Stone bajó del taxi.
—En mi opinión sigues siendo un vagabundo por muy bien que hables —le espetó el taxista antes de marcharse.
Observó alejarse el vehículo. Hacía tiempo que había dejado de responder a tales comentarios. Que la gente pensara lo que quisiera. Además, tenía pinta de vagabundo.
Caminó hacia un pequeño parque cercano al Georgetown Waterfront Complex y observó las aguas amarronadas del río Potomac que lamían el malecón. Algunos grafiteros con mucha iniciativa, a quienes estaba claro que no les importaba trabajar con el agua hasta el culo, habían pintado el muro de hormigón.
Un rato antes había tráfico por la autovía elevada de Whitehurst que discurría a su espalda. Y la vida nocturna bañada en alcohol había resonado cerca de la intersección de la calle M con Wisconsin Avenue. Georgetown contaba con muchos locales elegantes que prometían diversión a quienes tuvieran los bolsillos llenos o, por lo menos, créditos aceptables, nada de lo cual podía aplicarse a Stone. Sin embargo, a esas horas de la madrugada, la mayoría de los juerguistas se había ido. Por encima de todo, Washington era una ciudad madrugadora que se acostaba temprano.
El Potomac también estaba tranquilo. El barco de la policía que solía patrullar sus aguas debía de haber ido hacia el sur, en dirección al puente Woodrow Wilson. A Stone le pareció perfecto. Por suerte tampoco se veía ningún policía por tierra. Aquel era un país libre pero un tanto menos libre para un hombre que vivía en un cementerio, llevaba ropa casi andrajosa y andaba por la calle a esas horas en una zona acomodada.
Stone bordeó el parque Francis Scott Key, caminó por debajo del puente homónimo y por último pasó al lado del monumento conmemorativo del famoso compositor. Un poco exagerado, pensó Stone, para un hombre que había escrito letras de canciones que nadie recordaba. El cielo estaba de un negro impenetrable salpicado de nubes y punteado de estrellas y, gracias al recién instaurado toque de queda en el aeropuerto nacional Reagan, no había estelas de los aviones que estropearan su belleza. Sin embargo, se estaba formando una niebla densa. Pronto podría considerarse afortunado si veía por dónde pisaba. Se estaba acercando al edificio de un club de remo cuando una voz lo llamó desde la oscuridad.
—Oliver, ¿eres tú?
—Sí, Caleb. ¿Han llegado los demás?
Un tipo de estatura media con un poco de barriga entró en el campo visual de Stone. Caleb Shaw iba vestido con ropa del siglo XIX, con bombín incluido para cubrir el pelo canoso y corto, y con un reloj de cadena que le adornaba la pechera del chaleco. Llevaba las patillas largas y un bigote pequeño y bien cuidado.
—Reuben está aquí, pero ha ido a orinar. Todavía no he visto a Milton —añadió Caleb.
Stone exhaló un suspiro.
—No me extraña. Milton siempre ha sido un genio despistado.
Reuben se reunió con ellos, pero no ofrecía buen aspecto. Reuben Rhodes tenía unos sesenta años, medía más de metro noventa y era un hombre de complexión fuerte, de pelo oscuro rizado, largo y veteado de gris, y barba corta y poblada. Vestía unos vaqueros sucios, camisa de franela y mocasines gastados. Se sujetaba el costado con una mano. Reuben era propenso a tener piedras en el riñón.
—Deberías hacértelo ver, Reuben —dijo Stone.
El hombretón frunció el ceño.
—No me gusta que me toqueteen por dentro; ya tuve bastante con el ejército. Así que sufriré en silencio y en privado, si no os importa.
Milton Farb apareció mientras hablaban. Se paró, picoteó la tierra con el pie derecho tres veces y luego dos veces con el izquierdo y terminó emitiendo silbidos y gruñidos. Acto seguido, recitó una serie de números que obviamente significaban mucho para él.
Los otros tres esperaron pacientemente hasta que acabó. Todos sabían que si interrumpían a su compañero en medio de su ritual obsesivo-compulsivo tendría que empezar de nuevo, y ya se estaba haciendo tarde.
—Hola Milton —saludó Stone en cuanto cesaron los gruñidos y silbidos.
