13

Meara pasó la mayor parte de su siguiente día libre en casa de su madre, ayudándola a meter las últimas cosas en la maleta para lo que llamaban la larga visita. Y dado que hacer el equipaje requería tomar decisiones —qué debía llevarse, qué debía dejar, qué podía dar o tirar a la basura—, se pasó la mayor parte de su día libre con una tremenda jaqueca.

La toma de decisiones, y ella lo sabía bien, sumían a Colleen Quinn en un estado de indecisión y ansiedad. Simplemente decidir si llevarse el trío de mimadas violetas africanas la dejó al borde de las lágrimas.

—Bueno, claro que vas a llevártelas. —Meara se esforzó por hallar el equilibrio en la delgada cuerda entre la jovialidad y la firmeza.

—Si las dejo aquí, Donal y tú tendréis que molestaros en regarlas y cuidarlas, y si se os olvida…

—Puedo prometer que no se me olvidará. —Porque se las llevaría a Branna, que sabía cómo cuidarlas—. Pero deberías llevártelas.

—Es posible que Maureen no las quiera en su casa.

—¿Y por qué no iba a quererlas Maureen? —Balanceándose en esa delgada cuerda, Meara dibujó una sonrisa resuelta en su cara mientras cogía una de las plantas de hojas rizadas, plagada de flores moradas—. Son preciosas.

—Bueno, es su casa, ¿no?

—Y tú eres su madre y estas son tus plantas.

Tomada la decisión —a Dios gracias—, Meara las metió con cuidado en cajas que había pedido en el supermercado.

—Oh, pero…

—Aquí estarán seguras durante el viaje. —Siete por siete (¡mierda!), cuarenta y nueve—. Y ¿acaso no has dicho que las plantas son seres vivos y que reaccionan a la música, a la conversación y al afecto? Te echarían de menos, y seguro que se marchitarían por mucho mimo con que yo las cuidara.

Inspirada, Meara canturreó «On the road again» mientras colocaba bolas de papel alrededor de las macetas. Al menos eso arrancó una sonrisa fugaz a Colleen.

—Tienes una voz preciosa.

—La he sacado de mi madre, ¿no es así?

—Tu padre también tenía una voz bonita y potente.

—Hum. —Esa fue la respuesta de Meara mientras continuaba recitando la tabla de multiplicar en su cabeza—. Bueno, seguro que quieres algunas de tus fotos para ponerlas en tu habitación.

—Oh. —Colleen entrelazó los dedos de sus manos como era su costumbre cuando no sabía qué hacer—. No estoy segura; además, ¿cómo voy a elegir? Y…

—Yo las elegiré. Así te llevarás una grata sorpresa cuando las desempaquetes. ¿Sabes? No me vendría mal un té.

—Oh. Voy a prepararlo.

—Sería estupendo. —Y le proporcionaría cinco minutos de paz.

Con Colleen en la cocina, Meara escogió con rapidez algunas fotos enmarcadas; capturaban momentos del pasado, de su infancia, de sus hermanos y, aunque no le agradara especialmente, de sus padres juntos.

Estudió una de sus padres, sonriendo, con los exuberantes jardines de la casa grande que en otro tiempo los había rodeado. Un rostro apuesto, pensó, contemplando a su padre. Un hombre guapo y corpulento, con todo su encanto a raudales.

Y sin carácter.

Envolvió la foto para proteger el cristal del marco y la metió en la caja. Tal vez opinara que su madre estaría mejor sin el constante recordatorio del pasado, pero no era su vida.

Y esa vida, en ese preciso instante, cabía en dos maletas, una bolsa y tres cajas de embalar.

Habría más si se convertía en algo permanente; una palabra que Colleen aún no estaba lista para escuchar. Más cosas que empaquetar pero, mucho más que eso, más vida que vivir. Meara estaba segura de ello.

Una vez consideró terminado el trabajo —o casi—, volvió a la cocina. Y encontró a su madre sentada a la diminuta mesa, llorando en silencio mientras se tapaba la cara con las manos.

—Ay, mamá.

—Lo siento, lo siento. No he preparado el té. Me siento perdida, Meara. He vivido en Cong y sus alrededores toda mi vida. Y ahora…

—No está lejos. No estarás lejos. —Se sentó y le asió las manos—. Ni siquiera a una hora.

