16

Las mujeres eran un constante rompecabezas para la mente de Connor, pero sus misterios y secretos eran en parte responsables de su infinito atractivo.

Pensó en la mujer a la que amaba. Valiente y directa en todos los asuntos… a excepción de los del corazón. En ellos se volvía tan asustadiza como un pajarillo atrapado y, al igual que este, seguro que salía huyendo despavorida en cuanto veía una mínima rendija.

Y, sin embargo, ese corazón se mantenía fuerte, leal y fiel.

No cabía la menor duda de que la había asustado al confesarle sus sentimientos. La amaba, y para él, el verdadero amor llegaba una vez en la vida y era para siempre.

Pese a todo, dado que prefería verla volar libre —por el momento— antes que golpeándose contra la jaula, despertó a Boyle.

Que Boyle estuviera en el picadero con Meara —más temprano de lo que ninguno de los dos tenía que estar— solucionaba dos cosas: Meara tendría a su amigo con ella y los tres dispondrían de un rato para hablar a solas.

La lluvia arreciaba en el bosque y las colinas y repicaba contra las ventanas. Dejó salir al perro y él fue tras él, dando la vuelta a la casa —como habían hecho la noche anterior— y echando un vistazo para cerciorarse de que no quedaban restos del hechizo de Cabhan.

Las flores de su hermana florecían; sus colores intensos y desafiantes destacaban contra el plomizo cielo en tanto que la hierba más allá componía una tupida manta verde. Y todo lo que sentía en el aire era la lluvia, el viento, la potente y nítida magia que él mismo había ayudado a encender en un círculo que abarcaba lo que era suyo.

Cuando se detuvo en el cobertizo de Roibeard, el halcón lo recibió frotando la cabeza con suavidad contra su mejilla. Eso era amor, puro y simple.

—Mantendrás los ojos abiertos, ¿verdad? —Connor le acarició el pecho con los nudillos—. Claro que sí. Ahora tómate tiempo para ti y ve a cazar con Merlín, ya que todos estamos a salvo por el momento.

En respuesta, el halcón abrió las alas y levantó el vuelo. Describió un círculo para luego sobrevolar el bosque e internarse en él.

Connor rodeó la casa de nuevo, entrando por la puerta de la cocina… y dejándola abierta, pues Kathel llegaba detrás de él.

—Ya has hecho la ronda, ¿verdad? Yo también. —Lo acarició y le frotó las orejas—. Imagino que no habrás subido a darle a nuestra Branna un empujón para que así pueda librarme de tener que preparar el desayuno. —Kathel se limitó a lanzarle una mirada tan irónica como era capaz de lanzar un perro—. Eso pensaba, pero tenía que preguntarlo.

Aceptando su sino, Connor dio de comer al animal y le puso agua limpia en el cuenco. A continuación encendió la chimenea de la cocina, la del salón, e incluso la del taller, y luego debió de calcular que ya no tenía tiempo de entretenerse más y se puso manos a la obra.

Puso a freír el beicon, cortó unas rebanadas de pan y batió los huevos.

Estaba vertiendo los huevos en la sartén, cuando Iona y Branna llegaron juntas; Iona vestida para ir a trabajar; Branna aún con el pijama, y con esa expresión hosca de antes de haberse tomado su café.

—Qué temprano os levantáis todos. —Sabedora de las reglas, Iona dejó que Branna se sirviera primero el café—. Y Boyle y Meara ya se han ido.

—Meara quería cambiarse, y le prometió a Boyle que le prepararía el desayuno en agradecimiento por llevarla.

—Estate pendiente de los huevos, Connor, que se te van a quemar —le advirtió Branna, como hacía siempre que él se encargaba del desayuno.

—No se me van a quemar.

—¿Por qué tienes que poner el fuego al máximo siempre que cocinas?

—Porque es más rápido.

Y, joder, casi se le quemaron porque ella lo había distraído.

Los sacó en una fuente junto con el beicon, añadió unas tostadas y luego lo dejó todo en el centro de la mesa.

—Si te hubieras levantado antes podrías haberlos preparado a tu gusto. Así que ahora te los comes a mi gusto; y no hay de qué.

—Tienen una pinta estupenda —dijo Iona con entusiasmo, peinándose su reluciente y corto cabello con los dedos y tomando asiento.

