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En las afueras de Brennan había una zona comercial venida a menos ocupada por una casa de empeños, varios pequeños negocios familiares, un establecimiento de canje de bonos y un restaurante de pollo frito. El resto de los locales en alquiler estaban vacíos salvo un despacho. Las ventanas de este seguían tapiadas, puesto que la construcción aún no había terminado. De hecho, el trabajo ni siquiera había empezado, ni iba a empezar.

En la trastienda situada detrás de un tabique improvisado había dos árabes y otro hombre. Uno de los árabes era ingeniero especializado en dispositivos médicos y el otro era químico, si bien ambos poseían otras habilidades. El tercer hombre, ex miembro de la Guardia Nacional, estaba sentado en una silla mirando nervioso las distintas piezas de equipamiento bien apiladas en una mesa larga situada contra la pared: había llaves inglesas, destornilladores, cables eléctricos y otras herramientas más complejas. El ex guardia nacional observaba nervioso el sitio que había ocupado su mano derecha. Le habían hecho un molde del muñón y le habían añadido una ranura de metal brillante con dedos metálicos.

—Relájate —le aconsejó el químico, y le apoyó una mano tranquilizadora en el hombro.

El ingeniero extrajo un objeto de una caja larga y lo mantuvo levantado. Parecía una mano humana.

—Es de silicona y hemos copiado el recorrido de tus venas, simulado tu color natural de piel e incluso combinado con el color de tu pelo. La ranura de metal y la mano artificial que te hemos acoplado a la muñeca están conectadas por dentro y permiten el movimiento y la flexibilidad de los cinco dedos. Los modelos antiguos sólo teman movilidad en el pulgar, el índice y el anular. Y han podido reducir la escala del cableado de forma que el tamaño de la nueva generación se aproxima al de la mano humana. —Le levantó la mano y se la puso al lado de la prótesis—. Ya ves que apenas es dos centímetros más larga de lo normal.

El hombre asintió y sonrió. Realmente parecía una mano de verdad.

—La articulación de la muñeca la tienes bien, así como los músculos de la zona; eso será de gran ayuda. Los electrodos incrustados en la mano artificial tendrán una buena conexión con el músculo.

—Sí, soy un cabrón con mucha suerte —dijo el hombre con amargura.

Colocaron la mano de silicona en la ranura y la acoplaron bien. A continuación le enseñaron unos ejercicios sencillos al hombre.

—Cuando empujas los músculos de la muñeca hacia arriba, la mano se abre. Cuando los relajas, la mano se cierra. Practica —indicó el ingeniero.

El hombre lo hizo una docena de veces mientras los otros le observaban de cerca. Cada vez se le veía más cómodo con el manejo.

El químico asintió.

—Muy bien. Lo estás aprendiendo, pero tienes que seguir practicando. Pronto podrás hacerlo sin pensar. Te resultará natural.

El hombre de la silla se frotó la mano ortopédica con el garfio de acero que constituía su otra mano.

—¿Parece real? —inquirió—. Yo no lo sé.

—Alguien que te estreche la mano advertirá que no es real, por la textura y la piel fría, pero por lo demás parecerá muy real.

Al hombre pareció decepcionarle la explicación y dejó de mirarse la mano nueva.

—Nunca volverás a ser el de antes —le recordó el químico—. Pero es mejor que lo que tenías. Si quieres también podemos hacerte la otra mano.

El hombre negó con la cabeza y levantó el garfio.

—Quiero conservar esto. No quiero olvidar lo que me pasó.

—¿Tienes el uniforme? —preguntó el ingeniero.

El hombre asintió mientras se levantaba de la silla sin dejar de abrir y cerrar su mano nueva.

—Ese es otro recuerdo que no necesito.

—¿Qué rango tenías?

—Sargento. —Volvió a flexionar la mano—. ¿Y cuando acabe?

—Nos ocuparemos de ti, tal como estipulamos —respondió el ingeniero.

—Me alegra que por fin alguien se ocupe de mí.

—Estaremos en contacto, como de costumbre.

Se estrecharon la mano.

—Me alegro de poder hacer esto por fin —dijo el ex guardia nacional.

En cuanto se marchó, los dos hombres reanudaron el trabajo. Había otra caja en la mesa marcada en árabe. Uno de ellos la abrió. Contenía una lata de acero inoxidable envuelta en plástico y dentro de esta había una botella llena de líquido. Alzó la botella y la sostuvo al contraluz.

Sabía perfectamente que, según el FBI, las tres sustancias más mortíferas del mundo eran, en orden descendente de letalidad, el plutonio, la toxina del botulismo y la ricina. El líquido del frasco de cristal no era tan letal como esos venenos. Sin embargo, a su manera la sustancia era muy eficaz.

La mano que acababa de implantar al ex guardia nacional tenía una bolsita interna. Cuando se apretaba un diminuto botón de liberación empotrado en la piel y el hueso de la muñeca se flexionaba de determinada forma, la bolsita se abría y el líquido se segregaba por los poros artificiales.

—Está amargado, ese guardia nacional —dijo el químico mientras trabajaban.

—¿No lo estarías tú también? —respondió el otro.