Corría a toda velocidad, las balas se incrustaban en todo lo que le rodeaba. No alcanzaba a ver quién disparaba y no disponía de arma para repeler la agresión. La mujer que iba a su lado era su esposa, que tiraba de su hija. Una bala dio en la muñeca de su esposa y la oyó gritar. Una segunda bala hizo diana y los ojos de ella se ensancharon ligeramente: la fugaz dilatación de las pupilas que anuncia la muerte antes de que el cerebro siquiera lo advierta. Mientras su mujer se desplomaba, él intentó proteger a la niña. Tendió las manos y quiso agarrarla, pero no llegó. Nunca llegaba…
Se despertó con un sobresalto y se incorporó. El sudor le corría por las mejillas hasta la poblada barba. Cogió la botella de agua y se humedeció la cara, dejando que el frescor sofocara el dolor ardiente de aquella pesadilla recurrente.
Al levantarse de la cama rozó con la pierna la vieja caja que tenía allí. Vaciló pero la abrió. Contenía un álbum de fotos hecho jirones. Miró una por una las pocas fotos de la mujer que había sido su esposa. Luego pasó a las fotos de su hija, de cuando era un bebé y gateaba. No tenía más fotos de ella a partir de esa edad. Habría dado su vida por haberla visto, aunque sólo fuera un instante, de jovencita. No transcurría un solo día sin que se preguntara qué habría sido de ella.
Echó un vistazo en derredor. Unas estanterías polvorientas y repletas de libros de temas muy variados le devolvieron la mirada. Al lado de un ventanal que daba al terreno oscuro había un escritorio viejo con una pila de diarios escritos con su letra meticulosa. Una chimenea de piedra ennegrecida proporcionaba buena parte del calor, y había una pequeña cocina donde preparaba comidas sencillas. Un cuarto de baño minúsculo completaba su modesta vivienda.
Consultó el reloj, tomó unos prismáticos de la desvencijada mesilla de noche y cogió una mochila desgastada. Introdujo los prismáticos y unos cuantos diarios en la mochila y se dirigió al exterior.
Las lápidas antiguas se alzaban ante él mientras la luz de la luna rebotaba en la piedra erosionada y cubierta de musgo. Cuando pasó del porche delantero a la hierba, el aire fresco lo ayudó a disipar la sensación de ardor que la pesadilla le había dejado en la cabeza, pero no la del corazón. Por suerte esa noche tenía adonde ir, aunque todavía quedaba un buen rato; cuando tenía un rato libre siempre se dirigía al mismo sitio.
Atravesó la gran verja de hierro forjado cuya placa en forma de pergamino anunciaba que se trataba del cementerio Mount Zion, situado en el noroeste de Washington D. C. y propiedad de la cercana Iglesia Metodista Unida de Mount Zion. Aquella iglesia era la congregación negra más antigua de la ciudad puesto que fue fundada en 1816 por personas que no gustaban de practicar su fe en un local de culto segregado que no parecía respetar el concepto de igualdad preconizado en las Sagradas Escrituras. La parcela de doce mil metros cuadrados había sido una parada importante en la línea ferroviaria clandestina que conducía a esclavos del Sur hacia la libertad del Norte durante la guerra de Secesión.
Por un lado, el cementerio estaba delimitado por la imponente Dumbarton House, sede de la Asociación Nacional de Damas Coloniales de América y, por el otro, por un bloque de viviendas de obra vista y poca altura. El histórico cementerio había estado desatendido durante décadas, con las lápidas caídas y hierbajos altos. Luego la iglesia cercó el cementerio con la valla y construyó la casita del cuidador.
El cementerio de Oak Hill, mayor y más conocido, se encontraba cerca y era la última morada de muchas personalidades. Sin embargo, Stone prefería el Mount Zion y su lugar en la historia como símbolo de pasaporte a la libertad.
