La caravana de vehículos presidencial regresaba a la Casa Blanca después de la función para recaudar fondos, circulando rápidamente por calles vacías y cruces cerrados. Gracias a la labor meticulosa del grupo de avanzada del Servicio Secreto, los presidentes de EE. UU. nunca perdían un momento por culpa del tráfico. Esa ventaja sería motivo suficiente para que algunos de los que se desplazaban todos los días a Washington envidiasen el cargo. En el viaje de ida, Gray había hecho a su jefe un resumen exhaustivo de lo acontecido durante el día con respecto a los asuntos de inteligencia. En ese momento, en el asiento trasero de la Bestia, Brennan analizaba los resultados de una encuesta y Gray miraba al frente mientras hacía malabarismos con una docena de cosas en su mente, como era habitual en él.
Al final miró a su jefe.
—Con los debidos respetos, señor, repasar las encuestas cada cinco minutos no cambiará los resultados. Como candidato presidencial, el senador Dyson no está a su altura. Usted obtendrá una victoria arrolladora en estas elecciones —declaró Gray antes de añadir con diplomacia—: Por tanto, podría centrarse en otros asuntos quizá más impostergables.
Brennan sonrió y dejó las encuestas a un lado.
—Carter, eres un hombre brillante pero no un político.
Las elecciones no se ganan hasta que se cuenta el último voto. No obstante, soy consciente de que mi considerable ventaja en esta carrera se debe en parte a ti.
—Agradecí mucho su apoyo durante mis difíciles comienzos.
De hecho, Brennan se había planteado despedir a Gray en numerosas ocasiones durante ese período «difícil», hecho que Gray conocía. Sin embargo, aunque Gray nunca había sido un lameculos, si uno estaba predispuesto a besar unas nalgas de vez en cuando, el trasero del líder del mundo libre no era mal sitio donde apuntar.
—¿Estás al acecho de más Zawahiri por ahí?
—El incidente ha sido muy extraño, señor presidente.
Gray no estaba muy seguro de por qué Zawahiri había acabado de aquel modo. El jefe del NIC quería suponer que su estrategia de infiltrarse en organizaciones terroristas y emplear otras tácticas para enfrentarlas entre sí empezaba a dar sus frutos. Sin embargo, Gray era un hombre demasiado suspicaz como para descartar otras alternativas.
—Bueno, la prensa lo ha acogido muy bien.
Al igual que en muchas otras ocasiones, Gray reprimió el deseo de decir lo que pensaba sobre tal comentario. El espía veterano había servido a varios presidentes y todos eran muy parecidos a Brennan. No eran intrínsecamente malas personas. Sin embargo, teniendo en cuenta su posición enaltecida, a Gray le parecían más propensos a los defectos humanos tradicionales que los ciudadanos de a pie. En el fondo, Gray los consideraba criaturas egoístas y egocéntricas que luego se endurecían en el fragor de la batalla política. Todos los presidentes podían argüir que su objetivo era lograr el bien común, favorecer el programa adecuado, liderar su partido, pero, según la experiencia de Gray, todo se reducía a reinar en el Despacho Oval. El poder era la droga más potente del mundo y la presidencia de EE. UU. representaba el máximo poder posible; su potencia hacía que la heroína pareciera un placebo.
Sin embargo, si Brennan muriera esa misma noche, había un vicepresidente aceptable que ocuparía su cargo, y el país seguiría funcionando. En opinión de Gray, si Brennan perdía las próximas elecciones su contrincante se mudaría a la Casa Blanca y EE. UU. no perdería nada. El director del NIC sabía que los presidentes no eran imprescindibles, aunque ellos creyeran que sí.
—Descuide, señor presidente, sabrá de otros casos como el de Zawahiri en cuanto me entere.
Brennan era un político demasiado astuto para creerse esa afirmación al pie de la letra. En Washington era una tradición que los directores de inteligencia ocultaran información al presidente. No obstante, Brennan contaba con todos los alicientes para dar al popular Gray carta blanca para hacer su trabajo. Y Carter Gray era espía, y los espías siempre ocultaban información; al parecer llevaban en los genes el no ser del todo claros. Era como si revelándolo todo la información pudiera esfumarse.
—Duerme un poco, Carter. Hasta mañana —dijo el presidente cuando se apearon de la Bestia.
El séquito de Brennan salió en tropel del resto de los vehículos que formaban la caravana. Los principales asesores y ayudantes presidenciales detestaban que Brennan hubiera decidido ir en la limusina sólo con Gray tanto a la ida como a la vuelta de la función para recaudar fondos. Lo de Zawahiri había sido como lanzarle un hueso a Gray pero también beneficiaba al presidente. En el acto de recaudación, Gray había asustado a los ricachones con sus advertencias sobre el terrorismo. Los reyes del esmoquin habían vomitado un millón de dólares para el partido político de Brennan. Sin duda eso bien valía un viajecito privado en la Bestia.