Milton Farb levantó la vista del suelo y sonrió. Llevaba una mochila de cuero colgada al hombro y vestía un suéter colorido y unos pantalones caqui recién planchados. Medía un metro ochenta, era delgado y llevaba gafas de montura metálica. Tenía el pelo rubio rojizo y canoso más bien largo, lo cual le hacía parecer un hippie entrado en años. Sin embargo, sus ojos vivaces tenían una expresión picara que le otorgaba un aspecto más joven.
Milton dio una palmadita a su mochila.
—Traigo buen material, Oliver.
—Bueno, pongámonos en marcha —dijo Reuben, que seguía sosteniéndose el costado—. Mañana trabajo en el primer turno del muelle de carga.
Mientras los cuatro echaban a andar, Reuben se acercó a Oliver y le introdujo algo de dinero en el bolsillo de la camisa.
—No tienes por qué hacerlo, Reuben —protestó Stone—. Tengo el estipendio de la iglesia.
—Ya. Sé que no te pagan mucho por quitar hierbajos y limpiar lápidas, sobre todo teniendo en cuenta que te dan un techo.
—Sí, pero no puede decirse que a ti te sobre el dinero.
—Tú hiciste lo mismo por mí durante años cuando no lograba que nadie me contratara —arguyó, antes de añadir con brusquedad—: Míranos, menudo regimiento de seres patéticos formamos. ¿Cuándo nos hicimos tan viejos y ridículos?
Caleb rio y Milton se sorprendió hasta comprender que Reuben bromeaba.
—Envejecemos sin darnos cuenta, pero cuando resulta obvio, los efectos son de todo menos sutiles —comentó Stone.
Mientras caminaban, estudió a cada uno de sus compañeros, hombres a los que conocía desde hacía años y que habían estado con él en los buenos y en los malos momentos.
Reuben se había licenciado en West Point y lo habían destinado a Vietnam tres veces, con lo que obtuvo todas las medallas y distinciones que otorga el ejército. Después lo asignaron a la Agencia de Inteligencia Militar, la DIA, el equivalente de la CIA en el Pentágono. Sin embargo, acabó renunciando y pasó a manifestarse en contra de la guerra en general y la de Vietnam en particular. Cuando el país dejó de interesarse por esa «pequeña escaramuza» en el sureste asiático, Reuben descubrió que era un hombre sin causa por la que luchar. Vivió en Inglaterra durante una temporada antes de regresar a EE. UU. Después, dosis ingentes de drogas y la quema de sus naves lo dejaron con pocas opciones en la vida. Tuvo suerte de conocer a Oliver Stone, quien le ayudó a dar un vuelco a su existencia. En la actualidad Reuben formaba parte de la plantilla de una empresa de almacenaje, donde descargaba camiones y ejercitaba los músculos en vez de la mente.
Caleb Shaw se había doctorado en ciencias políticas y literatura del siglo XVIII, aunque su naturaleza bohemia se identificaba más con los usos del siglo XIX. Al igual que Reuben, había sido un activo manifestante durante la guerra de Vietnam, donde perdió a su hermano. Caleb también había hecho oír su voz estridente contra la administración durante el Watergate, cuando la nación perdió los últimos vestigios de inocencia política. A pesar de sus logros académicos, hacía tiempo que sus excentricidades lo habían desterrado del mundo académico. En la actualidad trabajaba en el departamento de libros singulares y colecciones especiales de la Biblioteca del Congreso. Su pertenencia a la organización con la que estaba reunido en esos momentos no figuraba en su currículo cuando se presentó al puesto. A las autoridades federales les desagradaban las personas que pertenecían a grupos contestatarios que se reunían en plena noche.
Probablemente, Milton Farb tuviera el cerebro más brillante de todos ellos, aunque de vez en cuando se olvidara de comer, creyera que Paris Hilton era un hotel francés y pensara que mientras tuviera una tarjeta de crédito también tendría dinero. Había sido niño prodigio y poseía una capacidad innata para las matemáticas y una portentosa memoria fotográfica: era capaz de leer o ver algo una sola vez y no olvidarlo jamás. Sus padres habían trabajado en una feria ambulante, donde Milton había sido una atracción muy popular: sumaba las cifras mentalmente más rápido que una calculadora y recitaba sin titubear el texto exacto de muchísimos libros.