Colleen levantó la vista, llorosa.

—Pero no os veré ni a Donal ni a ti como ahora.

—Es solo una visita, mamá.

—Puede que nunca vuelva aquí. Es lo que todos estáis pensando por mí.

Sin otra alternativa, Meara cargó con la culpa.

—Es lo que todos creemos que querrás una vez lleves un tiempo allí. Si te quedas en Galway con Maureen, Sean y los niños, iremos a visitaros. Desde luego que iremos. Y si no estás feliz allí, volverás aquí. ¿Acaso no he dicho que me ocuparía de que la casa esté disponible para ti?

—Odio este lugar. Detesto todo de este lugar —exclamó. Aturdida, Meara abrió la boca y la cerró de nuevo sin saber qué decir—. No, no, eso no está bien, no es verdad. —Meciéndose, Colleen se llevó las manos a la cara—. Adoro los jardines. Adoro verlos, el de delante y el de atrás, y adoro trabajar en ellos. Y estoy agradecida por la casa, porque es un sitio muy agradable. —Sacando un pañuelo del bolsillo, Colleen se enjugó las lágrimas—. Le estoy agradecida a Finbar Burke por alquilármelo por mucho menos de un precio justo… y a ti por pagarlo. Y a Donal por quedarse conmigo tanto tiempo. A todos vosotros por aseguraros de que alguno me llame cada día para ver qué tal estoy. Por llevarme de vacaciones. Sé que todos habéis conspirado para que me vaya a Galway con Maureen por mi propio bien. No soy estúpida del todo.

—No eres estúpida en absoluto.

—Tengo cincuenta y cinco años y no sé ni preparar cordero asado.

Como eso provocó otro ataque de lágrimas, Meara probó con otra táctica.

—Es cierto que eres una pésima cocinera. Cuando llegaba a casa del colegio y olía el guisado que estabas preparando le preguntaba a Dios qué había hecho yo para merecer semejante castigo.

Colleen la miró con los ojos desorbitados durante un interminable minuto, con las lágrimas en las mejillas. Luego rompió a reír. El sonido era un poco desquiciado, pero era una risa.

—Mi madre era peor.

—¿De verdad es eso posible?

—¿Por qué crees que tu abuelo contrató a una cocinera? Habríamos muerto de hambre. Y Maureen, bendita sea, no es mucho mejor.

—Por eso se inventó la comida preparada. —Esperando evitar más llantos, Meara se levantó para poner la tetera al fuego—. No sabía que odiaras vivir aquí.

—No lo odio. Eso ha estado mal y he sido una desagradecida. Tengo un techo sobre mi cabeza y un jardín del que estoy orgullosa. Tengo buenos vecinos y a Donal y a ti cerca. Odio que eso sea todo lo que tengo; la propiedad de otra persona que me paga mi hija.

—No es todo lo que tienes. —Meara se preguntó qué ciega había estado al no ver cómo hería el orgullo de su madre el vivir en una casa de alquiler que su hija le pagaba—. Es solo un lugar, mamá. Solo un lugar. Tú tienes a tus hijos, a tus nietos, que te quieren tanto como para conspirar a fin de que seas feliz. Te tienes a ti misma; una cocinera pésima, pero una jardinera brillante. Vas a ser una bendición para tus nietos.

—¿De veras?

—Oh, de veras. Eres paciente con ellos, y te interesas de verdad por sus cosas y sus pensamientos. Con los padres es distinto, ¿verdad? Tienen que considerar constantemente si decir que sí o que no, ahora o después. Tienen que enseñarles disciplina e imponerla al mismo tiempo que los quieren y atienden. Tú solo tienes que quererlos, y ellos absorberán ese amor como esponjas.

—Echo de menos tenerlos cerca, disponer de tiempo para mimarlos.

—Pues aquí tienes tu oportunidad.

—¿Y si Maureen se opone a que los mime?

—Entonces iré a Galway a darle una patada en el culo.

Colleen sonrió de nuevo mientras Meara preparaba el té.