Gray se retiró de la Casa Blanca al cabo de unos momentos. Desoyendo el consejo del presidente, no tenía ninguna intención de irse a la cama y al cabo de tres cuartos de hora entraba en la sede principal del Centro Nacional de Inteligencia, en Loudoun County, Virginia. Las instalaciones estaban tan bien protegidas como la NSA de Maryland. Dos compañías completas del ejército, cuatrocientos soldados, se ocupaban de la seguridad exterior. Sin embargo, ninguna de ellas tenía los privilegios de seguridad necesarios para entrar en los edificios a no ser que se produjera una catástrofe. El edificio principal parecía todo de cristal con vistas de la campiña virginiana, pero en realidad no tenía ni una sola ventana. Detrás de los paneles de cristal, unas paredes de hormigón tipo bunker, recubiertas de un material especial, evitaban la mirada de ojos humanos o electrónicos.
En el interior, más de tres mil hombres y mujeres provistos de la tecnología más sofisticada trabajaban sin descanso para mantener EE. UU. a salvo, mientras las otras agencias de inteligencia proporcionaban de continuo datos al NIC.
Después del fracaso de los servicios de inteligencia durante el 11-S y del bluff de las armas de destrucción masiva, muchos líderes estadounidenses se preguntaban si lo de «inteligencia americana» era un oxímoron. Los intentos gubernamentales de reforma subsiguientes habían tenido poco éxito y de hecho habían provocado más confusión en un momento en que la claridad y la atención en el sector de los servicios secretos eran objetivos nacionales. Un Centro Nacional para la Lucha Contra el Terrorismo cuyo director estaba bajo las órdenes directas del presidente y una nueva Dirección de los Servicios de Inteligencia en el FBI se habían añadido a la plétora de servicios de contraespionaje que se negaban a compartir información entre sí.
En opinión de Gray, al menos, la sensatez había prevalecido y había eliminado todos esos escalafones innecesarios a favor de un solo director nacional de Servicios de Inteligencia con personal propio, centro de operaciones y, aún más importante, presupuesto y control operativo sobre todas las agencias de inteligencia. Según un viejo dicho del mundo del espionaje, los analistas te metían en líos políticos pero los agentes encubiertos hacían que acabaras con los huesos en prisión. Si Gray caía en desgracia algún día, quería que fuese por su propia culpa.
Gray entró en el edificio principal, pasó por el proceso de identificación biométrico y subió al ascensor que lo llevaría a la última planta.
Era una sala pequeña y bien iluminada. Entró, tomó asiento y se puso unos auriculares. Había cuatro personas más. En una pared había una pantalla de vídeo y en la mesa de Gray, un dossier marcado con el nombre de Salem al Omari. Se sabía su contenido de memoria.
—Es tarde, así que vayamos al grano —instó Gray.
Atenuaron las luces, encendieron la pantalla y vieron a un hombre sentado en una silla en medio de una sala. Vestía una bata azul y no estaba esposado. Tenía rasgos propios de Oriente Medio, la mirada atormentada y desafiante a la vez. Gray había llegado a la conclusión de que todos eran desafiantes. Cuando miraba a alguien como Omari, no podía evitar pensar en un personaje de Dostoievski, el intruso desplazado, perturbador, conspirando y acariciando métodos anárquicos. Era el rostro de un fanático, de alguien poseído por un demonio malévolo. Se trataba de la misma clase de persona que se había llevado para siempre a las dos personas que Gray más amaba.
Aunque Omari estaba a miles de kilómetros de distancia en un lugar cuya existencia sólo conocían unas pocas personas, la imagen y el sonido eran perfectamente nítidos gracias a la conexión vía satélite. A través del auricular formuló a Omari una pregunta en inglés. El hombre respondió rápidamente en árabe y luego sonrió con aire triunfal.
—Señor Omari, hablo bien el árabe, de hecho mejor que usted —repuso Gray en un árabe impecable—. Sé que ha vivido varios años en Inglaterra y que habla inglés mejor que árabe. Le ruego que nos comuniquemos en ese idioma para evitar malentendidos.
La sonrisa de Omari se desvaneció y se sentó más erguido en la silla.
Gray explicó su propuesta: Omari se convertiría en espía de EE. UU., infiltrándose en una de las organizaciones terroristas más mortíferas de las que operaban en Oriente Medio. El hombre se negó de plano. Gray insistió y el otro volvió a negarse.
—No tengo idea de qué me está hablando —añadió.
