Otoño, 1268
Volutas de niebla se alzaban del agua como si fuera su aliento mientras Eamon remaba en la pequeña barca. El sol arrojaba su pálida y fría luz al despertar del descanso nocturno e iniciaba el matutino coro de los pájaros. Oyó el canto del gallo, tan altanero e importante, y el balido de las ovejas que pacían en los verdes pastos.
Sonidos familiares todos ellos, sonidos que le habían recibido cada mañana durante los últimos cinco años.
Pero aquel no era su hogar. Por acogedor que fuera, por familiar que fuera, jamás sería su hogar.
Y anhelaba su hogar. Al igual que a un anciano en un clima húmedo, le dolían los huesos de tanto desear el hogar; la añoranza desgarraba su corazón, como el de un amante despechado.
Y bajo aquel deseo, bajo el dolor, el anhelo y la desgarradora añoranza vivía una rabia candente que podía erupcionar y quemar su garganta como la sed.
Algunas noches soñaba con su hogar, con su cabaña en el extenso bosque en que conocía cada árbol, cada recodo y cada camino. Y algunas noches los sueños eran tan reales como la vida misma, de modo que alcanzaba a oler el fuego de turba, el dulce aroma de la lavanda que su madre les ponía en la cama para que tuvieran buenos y plácidos sueños.
Podía oír su voz, cantando bajito debajo del altillo, donde elaboraba sus pociones y brebajes.
La Bruja Oscura, la habían llamado con respeto, pues había sido poderosa y fuerte. Y amable y buena. Algunas noches cuando soñaba con su hogar, cuando oía a su madre cantando debajo del altillo, despertaba con las lágrimas rodando por sus mejillas.
Se las enjugaba con celeridad. A sus diez años ya era todo un hombre, y cabeza de su familia como lo había sido su padre antes que él.
Las lágrimas eran para las mujeres.
Y él tenía que cuidar de sus hermanas, se recordó colocando los remos y permitiendo que la barca se meciera con suavidad mientras dejaba su caña de pescar. Tal vez Brannaugh fuera la mayor, pero él era el hombre de la familia. Había jurado protegerlas a Teagan y a ella, y eso haría. La espada de su abuelo lo había acompañado. La utilizaría cuando llegara el momento.
Ese momento llegaría.
Pues había otros sueños, sueños que producían temor en vez de aflicción. Sueños sobre Cabhan, el hechicero negro. Esos sueños generaban miedo en sus entrañas, como glaciales bolas que congelaban incluso la candente cólera. Un miedo que hacía que el chico que vivía en él deseara llamar a gritos a su madre.
Pero no podía permitirse tener miedo. Su madre ya no estaba, pues se había sacrificado para salvar a sus hermanas y él solo unas horas después de que Cabhan hubiera matado de manera brutal a su padre.
Apenas podía ver a su padre con su ojo mental, muy a menudo necesitaba la ayuda del fuego para encontrar esa imagen; el alto y orgulloso Daithi, el cabeza de familia, con su vivo cabello y su risa espontánea. Pero solo tenía que cerrar los ojos para ver a su madre, pálida como la muerte que la aguardaba, delante de la cabaña en el bosque aquella nebulosa mañana, mientras él se alejaba con sus hermanas a caballo, con el corazón dominado por la congoja y un candente y reciente poder corriendo por sus venas.
Desde aquella mañana ya no era un niño, sino uno de los tres, una bruja oscura, obligado por la sangre y un juramento a destruir aquello que ni siquiera su madre había podido destruir.
Una parte de él solo quería comenzar, poner fin a aquella temporada en la granja de su prima en Galway, donde el gallo saludaba a la mañana y las ovejas balaban en los campos. El hombre y la bruja que habitaban en él anhelaban que el tiempo pasara, anhelaban la fuerza para blandir la espada de su abuelo sin que le temblara el brazo a causa del peso. Anhelaba el momento en que pudiera abrazar por completo sus poderes, practicar la magia que era suya por nacimiento y por derecho. El momento en que derramara la negra y corrosiva sangre de Cabhan sobre la tierra.
Pese a todo, en los sueños no era más que un chico débil que no había demostrado aún su valía, perseguido por el lobo en que Cabhan se transformaba, el lobo con la piedra roja que le daba su negro poder brillando alrededor de su cuello. Y era su sangre y la de sus hermanas la que se derramaba, caliente y roja, sobre la tierra.