—Siempre has sido mi guerrera. Tan fiera y valiente. Espero tener nietos tuyos a los que consentir algún día.

—Ah, bueno.

—He oído que Connor O’Dwyer y tú os estáis viendo.

—He visto a Connor toda mi vida.

—Meara.

Nada de escaquearse, pensó, y llevó el té a la mesita.

—Estamos saliendo.

—Le tengo mucho aprecio. Es un buen hombre, y también muy guapo. Tiene buen corazón y una naturaleza afable. Viene a visitarme de vez en cuando solo para ver qué tal estoy y para preguntarme si puede hacer alguna cosa por mí.

—No lo sabía, pero es típico de él.

—Tiene algo, y aunque sé cómo es el mundo, no puedo aprobar… bueno, el sexo antes del matrimonio.

«¡Madre del amor hermoso —rogó Meara—, ten piedad y ahórrame la charla sobre sexo!»

—Entendido.

—Tengo la misma opinión con respecto a Donal y a Sharon, pero… Un hombre es un hombre, a fin de cuentas, y todos quieren esas cosas, con o sin sagrado matrimonio de por medio.

—Lo mismo que las mujeres, mamá, y detesto darte la noticia, pero soy una mujer adulta.

—Sea como sea —repuso Colleen con aire puritano—, sigues siendo mi hija. Y a pesar de lo que la Iglesia diga sobre tales asuntos, espero que tengas cuidado.

—Puedes estar tranquila.

—Lo estaré cuando estés felizmente casada y formes una familia en tu propia casa. Aprecio mucho a Connor, como ya he dicho, pero es un hecho que tiene buen ojo para las mujeres. Así que ten cuidado, Meara.

Cuando oyó abrirse la puerta principal, Meara le dio las gracias de manera apresurada.

—Y aquí está Donal para llevarte a Galway —dijo con alegría—. Voy a poner otra taza para él.

Pensó en irse a su casa a contemplar las paredes hasta que no se sintiera tan mal, tan hecha polvo y tan culpable. Y terminó conduciendo directamente a casa de Branna.

En cuanto entró en el taller, vio que había cometido un error.

Branna y Fin estaban de pie, juntos, frente a la amplia mesa de trabajo, con las manos apoyadas en un cuenco de plata. El líquido que contenía, fuera el que fuese, desprendía una intensa luz naranja que ascendía en una columna de humo.

Branna levantó un dedo de la mano libre; una señal para que esperase.

—Tú y los tuyos y yo y los míos, vida y muerte juntas se entrelazan. Sangre y lágrimas vertidas y derramadas se mezclan, espesas y rojas. Fuego y humo bullirán y sellarán tu destino con esta poción.

El líquido burbujeó, hizo espuma y se derramó un intensísimo color naranja.

—¡Mierda! —Branna retrocedió, y apoyó los puños en las caderas—. Sigue sin estar bien. Debería volverse rojo, como la sangre. De un rojo rabioso, y espeso. Nos sigue faltando algo.

—Pues desde luego no es mi sangre —repuso Fin—. Ya te he dado un litro.

—Solo unas gotitas, nada más; no me seas crío. —Branna, que sin duda estaba frustrada, se tiró del pelo que se había recogido en lo alto de la cabeza de forma descuidada—. He cogido la mía, y también la de Connor y la de Iona, ¿no es verdad?

—Y vosotros sois tres y yo solo uno.

—Además de la que hemos usado del vial con su sangre del solsticio, y la que estamos usando de la que hemos sacado de la espada.

—Puedes coger la mía si la necesitas —le ofreció Meara—. De lo contrario parece que solo estoy en medio.

—No lo estás. A lo mejor no nos viene mal otro par de ojos, otro cerebro. Pero vamos a hacer un descanso para que pueda pensar en esto —decidió Branna—. Vamos a tomarnos un té.

—Estás disgustada —le dijo Fin a Meara mientras Branna pasaba la bayeta por la mesa—. Hoy has visto a tu madre marcharse a Galway.

—Hace un ratito, sí, y entre lágrimas y rechinando los dientes.

—Lo siento. —Branna rodeó la mesa de inmediato y le frotó el brazo a Meara—. Estaba sumida en mis propias frustraciones y no he pensado en las tuyas. Ha sido duro.