—Ah, no le hagas la pelota solo porque haya preparado una comida, y por primera vez desde hace semanas. —Branna se sentó con ella y le rascó las orejas a Kathel.

—No es hacer la pelota si estás muerta de hambre. —Iona se llenó el plato—. Hoy tendremos cancelaciones. —Señaló hacia la intensa lluvia, que caía sin cesar—. No solo porque está lloviendo, sino también porque hace frío. Normalmente me daría pena, pero creo que hoy a todos nos vendrá bien el tiempo extra. —Probó los huevos. Estaban muy… secos, decidió—. Si el día va a ser tan flojo como pienso, es posible que pueda salir pronto. Así que vendré a trabajar contigo, Branna, si quieres.

—He de terminar unos productos, ya que ayer no hice nada. Tengo que acabarlos y llevarlos a la tienda. Pero me parece que estaré aquí a mediodía. Fin y yo hemos concluido los cambios de la poción que utilizamos en el solsticio. Es más potente de lo que era, pero el hechizo requiere trabajo, igual que la sincronización y todo el puñetero plan.

—Tenemos tiempo.

—Los días pasan volando. Y él es cada vez más atrevido. Lo que intentó anoche…

—No funcionó, ¿no es así? —replicó Connor—. ¿Qué son sus diabólicos murciélagos sino cenizas arrastradas por el viento, por la lluvia? Y gracias a todo este asunto se me han ocurrido un par de ideas.

—Tienes una idea, ¿verdad? —Branna levantó su taza de café.

—La tengo, y también tengo una historia que contar. He buscado a Eamon en sueños, y él a mí. Así que nos hemos encontrado.

—Lo has visto otra vez.

Asintió ante las palabras de Iona.

—Así es, y me he llevado a Meara conmigo. Era un hombre, de unos dieciocho años, ya que me ha dicho que habían pasado cinco desde la última vez que nos vimos. Su hermana Brannaugh tiene dos hijos, y un tercero por llegar, y Teagan está embarazada del primero.

—Estaba embaraza…, Teagan… —agregó Iona—, cuando la vi en mi sueño.

—Lo recuerdo, así que esto habría tenido lugar para mí en la misma época en su mundo en que tuvo lugar para ti. Tanto para mí, como para ti, pasó en la cabaña de Sorcha.

—Sabes que no debes ir allí —espetó Branna—, ni despierto ni en sueños.

—No puedo asegurarte con certeza si fue obra mía o suya, porque te prometo que ni siquiera ahora lo sé. Pero sabía que estábamos a salvo allí, en esa época, o de lo contrario me habría marchado. No habría puesto otra vez en peligro a Meara.

—De acuerdo. De acuerdo, vale.

—Habían regresado a casa —prosiguió, y untó la tostada de mermelada— y era un regreso agridulce. Saben que van a luchar contra Cabhan y que no ganarán, ya que él está aquí, en nuestra época, en nuestro lugar. Le he contado que somos seis y que uno de los seis lleva la sangre de Cabhan.

—¿Y le ha parecido bien? —preguntó Branna.

—Él me conoce. —Connor se llevó la mano al corazón—. Y confía en mí. Así que a su vez confía en los míos, y Fin es de los míos. Llevaba el colgante que le regalé, así como el amuleto que compartimos. Yo he llevado la pequeña piedra que él me dio, y cuando la he sacado, ha brillado en mi mano. Tenías razón en eso. Tiene poder.

—Bueno, yo no la colocaría en una honda y jugaría a David contra Goliat con Cabhan, pero es bueno que la lleves contigo.

—Eso hago. Y además tenía el jacinto silvestre.

—La flor de Teagan —adujo Iona.

—La he plantado, la he alimentado con mi sangre y con agua que he extraído del aire. Y las flores se abrieron en la tumba de Sorcha.

—Has cumplido tu palabra. —Iona le acarició el brazo—. Y les has dado algo que es importante.

—Le he dicho que le pondremos fin porque creo que así lo haremos. Y creo que sé algo que se nos pasó en el solsticio. La música —repuso—, y su alegría.

—La música —repitió Iona mientras Branna se apoyaba en el respaldo de su silla, con expresión pensativa.

—¿Qué lo atrajo aquí anoche, tan furioso, tan atrevido? Nuestra luz, sí, y eso también lo tendremos. Nosotros mismos, desde luego. Pero tocábamos música, y eso es una luz en sí.

—Un sonido jubiloso —dijo Iona.