Las mañanas después de haber tenido una terrible pesadilla se iba al río y se alejaba en su barca para pescar, para estar solo, aunque la mayoría de los días ansiaba la compañía de la casa, las voces, los aromas de la comida.
Pero después de aquellos sangrientos sueños necesitaba alejarse… y nadie lo miraba mal por no ayudar a ordeñar, a limpiar la cuadra o a dar de comer a los animales, no esas mañanas.
Así que estaba sentado en la barca; un chico delgaducho de diez años con una mata de pelo castaño despeinado a causa del sueño, los vívidos ojos azules de su padre y el resplandeciente y estimulante poder de su madre.
Podía oír el día despertando a su alrededor mientras esperaba de manera paciente a que los peces picaran en su anzuelo y se comía la torta de avena que había cogido de la cocina de su prima.
Y podía encontrarse a sí mismo otra vez.
El río, la quietud y el suave balanceo de la barca hicieron que rememorara el último día verdaderamente feliz que había vivido con su madre y sus hermanas.
Recordó que, después de lo pálida y agotada que había estado durante el largo y crudo invierno, ella tenía buen aspecto. Todos contaban los días que faltaban hasta Bealtaine y el regreso de su padre. Eamon había creído que entonces se sentarían alrededor de la hoguera a comer pasteles y beber té endulzado con miel mientras escuchaban las historias de su padre sobre las incursiones y la cacería.
Había creído que se darían un banquete y que su madre volvería a ponerse bien.
Eso era lo que había creído aquel día en el río, cuando habían pescado y reído, y todos pensaban que su padre regresaría a casa muy pronto.
Pero él no regresó, pues Cabhan se había valido de su magia negra para matar a Daithi el Valiente. Y Sorcha, la Bruja Oscura…, aunque lo había reducido a cenizas, él la había matado. La había matado y, de algún modo, aún existía.
Eamon lo sabía por los sueños, por el hormigueo en su espalda. Veía la verdad en los ojos de sus hermanas.
Pero tenía aquel día, aquel soleado día de primavera en el río para recordarla. Justo cuando un pez tiró del sedal, su mente volvió atrás y se vio a los cinco años, sacando un reluciente pez del oscuro río.
En esos instantes le embargaba la misma sensación de orgullo que entonces.
—Ailish se pondrá contenta.
Su madre le sonrió mientras él metía el pez en el balde con agua para mantenerlo fresco.
Su enorme necesidad la llevó hasta él, le proporcionó consuelo. Volvió a cebar el anzuelo mientras el sol calentaba y comenzaba a disiparse la niebla.
«Vamos a necesitar más de uno. —Recordaba que su madre le había dicho lo mismo aquel lejano día—. Así que pescarás más de uno».
—Pronto pescaré más de uno en mi propio río.
«Un día lo harás. Algún día, mo chroi, regresarás a casa. Algún día aquellos que desciendan de ti pescarán en nuestro río, recorrerán nuestro bosque. Te lo prometo».
Las lágrimas amenazaban con derramarse, nublando su imagen de ella hasta el punto de que titilaba ante sus ojos. Eamon las contuvo para poder verla con nitidez. El negro cabello suelto, que le caía hasta la cintura; los ojos negros en los que vivía el amor. Y el poder que emanaba de ella. Aun en esos momentos, siendo solo una visión, sentía su poder.
—¿Por qué no pudiste destruirlo, mamá? ¿Por qué no pudiste vivir?
«No debía ser así. Amor mío, hijo mío, corazón mío, si hubiera podido evitaros todo esto a tus hermanas y a ti, habría dado más que mi vida».
—Diste más. Nos diste tu poder, casi por completo. Si lo hubieras conservado…
«Había llegado mi hora, y era tu derecho de nacimiento. Estoy conforme con eso, también te lo prometo. —Un halo plateado la envolvía en la bruma que se disipaba—. Estoy siempre contigo, Eamon el Leal. Estoy en tu sangre, en tu corazón, en tu mente. No estás solo».
—Te echo de menos. —Sintió sus labios en la mejilla, su tibieza y su olor envolviéndolo. Y en ese instante, solo en ese instante, pudo volver a ser un niño otra vez—. Quiero ser valiente y fuerte. Juro que lo seré. Protegeré a Brannaugh y a Teagan.
