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El séquito letón por fin se retiró y Alex fue en el coche de un compañero a un local frecuentado por agentes federales, cerca del cuartel general del Servicio Secreto en Washington. El lugar se llamaba Bar PDAL. El acrónimo probablemente no significara nada para los profanos, pero era muy conocido entre las fuerzas de seguridad federales. Significaba «Paga de Disponibilidad para los Agentes de la Ley». A cambio de estar disponible por lo menos diez horas al día para un trabajo que exigía tener placa, pistola y suficientes agallas, los agentes recibían de sus respectivas agencias un aumento del 25 por ciento de su salario base. Los dueños del local habían dado en el clavo al llamarlo así, porque desde el primer día estuvo abarrotado de agentes.

Alex se dirigió a la barra. La pared de detrás estaba decorada con docenas de insignias de las agencias de seguridad. En las otras paredes había artículos de periódico enmarcados que relataban hazañas heroicas de organismos como el FBI, la DEA, el ATF, la FAM y similares.

Cuando Alex vio a la camarera, sonrió a pesar de desear mantenerse tranquilo y natural ante su presencia.

—Martini Beefeater con hielo con ni dos ni cuatro sino tres aceitunas bien carnosas —dijo ella mirándolo con una sonrisa.

—Buena memoria.

—No es muy difícil teniendo en cuenta que nunca pides otra cosa.

—¿Qué tal te tratan en el Departamento de Justicia? —Kate Adams era la única camarera que él conocía que, además, era abogada del Departamento de Justicia.

Ella le sirvió la bebida.

—Todo sobre ruedas. ¿Qué tal te tratan en el Servicio Secreto?

—Cobro a final de mes y sigo respirando. No pido más.

—Pues deberías ser un poco más exigente.

Kate limpió la barra mientras Alex le lanzaba miradas discretas. Medía un metro setenta, tenía cuerpo esbelto y cuello largo, pelo rubio y rizado hasta los hombros, pómulos marcados entre una nariz fina y recta y un mentón bien proporcionado. De hecho, sus facciones parecían serenas y clásicas hasta que llegabas a los ojos. Los tenía verdes y grandes y, para Alex, evidenciaban el alma fogosa y apasionada que latía en su interior. Era soltera, tenía un buen sueldo y unos treinta y cinco años —lo había consultado en la base de datos— pero no aparentaba más de treinta. Él sí aparentaba la edad que tenía, aunque el pelo negro todavía no le había empezado a encanecer ni le clareaba. Tampoco sabía por qué.

—Estás más delgado —observó ella, interrumpiendo sus pensamientos.

—Como ya no estoy en protección, no me paso el día engullendo comida de hotel y resulta que trabajo de verdad en vez de pasarme diez horas seguidas con el culo pegado al asiento de un avión.

Hacía un mes que acudía al local y charlaba con aquella mujer. Sin embargo, quería ir más allá e intentó llamar su atención. De repente le miró las manos.

—¿Cuánto tiempo hace que tocas el piano?

—¿Qué? —preguntó Kate sorprendida.

—Tienes callos en los dedos —observó él—. Indicio inequívoco de que tocas el piano.

Ella se miró las manos.

—O el teclado de un ordenador.

—No. Las teclas de ordenador sólo encallecen las yemas. Las teclas del piano están en contacto con la falange superior del dedo. Y te muerdes las uñas hasta la raíz. Tienes una marca en el índice de la derecha, y el meñique izquierdo está un poco torcido, probablemente te lo rompieras de pequeña.

Kate se observó los dedos.

—Vaya, ¿acaso eres una especie de experto en manos?

—Todos los agentes del servicio lo somos. Me he pasado buena parte de mi vida adulta mirando manos en los cincuenta estados y en un puñado de países extranjeros.

—¿Porqué?

—Porque las personas matan con las manos, Kate.

—Ah.

Estaba a punto de decir algo más cuando un grupo de agentes del FBI que acababa de terminar el último turno irrumpió en el local, se acercaron a la barra y empezaron a pedir a voz en grito. Alex, apartado por su superioridad numérica, tomó su bebida y se sentó solo en una pequeña mesa de la esquina. Sin embargo, no apartó la mirada de Kate. Los chicos del FBI estaban embelesados con la encantadora camarera, lo cual irritaba al veterano agente.

Al final desvió su atención hacia el televisor atornillado en la pared. Habían sintonizado la CNN y varios parroquianos escuchaban a la persona que hablaba en la pantalla. Alex se acercó con la bebida para oír mejor una rueda de prensa ofrecida por Carter Gray, el jefe de los servicios de inteligencia.

El aspecto físico de Gray transmitía seguridad al instante. Aunque era bajito, tenía la presencia pesada del granito, con hombros fornidos, cuello robusto y cara ancha. Llevaba unas gafas que le otorgaban aspecto profesional, lo cual no era sólo una fachada dado que provenía de una de las mejores universidades del país. Y lo que no había aprendido en la universidad se lo habían enseñado las casi cuatro décadas pasadas al pie del cañón. No parecía fácil que alguien pudiera intimidarle o pillarle desprevenido.

«En una zona rural del suroeste de Virginia, un granjero que buscaba una vaca perdida ha encontrado los cadáveres de tres presuntos terroristas», anunció el secretario de los servicios de inteligencia con expresión seria.

La imagen que evocaba esa información hizo que a Alex le entraran ganas de reír, pero el porte grave de Carter Gray reprimía todo deseo de hacerlo.