Lo habían contratado como cuidador del cementerio hacía varios años y se tomaba su trabajo muy en serio; se aseguraba de que el terreno y las sepulturas se mantuvieran en buen estado. La casita que venía incluida en el puesto era su primer hogar verdadero en mucho tiempo. La iglesia le pagaba en efectivo, sin papeleos molestos, aunque no ganaba lo suficiente como para estar obligado a pagar impuestos. De hecho, apenas ganaba para vivir. No obstante, era el mejor trabajo que había tenido en su vida.
Caminó en dirección sur por la calle Veintisiete, tomó un autobús y enseguida llegó a una manzana de su segunda casa, por así decirlo. Al pasar junto a la pequeña tienda de campaña que le pertenecía, por lo menos teóricamente, extrajo los prismáticos de la mochila y observó el edificio del otro lado de la calle desde la sombra de un árbol. Se había quedado con esos prismáticos proporcionados por el gobierno tras servir con orgullo al país, antes de perder la fe en sus líderes. Hacía décadas que no empleaba su verdadero nombre. Hacía tiempo que respondía al nombre de Oliver Stone, nombre adoptado en lo que podría considerarse un desafío impertinente.
Se identificaba con la legendaria obra del irreverente director de cine, que desafiaba la versión oficial de la historia, una historia que a menudo acababa siendo más ficticia que real. Adoptar el nombre del cineasta le había parecido adecuado dado que a «este» Oliver Stone también le interesaba mucho la verdad «verdadera».
Siguió observando con los prismáticos las idas y venidas de la mansión, lo cual nunca dejaba de fascinarle. Acto seguido, Stone entró en su pequeña tienda y, con una vieja linterna, anotó cuidadosamente sus observaciones en uno de los diarios que había traído en la mochila. Guardaba algunos en la casa del cuidador y muchos más en escondrijos que tenía en otros lugares. No guardaba nada en la tienda de campaña porque sabía que la registraban con regularidad. Siempre llevaba en la cartera el permiso oficial que le autorizaba a tener esa tienda ahí plantada, así como el derecho a protestar delante del edificio de enfrente, derecho que se tomaba muy en serio.
Salió al exterior y observó a los guardias armados con pistolas semiautomáticas y metralletas y que de vez en cuando hablaban por walkie-talkies. Todos le conocían y se mostraban recelosamente educados, como suelen mostrarse las personas con aquellos que podrían atacarles en cualquier momento. Stone siempre se esforzaba al máximo por mostrarse respetuoso con ellos. Es mejor ser deferente con quien lleva una metralleta. Oliver Stone, aunque no fuera precisamente un hombre convencional, no estaba ni mucho menos loco.
Miró a uno de los guardias, que le llamó.
—Oye, Stone —le dijo—, me han dicho que Humpty Dumpty no se cayó solo, sino que lo empujaron. Pásalo.
Algunos de los otros hombres se rieron del comentario e incluso Stone apretó los labios en un atisbo de sonrisa.
—Tomo nota —respondió.
Había visto a ese mismo centinela abatir a tiros a un hombre a escasos metros de donde él estaba. Para ser justos, el otro tipo era quien había empezado a disparar.
Se subió los pantalones raídos hasta la estrecha cintura, se alisó hacia atrás el pelo largo y canoso y se paró un momento a atarse el cordón del zapato derecho. Era un hombre alto y escuálido al que la camisa le quedaba demasiado holgada y los pantalones demasiado cortos. Y los zapatos, bueno, los zapatos siempre resultaban problemáticos.
—Lo que necesitar es ropa nueva —afirmó una voz femenina en la oscuridad.
Alzó la vista y vio a su interlocutora apoyada contra una estatua del general de división conde de Rochambeau, héroe de la guerra de Independencia. El dedo rígido de Rochambeau señalaba algo pero Stone nunca había averiguado qué. Luego había un prusiano, el barón Steuben, al noroeste, y el polaco, el general Kosciuszko, que custodiaba el flanco noreste de aquel parque de casi tres hectáreas. Esas estatuas siempre le hacían esbozar una sonrisa. A Oliver Stone le encantaba estar rodeado de revolucionarios.