—En algunos aspectos más y en otros menos de lo que esperaba. Pero ha sido completamente agotador.

—Tengo cosas que hacer, así que os dejo a las dos para que habléis.

—No, no te vayas por mí. Y esto me da la posibilidad de hablar contigo sobre el alquiler.

—No es algo de lo que tengas que preocuparte. Como ya te dije, puedo esperar hasta que ella decida qué quiere hacer. Hace casi diez años ya que vive allí.

—Es muy amable por tu parte, Fin. Lo digo en serio.

Branna fue a preparar el té sin decir nada.

—Creo que no va a volver…, a vivir no —repuso Meara—. Creo que el cambio la animará. Los nietos, sobre todo los nietos, ya que va a vivir con algunos, y a los demás los tendrá muy cerca. A eso hay que sumarle que Sean, el marido de Maureen, se desvive por ella porque siempre ha sentido debilidad por mi madre. Y lo cierto es que ella no es feliz viviendo sola. Necesita a alguien, no solo por la conversación, sino para que la guíe, y Maureen le proporcionará ambas cosas.

—Pues deja de sentirte culpable —la aconsejó Fin.

—Voy a revolcarme en ello durante un rato. —Haciendo eso, Meara se apretó los ojos con los dedos—. Ella también ha llorado y ha dicho cosas que no sabía que pensaba o sentía. Fin, te está agradecida por la casa, por el irrisorio alquiler que le has cobrado todos estos años… y yo no tenía ni idea de que ella supiera lo del dinero. Pero lo sabía y está agradecida, y yo también.

—No es nada, Meara.

—Lo es, para ella y para mí. Ni siquiera con la ayuda de Donal habría podido pagar mi alquiler y el suyo si el de ella no hubiera sido tan bajo, y sin duda habría habido un asesinato. Así que a ella le has salvado la vida y a mí de ir a la cárcel, y por eso vas a aceptar la gratitud que te mereces.

—De nada. —Entonces se acercó a ella y la abrazó cuando se puso a llorar—. Basta ya, cielo.

—Es que ella se puso a llorar otra vez cuando Donal y yo cargamos sus cosas en el camión, y se agarró a mí como si yo me fuera a la guerra, lo cual es cierto, supongo, aunque ella no lo sabe. Juro que ha cerrado los ojos todos estos años a lo que tres de mis mejores amigos son, y ahora solo le preocupa que Connor y yo estemos teniendo sexo fuera de la sagrada institución del matrimonio.

Aunque no pudo reprimir la sonrisa, Fin le frotó la espalda.

—Parece que has tenido un día completito.

—Que ha terminado echando a mi propia madre de su casa de una patada.

—Tú no has hecho nada de eso. La has ayudado a romper las cadenas que la mantenían encerrada aquí, sabiendo que va a ser más feliz en una casa llena con su familia. Te apuesto algo a que te lo agradecerá antes de que termine el año. Vamos, dubheasa, sécate las lágrimas.

Dio un paso atrás, se palpó los bolsillos y luego sacó un pañuelo lleno de color, haciéndola reír.

—¿Qué es todo eso?

—Después de la tormenta siempre sale el arcoíris. —Acto seguido le sacó una enorme margarita del pelo, de color rosa chillón—. Y las flores salen con la lluvia.

—Ganarías una puñetera fortuna en las fiestas de cumpleaños.

—Me lo reservo por si acaso.

—Y soy una completa idiota.

—De eso nada. —Le dio otro abrazo—. Solo medio idiota, como mucho.

Fin miró a Branna por encima de la cabeza de Meara. Y la sonrisa que ella le brindó se le clavó directamente en el corazón.

Se bebió su té, se comió tres galletas de limón de Branna y, aunque apenas sabía nada de escribir hechizos y preparar pociones, hizo lo que pudo por ayudar. Molió hierbas usando el almirez y la mano: salvia, hierba de gato, romero para desterrar. Pesó el polvo de un cristal de fluorita negro machacado, cortó trozos largos de cable de cobre, apuntando todas las cantidades de forma precisa en el diario de Branna.

Cuando llegó Connor, con Iona y Boyle, todos los ingredientes que Branna y Fin habían elegido estaban listos.

