desempeñado labores de protección para varios dignatarios extranjeros de visita, y le habían llamado una vez para formar parte de la brigada encargada de llamapuertas que permanecía de guardia las veinticuatro horas todos los días de la semana en la oficina de Washington.

La brigada encargada de llamapuertas, que pertenecía al Servicio Secreto, intervenía siempre que alguien se presentaba en la Casa Blanca, llamaba a la puerta y pedía ver al presidente sin más, lo cual sucede más a menudo de lo que la gente imagina. Había un hombre que aparecía cada seis meses e informaba a los guardias de que aquella era su casa y que todos ellos estaban allanando una propiedad privada. El servicio había descubierto que acciones como esta aumentaban cuando había luna llena. Esa clase de comportamientos extraños se ganaban una visita del Servicio Secreto, unas cuantas sesiones en el psiquiatra y una posible estadía en prisión o en un manicomio, dependiendo de lo trastornada que estuviera la persona.

Alex estacionó el coche, entró en la oficina, saludó con la cabeza a la guarda de anchas caderas del vestíbulo, pasó la tarjeta de seguridad por la ranura del ascensor y subió a la cuarta planta, donde se encontraba el equipo operativo del área metropolitana. Alex dedicaba una parte de su trabajo al equipo operativo, al igual que los agentes más veteranos de la oficina de Washington. Dicho equipo cooperaba con la policía estatal de Virginia y Maryland y otros cuerpos policiales federales en numerosos casos de delitos financieros graves. Esa era la parte buena. La parte mala era que los criminales eran tan activos que el equipo operativo tenía más trabajo del que podía asumir.

El Servicio Secreto ocupaba tres plantas del edificio y Alex se dirigió a su cubículo en una amplia zona abierta de la cuarta planta. Tenía un mensaje de correo electrónico de Jerry Sykes, su superior inmediato, diciéndole que subiera a la sexta planta lo antes posible.

Bueno, aquello era un poco excepcional, pensó. ¿Acaso había infringido algún derecho civil que desconocía al arrestar a los dos memos del cajero automático la noche anterior?

Alex subió a la sexta planta y recorrió el pasillo saludando a los conocidos por el camino. Pasó junto al tablero de misiones situado en una pared del pasillo. Tenía imágenes magnéticas de todos los agentes de la oficina de Washington agrupados según sus misiones actuales. Estaba bien, aunque no era precisamente la forma más tecnológicamente avanzada de saber el paradero de la gente. También se guardaba una lista de los turnos en formato electrónico, porque algunos graciosillos cambiaban las fotos de los agentes y les asignaban otras misiones. Así pues, podía darse el caso de que un agente asignado al Departamento Criminal de repente se encontrara, de acuerdo con el tablero, en el soporífero Departamento de Reclutamiento, condenado a permanecer en un escritorio.

Había unas cuantas fotos colgadas del revés, lo cual significaba que un agente dejaba la oficina de Washington para hacerse cargo de una misión en otro sitio. Algunas fotos también tenían puntos rojos o azules. Estas marcas no indicaban si un agente era republicano o demócrata, aunque algunos intentaban hacérselo creer a sus amigos y parientes que visitaban las instalaciones cuando en realidad indicaba si un agente vivía en Virginia o en Maryland.

Sykes se levantó de su escritorio en cuanto vio aparecer a Alex.

—Siéntate, Alex —dijo, señalando una silla.

Alex se sentó y se desabotonó la chaqueta del traje.

—¿Me he metido en algún lío o se trata de mera sociabilidad? —Alex sonrió y, por suerte, Sykes le devolvió la sonrisa.

—Ya me he enterado de tu heroicidad de anoche. Nos encantan los agentes que trabajan horas extras sin cobrar como tú. Puedes hacerlo cuando quieras.

—Bueno, no rechazaría un buen aumento de sueldo como muestra de agradecimiento.

—Ya. Tengo un trabajito nuevo para ti, algo realmente importante. —Dio un golpecito a una carpeta que había sobre la mesa—. Nos ha llegado desde la central, ha pasado al agente especial y de ahí a mí.

Alex enarcó las cejas.

—Tengo mucho trabajo, Jerry. Mientras la gente use dinero, otras personas intentarán robárselo o falsificarlo.

—Olvídate de eso. Me interesa que te encargues de un homicidio.

—No recuerdo que eso figurara en nuestro reglamento obligatorio —dijo Alex lentamente.

—Echa un vistazo a tu placa y a tu nómina. Dice Seguridad Nacional y no Departamento del Tesoro, así que tenemos un montón de golosinas que repartir. —Sykes echó una mirada a la carpeta—. Esta mañana han encontrado a un hombre llamado Patrick Johnson en la isla Roosevelt con un agujero de bala en la boca, una pistola y una botella de whisky escocés al lado y una nota de suicidio en el bolsillo.

—¿Y quién es el afortunado? —preguntó Alex.

—Trabajaba en el N-TAC —respondió Sykes, refiriéndose al Centro Nacional de Valoración de Amenazas—. O sea, era uno de los nuestros. De ahí tu participación.

—Pero el N-TAC ya no forma parte del Servicio Secreto, no después de la remodelación de los servicios de inteligencia. Ahora pertenece al NIC. Junto con prácticamente todo los demás, caramba.