«Os protegeréis unos a otros. Sois los tres. Juntos sois más poderosos de lo que jamás lo fui yo».
—¿Lo mataré? —Quiso saber, pues ese era su más profundo y oscuro deseo—. ¿Acabaré con él?
«Eso no puedo decirlo, solo que él jamás podrá quitarte lo que eres. Lo que eres, lo que posees, solo puede entregarse, como yo te lo entregué a ti. Él lleva mi maldición y su marca. Todo el que descienda de él será portador de ello de igual forma que todo el que descienda de ti portará la luz. Mi sangre, Eamon. —Volvió la palma hacia arriba, mostrándole la delgada línea de sangre—. Y la tuya».
Eamon sintió el fugaz dolor, vio la herida cruzar su palma. Y la unió con la de su madre.
«La sangre de los tres, nacidos de Sorcha, lo derrotará aunque tarde mil años. Confía en lo que eres. Es suficiente».
Lo besó de nuevo y le brindó otra sonrisa.
«Tienes más de uno».
El tirón en la caña lo sacó de la visión.
Sí que tenía más de uno.
Sería valiente, pensó mientras sacaba el pez del río, que no dejaba de sacudirse. Sería fuerte. Y un día sería lo bastante fuerte.
Estudió su mano; no había marca alguna en ella, pero comprendió. Llevaba su sangre y su don. Un día le pasaría ambas cosas a sus hijos, a sus hijas. Si él no destruía a Cabhan, lo haría uno de su sangre.
Pero por Dios que esperaba ser él.
Por el momento iba a pescar. Era estupendo ser un hombre, cazar y pescar, llevar el alimento a casa, pensó. Compensar a sus primos por el refugio y el cuidado.
Había aprendido a ser paciente desde que era un hombre… y pescó cuatro peces antes de remar hasta la orilla de nuevo. Aseguró la barca y ensartó los peces en un palo.
Se quedó inmóvil unos segundos, mirando hacia el agua, que resplandecía bajo el sol en todo su esplendor. Pensó en su madre, en el sonido de su voz, en el aroma de su cabello. Sus palabras permanecerían con él.
Atravesaría el pequeño bosque. No era tan grande como el de su hogar, pero era un buen bosque de todas formas, se dijo a sí mismo. Y le llevaría el pescado a Ailish y se tomaría un té junto al fuego. Luego ayudaría a terminar de cosechar.
Oyó el agudo grito cuando emprendía el regreso a la casa y la pequeña granja. Sonriendo para sí, metió la mano en su morral a fin de sacar su guante de piel. Solo tuvo que ponérselo y alzar el brazo y Roibeard descendió en picado, desplegando las alas para aterrizar.
—Buenos días. —Eamon miró aquellos ojos dorados, sintiendo la conexión con su halcón, su guía, su amigo. Se tocó el amuleto que llevaba al cuello, y que su madre había conjurado con magia de sangre para protegerlo. Portaba la imagen del halcón—. Hace un día estupendo, ¿verdad que sí? Fresco y soleado. Casi ha terminado la cosecha y pronto tendremos fiesta —continuó mientras caminaba con el halcón en su brazo—. El equinoccio, como bien sabes, cuando la noche conquista al día igual que Gronw Pebr conquistó a Lleu Llaw Gyffes. Celebraremos el nacimiento de Mabon, hijo de Mordon, el guardián de la tierra. Seguro que habrá pasteles de miel. Me aseguraré de que comas un poco. —El halcón frotó la cabeza contra la mejilla de Eamon, cariñoso como un gatito—. He vuelto a soñar con Cabhan. Con el hogar, con mamá después de que nos entregara casi todo su poder y nos enviara lejos para que estuviéramos a salvo. Lo he visto, Roibeard. He visto cómo le envenenó con un beso, cómo ardió en llamas al utilizar todo lo que tenía para destruirlo. Él le quitó la vida y, sin embargo… He visto agitarse las cenizas a las que mi madre lo redujo. Las he visto agitarse, algo malvado y el brillo rojo de su poder.
Eamon guardó silencio un instante, reuniendo su poder y abriéndose a él. Sintió el latido del corazón de un conejo que se metió corriendo entre la maleza, el hambre de unos polluelos esperando a que su madre les llevara el desayuno.
Sintió a sus hermanas, a las ovejas, a los caballos.
Y no percibió ninguna amenaza.