—Ya hemos fallado dos veces hoy —les dijo Branna—, así que esperemos que a la tercera vaya la vencida. Además, esta vez hemos contado con la ayuda de Meara, y eso trae buena suerte.

—Así que ¿eres una aprendiz de bruja? —Connor tiró de ella para darle un beso.

—Difícilmente, pero puedo moler y medir cantidades.

—¿Has visto a tu madre marcharse hoy?

—Así es, y he pasado la fregona después de que llorara a mares. Luego he venido aquí, y Fin ha pasado la fregona cuando me ha tocado a mí.

—Alégrate. —Esa vez Connor la besó en la frente—. Porque ella va a ser feliz.

—Ya casi me lo creo, porque Donal me ha mandado un mensaje no hace ni una hora diciéndome que la familia de Maureen la ha recibido como a una reina, con serpentinas y flores, tarta e incluso champán. Me avergüenza un poco haber pensado que Maureen no se molestaría en hacerlo, pero lo superaré en cuanto haga que me cabree por alguna cosa. Donal dice que está como una chiquilla con zapatos nuevos… Mi madre, no Maureen, así que esa nube ha desaparecido de encima de mi cabeza.

—Nos acercaremos por allí y la llevaremos a cenar en cuanto podamos escaparnos sin problemas.

Su madre había dicho que Connor tenía buen corazón. Y una naturaleza afable.

—Correrías peligro, ya que estás teniendo sexo con su hija fuera de la sagrada institución del matrimonio.

—¿Qué?

—Luego te lo explico. Creo que Branna quiere tu sangre.

—La de todos —replicó Branna—. Ya que usamos la de todos para el hechizo antes del solsticio.

—No acabamos con él. —Boyle miró ceñudo el cuenco mientras Branna añadía con cuidado los ingredientes—. ¿Por qué iba a hacerlo este?

—Tenemos su sangre… la del suelo, la de la espada —adujo Fin—. Y eso aporta su poder, aporta su oscuridad, y utilizaremos la oscuridad contra él.

—Oculta el taller, Connor. —Branna echó sal al cuenco—. Iona, las velas, si eres tan amable… Esta vez lo haremos todos juntos, ya que estamos todos aquí, y dentro de un círculo.

»Dentro y fuera —comenzó—, fuera y dentro, y aquí el fin del diablo tejemos. —Cogiendo un trozo de alambre de cobre, lo retorció hasta darle la forma de un hombre—. En las sombras se oculta, en las sombras aguarda y adopta su verdadera forma. Para reducirlo a ceniza, este hechizo lanzamos. —Dejó la figura de cobre en la bandeja de plata con los viales, una gran bola de cristal y su más antigua daga ceremonial—. Iniciamos el círculo.

Meara había visto el ritual docenas de veces, pero siempre le producía un cosquilleo. Cómo encendía el amplio círculo de velas blancas haciendo un gesto con la mano y cómo el aire parecía aquietarse y enmudecer dentro del círculo.

Luego se agitó.

Los tres y Fin ocuparon los cuatro puntos cardinales y cada uno invocó a los elementos, al dios y las diosas, a sus guías.

Y el fuego que Iona conjuró era blanco, a treinta centímetros del suelo, con el cuenco de plata suspendido encima.

Hierbas y cristales, agua bendita vertida de la mano de Branna…, todo ello agitado por el aire que Connor invocó. Tierra negra surgió del puño de Fin, mojada por las lágrimas derramadas por una bruja.

Y sangre.

—Desde el corazón valiente y fiel. —Con su daga ceremonial Iona hizo un corte en la palma de Boyle—. Para mezclarla con la mía, como un solo ser. —Y se hizo un corte en la suya, apretando su mano con la de él—. Vida y luz, arded con fuerza —dijo, dejando que la sangre mezclada goteara hasta el cuenco.

Connor tomó la mano de Meara y le dio un beso en la palma.

—Desde el corazón leal y fuerte. —Cortó la palma de ella; luego la suya—. Unida con la mía para enmendar el mal. Vida y luz, arded con fuerza.

Branna se volvió hacia Fin y se dispuso a cogerle la mano, pero él la apartó y se bajó el hombro de su camisa.