—Necesitar ropa nueva, en serio, Oliver —repitió la mujer mientras se rascaba el bronceado rostro—. Y corte de pelo también, sí. Oliver, necesitar un cambio total.
—No me cabe duda —repuso en voz baja—. En cualquier caso, supongo que todo depende de las prioridades que uno tenga y, por suerte, la vanidad nunca ha sido una de las mías.
La mujer se hacía llamar Adelphia. Tenía un acento que él nunca había logrado ubicar, aunque sin duda era europeo, eslavo con toda probabilidad. Era especialmente mala en la conjugación de los verbos, y solía emplearlos en infinitivo y saltándose todas las reglas gramaticales. Alta y enjuta, tenía un pelo negro y largo veteado de canas. También tenía unos ojos hundidos e inquietantes y una boca que solía formar una mueca, aunque Stone había descubierto que a veces era bondadosa aunque se resistiera a ello. Era difícil calcular su edad, pero sin duda era más joven que él. La pancarta de casi dos metros plantada en el exterior de la tienda de campaña de ella rezaba: «Un feto es una vida. Quienes no lo crean así irán directos al infierno». Adelphia era poco amante de las sutilezas. En la vida sólo distinguía entre el blanco y el negro. Para ella, las tonalidades grises no existían, aunque aquella pareciera ser la ciudad que había inventado ese color.
El pequeño cartel del exterior de la tienda de Oliver Stone se limitaba a proclamar: «Quiero la verdad». Después de todos esos años todavía no la había descubierto. De hecho, ¿acaso existía una ciudad en la que la verdad fuera más difícil de descubrir que en aquella?
—Buscar voy el café, Oliver. ¿Querer uno? Tener dinero.
—No, gracias, Adelphia. Tengo que ir a otro sitio.
—¿A otra reunión ir? —preguntó con ceño—. ¿De qué servirte? Ya joven no eres y no deber caminar de noche. Este lugar peligroso.
Él lanzó una mirada a los guardias.
—De hecho este lugar es bastante seguro.
—¿Muchos hombres armados y decir que seguro? Loco estás.
—Tal vez tengas razón. Gracias por preocuparte —respondió él educadamente.
A ella le gustaba polemizar y aprovechaba cualquier oportunidad para atacar. Ya hacía tiempo que él había decidido no darle pie.
Adelphia lo observó enojada antes de marcharse. Stone leyó una pancarta que había cerca de él y rezaba: «Que pases un buen día del Juicio Final». Hacía tiempo que no veía al hombre que había clavado ese cartel.
—Sí, supongo que lo pasaremos bien, ¿no? —murmuró.
De pronto advirtió una actividad repentina al otro lado de la calle. Los policías y los coches patrulla se estaban agrupando. Varios agentes se apostaron en distintas intersecciones. Los imponentes portones de acero negro de la mansión, capaces de soportar el empuje de un tanque M-1, se abrieron y un mono-volumen negro salió disparado con las luces rojas y azules de la parrilla encendidas.
Stone supo de inmediato qué sucedía y corrió calle abajo en dirección al cruce más cercano. Mientras observaba por los prismáticos, el desfile de vehículos más intrincado del mundo salió por la calle Diecisiete. La limusina más espectacular jamás construida circulaba en medio de aquella impresionante columna.
Era un Cadillac DTS equipado con lo último en tecnología de navegación y comunicación y con capacidad para seis pasajeros en un cómodo habitáculo de cuero azul intenso y molduras de madera. La limusina disponía de asientos reclinables mediante sensor automático y un escritorio plegable; totalmente hermética, contaba con suministro de aire propio por si el oxígeno del exterior se enrarecía. El sello presidencial dominaba el centro del asiento trasero, así como el interior y exterior de las puertas posteriores. La bandera de EE. UU. ondeaba en el guardabarros delantero derecho, y el estandarte presidencial en el izquierdo indicaba que en ese momento el presidente iba en su interior.