—Lo es. Eso lo ciega… con esa ira contra la alegría. ¿Por qué no podría retenerle también?

—La música. Tocamos aquella noche la primavera pasada, ¿te acuerdas, Iona? Estábamos aquí, Meara, tú y yo. Yo saqué mi violín y tocamos y cantamos, y él nos acechó fuera, entre las sombras y la niebla. Atraído por ello —añadió Branna—, atraído por la música a pesar de que la odia…, a pesar de que odia que la llevemos dentro.

—Me acuerdo.

—Oh, puedo trabajar con esto. —Branna entrecerró los ojos al tiempo que sus labios se curvaban—. Sí, esto es algo que añadir al caldero. Una buena idea, Connor.

—Es brillante —dijo Iona.

—Estoy de acuerdo. —Con una sonrisa de oreja a oreja, Connor se terminó los huevos.

—Seguro que Meara ha dicho lo mismo.

—Puede que lo haga cuando se lo cuente. Se me ha ocurrido esta misma mañana —agregó—, y ella tenía una prisa tremenda por ponerse en marcha.

—¿Y eso por qué? A mí me queda casi media hora aún para entrar a trabajar. —Y por esa razón Iona se levantó a por una segunda taza de café—. Si hubiese esperado, Boyle y yo podríamos… Oh. —Abrió los ojos como platos—. ¿Os habéis peleado?

—No nos hemos peleado. Se batió rápidamente en retirada cuando le dije que la quería, tal y como esperaba que hiciera. Tratándose de Meara, le llevará un tiempo asimilarlo todo.

—Por fin te has dado cuenta. —Iona regresó a la mesa bailando y lo rodeó con los brazos desde detrás de su silla—. Es maravilloso.

—El problema no era darse cuenta… A lo mejor lo era. —Reflexionó—. Y a ella le cuesta más llegar a esa conclusión. Será más feliz cuando lo haga, y yo también. Pero por ahora resulta bastante divertido verla cómo intenta evitarlo.

—Ten cuidado, Connor —le dijo Branna con serenidad—. No es cabezonería ni una naturaleza obstinada lo hace que se reprima. Son las cicatrices.

—No puede vivir la vida desoyendo a su corazón porque el cabrón de su padre no tuviera uno.

—Ten cuidado —repitió Branna—. A pesar de lo que diga, a pesar de lo que se piensa que cree, lo quería. Aún lo quiere, y por eso el dolor no se ha mitigado.

La irritación ascendió por la espalda de Connor.

—Yo no soy su padre, y debería saberlo.

—Oh, no, cariño, lo que pasa es que ella tiene miedo de… de ser como su padre.

—Eso es una gilipollez.

—Por supuesto. —Branna se levantó y empezó a recoger—. Pero esa es la carga que lleva. A pesar de lo mucho que la quiero, y que ella me quiere a mí, no he sido capaz de quitársela de encima, no del todo. Eso te toca a ti.

—Y lo harás. —Iona se apartó de la mesa de nuevo para ayudar—. Porque el amor, si uno no se rinde, lo puede todo.

—No seré yo quien se rinda.

Iona se detuvo para darle un beso en la coronilla.

—Lo sé. Los huevos estaban muy buenos.

—Yo no diría tanto —repuso Branna—, pero nosotras nos ocuparemos de fregar, ya que tú has cocinado… más o menos.

—Pues estupendo, porque tengo que llamar a Roibeard para que venga e irme a trabajar. —Cogió la chaqueta del perchero y una gorra en medio de soniquete de platos—. La quiero —dijo, pues las palabras lo hacían sentirse muy bien—. La quiero con toda mi alma.

—Ay, Connor, pedazo de idiota, siempre ha sido así.

Salió bajo la lluvia pensando que su hermana tenía razón. Siempre la había querido.

El mal humor, los nervios y una tendencia a contestar de mala manera hicieron que la asignaran a la montaña de abono.

Un día de mierda para un trabajo de mierda, pensó Meara mientras se ponía sus viejas botas y se cambiaba la chaqueta por una de las más gruesas para trabajar en el establo. Pero, claro, también ella se sentía una mierda. Y dado que no podía negar que había buscado pelea con Boyle —después de ladrar a Mick, gruñir a Iona y pasarse el resto de la mañana de mala leche—, no podía culparlo por encomendarle un trabajo de mierda para quitársela de encima.

Pero lo culpaba de todas formas.