—Tómala de la marca. —Cuando ella negó con la cabeza, Fin le agarró la muñeca de la mano en que sostenía la daga—. De la marca.

—Como tú digas.

Apoyó la hoja en el pentagrama, su maldición y su herencia.

—Sangre que mana de esta marca, mézclate con la mía. Blanco y negro. —Cuando posó el corte abierto de su mano sobre el hombro de Fin, carne contra carne, sangre con sangre, las llamas de las velas se alzaron y el aire se estremeció—. Negro y blanco, fuerza y poder. Vida y luz, arded con fuerza. —La sangre se derramó en un fino río de su mano al cuenco. La poción hirvió, se arremolinó, desprendiendo humo—. En nombre de Sorcha, de todos los que vinieron antes, de todos los que vinieron después, unimos nuestro poder para librar esta lucha. Te expulsamos de las sombras a la luz.

Arrojó la figura de cobre a la burbujeante poción, donde centelleó; naranja, dorada y roja llama, un rugido como el de un tornado, un millar de voces llamando a través de él.

Entonces cayó un silencio tan profundo que resultó estremecedor.

Branna miró dentro del cuenco.

—Está bien —susurró—. Está bien. Esto puede acabar con él.

—¿Apago el fuego? —le preguntó Iona.

—Vamos a dejar que cueza a fuego lento durante una hora, y luego puedes apagar la llama durante la noche para que sane. Y por Samhain lo ahogaremos con esto.

—Entonces ¿hemos terminado por hoy? —preguntó Meara.

—Hemos terminado, ya que quiero despejarme la cabeza y tomarme una buena copa de vino.

—Vale, volvemos dentro de un minuto. Solo necesito… —Pero ya tiraba de Connor para salir con él de la habitación—. Solo necesito a Connor un momento.

—¿Qué pasa? —Se preocupó, pues ella le agarraba la mano con fuerza brutal mientras salía con él por la parte de atrás del taller y cruzaba la cocina tirando de él—. ¿Estás disgustada? Sé que el ritual ha sido intenso, pero…

—Lo ha sido. Lo ha sido. Lo ha sido. —Prácticamente lo dijo cantando al tiempo que continuaba tirando de él por el salón y escaleras arriba.

—¿Ha sido la sangre? Sé que puede ser molesto, pero te prometo que es necesario para preparar la poción, para hacer el hechizo.

—No. Sí. Joder. ¡Ha sido todo! —Sin aliento, lo empujó dentro de su dormitorio y luego contra la puerta para cerrarla.

Entonces le cubrió la boca con la suya, y sus labios casi se fundieron con el calor que brotaba de ella.

—Oh —consiguió decir, comprendiendo por fin cuando ella tiró de su jersey y lo despojó de él.

—Dámelo. —Le quitó la camisa que llevaba debajo del jersey y le mordió el hombro desnudo—. Solo dámelo.

Connor habría querido ir más despacio, solo un poco, pero ella le estaba desabrochando el cinturón, así que ¿qué podía hacer él?

Comenzó a subirle el jersey —desnudar a una mujer era uno de los mayores placeres de la vida— y se enredó con sus ajetreadas manos. Contempló la idea de arrancárselo, y entonces…

—Ah, a la mierda.

Lo siguiente que supo Meara era que estaba desnuda y él también.

—Sí, sí, sí. —Lo agarró del pelo, asaltó su boca y gimió de placer cuando él le tomó los pechos.

Jamás le había dominado la lujuria de ese modo, nunca había conocido una necesidad tan estremecedora. Quizá le había impactado el turbulento aire, el palpitar del fuego, el impresionante alzamiento y la fusión del poder y la magia.

Lo único que sabía era que tenía que ser suyo o se volvería loca.

Connor aún llevaba ese sabor, el exótico sabor de la magia; potente, seductor, con cierto matiz de oscuridad. Sentía sus vibraciones fluyendo aún dentro de él, pues todavía no habían cesado.

Y quería eso, lo quería a él, lo quería todo.

Sus manos ya no eran pacientes, sino ávidas, bruscas y veloces. También deseaba eso, ansiaba que la tocara y la tomara como si su vida dependiera de ello.

