Stone, Milton, Reuben y Caleb caminaron por el sendero principal de la isla Theodore Roosevelt, un recinto de treinta y cinco hectáreas construido en honor del ex presidente y soldado de caballería situado en medio del río Potomac. Enseguida llegaron a un claro donde se erigía una enorme estatua de Roosevelt con el brazo derecho alzado hacia los cielos como a punto de jurar su cargo casi noventa años después de su muerte. La zona estaba primorosamente diseñada con losas de ladrillo, dos puentes de piedra curvos sobre canales de agua artificiales y un par de fuentes que flanqueaban la estatua.
Oliver Stone se sentó con las piernas cruzadas delante de la estatua y los demás lo imitaron. Stone era un gran admirador del ex presidente, razón por la que estaban allí, aun siendo intrusos dado que la isla cerraba oficialmente al caer la tarde.
—Declaro abierta la reunión ordinaria del Camel Club, el Club del Camello —anunció con voz solemne—. A falta de orden del día, propongo que hablemos de las observaciones realizadas desde la última reunión y luego demos paso a nuevos asuntos. ¿Secundáis la moción?
—Secundo la moción —dijo Reuben.
—Quienes estén a favor que digan sí —añadió Stone.
Los síes aprobaron la moción y Stone abrió una libreta que extrajo de la mochila. Reuben sacó unos trozos de papel arrugado del bolsillo y Milton su ordenador portátil, y luego extrajo un frasco pequeño de loción antibacteriana del bolsillo y se lavó las manos concienzudamente. Stone utilizó una linterna de bolsillo para ver sus notas mientras Reuben leía a la luz de su titilante mechero.
—Brennan ha salido tarde esta noche —informó Stone—. Carter Gray iba con él.
—Esos dos son como siameses —comentó Reuben con vehemencia.
—Igual que J. Edgard Hoover y Clyde Tolson —bromeó Caleb mientras se quitaba el bombín.
—Yo diría que se parecen más a Lenin y Trotsky —masculló Reuben.
—¿O sea que no te fías de Gray? —preguntó Stone.
—¿Cómo vas a fiarte de un capullo a quien le gusta que le llamen zar? —repuso Reuben—. Y con respecto a Brennan, lo único que puedo decir es que debería dar las gracias a los terroristas porque, si no fuera por ellos, ya haría tiempo que habría pasado a engrosar las listas del paro.
—Hemos vuelto a leer los periódicos, ¿verdad? —ironizó Stone.
—Uso los periódicos para reírme un rato, igual que todo el mundo.
Stone adoptó una expresión reflexiva.
—James Brennan es un político con talento y es inteligente. Pero más que eso, tiene la capacidad de lograr que la gente confíe en él. Pero alberga una bestia oscura en su interior. Tiene unos proyectos que no comparte con el público.
Reuben lo miró de hito en hito.
—Tengo la impresión de que estás describiendo a Carter Gray en vez de al presidente.
—He recopilado datos sobre varias conspiraciones de alcance mundial de las que no se ha informado en ningún medio —intervino Milton emocionado.
—Y yo —dijo Reuben mientras repasaba sus notas— he observado personalmente tres ocasiones en que el presidente de la Cámara de Representantes le ha sido infiel a su atractiva esposa.
—¿Lo has observado directamente? —inquirió Caleb con escepticismo.
—Dos conocidos míos me mantienen informado —espetó Reuben—. Está claro que a pesar de los problemas que han tenido algunos de sus predecesores más apasionados, parece que nuestro querido congresista continúa introduciendo su miembro caballeresco en orificios donde no debería. —Blandió sus notas—. Está todo aquí.
—¿Qué conocidos? —insistió Caleb.
—Fuentes de las altas esferas que desean permanecer en el anonimato, si es que tanto te interesa —replicó Reuben mientras se guardaba las revelaciones supuestamente libidinosas en el bolsillo.
—Sí, pero dejadme que os cuente mis teorías —interrumpió Milton con impaciencia.
Se pasó los veinte minutos siguientes hablando entusiasmado de las relaciones teóricas entre Corea del Norte y Gran Bretaña con la intención de practicar terrorismo a nivel mundial, y de un posible ataque al euro y el yen por un conciliábulo de Yemen patrocinado por un miembro destacado de la familia real saudí.
—Considero estos hechos sustanciales para el apocalipsis mundial que sin duda se avecina por el horizonte —concluyó Milton.
Los otros miembros del Camel Club se sintieron un poco abrumados; fue una reacción normal después de que Milton soltara una de sus diatribas enrevesadas.
—Sí, pero eso de Corea del Norte y Gran Bretaña es un poco exagerado, ¿no crees, Milton? —dijo Reuben al final—. Me refiero a que los dichosos coreanos carecen de sentido del humor e, independientemente de lo que pienses de los británicos, son un pueblo muy ingenioso.