—No nos ha encontrado. Lo percibiría si así fuera. Tú lo verías y me avisarías. Pero él está ojo avizor, y busca y aguarda, y eso también lo siento. —Sus vívidos ojos azules se oscurecieron; la suave boca del chico adoptó la firmeza de la de un hombre—. No voy a esconderme el resto de mi vida. Juro por la sangre de Daithi y de Sorcha que un día seré yo quien lo persiga a él.
Eamon levantó una mano, agarró un puñado de aire, lo hizo girar y lo arrojó con suavidad hacia un árbol. Las ramas se sacudieron y los pájaros allí posados salieron volando.
—Me haré más fuerte, ¿no es así? —murmuró, y fue hacia la casa para complacer a Ailish con cuatro peces.
Brannaugh se afanó con sus tareas como hacía cada día. Como cada día durante cinco años había hecho todo lo que se esperaba de ella. Cocinaba, limpiaba, atendía a los pequeños, ya que Ailish siempre parecía tener un bebé en el pecho o en el vientre. Ayudaba a sembrar los campos y a cuidar de las cosechas. Ayudaba a recogerlas.
Un trabajo decente, desde luego, y a su modo satisfactorio. No había nadie más amable que su prima Ailish y su esposo. Buenas personas los dos, gente sencilla que ofrecía más que un refugio a tres niños huérfanos.
Les habían ofrecido una familia, y no había regalo más preciado que ese.
¿Acaso su madre lo había ignorado? Si hubiera sido así jamás habría enviado a sus tres hijos con Ailish. Aun en la hora más aciaga, Sorcha jamás habría entregado a sus amados hijos a alguien que no fuera bondadoso y afectuoso.
Pero a los doce años, Brannaugh ya no era una niña. Y lo que se alzaba en ella, lo que se propagaba, lo que despertaba en su interior —más desde que había comenzado sus lecciones el año anterior— era muy exigente.
Albergar tanto dentro, apartar los ojos de esa brillantísima luz se hacía más duro y triste cada día. Pero le debía respeto a Ailish, y su prima tenía miedo de la magia y del poder… aun de los suyos propios.
Brannaugh había hecho lo que le había pedido su madre aquella terrible noche. Había llevado a su hermano y a su hermana al sur, lejos de su hogar en Mayo. Se había mantenido alejada de los caminos; había encerrado su pena en el corazón donde solo ella podía oír sus lamentos.
Y en ese corazón también moraba una necesidad de venganza, la necesidad de aceptar el poder que llevaba dentro y de aprender más, aprender y mejorar para derrotar a Cabhan de una vez por todas.
Pero Ailish tan solo quería a su hombre, a sus hijos y su granja. Y ¿por qué no? Tenía derecho a su hogar, a su vida y a su tierra, a la tranquilidad de todo aquello. ¿Acaso no lo había arriesgado al aceptar a los retoños de Sorcha? ¿Al acoger aquello que Cabhan codiciaba…, que perseguía?
Merecía gratitud, lealtad y respeto.
Pero lo que vivía en Brannaugh buscaba su libertad con uñas y dientes. Tenía que tomar decisiones.
Había visto a su hermano regresar del río con sus peces y su halcón. Lo sintió poner a prueba su poder lejos de la casa… como solía hacer. Al igual que Teagan, su hermana, hacía con frecuencia. Ailish, que parloteaba sobre las mermeladas que habían elaborado ese día, no notó nada. Su prima bloqueaba la mayoría de lo que poseía —algo que no dejaba de desconcertar a Brannaugh— y solo se permitía utilizar un poquito para endulzar mermeladas o hacer que sus gallinas pusieran huevos más grandes.
Brannaugh se dijo que merecía la pena el sacrificio, la espera para buscar más, para aprender más, para ser más. Sus hermanos estaban a salvo allí, tal y como deseaba su madre. Teagan, cuya pena había sido inconmensurable durante días, durante semanas, reía y jugaba. Hacía sus tareas con entusiasmo, atendía a los animales y cabalgaba como una guerrera a lomos de su gran caballo gris, Alastar.
Quizá algunas noches llorara en sueños, pero Brannaugh solo tenía que estrecharla entre sus brazos para tranquilizarla.
Salvo cuando le asaltaban sueños de Cabhan. Les asaltaban a Teagan, a Eamon y a ella misma. En la actualidad con mayor frecuencia y nitidez, tanta que Brannaugh había empezado a escuchar el eco de su voz después de despertar.