El vehículo estaba fabricado con paneles de acero blindado y las ventanillas eran de un grueso cristal de policarbonato a prueba de balas. Sus cuatro neumáticos eran autorreparables y su matrícula tenía dos ceros. El consumo de gasolina era una barbaridad, pero por los diez millones de dólares que valía incluía un reproductor de diez CD con sonido envolvente. Desgraciadamente para quienes buscan gangas, el concesionario no hacía descuentos. Se le apodaba cariñosamente la Bestia. A la limusina sólo se le conocían dos hándicaps: ni volaba ni flotaba.
Una luz se encendió en el interior de la Bestia y Stone vio al hombre examinando unos papeles, sin duda documentos de extrema importancia. A su lado iba sentado otro hombre. Stone no pudo reprimir una sonrisa. Los agentes debían de estar furiosos por la luz. Pese al blindaje y los cristales antibalas, no había que convertirse en un objetivo tan fácil.
La limusina aminoró al pasar por el cruce y Stone se puso un poco tenso al ver que el hombre miraba en su dirección. Durante unos instantes, el presidente James H. Brennan y el ciudadano conspirador Oliver Stone se miraron a los ojos. El mandatario hizo una mueca y dijo algo. El hombre sentado a su lado apagó la luz de inmediato. Stone volvió a sonreír. «Sí, siempre estaré aquí. Duraré más que vosotros dos».
Stone también conocía bien al hombre que iba sentado al lado del presidente Brennan. Se trataba de Carter Gray, el llamado «zar de los servicios de inteligencia», cargo recién creado en el gabinete que le otorgaba el control dictatorial de un presupuesto de cincuenta mil millones de dólares y de ciento veinte mil personas altamente cualificadas en las quince agencias de información de EE. UU. Su imperio incluía la plataforma del satélite espía, la experiencia criptológica de la Agencia de Seguridad Nacional, la Agencia de Inteligencia Militar (DIA), e incluso la venerable CIA, agencia que Gray había dirigido en el pasado. Al parecer, la gente de Langley pensó que Gray se mostraría deferente y preferente con ellos. Ni lo uno ni lo otro. Como Gray también había sido secretario de Defensa, se suponía que sería leal al Pentágono, que gastaba ochenta centavos de cada dólar dedicado a los servicios de inteligencia. Esa suposición también se había demostrado errónea. Estaba claro que Gray sabía dónde teman enterrados a sus cadáveres y aprovechaba ese conocimiento para doblegar a ambas agencias a su voluntad.
A Stone no le parecía bien que un solo hombre, un único ser humano falible, tuviera tanto poder y, por supuesto, menos aún alguien como Carter Gray. Lo había conocido muy bien décadas atrás, aunque seguro que ahora Gray no reconocería a su antiguo compañero. «Hace años la historia habría sido completamente distinta, ¿verdad, señor Gray?».
De repente le arrebataron los prismáticos y Stone se encontró frente a un guardia uniformado y armado con una metralleta.
—Si vuelves a sacarlos para mirar al jefe, Stone, te quedas sin, ¿está claro? Y si no supiéramos quién eres, te los quitaría ahora mismo. —Y le lanzó los viejos gemelos a Stone antes de alejarse.
—Estoy ejerciendo mis derechos constitucionales, agente —masculló Stone, sabiendo que el guardia no le oiría.
Guardó los prismáticos y se colocó en una zona en penumbra. Volvió a pensar que no era recomendable discutir con hombres sin sentido del humor que llevan armas automáticas. Exhaló un largo suspiro. Su vida se encontraba en precario equilibrio todos los días.
Entró de nuevo en su tienda, abrió la mochila y, con ayuda de la linterna, leyó una serie de artículos que había recortado de periódicos y revistas y pegado en los diarios. Documentaban las actividades de Carter Gray y el presidente Brennan: «El zar de los servicios de inteligencia ataca de nuevo», rezaba un titular; «Brennan y Gray forman un dúo dinámico», informaba otro.