—Actualmente, y según el Departamento de Estado, existen noventa y tres organizaciones terroristas en el mundo, la mayoría originaria de Oriente Medio —respondió Gray—. Usted ha confirmado su pertenencia a por lo menos tres de ellas. Además, le requisaron pasaportes falsos, planos estructurales del puente Woodrow Wilson y material para fabricar bombas. Ahora trabajará para nosotros o su vida se convertirá en algo muy desagradable.
Omari sonrió y se inclinó hacia la cámara.
—Hace años la CIA, los militares y el FBI me interrogaron en Jordania. Enviaron a mujeres vestidas sólo con ropa interior. Me mancharon con la sangre de su menstruación, o al menos lo que ellas llamaban menstruación, para ensuciarme e impedir que realizara mis rezos. Frotaron su cuerpo contra el mío, me ofrecieron sexo si hablaba. Me negué y me pegaron. —Se reclinó en el asiento—. Me han amenazado con violarme, y dicen que pillaré el sida y moriré. Me da igual. Los verdaderos seguidores de Mahoma no temen a la muerte como ustedes los cristianos. Es su mayor debilidad y eso les llevará a la destrucción total. El islam vencerá. Está escrito en el Corán. El islam gobernará el mundo.
—No, no está escrito en el Corán —rebatió Gray—. En ninguna de las ciento catorce suras. Y la dominación mundial tampoco se menciona en las palabras de Mahoma.
—¿Ha leído el Hadit? —preguntó Omari incrédulo, refiriéndose al registro de preceptos y de la vida del profeta Mahoma y los primeros musulmanes.
—Y he leído el Corán en árabe. Desafortunadamente, los eruditos occidentales nunca han llegado a hacer una buena traducción. Así pues, señor Omari, debería saber que en realidad el islam es una religión pacífica y tolerante, aunque se defienda a sí misma enérgicamente. Es comprensible, dado que algunas culturas «civilizadas» han intentado convertir a los musulmanes a su fe desde la época de las Cruzadas, primero con la espada y luego con las armas de fuego. Pero el Hadit dice que incluso en la yihad, las mujeres inocentes y los niños deben respetarse.
—Como si alguno de ustedes fuera inocente —espetó Omari—. El islam debe luchar contra quienes buscan oprimirnos.
—El islam representa una quinta parte de la humanidad, y la inmensa mayoría de sus adeptos cree en la libertad de expresión y de prensa, y también en la igualdad ante la ley. Y más de la mitad de los musulmanes del mundo viven bajo gobiernos elegidos democráticamente. Ya sé que estudió en una madraza de Afganistán, por lo que sus conocimientos del Corán se limitan a la memorización, así que me mostraré comprensivo respecto a su ignorancia sobre estos temas. —Gray no añadió que la formación de Omari en una madraza también incluía las armas automáticas y cómo luchar en la guerra santa, por lo que tal centro de formación recibía el apelativo de «West Point islámico».
«Aspiraba a ser shahid —continuó—, pero no tenía ni el valor ni el fanatismo suficientes para ser terrorista suicida, y tampoco la fibra y el instinto para ser muyahid».
—Ya verá si tengo valor suficiente para morir por el islam.
—Matarle no me reportará ningún beneficio. Quiero que trabaje para mí.
—¡Váyase al infierno!
—Podemos hacer esto por las buenas o por las malas —afirmó Gray mientras consultaba su reloj. Ya llevaba treinta horas despierto—. Y hay muchas formas de alcanzar el Janna.
Omari se inclinó hacia delante.
—Iré al cielo a mi manera —declaró con desdén.
—Tiene una esposa e hijos que viven en Inglaterra.
Omari cruzó los brazos y adoptó una expresión fría.
—Los cabrones como usted tendrán su merecido en la próxima vida.
—Un hijo y una hija —continuó Gray como si no lo hubiera oído—. Soy consciente de que el destino de las mujeres no le preocupa demasiado. Sin embargo, el chico…
—Mi hijo estaría encantado de morir…
Gray le interrumpió con voz firme.
—No voy a matar a su hijo. Tengo otros planes para él. Acaba de cumplir dieciocho meses, ¿no?
Un rastro de preocupación cruzó el semblante de Omari.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Lo educará de acuerdo con la fe islámica?
Omari se limitó a mirar a la cámara.
—Bueno, si no acepta trabajar para nosotros —continuó Gray—, le arrebataré su hijo a la madre y será adoptado por una pareja encantadora que lo criará como si fuera suyo. —Hizo una pausa para enfatizar sus siguientes palabras—: Recibirá una educación cristiana en EE. UU. de mano de norteamericanos. O no. Depende de usted.
Omari, atónito, se levantó de la silla y se acercó a la cámara hasta que unas manos lo obligaron a sentarse de nuevo. Acto seguido se puso a hablar en árabe, aunque lo que dijo quedó suficientemente claro. Al cabo de unos momentos, incapaz de controlar su rabia, tuvieron que refrenarlo físicamente mientras seguía profiriendo amenazas. Al final le cerraron la boca con una cinta.
