Cuando la furgoneta salió de una curva de la carretera apareció el cartel con grandes letras reflectantes:
BIENVENIDOS A BRENNAN, PENSILVANIA
LUGAR DE NACIMIENTO DEL PRESIDENTE
JAMES H. BRENNAN
Al lado había una talla de madera con la imagen d e Brennan. El hombre del asiento del pasajero de la furgoneta miró a sus dos compañeros y sonrió. Acto seguido, levantó una pistola imaginaria, apuntó a la cabeza de Brennan y disparó tres balas a la cabeza del hombre más poderoso del mundo.
Enfilaron el centro de la ciudad. Con una población de cincuenta mil habitantes y a punto de convertirse en una importante ciudad dormitorio de Pittsburgh, Brennan albergaba grandes esperanzas de experimentar un gran renacimiento, y los nuevos puestos de trabajo, los negocios emergentes y las obras de construcción que se veían por toda la ciudad eran el testimonio de ese sueño hecho realidad. Buena parte de esa esperanza se basaba en el hecho de ser la ciudad natal del presidente actual.
Ni siquiera la torre de agua desaprovechada que se encontraba en el centro de la ciudad había escapado a esta ofensiva por alcanzar la grandeza. Al comienzo, los mandamases municipales quisieron poner la imagen de Brennan y el sello presidencial de EE. UU. en la torre. Cuando se les dijo que eso no era ni legal ni de buen gusto, decidieron pintarla con las barras y estrellas. Los tres hombres de la camioneta también estaban muy interesados en el presidente de la nación, pero por un motivo muy distinto.
Llegaron al bloque de pisos situado a una manzana de la calle principal. Los tres hombres eran altos y poseían la esbeltez de las personas no acostumbradas a una alimentación occidental basada en grasas saturadas y azúcares. Dos eran árabes y el otro persa, aunque habían disimulado su origen de Oriente Medio rapándose la cabeza y adoptando el estilo de los estudiantes universitarios, es decir, vaqueros holgados, suéteres, zapatillas de deporte y mucha pose. Estaban matriculados a tiempo parcial como estudiantes de ingeniería básica en la escuela universitaria local. En realidad los tres eran expertos en ciertos ámbitos de la ciencia relacionados con la presión barométrica, la desviación del viento, la resistencia aerodinámica y la coeficiencia, aparte de temas más esotéricos como el efecto de Coriolis y la precesión giroscópica. Dos de ellos eran de Afganistán y tenían casi cuarenta años, si bien aparentaban muchos menos. El persa tenía treinta años y era de Irán. Sus profesores y compañeros de clase creían que eran de India y Pakistán. Los tres musulmanes habían descubierto que para la mayoría de los occidentales, el término «Oriente Medio» incluía a más de tres mil millones de personas, de los indios a los musulmanes, sin prestar demasiada atención a los matices de nacionalidad o etnia. Y no es que fueran bichos raros en Brennan. Durante la ultima década se había producido una gran afluencia de orientales a EE. UU., sobre todo en y cerca de las áreas metropolitanas más importantes. Muchos de los nuevos negocios de Brennan eran propiedad de saudíes, pakistaníes e indios muy trabajadores.
Cuando llegaron a su apartamento alguien les estaba esperando. El hombre no les miró cuando entraron sino que siguió mirando por la ventana.
Tenía casi sesenta años pero era igual de esbelto, enjuto y nervudo que los jóvenes. Era blanco y americano, aunque a juzgar por la deferencia con que le trataban estaba claro que era el líder. Los musulmanes le mostraban respeto llamándole capitán Jack. Él mismo se había puesto ese nombre inspirado en su marca de licor preferida. No sabían su verdadero nombre, ni nunca lo sabrían. El capitán Jack vivía fuera de Brennan, en una casa de alquiler en la carretera de Pittsburgh. Al parecer, había ido allí para buscar un emplazamiento para el «negocio» que estaba pensando abrir. Eso le había dado motivos más que suficientes para visitar muchas de las propiedades vacías de la zona.
El capitán Jack observaba con los prismáticos el Mercy Hospital, al otro lado de la calle. Era un edificio blanco y achaparrado de nulo interés arquitectónico construido justo después de la Segunda Guerra Mundial. Era el único hospital de las inmediaciones, motivo por el que había captado su interés.
Había una entrada en la parte trasera pero el espacio era muy estrecho y había que andar bastante para llegar al mostrador de ingresos. Así pues, incluso las ambulancias casi siempre dejaban a los pacientes delante y utilizaban la rampa para sillas de ruedas situada al lado de las escaleras. Para el capitán Jack aquel era un elemento muy importante, tanto que de hecho había grabado en vídeo veinticuatro horas seguidas de estas idas y venidas. También tenía planos de las plantas del hospital y conocía todas las salidas y entradas, desde la más obvia a la más recóndita.
Siguió observando mientras bajaban a un paciente de una ambulancia y lo llevaban al interior rápidamente en una camilla. La trayectoria era excelente, pensó el capitán Jack. Y para su trabajo, el terreno elevado siempre era un buen terreno.
Se sentó y observó a uno de los hombres, centrado en un ordenador portátil mientras los otros dos repasaban unos manuales.
—¿Situación actual? —preguntó.
—Hemos cambiado a otro sitio de chats —respondió el iraní del ordenador. Echó un vistazo a un post-it que tenía pegado en la pantalla—. Esta noche toca Lo que el viento se llevó.
—No es una de mis preferidas —dijo con sequedad el líder.