Había asignado a Iona su paseo guiado; unos clientes recios de la zona central de Inglaterra que no se dejaban amilanar por la puñetera lluvia. Mick tenía clase en el picadero, así que la jodida lluvia no lo afectaba. Ni tampoco afectaba a Patty, que estaba limpiando el guadarnés, ni a Boyle, que estaba encerrado en su despacho.

Así que le tocaba a ella arrastrarse de un lado a otro bajo la jodida lluvia y hasta la majestuosa montaña de mierda.

Se rodeó el cuello con el pañuelo, se caló bien la gorra y emprendió el camino con paso airado —cargada con una pala y una larga barra metálica— hacia lo que todos llamaban, sin el más mínimo afecto, la montaña de caca, que se encontraba detrás del establo, bien alejada.

Un picadero producía mucho estiércol con que mantener la montaña, y había que ocuparse de ese subproducto, por utilizar el término refinado. Y los más sabios y preocupados por el medio ambiente no solo se encargaban de deshacerse de ello, sino que lo aprovechaban.

Era un proceso que aprobaba, en días normales. Los días en que no estaba cabreada con el mundo en general. Los días en que no caían chuzos de punta.

Los excrementos, tratados adecuadamente, se convertían en abono orgánico. Y el abono orgánico enriquecía la tierra. Así que Fin y Boyle habían construido una zona —lo bastante alejada como para que no llegaran los olores— con ese fin.

Cuando llegó a la montaña de caca, maldijo al darse cuenta de que se había dejado el iPod y los cascos en el establo. Ni siquiera podría distraerse escuchando música.

Solo podía farfullar mientras retiraba los viejos sacos del gran montón y utilizaba luego la pala para remover el estiércol.

El abono orgánico requería de calor para matar las semillas, los parásitos, para convertir los excrementos en un nutritivo suplemento. Era una labor que había realizado en infinidad de ocasiones, así que continuó de forma automática, añadiendo fertilizante para ayudar a descomponer el excremento, introduciendo las capas exteriores en el interior, en el calor, formando una segunda montaña y hundiendo el palo profundamente para añadir ventilación.

Al menos no tuvo que arrastrar la manguera, ya que la jodida lluvia proporcionaba toda el agua necesaria al asqueroso cóctel.

Asqueroso cóctel, pensó, siguiendo con la tarea. Ahí era justo donde Connor los había metido a los dos.

¿Por qué tenía que meter el amor de por medio? ¿Amor, promesas e ideas de futuro, de familia y de estar juntos para siempre? ¿Acaso no había ido todo bien? ¿Acaso no se las habían apañado mejor que bien con el sexo, la diversión y la amistad?

Le había dicho todo aquello…, y gran parte en gaélico. Una estratagema deliberada, pensó mientras cargaba la pala, removía y distribuía el estiércol. Una estratagema para encogerle el corazón. Una estratagema para hacerla suspirar y que se rindiera.

La había vuelto débil —lo había hecho, lo había hecho—, y no sabía qué hacer con esa debilidad. La debilidad era un enemigo, y él le había echado encima a ese enemigo. Y además había hecho que tuviera miedo.

Y ella lo había empezado todo, ¿o no era así? Oh, solo podía culparse a sí misma de la situación, de todos los problemas que estaba abocada a causar.

No podía negar que había sido la primera en besarlo. Lo había metido en su cama, cambiando lo que eran el uno para el otro.

Connor era un romántico; eso también lo había sabido. Pero teniendo en cuenta cómo había revoloteado de mujer en mujer, no se la podía culpar del todo por no haberse esperado recibir una declaración de amor.

Ya tenían demasiadas cosas a las que hacer frente. Cada día quedaba menos tiempo hasta la víspera de Todos los Santos, y si tenían un plan sólido para entonces, ella aún no lo conocía.

El optimismo de Connor, la determinación de Branna, la rabia interior de Fin, la fe de Iona. Todo eso lo tenían, y también la lealtad de Boyle y la suya propia.

Pero eso no equivalía a una estrategia ni a unas tácticas para combatir la magia negra.

Y en vez de centrarse en encontrar dichas estrategias y tácticas, Connor O’Dwyer se entretenía diciéndole cosas como que era el latido de su corazón, el amor de todas sus vidas.

En gaélico. En gaélico, mientras le hacía cosas imposibles a su cuerpo.