Gray apartó el dossier del hombre.
—Durante los últimos años, unos ocho mil estadounidenses han muerto a manos de gente como usted. Todas estas muertes se han producido en suelo norteamericano. Si se cuentan los ataques en el extranjero, el número de víctimas asciende casi a diez mil. Algunas de estas víctimas eran niños a los que se negó la oportunidad de crecer y practicar la religión que fuera. Le doy veinticuatro horas para decidirse. Le sugiero que se lo piense bien. Si colabora con nosotros, usted y su familia vivirán cómodamente. Pero si decide no colaborar… —Asintió en dirección al hombre que tenía al lado y la pantalla ennegreció.
Gray consultó otros seis dossieres. Cuatro correspondían a otros ciudadanos de Oriente Medio, parecidos a Omari. El quinto era un neonazi que vivía en Arkansas y el sexto, Kim Fong, pertenecía a un grupo del sureste asiático vinculado con organizaciones terroristas de Oriente Medio. Estos hombres eran «detenidos fantasma» según la nomenclatura extraoficial. Nadie aparte de Gray y unos cuantos escogidos del NIC sabían siquiera que estaban detenidos. Al igual que la CIA, el NIC tenía brigadas paramilitares clandestinas en puntos estratégicos de todo el mundo. Una de sus misiones era apresar a supuestos enemigos de EE. UU. y no garantizarles ningún tipo de juicio.
Gray plantearía propuestas similares a todos los detenidos fantasma, aunque el incentivo variaría dependiendo de la información que Gray tenía sobre la vida de cada uno de ellos. El dinero funcionaba mejor de lo que cabría esperar. Los ricos raras veces se ataban una bomba al cuerpo para matar gente por motivos religiosos o de otra clase. Sin embargo, a menudo manipulaban a otros para que lo hicieran por ellos. Gray se consideraría afortunado si la mitad aceptaba su oferta, pero valía la pena intentarlo.
Salió del NIC al cabo de una hora. Sólo el cabeza rapada había aceptado ayudar en el acto, sin duda movido por la amenaza de Gray de entregarlo a un grupo violento antinazi implantado en América del Sur si no cooperaba. Aparte de eso, la noche había resultado decepcionante.
Mientras se dirigía al coche, reflexionó sobre la situación en que se encontraba. La violencia iba en aumento en cada bando, y cuanto más fuerte golpeaba uno, mayor era la reacción del otro. Utilizando sólo una mínima parte de su arsenal nuclear, EE. UU. podría borrar del mapa todo Oriente Medio, aniquilando a todo bicho viviente en un santiamén, junto con todos los lugares sagrados de dos de las religiones más importantes del mundo. Excluyendo esa posibilidad impensable, Gray no veía ninguna solución clara. No se trataba de una guerra de batallones blindados profesionales contra una muchedumbre tocada con turbante y armada con rifles y granadas. Y no se limitaba a una diferencia entre religiones. Era una batalla contra un modo de pensar, contra una forma de vida, una batalla que presentaba facetas políticas, sociales y culturales entrelazadas en un mosaico sumamente complejo y bajo una tensión enorme. En ciertos momentos Gray se preguntaba si la batalla no debía librarse con psiquiatras y terapeutas en vez de con soldados y espías. Aun así, lo único que podía hacer era levantarse cada mañana y cumplir con su trabajo.
Se reclinó en el asiento de cuero del Suburban en que viajaba mientras los guardaespaldas se mantenían alerta. Cerró los ojos durante quince minutos hasta que el vehículo aminoró. Luego oyó el traqueteo habitual mientras la caravana de coches recorría el sendero de gravilla que conducía a su modesta casa. Estaba tan bien custodiada como las obras del vicepresidente en el Observatorio Naval. El presidente Brennan no permitiría que le ocurriera nada a su jefe de inteligencia.
Gray vivía solo pero no por decisión propia. Entró en la casa, bebió una cerveza para relajarse y luego subió a la planta de arriba para dormir unas horas. Antes de acostarse tenía por costumbre tomar las dos fotos de la repisa de la chimenea que había delante de su cama. La primera era de su esposa Barbara, la mujer con la que había compartido la mayor parte de su vida adulta. La segunda era de su única hija Margaret, o Maggie, como todo el mundo solía llamarla. ¿Solía? Nunca le había resultado fácil hablar de su familia en pasado. No obstante, ¿de qué otro modo se refería uno a los muertos y enterrados? Besó las dos fotos y las dejó en su sitio.
Una vez en la cama, el peso horrible de la depresión le duró media hora, menos de lo habitual, y luego Carter Gray cayó rendido de sueño. Al cabo de cinco horas se levantaría y se dedicaría a la única batalla por la que consideraba que merecía la pena luchar.