—Cierto, pero seguimos teniendo derecho a una porción del pastel y, por lo menos técnicamente, Johnson era un hombre tanto del Servicio Secreto como del NIC.

—Se tragó una bala, ¿eh? Probablemente estuviera como una cuba. ¿Qué hay que investigar?

—Por ahora parece un suicidio y probablemente se trate de eso. Pero como ocurrió en terreno federal y él era funcionario federal, el FBI y la policía del parque están investigando. Pero queremos que haya alguien que vele por nuestros intereses. Si se trata de un suicidio no hay problema, pero si ha sido otra cosa entonces tenemos que investigar. Y ahí entras tú.

—¿Por qué en la isla Roosevelt? ¿Acaso Johnson era un fan del ex presidente?

—Eso tendrás que averiguarlo. Ve con cuidado y no permitas que el FBI te haga la puñeta.

—¿Y por qué de repente tengo tanta buena suerte, Jerry? ¿Acaso no es Asuntos Internos quién debería encargarse del asunto?

—Sí, pero tú me caes bien —respondió Sykes—. Y después de todo este tiempo en protección, necesitas desentumecer el esqueleto.

—Tiene gracia, eso es lo que me dijeron cuando me asignaron a las misiones de protección.

—¿Quién ha dicho que la vida sea justa?

—Desde luego nadie que llevara placa —replicó Alex.

Sykes adoptó una expresión seria.

—Ya has visto a los jovencitos que tenemos por aquí. Son buenos, son listos y trabajan a destajo, pero tienen una media de experiencia de seis años. Tú tienes el triple. Y hablando de jovencitos, llévate a Simpson. La novata necesita un poco de contacto con el mundo real.

—Por curiosidad, ¿Simpson tiene algún enchufe en las altas esferas?

—¿Por qué? —inquirió Sykes, aunque a Alex le pareció que esbozaba una sonrisa.

—Porque parece que esa novata siempre se libra de las misiones mierdosas, por eso.

—Lo único que puedo decir es que Simpson es pariente de un pez gordo y la gente tiende a hacerla trabajar poco. No cometas ese error. Aquí tienes el expediente. La escena del crimen os espera. A por ellos.

Mientras Alex se levantaba, Sykes añadió:

—El período de noventa días para informar no sirve en este caso. Queremos mensajes diarios detallados por correo electrónico. Y para que lo sepas, irán directamente al agente especial y a la central.

—De acuerdo.

—Como te he dicho, Alex, este caso es importante, actúa en consecuencia.

—Recibido, Jerry.

Alex regresó a su mesa, colgó la chaqueta en la silla y abrió el expediente. Lo primero que encontró fue una foto grafía de Patrick Johnson en la que se le veía muy vivo. Una nota manuscrita ponía que Johnson se había prometido para casarse. El nombre y el número de teléfono de su prometida figuraban al pie de la nota. Alex supuso que la mujer ya había sido informada de la muerte del hombre. La carrera de Johnson parecía bastante rutinaria.

Había pertenecido al N-TAC del Centro Nacional de Inteligencia, o NIC como decían los burócratas de Washington. En lenguaje popular, el N-TAC recopilaba información y estrategias que la policía empleaba para evitar desde asesinatos presidenciales a atentados terroristas. Ningún agente del Servicio Secreto quería arrestar a un asesino, pues eso significaba que la persona protegida estaba muerta.

Alex recordó la tormenta desatada cuando el NIC dejó claro que quería incluir el N-TAC en su imperio de servicios de inteligencia. El Servicio Secreto contraatacó con fuerza pero al final el presidente se puso de parte de Gray y el NIC. Sin embargo, como el servicio tenía una relación muy especial con el presidente, había podido mantener cierta influencia en el N-TAC, motivo por el que Johnson seguía siendo un empleado del Servicio Secreto, aunque sólo fuera en teoría.

Alex hojeó el resto del expediente tomando notas mentalmente. Por último, se levantó y se puso la chaqueta. Llamó a Simpson al salir.

Jackie Simpson era menuda, de pelo oscuro y tez aceitunada con unos rasgos faciales bien definidos y dominados por un par de extraordinarios ojos azules. Aunque era novata dentro del Servicio Secreto, las labores de investigación no eran nuevas para ella ya que había sido agente de policía durante casi nueve años antes de entrar en el servicio. Cuando hablaba era imposible no notar su origen sureño, Alabama en su caso. Vestía un traje pantalón negro y llevaba el arma enfundada en el costado izquierdo. Alex arqueó las cejas al ver los tacones gruesos de unos ocho centímetros que, no obstante, la dejaban quince centímetros por debajo de él. Entonces advirtió la esquina de un pañuelo rojo que sobresalía del bolsillo del pecho de la mujer. Se trataba de un complemento que podía facilitar que le acertaran en el corazón. Alex también sabía que su pistola era un arma personalizada cuya aprobación había conseguido. Al servicio le gustaba que los agentes utilizaran el mismo modelo de arma por si tenían que compartir munición durante un tiroteo.

Igual que muchas personas en un trabajo nuevo, rebosaba entusiasmo, así como una sorprendente falta de tacto. Cuando le habló de su nueva misión, respondió «guai».

—No fue muy guai para Patrick Johnson —señaló Alex.

—No lo decía en ese sentido.

—Me alegro. Vamos. —Alex salió rápido y Simpson se vio obligada a darse prisa para no rezagarse.