Si el corazón desconoce lo que los labios murmuran, entonces no se trata de oraciones.
Proverbio anónimo
Un perfume de ámbar flotaba en la alcoba de la reina, acunada por la pálida luz de los candelabros.
Isabel, conmovida, cerró los dedos sobre el brazo del sillón y le dijo a Manuela con firmeza:
—¡Debes creerme! No estaba al corriente.
—No tengo ni sombra de duda, Majestad. ¡Pero los hechos son los hechos! ¡El inquisidor general intentó hacerme asesinar! Si la Providencia no hubiera puesto en mi camino un destacamento de vuestros soldados, no estaría aquí para atestiguarlo.
—Lo sé, Manuela. Pero, te lo repito, no estaba al corriente. El inquisidor se ha excedido en sus funciones. Ten por seguro que Mendoza se pudrirá en prisión el resto de su existencia.
—¡Qué importa! Estoy viva, eso es lo esencial. Decidme más bien ¿por qué cuando supisteis que no se trataba de una conspiración, sino de tres hombres en busca de un mensaje celestial, hipotético, reconozcámoslo, cedisteis de todos modos a las exigencias del inquisidor?
Una rígida altivez invadió el semblante de la reina.
—Querida amiga, una reina de España no cede; consiente. ¡Y lo que consentí fue por el bien de mi país!
—¿Y dónde dejáis el bien de Dios? Vos, tan creyente…
—Nunca albergué duda alguna sobre el contenido del Libro. Con todas mis fuerzas, por la sangre católica que corre en mis venas, nunca imaginé que el mensaje, por hipotético que fuese, pudiera ser algo más que la confirmación de la única verdad: Jesucristo Nuestro Señor es el Hijo de Dios, y el mundo cristiano alberga a sus hijos.
—Pero, entonces, ¿qué motivos hay para perjudicar a esos hombres? ¿Por qué intentar amordazar una verdad cuyo enunciador puede ser el propio Dios?
La reina no respondió. Tendió la mano hacia una mesita de marquetería en la que había un abanico de nácar. Lo cogió y lo abrió con un golpe seco. Estaba salpicado de flores blancas. Sin que Manuela supiera por qué, el adorno le hizo pensar en las flores del almendro. Se dijo que la vida era semejante a ese árbol: flores perfumadas, amargos frutos.
La reina se levantó bruscamente del sillón y comenzó a recorrer la estancia, como si fuera presa de una insoportable lucha interior.
—En verdad, por un instante, sólo un instante —dijo con voz ronca— creí adivinar en ese Libro un peligro. Y el temor a ese peligro me llevó a aceptar el plan de Torquemada.
Acompañada por un crujir de brocados se acercó a la ventana y entreabrió con la mano los cortinajes de terciopelo púrpura.
—Debes comprender que el Estado tiene razones que al corazón le parecen intolerables, pero que son razonables para su supervivencia. ¡Nada fuera de él, nada sobre él, nada contra él! Él es ESPAÑA.
Desconcertada, Manuela se sintió sin argumentos. Hacía más de dos horas que intentaba en vano convencer a la que se llamaba su amiga de que pusiera fin a la caza emprendida por Torquemada. Vargas, Sarrag y Ezra iban a morir.
Tras el ataque del que había sido víctima en el camino de regreso, presentía el drama que se preparaba. Había pensado de nuevo en la personalidad del inquisidor, dispuesto a todo, en aquel asunto de la carta enviada a Isabel que había quedado sin respuesta, en el modo, más que evasivo, en que el hombre con cabeza de pájaro había intentado explicar aquel contratiempo. Entonces, confiando sólo en su instinto, se había precipitado hacia Isabel, que le había concedido audiencia aquella misma noche. Muy pronto había visto cómo se confirmaban sus temores: Isabel nunca había recibido su carta. En ningún momento el inquisidor la había puesto al corriente de su decisión de abandonar la misión. Y a estas horas ya debía de haber acabado con la vida de los tres hombres.