Tenía que tomar decisiones. Era posible que tuviera que poner fin a aquella espera, que tuviera que dejar aquel refugio, de un modo u otro.
Por la noche limpiaba patatas recién sacadas de la tierra. Removía el guiso puesto al fuego y seguía con el pie el ritmo de la música que el marido de su prima tocaba con su pequeña harpa.
La casa era caliente y acogedora; un lugar feliz lleno de buenos aromas, voces alegres y la risa de Ailish mientras se cargaba a su hijo pequeño a la cadera para bailar.
La familia, pensó de nuevo. Estaban bien alimentados, bien cuidados, en una casa caliente y acogedora, con hierbas secándose en la cocina, con bebés de sonrosadas mejillas.
Eso debería satisfacerla; cuánto deseaba que fuera así.
Su mirada se cruzó con la de Eamon, del mismo vívido azul que la de su padre, y sintió que su poder presionaba de forma insistente contra ella. Eamon veía mucho, pensó. Demasiado si no se acordaba de bloquearlo.
Le hizo una pequeña advertencia para que se metiera en sus asuntos. Y le brindó una sonrisa fraternal al ver que él hacía una mueca.
Después de la cena había que fregar los cacharros y acostar a los niños. Mabh, la mayor con siete años, se quejó como siempre de que no tenía sueño. Seamus se metió en la cama sin rechistar, con una sonrisa soñolienta. Los gemelos, que había ayudado a traer al mundo, parloteaban entre ellos como urracas; la pequeña Brighid se metió su consolador pulgar en la boca; y el bebé se durmió antes de que su madre lo acostara.
Brannaugh se preguntó si Ailish sabía que el bebé, con su dulce carita de ángel, y ella no estarían allí de no ser por la magia. Sin el poder de Brannaugh, sin su don para sanar, para ver, y sin su esfuerzo, el alumbramiento, tan doloroso y complicado, habría acabado de forma trágica para ambos.
Aunque nunca habían hablado de ello, creía que Ailish lo sabía.
Esta se irguió, con una mano en la espalda y otra sobre el siguiente bebé que llevaba en el vientre.
—Os deseo buenas noches y dulces sueños a todos. Brannaugh, ¿te tomas un té conmigo? Me vendría bien un poco de tu té, ya que este está guerrero esta noche.
—Pues claro que te preparo un poco. —Y como de costumbre añadiría el encantamiento para que tuviera salud y un parto fácil—. Este está sano, y sospecho que va a ser una buena pieza, como los gemelos.
—No cabe duda de que es un niño —dijo Ailish cuando bajaron del altillo, donde estaban las camas—. Puedo sentirlo. Aún no me he equivocado ni una sola vez.
—Ni tampoco esta. No te vendría mal descansar más, prima.
—Una mujer con seis hijos y otro en el horno no puede descansar demasiado. Me encuentro bastante bien. —Su mirada se clavó en la de Brannaugh en busca de confirmación.
—Claro que sí, pero de todas formas te vendría bien descansar más.
—Eres una gran ayuda y un gran consuelo para mí, Brannaugh.
—Así lo espero. —Algo sucedía, pensó esta mientras se afanaba preparando el té. Percibía el nerviosismo de su prima, y este avivaba el suyo—. Ahora que hemos recogido la cosecha, podrías dedicarte a coser. Es un trabajo necesario y tranquilo para ti. Yo puedo ocuparme de cocinar. Teagan y Mabh me ayudarán; he de decirte la verdad, Mabh ya es muy buena cocinera.
—Sí, claro que lo es. Estoy muy orgullosa de ella.
—Mientras las chicas se ocupan de la cocina, Eamon y yo podemos ayudar al primo a cazar. Sé que preferirías que no cogiera el arco, pero ¿acaso no es sensato que cada cual haga aquello que se le da bien?
Ailish desvió la mirada durante un instante.
Sí, ella lo sabe y, más aún, siente el peso de pedirnos que no seamos lo que somos, pensó Brannaugh.
—Amaba a vuestra madre.
—Oh, y ella a ti.
—Nos veíamos poco los últimos años. Pero ella me enviaba mensajes a su modo. La noche en que nació Mabh, la pequeña mantita que mi niña aún abraza cuando se va a dormir apareció ahí, justo en la cuna que Bardan hizo para ella.