Todo se había producido de forma muy rápida. Tras varios tropiezos, el Congreso había reorganizado por completo los servicios de inteligencia y, básicamente, los había dejado en manos de Carter Gray. Como secretario de Inteligencia, Gray dirigía el Centro Nacional de Inteligencia, o NIC, cuyo objetivo, según marcaba la ley, era proteger al país de ataques tanto dentro como fuera de sus fronteras. «Protegerlo por el medio que sea» era quizá la parte no escrita más importante de dicho objetivo.
Sin embargo, el comienzo del mandato de Gray no había estado a la altura de su extraordinario currículo: una serie de atentados terroristas suicidas en zonas metropolitanas había causado numerosos muertos, dos asesinatos de dignatarios extranjeros de visita y luego un atentado directo pero fallido contra la Casa Blanca. A pesar de los muchos congresistas que pidieron su dimisión y la reducción de la autoridad del secretario, Gray había conservado el apoyo del presidente. Y si se comparaba a los cargos poderosos en Washington con desastres naturales, el presidente era un huracán y un terremoto, todo en uno.
Luego, poco a poco, las tornas habían empezado a cambiar. Se desbarataron una docena de atentados terroristas planeados en suelo estadounidense. Y los terroristas morían o eran capturados sin cesar. Aunque durante mucho tiempo no habían podido desarticular los núcleos de estas organizaciones, por fin los servicios de inteligencia estaban atacando al enemigo desde el interior de sus redes y dañando su capacidad para atacar a EE. UU. y sus aliados. Como era de esperar, Gray se había llevado los laureles por esos resultados.
Stone consultó la hora. La reunión empezaría pronto. Sin embargo, era un recorrido largo y hoy tenía las piernas cansadas, su medio de transporte habitual. Salió de la tienda y comprobó su cartera. No llevaba dinero.
Entonces vio al peatón. Stone se dirigió inmediatamente al hombre mientras este levantaba la mano para llamar un taxi. Aceleró el paso y lo alcanzó justo cuando subía al taxi.
—¿Podría darme algo de dinero? Sólo unos dólares —dijo Stone con la mirada baja y un tono deferente estudiado, lo cual permitía al hombre adoptar una postura magnánima si así lo deseaba.
El hombre vaciló un instante pero al final picó. Sonrió y extrajo la cartera. Stone abrió unos ojos como platos cuando le puso un billete de veinte dólares nuevecito en la palma de la mano.
—Que Dios lo bendiga —dijo mientras agarraba el dinero.
Caminó lo más rápido posible hacia la parada de taxis de un hotel cercano. En circunstancias normales habría tomado el autobús, pero con veinte dólares se permitiría el lujo de ir en taxi, para variar. Tras alisarse el pelo largo y alborotado y mesarse la barba, se dirigió al primer taxi de la fila.
Al verlo, el taxista cerró la puerta.
—¡Largo de aquí! —le espetó.
Stone le enseñó el billete de veinte dólares y le habló a través de la ventanilla medio bajada.
—Las normas que rigen su trabajo no le permiten ningún tipo de discriminación.
A juzgar por la expresión del taxista, pensaba discriminar a su antojo, aunque el dinero lo tranquilizó.
—Hablas bastante bien para ser sintecho —dijo—. Pensaba que erais todos unos chalados —añadió con suspicacia.
—No estoy chalado y tampoco soy un sintecho. Pero sí que, bueno, he tenido un poco de mala suerte en la vida.
—Eso es lo normal. —Abrió las puertas.
Stone subió al vehículo e indicó la dirección.
—Esta noche he visto al presidente en el coche —dijo el taxista—. Fantástico, ¿no?
—Sí, fantástico —convino Stone sin entusiasmo. Miró por la ventanilla trasera en dirección a la Casa Blanca antes de reclinarse en el asiento y cerrar los ojos. «Menudo barrio para llamarlo hogar».