¿Y no la había mirado a los ojos por la mañana, después de despertar de aquel extraño mundo onírico, y le había dicho a las claras que la amaba?

Le había sonreído de oreja a oreja, pensó echando humo. Como si poner patas arriba su mundo fuera una divertida broma.

Debería haberle dado una patada en el culo y echado de la cama. Eso era lo que tendría que haber hecho.

Juró por Dios que arreglaría las cosas con él. Porque no iba a ser débil, ni por él ni por nadie. No iba a ser débil ni a tener miedo. No consentiría que le encogieran el corazón para que hiciera promesas que iba a incumplir.

No dejaría que la volvieran blanda y estúpida como a su madre. Incapaz de cuidar de sí misma. Avergonzada y penando por la traición infligida, como si fuera el golpe asestado por un hacha, por un hombre.

Más aún, peor aún, no iba a consentir volverse descuidada y egoísta como su padre. Un hombre que hacía promesas, e incluso las cumplía mientras su vida iba como la seda. Que las rompía sin piedad, y con ello el corazón de quienes lo amaban, cuando aparecían los baches.

No, no sería la esposa de ningún hombre, no sería una carga para ningún hombre, no sería el corazón de ningún hombre. Sobre todo no de Connor O’Dwyer.

Porque, que Dios se apiadara de ella, lo amaba demasiado.

Sintió que un sollozo se abría paso, y lo reprimió por la fuerza.

Algo temporal, se prometió mientras volvía a extender las bolsas sobre la montaña de abono orgánico. Esa clase de fuego en el corazón no podía durar.

Nadie podría sobrevivir a ello.

Pronto volvería a ser ella misma, y también Connor. Y todo aquello sería como uno de esos sueños raros que no eran sueños.

Se dijo que estaba más calmada, que el trabajo físico le había sentado bien. Volvería, limaría asperezas con Mick, sobre todo, y también con los demás.

—Ya has cumplido tu penitencia —dijo en voz alta, retrocediendo y dando media vuelta.

Y su padre le brindó una sonrisa.

—Con que estás aquí, mi princesa.

—¿Qué?

Un pájaro trinaba en el moral y las rosas florecían como en el país de las hadas. Adoraba los jardines de allí, los colores, los aromas, el sonido de los pájaros, el murmullo de la fuente cuando el agua se derramaba en el estanque circular desde una jarra que sostenía una grácil mujer.

Y adoraba todos los curiosos rincones y sombreadas pérgolas en que podía esconderse de sus hermanos si quería estar sola.

—Andabas perdida en tus sueños de nuevo y no me has oído llamarte. —Rió, su sonoridad hizo que los labios de Meara se curvaran a pesar de que las lágrimas ardían en sus ojos.

—No puedes estar aquí.

—Un hombre tiene derecho a tomarse libre un día tan bonito para estar con su princesa. —Sonriendo todavía, se dio un golpecito con el dedo índice en un lado de la nariz—. No pasará mucho tiempo antes de que los chicos del condado empiecen a rondar por aquí, y entonces no tendrás tiempo para tu viejo padre.

—Siempre lo tendré.

—Esa es mi niñita. —Le tomó la mano y enganchó su brazo al de él—. Mi preciosa princesa cíngara.

—Tienes la mano muy fría.

—Tú me la calentarás. —Comenzó a pasear con ella, por los senderos de piedra, entre los rosales y los cremosos maceteros de lirios cala, el intenso azul de las lobelias, con el sol derramando su luz nacarada, como el interior de una perla rota—. He venido solo para verte —comenzó, usando ese tono confidencial, y añadiendo un guiño ladino como hacía cuando tenía secretos que contarle—. Todos están en la casa.

Meara miró hacia ella, a los tres elegantes pisos de ladrillo, pintados de blanco como había deseado su madre. La amplia terraza estaba rodeada por más jardines, que se extendían hasta un césped verde, donde a su madre le gustaba ofrecer el té durante los soleados días de verano.

Diminutos sándwiches y pastelitos.

Y adoraba su habitación, pensó Meara, levantando la vista. Sí, su habitación allí mismo, con sus puertas dobles y su pequeño balcón. Un balcón de Julieta, lo había llamado él.

De modo que era su princesa.

—¿Por qué están todos en la casa? Es un día precioso. ¡Deberíamos hacer un picnic! La señora Hannigan podría preparar unos pasteles de carne y podríamos llevar queso y pan, y tartaletas de mermelada.