—Cuando hablaba de ti lo hacía con amor.
—Ella os envió conmigo. A Teagan, a Eamon y a ti. Se me apareció en un sueño y me pidió que os diera un hogar.
—No me lo habías contado —murmuró Brannaugh.
Le llevó el té a su prima y se sentó a su lado junto al fuego.
—Me lo pidió dos días antes de que vinierais.
Con las manos en el regazo, sobre una falda tan gris como sus ojos, Brannaugh fijó la mirada en el fuego.
—Nosotros tardamos ocho días en llegar aquí. Su espíritu vino a ti. Ojalá pudiera verla otra vez, pero solo la veo en sueños.
—Ella está con vosotros. La veo en ti. En Eamon, en Teagan, pero sobre todo en ti. Su fuerza y su belleza. Su ferviente amor por la familia. Ya tienes edad, Brannaugh. Una edad en que debes empezar a pensar en formar una familia.
—Tengo una familia.
—Una familia propia, como hizo tu madre. Un hogar, cariño, un hombre que trabaje la tierra por ti, bebés que sean tuyos. —Se tomó el té mientras Brannaugh permanecía en silencio—. Fial es un hombre honrado, un buen hombre. Fue bueno con su esposa mientras vivió, te lo prometo. Necesita una esposa, una madre para sus hijos. Tiene una buena casa, mucho más grande que la nuestra. Pediría tu mano y abriría su casa a Eamon y a Teagan.
—¿Cómo puedo casarme con Fial? Es… —«Viejo» fue lo primero que le vino a la cabeza, pero se dio cuenta de que no debía ser mayor que Bardan.
—Te daría una buena vida, le daría una buena vida a tus hermanos. —Ailish cogió su costura para tener las manos ocupadas—. Jamás te habría hablado de ello si no creyera que te trataría siempre con amabilidad. Es guapo, Brannaugh, y tiene buenos modales. ¿Irás a pasear con él?
—Yo… Prima, no pienso en Fial de ese modo.
—Quizá lo harías si pasearas con él. —Ailish esbozó una sonrisa al decirlo, como si supiera un secreto—. Una mujer necesita a un hombre que la mantenga, la proteja y le dé hijos. Un buen hombre con una buena casa, con un rostro agradable…
—¿Tú te casaste con Bardan porque era amable?
—No me habría casado con él de otra forma. Tú solo piénsalo. Le diremos que espere hasta después del equinoccio para hablarte de ello. Piénsalo. ¿Lo harás?
—Lo haré.
Brannaugh se puso en pie.
—¿Sabe él lo que soy?
Ailish bajó su cansada mirada.
—Eres la hija mayor de mi prima.
—¿Sabe lo que soy, Ailish? —Aquello que poseía, que reprimía, se removió dentro de ella. El orgullo despertó. Y la luz que jugueteaba sobre su rostro no solo procedía ya de las llamas del fuego—. Soy la hija mayor de la Bruja Oscura de Mayo. Y antes de sacrificar su vida, sacrificó su poder, pasándonoslo a Eamon, a Teagan y a mí. Somos brujas negras.
—Eres una niña…
—Una niña cuando hablas de magia, de poder. Pero una mujer cuando hablas de casarme con Fial.
La verdad de aquello hizo que las mejillas de Ailish enrojecieran.
—Brannaugh, cariño, ¿acaso no has vivido contenta aquí estos últimos años?
—Sí, contenta. Y os estoy muy agradecida.
—La sangre acoge a la sangre sin necesidad de gratitud.
—Sí. La sangre da a la sangre.
Dejando a un lado su labor, Ailish tomó las manos de Brannaugh en las suyas.
—Tú, la hija de mi prima, estarías a salvo. Y estarías contenta. Y serías amada, créeme. ¿Podrías desear más que eso?
—Soy más que eso —repuso en voz queda, y subió al altillo para acostarse.
Pero el sueño le era esquivo. Se quedó tumbada en silencio al lado de Teagan, esperando a que los murmullos entre Ailish y Bardan cesaran. Estarían hablando de aquel matrimonio, de aquel estupendo y acertado matrimonio. Se convencerían de que su reticencia no era más que la expresión de los nervios propios de una niña.
De igual forma que se habían convencido de que Eamon, Teagan y ella eran niños como los demás.
Se levantó sin hacer ruido y se puso sus suaves botas y su chal. Necesitaba aire. Aire, la noche, la luna.