Con el corazón en un puño, al borde de las lágrimas, pidió permiso para retirarse. La reina se aproximó a ella.
—Hay un detalle que ignoras. Hace unos días, mucho antes de tu visita, sabiendo que los tres hombres estaban a punto de llegar a su objetivo convoqué a fray Hernando de Talavera. Nuestro encuentro estaba previsto para el fin de semana, es decir, pasado mañana.
—Pero… ¿para qué? —balbució Manuela.
—Para comunicarle mi decisión.
—Majestad, ¿puedo preguntaros cuál?
Por toda respuesta, la reina fue a sentarse ante una escribanía en palo de rosa. Abrió la tapa y cogió una hoja y un escritorio de oro damasquinado. Levantó lentamente la tapa del tintero, cogió una pluma ya preparada, la mojó y comenzó a escribir. Cuando hubo terminado, rubricó con mano firme, abanicó maquinalmente la hoja para acelerar el secado y tendió la carta a Manuela.
—Toma. Mañana a primera hora entregarás esto a fray Hernando. Puedes leerla antes de que la selle…
Manuela tuvo unos momentos de duda, dividida entre el temor y la esperanza, y se decidió a clavar los ojos en el azul negruzco, fresco todavía, de las líneas…
En los alrededores de Toledo
Con el reverso de la mano, Vargas secó las gotas de sudor que brotaban de su frente. El sol de mediodía había transformado el paisaje en un horno donde incluso los árboles parecían sufrir.
El franciscano lanzó una mirada de reojo hacia sus dos compañeros. Éstos, encorvados y con el semblante descompuesto, trotaban clavando la mirada en la línea del horizonte. Era evidente que sufrían tanto como Vargas. Hacía seis días que habían salido de Granada y apenas habían cruzado unas palabras, como si la premonición del final del viaje, el temor a lo desconocido, tuvieran por efecto sumirlos en un estado de angustia cercano a la postración.
¿Y si Samuel Ezra se había equivocado? ¿Y si había errado, inconscientemente alentado por el deseo de explotar a toda costa el principal símbolo de su religión, el Sello de Salomón? No, no era posible. Habían analizado todos los aspectos del problema, lo habían examinado desde todos los ángulos, procurando descubrir otras posibilidades y sin encontrar ninguna que fuera tan lógica como la propuesta por el viejo rabino. Ahora, la última pregunta se refería al contenido del Libro. ¿Revelaría la tablilla de zafiro su mensaje, como lo había hecho en el pasado? ¿O permanecería muda? En fin de cuentas, entre el día en que se había revelado al antepasado de Aben Baruel y, luego, al propio Baruel, habían transcurrido varios siglos. ¿Para qué atormentarse? La respuesta no les pertenecía, como no había pertenecido a Moisés, Jacob o Salomón: estaba en manos del Creador.
—¡Vargas!
Rafael espoleó su montura y la llevó a la altura del jeque.
—¿Qué ocurre?
—Pie a tierra.
—¿Queréis que nos detengamos aquí? Pero ¿qué mosca os ha picado?
El árabe no respondió. Descabalgó e indicó un bosquecillo que se recortaba no lejos de allí.
—Seguidme…
—¡Sarrag! —protestó el rabino—, Nos queda aún un largo camino por recorrer. Realmente no veo la necesidad de…
—Escuchad, Ezra, el sol no me ha fundido aún los sesos. Si os pido que me sigáis, no lo hago sin motivos. ¡Venid!
El judío dirigió una mueca resignada al franciscano y decidieron obedecer. Una vez al abrigo del bosquecillo, Sarrag se aseguró de que las ramas los protegieran bien antes de anunciar:
—Nos siguen…
—¿Qué decís?
—Me habéis entendido perfectamente. Si me hubierais observado, habríais visto que, desde el alba, no he dejado de volver la cabeza hacia atrás. —Señaló una pequeña nube de polvo ocre que se movía por el camino, aproximadamente a una legua—. No nos han dejado.
—¿De quién estáis hablando? —preguntó el franciscano.