Comenzó a darse la vuelta, pues deseaba correr a la casa y llamar a todos para que salieran, pero él lo evitó.

—No es día para hacer un picnic.

Durante un momento Meara creyó oír la lluvia repicando en el suelo y, cuando miró hacia arriba, pareció que una sombra pasaba por delante del sol.

—¿Qué es eso? ¿Qué es, papá?

—Nada en absoluto. Toma.

Arrancó una rosa del rosal y se la dio a ella. Meara la olió, esbozando una sonrisa cuando los suaves pétalos blancos le rozaron la mejilla.

—Si no hacemos un picnic, ¿no podemos tomar té y tarta, como una fiesta, ya que estás en casa?

Él negó con la cabeza, despacio, con tristeza.

—Me temo que no puede haber ninguna fiesta.

—¿Por qué?

—Nadie quiere verte, Meara. Todos saben que es culpa tuya.

—¿Culpa mía? ¿El qué? ¿Qué he hecho?

—Te has asociado y has conspirado con brujas.

Se volvió, agarrándola con fuerza de los hombros. Ahora la sombra se movió sobre su cara, haciendo que el corazón se le encogiera de miedo.

—¿Conspirado? ¿Asociado?

—Conspiras y confabulas, te relacionas con el engendro del diablo. Yaces con uno, como una puta.

—Pero… —Se sentía mareada, mareada y confusa—. No, no, tú no lo entiendes.

—Mejor que tú. Están malditos, Meara, y tú con ellos.

—No. —Suplicando, posó las manos en su pecho. Estaba frío, frío como sus manos—. No puedes decir eso. No puedes decirlo en serio.

—Puedo decirlo. Y lo digo en serio. ¿Por qué crees que me marché? Fuiste tú, Meara. Te abandoné a ti. Una ramera egoísta y malvada que ansía un poder que jamás podrá tener.

—¡No! —El shock, igual que un puñetazo en el estómago, hizo que se tambaleara—. ¡No es así!

—Me avergonzaba tanto de ti que no podía ni mirarte a la cara —repuso su padre. Los sollozos la avasallaron, luego ahogó un grito cuando la rosa blanca en su mano comenzó a sangrar—. Es tu propia maldad —le dijo cuando ella la tiró al suelo—. Destruyes a todos los que te aman. Todo el que te quiera sangrará y se marchitará. O escapará, como hice yo. Te abandoné, avergonzado y asqueado.

»¿Oyes llorar a tu madre? —exigió—. Llora y llora sin parar por tener que cargar con una hija que prefiere a los hijos del diablo antes que a los de su sangre. La culpa es tuya.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas; lágrimas de vergüenza, de culpa y de pena. Cuando agachó la cabeza, vio la rosa hundiéndose en un charco de su propia sangre.

Y la lluvia caía con fuerza, se percató.

Lluvia.

Se tambaleó un poco, oyó al pájaro cantando en el moral y el agua salpicando alegre en la fuente.

—Papá…

Y el grito de un halcón desgarró el aire.

Connor, pensó. Connor.

—No. Yo no tengo la culpa.

Empapada por la lluvia, liberada por el grito del halcón, lo atacó con la pala. Aunque lo pilló por sorpresa, él retrocedió de un salto de modo que pasó a escasos centímetros de su cara.

Una cara que ya no era la de su padre.

—Vete al infierno.

Atacó de nuevo, pero la tierra pareció moverse bajo sus pies. Podría jurar que algo le perforó el corazón mientras eso sucedía.

Ante su agudo grito de dolor, Cabhan le mostró los dientes en una sonrisa cruel. Y se convirtió en niebla.

Meara logró dar un paso tembloroso, luego otro. El suelo continuaba moviéndose, el cielo giraba y giraba sobre su cabeza.

A lo lejos, a través de la lluvia y la niebla, oyó que alguien pronunciaba su nombre.

Un paso, se dijo, luego otro.

Oyó al halcón, vio al caballo, un borrón gris atravesando la bruma a toda velocidad, y al perro corriendo detrás de él.

Vio a Boyle corriendo hacia ella, como si los perros del infierno le pisaran los talones.

Y mientras el mundo no dejaba de girar, vio con cierto asombro a Connor bajar de un salto del lomo desnudo de Alastar.

Él gritó algo, pero el rugido en su cabeza amortiguó el sonido.