«Según el forense, estos hombres llevaban muertos por lo menos una semana o incluso más. Gracias a la base de datos del Centro Nacional de Inteligencia, hemos confirmado que uno de ellos era Mohamed al Zawahiri, de quien pensamos que estaba relacionado con el atentado suicida de Grand Central y sospechoso también de dirigir la red de narcotráfico de la costa Este. También ha aparecido muerto Adnan al Rimi, uno de los acólitos de Zawahiri, y un tercer hombre cuya identidad se desconoce todavía. Gracias a la información proporcionada por el NIC, el FBI ha detenido a otros cinco hombres relacionados con Zawahiri y ha confiscado gran cantidad de drogas ilegales, dinero y armas».

Gray sabía seguir el juego de Washington a la perfección, pensó Alex. Se había asegurado de que el público se enterase de que el NIC había hecho la parte más importante del trabajo, aunque había reconocido la participación del FBI. En Washington el éxito se medía en dólares de presupuesto y en atribuirse operativos. Todo burócrata que lo olvidara, lo hacía por su cuenta y riesgo. No obstante, todas las agencias necesitaban favores de las organizaciones hermanas. Estaba claro que Gray había cubierto todos los flancos.

«Uno de los aspectos más interesantes de este incidente —prosiguió— es que al parecer Zawahiri mató a sus dos compañeros y luego se suicidó, aunque podría ser que su muerte estuviera relacionada con el narcotráfico. En cualquier caso, este hecho mostrará a las organizaciones terroristas que nuestro país está haciendo avances en la lucha contra el terror. —Hizo una pausa y añadió con voz clara—: Y ahora me gustaría ceder la palabra al presidente de EE. UU.».

Esta era la pauta habitual de las ruedas de prensa. Gray informaba de los detalles en un lenguaje sencillo. A continuación, aparecía el carismático James Brennan y echaba balones políticos fuera con un discurso hiperbólico que no dejaba duda sobre quién protegería mejor el país.

Cuando Brennan inició su discurso, Alex volvió a centrarse en la barra y en la camarera. Sabía que probablemente una mujer como Kate Adams tenía a veinte tipos coladitos por ella y era muy probable que la mayoría fuera mejor partido que él. También era muy posible que ella fuera consciente de los sentimientos de él; joder, seguramente se había dado cuenta de sus sentimientos hacia ella antes que él mismo.

Se irguió y tomó una decisión: «Bueno, no hay motivo por el que no pueda ser el elegido entre los veinte».

No obstante, antes de llegar a la barra se detuvo. Un hombre se había acercado directamente a ella. La sonrisa instantánea de Kate fue suficiente para que Alex infiriese que aquel tipo era especial. Volvió a sentarse y siguió observando mientras ellos se desplazaban a una esquina de la barra para tener mayor intimidad. El hombre era un poco más bajo que Alex pero más joven, fornido y apuesto. Con su ojo experto, Alex enseguida reparó en que llevaba ropa muy cara. Probablemente fuera uno de esos abogados corporativos o miembro de un grupo de presión muy bien cotizado que ejercía su profesión en una zona distinguida de la ciudad. Alex sentía que le clavaban un cuchillo en el cráneo cada vez que Kate se reía.

Se acabó la bebida y estaba a punto de marcharse cuando oyó su nombre. Se giró y vio que Kate le hacía señas. Se acercó de mala gana.

—Alex, te presento a Tom Hemingway —dijo—. Tom, Alex Ford.

Cuando se estrecharon la mano, Alex, que no era precisamente débil, comprobó que Hemingway tenía tanta o más fuerza que él. Observó la mano del hombre, sorprendido ante el grosor de los dedos y los nudillos que parecían cuñas de acero. Hemingway tenía las manos más potentes que el veterano agente había visto en su vida.

—Servicio Secreto —dijo Hemingway echando un vistazo al pin rojo que Alex llevaba en la solapa.

—¿Y tú? —preguntó Alex.

—Estoy en uno de esos sitios que si te revelo me obligaría a matarte —respondió Hemingway con una sonrisa de complicidad.

Alex apenas fue capaz de reprimir su desprecio.

—Tengo amigos en la CIA, la DIA, la NRO y la NSA. ¿Cuál es la tuya?

—No me refiero a nada tan obvio, Alex —respondió Hemingway con una risita.

Alex miró a Kate.

—¿Desde cuándo se relaciona el Departamento de Justicia con tipos graciosos como este?

—Estamos trabajando juntos en un asunto. Mi organización y el Departamento de Justicia, me refiero. Kate es la abogada principal y yo soy el enlace.

—Estoy seguro de que Kate es la mejor compañera posible. —Alex dejó el vaso vacío—. Bueno, tengo que marcharme.

—Y yo estoy segura de que volveré a verte pronto —se apresuró a decir Kate.

Alex no respondió. Se volvió hacia Hemingway.

—Sigue así, Tom. Y que no se te escape lo que haces para el Tío Sam. No me gustaría que te trincaran por haber tenido que matar a un pobre desgraciado que hacía demasiadas preguntas.

Se marchó dando largas zancadas. Con los ojos en la nuca que todos los del Servicio Secreto parecían tener, Alex notó la mirada del hombre clavada en él. Lo que no notó fue la mirada de preocupación de Kate.

Bueno, pensó Alex cuando el frío aire nocturno le alcanzó, aquello era un final verdaderamente asqueroso para lo que hasta el momento había sido una mierda de día, como todos los demás. Decidió dar un paseo y dejar que su martini de Beefeater con aceitunas le encurtiera el alma. En ese momento deseó haberse tomado otro.