Al cabo de unos años, tras acabar el bachillerato en un tiempo récord, entró a trabajar como científico investigador en el Instituto Nacional de la Salud (NIH). Lo único que le había impedido tener éxito en la vida era su trastorno obsesivo-compulsivo, que iba empeorando, y un marcado complejo paranoico. Probablemente esos problemas se debían a su infancia poco convencional pasada en las ferias ambulantes. Por desgracia, ambos demonios tendían a aparecer en los momentos más inoportunos. Tras enviar una carta con amenazas al presidente de EE. UU., el Servicio Secreto le investigó y su carrera en el NIH terminó rápidamente.
Stone conoció a Milton en un centro para enfermos mentales en el que estaba internado y donde él trabajaba como camillero. Durante su hospitalización, los padres de Milton murieron y dejaron a su hijo sin un céntimo. Stone, que se había enterado de la extraordinaria capacidad intelectual de Milton, convenció a su amigo indigente para que probara suerte en un concurso televisivo llamado El sabor del riesgo. Milton fue seleccionado entre los aspirantes a participar y, manteniendo a raya sus trastornos y paranoias con la medicación, derrotó a todos los concursantes y ganó una pequeña fortuna. En la actualidad era propietario de un próspero negocio dedicado al diseño de páginas web para empresas.
Fueron bajando hasta situarse cerca del agua, donde había una chatarrería abandonada. En un lugar próximo había un macizo de arbustos irregulares, medio sumergidos en el agua. Desde ese escondrijo los cuatro consiguieron extraer un bote de remos largo y encostrado que a duras penas estaba en condiciones de navegar. Impertérritos, se quitaron zapatos y calcetines y los guardaron en las mochilas, arrastraron el bote hasta el agua y se subieron. Se turnaron a los remos, aunque el grandullón Reuben era el que más y mejor remaba.
En el río corría una brisa fresca y las luces de Georgetown y de Washington, más al sur, iban perdiendo intensidad por la niebla. El lugar tenía muchas cosas para agradar, pensó Stone sentado en la proa. Sí, mucho para agradar pero más para odiar.
—La patrullera de la policía está cerca del puente de la calle Catorce —informó Caleb—. Siguen un horario nuevo. Y vuelven a tener a los helicópteros de Seguridad Nacional sobrevolando en círculos todos los monumentos del Mall cada dos horas. Hoy en la biblioteca hemos recibido la alerta por correo electrónico.
—El nivel de amenaza se ha elevado esta mañana —informó Reuben—. Unos amigos míos que entienden de esto dicen que no es más que una artimaña para la campaña. El presidente Brennan enarbola la bandera del patriotismo.
Stone observó a Milton, sentado impasible en la popa.
—Hoy estás muy callado, Milton. ¿Todo bien?
Milton lo miró con expresión tímida.
—He conocido a alguien. —Todos los miraron con curiosidad—. He hecho una amiga —añadió.
Reuben le dio una palmada en el hombro.
—Así me gusta.
—Qué bien, Milton —dijo Stone—. ¿Dónde la has conocido?
—En la clínica de ansiología. Ella también es paciente.
—Entiendo —dijo Stone girándose.
—Pues está muy bien —añadió Caleb con tacto.
Pasaron despacio por debajo de Key Bridge manteniéndose en el centro del canal y luego siguieron el recodo del río en dirección sur. Stone agradecía que la espesa niebla los hiciera prácticamente invisibles desde la orilla. A las autoridades federales no les gustaban los intrusos. Stone oteó la orilla.
—Un poco a la derecha, Reuben.
—La próxima vez mejor que nos reunamos en el Lincoln Memorial. Así tendré que sudar menos —se quejó el hombretón mientras resoplaba sin dejar de remar.
El bote rodeó la parte occidental de la isla y entró en una pequeña franja de agua que recibía el oportuno nombre de Pequeño Canal. La zona estaba tan aislada que parecía mentira que hacía sólo unos minutos hubieran atisbado la cúpula del Capitolio.
Desembarcaron y arrastraron el bote hasta los matorrales. Mientras los hombres caminaban por el bosque hacia el sendero principal, Oliver Stone se movía con más brío del normal. Aquella noche tenía que conseguir muchas cosas.