—De los cómplices de la señora Vivero.
—Debéis de equivocaros… —balbució Vargas.
—¿Recordáis la conclusión a la que llegué el día en que desapareció la señora? Dije que aquéllos para quienes trabajaba irían hasta el final de su maquinación. —Señaló con el dedo la nube de polvo—. Ahí vienen…
—¿Qué hacemos? —preguntó Ezra—. ¡No vamos a abandonarlo todo tan cerca ya del final!
El árabe, fatalista, se encogió de hombros.
—Sólo tenemos dos opciones: o damos media vuelta o vamos hasta el final, hasta el Libro, es decir, hacia la muerte. Pues, como vos mismo dijisteis, lo que les interesa es el Libro. Una vez que les hayamos llevado a él… ¡se acabó! Nos eliminarán.
Hubo un largo silencio. A lo lejos, en la carretera, la nube ocre se acercaba cada vez más.
—Recordad la leyenda de Hiram —dijo de pronto Vargas—. La triple muerte… ¿Qué destino sería más noble que dar la vida para renacer más puro, más grande? Baruel se sacrificó para transmitirnos una herencia sagrada y nunca estuvo tan vivo como ahora. ¿Quién de nosotros puede pensar en traicionarle y, a través de él, al Señor Todopoderoso?
Sarrag y Ezra asintieron sin la menor vacilación. Un fulgor nostálgico iluminó la mirada del rabino.
—En fin de cuentas, ¿qué es la muerte sino un pasaje obligado, la esperada cita con Elohim? Por lo que a mí se refiere, ya hace tiempo que el Eterno hubiera debido llamar a mi puerta.
—¿A qué esperamos? —exclamó Sarrag levantándose—. ¡Que el diablo se lleve a sus infieles! Si les place seguir nuestro rastro como perros, pues muy bien, que nos sigan.
Se pusieron en pie. Unos minutos más tarde galopaban en dirección al Torcón, donde les aguardaba el Libro de zafiro.
Los hombres de Torquemada les pisaban los talones.
En el mismo instante, apocas leguas de allí…
La cólera y la desesperación hacían temblar los labios de Manuela, quien observaba a Talavera intentando convencerse de que debía de estar equivocado, de que la información que su agente acababa de comunicarle era errónea. Pero el sacerdote confirmó:
—Efectivamente, han perdido su rastro, doña Manuela.
—¡No es posible! —Señaló a los soldados que les rodeaban—. Su Majestad ha puesto a vuestra disposición todo un destacamento. Caballería armada hasta los dientes. ¡La elite de sus ballesteros! ¿Y todo para volver con las manos vacías?
Talavera abrió los brazos con gesto cansado. Parecía tan desesperado como la joven.
—¿Qué puedo deciros? Mi gente es la responsable. Temían tanto que les descubrieran los sicarios del inquisidor que han dejado que la distancia se agrandara y los han perdido de vista.
—¡Padre Talavera, van a morir!
Era más que una afirmación, era un grito arrancado a sus entrañas.
—Calmaos, señora… Tal vez no hayamos perdido todas las esperanzas. Acabo de dar órdenes para que envíen exploradores en todas direcciones. Aún tenemos alguna posibilidad de encontrarles.
—¡Pero vamos a tardar horas! ¡Días enteros! ¡Podemos llegar demasiado tarde!
Talavera posó una mano en el hombro de la joven y replicó:
—Hay que creer en Dios, doña Manuela. Oídme, no perdáis nunca la fe. Nunca.
Ella asintió sin convicción. Y cuando Talavera se dirigía al capitán de la tropa, se dejó caer al pie de un árbol.
Vargas… Si le ocurría alguna desgracia, nunca podría perdonárselo. Viviría con aquella herida en sus entrañas; quizá no se sobrepondría. Pero más doloroso todavía era decirse que, en el momento de su muerte, tal vez él le dedicara un terrible pensamiento, desprovisto de indulgencia. Nunca sabría lo que ella había intentado hacer.