Stone miró a Caleb.
—¿Algo interesante por tu parte?
Caleb reflexionó un momento.
—Bueno, nos llevamos un buen susto cuando de pronto no encontrábamos nuestra Biblia holandesa. Todos lo miraron expectante.
—¡Nuestra Biblia holandesa! —exclamó Caleb—. Tiene ilustraciones hechas a mano por Romeyn de Hooghe. Está considerado el ilustrador holandés más importante de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Pero todo acabó bien. No se había perdido, no fue más que un error administrativo.
—Gracias a Dios —dijo Reuben con sarcasmo—. No nos gustaría que un De Hooghe estuviera perdido por ahí.
Decepcionado, Stone se giró hacia Reuben.
—Aparte del congresista lujurioso, ¿tienes algo realmente interesante?
Reuben se encogió de hombros.
—He estado fuera del circuito demasiado tiempo, Oliver. Ya no se acuerdan de mí.
—Entonces ¿por qué no pasamos a algo más concreto?
Los otros hombres lo miraron con curiosidad.
Stone exhaló un largo suspiro. Había pasado tantos cumpleaños sin celebrar que de hecho tenía que pensar cuántos años tenía. «Sesenta y uno —se dijo—. Tengo sesenta y un años». Había fundado el Camel Club hacía tiempo con el objetivo de examinar a quienes estaban en el poder y para poner el grito en el cielo cuando consideraban que la situación iba mal, lo cual sucedía a menudo. Había vigilado el exterior de la Casa Blanca, anotando sus observaciones y luchando por causas que, al parecer, otras personas ya no consideraban importantes, como la verdad y la responsabilidad.
Empezaba a plantearse si valía la pena.
—¿Os habéis dado cuenta de lo que sucede en este país? —preguntó observando a sus amigos, que no respondieron—. Quieren hacernos creer que estamos mejor protegidos. Pero estar más seguros no implica necesariamente ser más libres.
—A veces hay que sacrificar la libertad por la seguridad, Oliver —manifestó Caleb mientras toqueteaba su pesado reloj—. No digo que me guste necesariamente, pero ¿qué otra alternativa hay?
—La alternativa es no vivir con miedo —le respondió Stone—. Sobre todo en un estado de temor por circunstancias exageradas. Los hombres como Carter Gray son expertos en eso.
—Bueno, durante el primer año de Gray en el cargo parecía que le iban a dar una patada en el culo, pero de algún modo consiguió darle la vuelta a la situación —reconoció Reuben de mala gana.
—Lo cual demuestra mi afirmación —replicó Stone—, porque no creo que nadie sea tan experto o tenga tanta suerte. —Hizo una pausa y escogió sus palabras con cuidado—. Mi opinión es que Carter Gray es negativo para el futuro de este país. Propongo que debatamos posibilidades relevantes.
Sus tres compañeros se limitaron a mirarle con hastío. Por último, Caleb se decidió a hablar.
—Bien… ¿a qué te refieres exactamente, Oliver?
—Me refiero a qué puede hacer el Camel Club para asegurarse de que Carter Gray es relevado como secretario de Inteligencia.
—¿Quieres que acabemos con Gray? —exclamó Caleb.
—Así es.
—Ah, bueno —añadió Reuben fingiendo alivio—. Porque pensaba que querías algo difícil.
—Existen numerosos precedentes históricos en que los desposeídos han vencido a los poderosos —observó Stone.
—Sí, pero en la vida real Goliat le da una buena paliza a David nueve de cada diez veces —repuso Reuben.
—Entonces ¿cuál es el objetivo de nuestro club? —preguntó Stone—. Nos reunimos una vez a la semana y comparamos notas, observaciones y teorías. ¿Para qué?
—Bueno, hemos hecho algunas cosas —respondió Caleb—. Aunque nunca nos han reconocido el mérito. Nuestro trabajo ayudó a revelar la verdad tras el escándalo del Pentágono. Fue posible gracias a un fragmento de conversación que oyó uno de los ayudantes de la Casa Blanca y luego te contó. Y no olvides el topo de la NSA que cambiaba las transcripciones, Oliver. Y el subterfugio de la DIA que Reuben descubrió.
—Eso fue hace mucho tiempo —replicó Stone—. Así que insisto, ¿cuál es el objetivo actual del club?
—Bueno, a lo mejor es como muchos otros clubes, pero sin edificio, refrigerios ni el placer de la compañía femenina. Pero ¿qué puede esperarse cuando no pagas cuota? —repuso Reuben sonriendo.
Antes de que Stone contestase, los cuatro volvieron la cabeza hacia unos sonidos procedentes del bosque. Stone se llevó un dedo a los labios y aguzó el oído. Otra vez: el motor de una embarcación, y sonaba como si estuviera en la orilla de la isla. Todos cogieron sus bolsas y se adentraron silenciosamente en la maleza que los rodeaba.