Tenía la sensación de que así era.

Connor cambió de posición, apoyándola contra la puerta. Dispuso de un instante para mirarlo a los ojos —fieros y salvajes— antes de que se hundiera dentro de ella.

Había creído que se volvería loca si no la hacía suya, y ahora que la había tomado, perdió la cordura.

Movió las caderas sin tregua, desafiándolo a igualar su violento ritmo. Le clavó las uñas con suavidad, en la espalda, en los hombros, lo mordisqueó y lo raspó con los dientes. Pequeñas punzadas de dolor, rápidas y ardientes, que prendieron en un delirante placer que lo hizo su esclavo. Su sangre palpitaba con fuerza bajo su piel, de modo que la penetró con más ímpetu, más rápido, más profundo, en un ritmo brutal y desgarrador.

Meara gritó, un sonido que aunaba sorpresa y avidez. Y gritó de nuevo, esa vez su nombre, maravillada. Cuando Connor la agarró de las caderas y la alzó, le rodeó la cintura con las piernas.

Él asaltó su cuello, llenándose de su sabor mientras la colmaba de su lujuria hasta que la última deshilachada hebra se partió.

Connor estalló, y podría haber jurado que el aire mismo se hizo añicos como el cristal cuando ella lo ciñó con fuerza al tiempo que su grito final se marchitaba en un estremecido suspiro.

Relajados, se deslizaron hasta el suelo en una sudorosa maraña de extremidades.

—Dios. ¡Santo Dios! —Meara tomó aire como una mujer ahogándose que emerge a la superficie.

Resollando, Connor consiguió emitir un gruñido, y luego se bajó de encima de ella para tumbarse boca arriba, con los ojos cerrados y la respiración agitada.

—¿Está temblando el suelo?

—No lo creo. —Abrió los ojos y miró al techo—. Puede. No —decidió—. Creo que somos nosotros; más bien estamos, lo que podría decirse, vibrando. Según me han contado es normal que haya réplicas después de un terremoto. —Alargó la mano a tientas para tocarla y aterrizó sobre su pecho. Un buen lugar—. Entonces ¿estás bien?

—No estoy bien. Estoy increíble y alucinada. Me siento como si hubiera volado otra vez. Ha sido tu aspecto…, parecía que estuvieras iluminado por dentro, y tu pelo se agitaba con el viento que habías invocado y su poder redoblaba como un tambor tribal. No he podido evitarlo. Lo siento, pero no he podido controlarme.

—Estás perdonada. Soy un hombre compasivo.

Meara profirió una carcajada, sin aliento, y posó la mano sobre la de él.

—Y ahora, aquí estamos, desnudos y agotados en el suelo…, y tu cuarto es un caos, como siempre.

Connor volvió la cabeza y miró a su alrededor. No era un caos, no exactamente, estimó. Cierto que había zapatos, botas, ropa y libros desparramados por doquier. Y nunca había visto la necesidad —un importante elemento de discordia entre su hermana y él— de hacer la cama cuando iba a tumbarse de nuevo en ella.

Para complacerla, agitó una mano e hizo que los zapatos y las botas, la ropa y los libros —y cualquier otra cosa tirada en el suelo— se apilaran en un rincón. Ya se ocuparía de todo… en algún momento.

Pero por el momento agitó la mano otra vez y provocó una lluvia de pétalos. Meara rió, agarró un puñado y luego los dejó caer sobre su pelo.

—Eres un bobo romántico, Connor.

—El romanticismo no tiene nada de bobo. —La atrajo contra sí, apoyándole la cabeza sobre su hombro—. Ah, eso está mejor.

Meara no podía discutírselo y, sin embargo…

—Deberíamos bajar. Se preguntarán qué estamos haciendo.

—Oh, apuesto a que saben perfectamente lo que estamos haciendo. Así que vamos a tomarnos un poco más de tiempo.

Un poco más, decidió Meara.

—Voy a necesitar mi ropa otra vez… dondequiera que la hayas puesto.

—Te la devolveré. Pero todavía no.

Se permitió sentirse satisfecha, con la cabeza apoyada sobre su hombro y el aire lleno de pétalos de rosa.