Bajó con sigilo del altillo y abrió la puerta.
Kathel, su perro, que dormía junto al fuego, se estiró sin vacilar y salió antes que ella.
Ya podía respirar; el aire frío de la noche en las mejillas y la quietud eran como una mano tranquilizadora para el caos que la embargaba. Allí tenía libertad, durante el tiempo que pudiera conservarla.
Su fiel perro y ella se adentraron como sombras en el bosque. Oyó el murmullo del río, el susurro del viento entre los árboles; olió la tierra y el punzante aroma del humo de turba que salía por la chimenea de la casa.
Podía iniciar el círculo, intentar conjurar el espíritu de su madre. Necesitaba a su madre esa noche. No había llorado en cinco años, no se había permitido derramar una sola lágrima. En esos momentos deseó sentarse en el suelo, apoyar la cabeza sobre el pecho de ella y romper a llorar.
Posó la mano en el amuleto que llevaba puesto; la imagen del perro que su madre había conjurado con amor, con magia y con sangre.
¿Debía permanecer fiel a su sangre, a lo que vivía dentro de ella? ¿Aceptar sus propias necesidades, deseos y pasiones? ¿O dejar eso a un lado, como un juguete con el que ya no se juega, y hacer aquello que garantizaría la seguridad y el futuro de sus hermanos?
—Mamá —murmuró—, ¿qué debo hacer? ¿Qué quieres que haga? Diste la vida por nosotros. ¿Cómo puedo hacer yo menos?
Sintió el acercamiento, la unión de los poderes, como dedos que se entrelazan. Dio media vuelta y miró a las sombras. «Mamá», pensó con el corazón desbocado.
Pero fue Eamon quien apareció bajo la luna, llevando a Teagan de la mano.
La aguda decepción se abrió paso como una daga en su voz.
—Tenéis que estar acostados. ¿En qué estáis pensando al salir a deambular de noche por el bosque?
—Tú haces lo mismo —espetó Eamon.
—Yo soy la mayor.
—Yo soy el cabeza de familia.
—El insignificante pepinillo que tienes entre las piernas no te convierte en el cabeza de familia.
Teagan soltó una risita, luego corrió a abrazar a su hermana.
—No te enfades. Necesitabas que viniéramos. Estabas en mi sueño. Y llorabas.
—No estoy llorando.
—Aquí. —Teagan le puso la mano en el corazón a Brannaugh. Sus profundos ojos negros, iguales a los de su madre, la miraron con expresión inquisitiva—. ¿Por qué estás triste?
—No estoy triste. Solo he salido para pensar. Para estar sola y pensar.
—Piensas muy alto —farfulló Eamon, dolido aún por el comentario sobre el «pepinillo».
—Y tú deberías tener la suficiente educación como para no escuchar los pensamientos de los demás.
—¿Cómo no voy a hacerlo si los piensas a gritos?
—Basta. No discutamos. —Quizá Teagan fuera la más pequeña, pero no carecía de voluntad—. Brannaugh está triste, Eamon es como un hombre sobre carbones ardiendo y yo… yo me siento igual que cuando como demasiado postre.
—¿Estás enferma? —La ira de Brannaugh se disolvió. Miró a Teagan a los ojos.
—No de esa forma. Hay algo que carece de… de equilibrio. Lo percibo. Y creo que vosotros también. Así que no nos peleemos. Somos una familia. —Sujetando aún la mano de Brannaugh, Teagan asió la de Eamon—. Dinos, hermana, por qué estás triste.
—Yo… quiero iniciar un círculo. Quiero sentir la luz en mí. Quiero iniciar un círculo y sentarme en su luz con vosotros. Con vosotros dos.
—Raras veces lo hacemos —repuso Teagan—. Porque Ailish no quiere que lo hagamos.
—Y ella nos ha acogido. Le debemos respeto en su casa. Pero ahora no estamos en su casa, y ella no tiene por qué saberlo. Yo necesito la luz. Necesito hablar con vosotros dentro de nuestro círculo, donde nadie puede oírnos.
—Yo lo iniciaré. Suelo practicar —le dijo Teagan—. Cuando Alastar y yo nos alejamos, suelo practicar.
Con un suspiro, Brannaugh acarició el brillante cabello de su hermana.
—Es bueno que lo hagas. Inicia el círculo, deirfiúr bheag.