—¿Qué tiene de especial que sople el viento? —comentó uno de los afganos.
Habían escogido un sitio de chats sobre películas en el que se elegía a las cincuenta mejores películas norteamericanas de todos los tiempos. Era poco probable que la inteligencia controlara a la gente que chateaba sobre películas, por lo que su método de encriptación era bastante sencillo. Y al día siguiente pasarían a otra película.
—¿Todo el mundo avanza según lo programado? —preguntó el capitán Jack mientras se rascaba la barba recortada.
En Brennan había otros equipos operativos. Las autoridades los denominarían «células terroristas», pero para el capitán Jack eso no eran más que detalles nimios. Los equipos operativos estadounidenses destinados en el extranjero también podían ser considerados células terroristas por los tipos a quienes pretendían fastidiar. Lo sabía de buena fuente: había pertenecido a muchos de esos grupos. En cuanto superó las paparruchas patrióticas, se dio cuenta de la realidad: sólo valía la pena realizar el trabajo del capitán Jack para el mejor postor. Aquel sencillo cambio de filosofía le había facilitado mucho la vida.
El iraní leyó las conversaciones del chat. Las leía tan a menudo que descifraba los mensajes encriptados de forma automática.
—Todo controlado y todo según los planes —dijo—. Incluso la mujer progresa bien. Muy bien —añadió con cierta incredulidad.
El norteamericano sonrió ante ese comentario.
—Las mujeres son mucho más valiosas de lo que pensáis, Ahmed. Cuanto antes os deis cuenta, mejor os irán las cosas.
—Sólo falta que me digas que los hombres son el sexo débil —comentó Ahmed con desdén.
—Ahora empiezas a acercarte a algo llamado sabiduría.
El capitán Jack miró a los dos afganos. Los dos eran tayikos, miembros de la Alianza del Norte antes de que los reclutaran para esa misión. Él les hablaba en su lengua materna, el persa.
—¿En vuestro país todavía venden a las hijas para casarlas?
—Por supuesto —respondió uno—. ¿Qué otra cosa se puede hacer con ellas?
—Los tiempos están cambiando, amigo —afirmó el capitán Jack—. Resulta que ya no estamos en el siglo XIV.
—No tenemos nada en contra de las mujeres modernas —intervino el otro afgano—, siempre y cuando obedezcan a sus hombres. Si obedecen, no hay problema. Son libres.
El capitán Jack sonrió. En Afganistán, si una mujer pedía el divorcio lo perdía todo, incluso los hijos. Una esposa adúltera, incluso en el caso de que su marido hubiera tomado otra esposa, era ejecutada, a veces incluso por su propia familia. Los hombres de su vida lo controlaban todo: si iban al colegio, si trabajaban fuera de casa, con quién debían casarse. No eran condiciones impuestas por los talibanes o el islam, sino por antiguas costumbres tribales afganas.
—No son sólo las mujeres —declaró el primer afgano—. Yo tengo que obedecer a mi padre aunque no esté de acuerdo con él. Él tiene la última palabra. Es una cuestión de respeto, de honor.
«Así son las cosas —pensó el capitán Jack—. Que tengan suerte quienes intentan cambiar esa mentalidad, teniendo en cuenta que pervive desde hace miles de años».
—No tenemos mucho tiempo antes de que llegue el grupo de avanzada —afirmó poniéndose en pie.
—Si tenemos que trabajar veinticuatro horas al día, las trabajaremos —declaró Ahmed.
—Estáis en la escuela universitaria, ¿recuerdas? —dijo el capitán Jack.
—Sólo a tiempo parcial.
—Brennan, Pensilvania. Pensaba que sólo los déspotas bautizaban las ciudades con su nombre —dijo un afgano.
—No fue Brennan, lo ha decidido la ciudad. Al fin y al cabo esto es una democracia —comentó sonriendo el capitán Jack.
—¿Convierte eso a Brennan en menos dictador? —preguntó el otro afgano.
El capitán Jack dejó de sonreír.
—La verdad es que me da igual. Lo único que debéis recordar es que sólo tendremos una oportunidad.
Al otro lado de la calle, en el Mercy un médico de urgencias caminaba por el pasillo con uno de los administradores del hospital. El médico se había incorporado recientemente a la plantilla, lo cual era motivo de alegría porque el hospital solía estar falto de personal. Mientras caminaban, el médico miró con nerviosismo a un guarda de seguridad apostado en una puerta.
—¿Guardas armados? ¿Son realmente necesarios? —preguntó.
El administrador se encogió de hombros.
—Me temo que sí. En los últimos seis meses han robado dos veces en nuestra farmacia. No podemos permitirnos más robos.
—¿Por qué no me lo dijeron antes de que aceptara venir aquí?
—Bueno, no es algo que acostumbremos publicitar.
—Pero yo pensaba que Brennan era una ciudad apacible —repuso el médico.
—Oh, lo es, lo es, pero ya sabe que las drogas están por todas partes. Pero nadie intentará nada si hay guardias armados.
El médico miró por encima del hombro al guarda de seguridad, que se mantenía rígido junto a la pared. A juzgar por la expresión del médico, no parecía compartir los sentimientos positivos de su colega.
Mientras los hombres avanzaban por el pasillo, Adnan al Rimi, cuyo aspecto había cambiado sobremanera desde su muerte en una zona rural de Virginia, se dispuso a patrullar otra zona del hospital. En esos momentos había muchos hombres muertos como él por las calles de Brennan.