Sombras, pensó. Un mundo de sombras.

Se cernieron sobre ella y la engulleron.

Nadó en ellas, se ahogó en ellas, se sumergió en ellas. Oyó la risa de su padre, pero cruel, muy cruel.

Tú tienes la culpa, niña egoísta y sin corazón. No tienes nada. No eres nada. No sientes nada.

Yo te daré poder, le prometió Cabhan; su voz era como una caricia. Es lo que de verdad deseas, lo que ansías y codicias. Tráeme su sangre y yo te daré poder. Toma su vida y yo te daré la inmortalidad.

Meara luchó, trató de abrirse paso entre las sombras de nuevo hacia la luz, pero no podía moverse. Se sentía maniatada, demasiado pesada mientras las sombras se hacían más espesas, tanto que las respiraba cada vez que tomaba aire.

Cada bocanada era más fría. Cada bocanada era más oscura.

Haz lo que él te pide, le apremió su padre. El brujo no es nada para ti; tú no eres nada para él. Solo cuerpos sobándose en la oscuridad. Mata al brujo. Sálvate a ti misma. Yo volveré contigo, princesa.

Entonces Connor intentó cogerle la mano. Su luz brillaba entre las sombras, sus ojos eran verdes como esmeraldas.

Ven conmigo. Ven conmigo. Te necesito, aghra. Vuelve a mí. Toma mi mano. Solo tienes que tomar mi mano.

Pero no podía, no podía; ¿acaso él no lo veía? Algo gruñía y chasqueaba detrás de ella, pero Connor solo le sonreía.

Claro que puedes. Mi mano, cariño. No mires atrás. Solo toma mi mano. Vuelve conmigo ahora.

Dolía, dolía levantar ese brazo tan pesado, tirar de las ataduras que no podía ver. Pero había luz en él, y calor, y necesitaba ambas cosas con desesperación.

Llorando, levantó el brazo y trató de coger su mano. Era como si la sacaran de las yemas de los dedos del espeso barro. Como ser arrastrada centímetro a centímetro, y de forma dolorosa, mientras una fuerza opuesta tiraba en la dirección contraria.

—Te tengo —le dijo Connor, sin apartar los ojos de los suyos—. No te soltaré.

Entonces ella sintió que salía de golpe, como el corcho de una botella, a la luz.

Le ardía el pecho, le ardía como si su corazón se hubiera convertido en un carbón caliente. Cuando trató de inspirar, el aire le quemó la garganta.

—Tranquila, despacio. Respira despacio. Despacio. Ya has vuelto. Estás a salvo. Estás aquí. Chis, chis.

Alguien sollozaba de manera dolorosa y desgarradora. Tardó unos minutos en darse cuenta de que esos sonidos procedían de ella.

—Te tengo. Te tenemos.

Hundió la cara en el hombro de Connor; Dios, Dios, su olor era como agua fría para el fuego. Entonces él la cogió en brazos.

—Me la llevo a casa.

—Mi casa está más cerca. —Meara le oyó decir a Fin.

—Se queda en nuestra casa hasta que esto haya terminado, pero gracias. Me la llevo a casa. Pero ¿vas a venir? Cuando puedas, ¿vendrás?

—Sabes que sí. Todos iremos.

—Estoy contigo, Meara. —Oyó la voz de Branna, sintió su mano acariciándole el pelo, la mejilla—. Estoy aquí mismo, contigo.

Deseaba hablar, pero nada salió salvo aquellos terribles y desgarrados sollozos.

—Ve con ellos —dijo Boyle—. Ve con ellos, Iona. Deberíais estar los tres con ella. Yo me ocupo de Alastar. Llévate el camión y ve con ellos.

—Ven pronto.

Meara volvió la cabeza lo suficiente para ver a Iona dirigirse a toda prisa al camión de Boyle y sentarse al volante. Connor corrió bajo la lluvia, entre la niebla, mientras el mundo se sacudía a su alrededor, como la cubierta de un barco en una tormenta.

Y el dolor en su pecho, en su garganta, en todo su ser ardía como los fuegos del infierno.

Se preguntó si iba a morir. Si moriría maldita tal y como le había dicho el padre que no era su padre.

—Chis —insistió Connor—. Estás viva y a salvo, y estás con nosotros. Descansa, cariño. Descansa.

Tras escuchar sus palabras, se sumió en un cálido sueño.