Amar es vivir y morir por una apuesta infernal que hacemos sobre lo que ocurre en el alma del otro.
Paul Valéry, «Eros», Cuadernos
A la mañana siguiente, cuando emprendieron el camino, el calor había aumentado. Cruzaron al galope el puente romano del Tormes y se desviaron hacia el norte, abandonando a sus espaldas las murallas de Salamanca. Ninguno de ellos imaginaba entonces el espectáculo que les aguardaba a una legua de la ciudad. Acababan de tomar el camino de Valladolid cuando los vieron: dos hombres, dos siluetas con los brazos en cruz tendidos en la cuneta, con el cuerpo atravesado, desfigurados. No les costó, sin embargo, identificar a Solimán Abu Taleb y a su cómplice. Sarrag fue el primero en descabalgar y precipitarse hacia su servidor, que yacía inerte, con las pupilas dilatadas por el horror.
—¡Por el santo nombre del Profeta! ¿Quién ha podido hacer una cosa así? ¿Quién? ¿Por qué?
Vargas examinó los cadáveres.
—Es horrible —insistió el jeque—. Parece que los asesinos se hayan complacido atormentando a esos infelices antes de darles muerte. Ved esas muñecas quebradas, esas tibias destrozadas. ¿Creéis a la Santa Hermandad capaz de semejante carnicería?
—No —respondió sin vacilar Vargas—. Esta fuerza de seguridad aplica una justicia expeditiva, pero no tortura.
—¿Quién, entonces? ¿Y por qué razón?
—No veo ninguna.
—Maktub —suspiró el jeque arrodillado junto al joven—. Le perdoné la vida, pero estaba escrito que la muerte iba a alcanzarle.
Manuela había permanecido a lomos del caballo. Blanca como una estatua de nieve, observaba la escena apretando los dientes. Estaba de acuerdo con Vargas: la Santa Hermandad no había participado en aquella matanza. Sólo podía ser el hombre con cabeza de pájaro. Sin hacerse ilusiones, lanzó una ojeada a su alrededor. A aquellas horas, Mendoza y sus acólitos debían de estar a cubierto, bien resguardados. Podía imaginarle jubiloso, agazapado en su escondrijo. Una oleada de odio la invadió. Si Torquemada no le hacía pagar aquel acto a su agente, se juró que lo haría ella. Con sus propias manos.
Durante los días siguientes el calor se transformó en una verdadera capa, obligándoles a detenerse si no querían desfallecer. Pero en cuanto reanudaban su viaje, un tenue y cálido soplo les golpeaba el rostro.
«La respiración del diablo», había dicho Sarrag. Y explicó que cierto día, al comienzo de los tiempos, el infierno se había quejado al Señor diciéndole: «¡Señor, haced algo, estoy devorándome a mí mismo!». Y el Señor le permitió entonces respirar dos veces: una en invierno y la otra en verano. En uno de esos momentos sentimos el máximo calor, y en el otro el máximo frío.
Manuela ya no se atrevía a cruzar la mirada con la de Rafael Vargas. Cuando caía la tarde, a la hora de acampar, lo esquivaba. La mera idea de hallarse a su lado le producía una sensación de pánico. Si le dirigía la palabra, ella procuraba que el diálogo se redujese a un intercambio superficial. Desde que habían salido de Salamanca, se sentía cada vez más incómoda en su papel de delatora. ¿Qué le pasaba? ¿Eran los sentimientos que despertaba en ella Vargas los que hacían vacilar su determinación de los primeros días? Sin duda alguna.
Durante todos aquellos años había rechazado entregarse, por exceso de pudor sin duda, pero sobre todo por necesidad de independencia. La idea de que su corazón pudiera estar a merced de un hombre, por admirable que fuese, le había resultado siempre insoportable. Y más turbador todavía le parecía —aunque apenas osaba confesárselo— ese deseo violento, irresistible que sentía por Vargas. Cuando lo veía moverse, hablar, el movimiento de sus manos o de sus labios, el modo que tenía de mirarla, todo reavivaba sus sentidos. Y cuando se dormía, visiones de cuerpos abrazados, impúdicos, poblaban sus sueños.
Aquello le recordaba una emoción vivida mucho tiempo atrás. Tendría unos dieciséis años. Un amigo de su padre, un hombre ya en la cuarentena, ejercía entonces sobre ella una auténtica fascinación. Había sido educada en la noción del pecado vinculado a las cosas de la carne, pero se había abandonado al sueño de transgredir aquellas prohibiciones. Las imágenes habían revoloteado por su espíritu noches enteras, haciéndola derivar hacia sensaciones densas e imprecisas al mismo tiempo, que emanaban de los secretos de su cuerpo. Más tarde comprendió que no la había fascinado el hombre, sino el misterio del amor. Hoy sentía la misma turbación, pero cien veces más intensa.
Había perdido la razón. Rafael Vargas era sacerdote; pertenecía a Dios. Además, estaba esa misión que le habían confiado. Tenía que cumplirla. Sólo debía pensar en su deber. Nada más.
Al atardecer del séptimo día, las fortificaciones de Burgos se recortaron en el horizonte. La capital del reino unificado de Castilla y León brillaba como una diadema bajo el sol de junio.
Cuando sólo dos leguas los separaban ya de las murallas, Ezra y Sarrag exigieron detenerse; no podían más.
—Si la intención de Baruel era matarnos —suspiró el rabino dejándose caer al pie de un olivo—, no está lejos de conseguirlo.
—Tranquilizaos —repuso el árabe—, no seréis el único que parta. Os acompañaré.
—¿Qué día es hoy?
—Viernes.
—¡Basta! ¡No digáis nada! Por vuestra causa hemos perdido un tiempo precioso. Desde que salimos de Granada, todos los viernes, al ponerse el sol, llueva o haga viento, nos habéis obligado a descabalgar y permanecer quietos hasta el día siguiente por la noche. Creedme, si hubierais transgredido un Sabbath, estad seguro de que, dadas las circunstancias, el Creador no iba a reprochároslo, ni en este mundo ni en el otro.
—Amigo mío, pensad que sólo una situación de mortal peligro inminente puede excusar que no se respete el Sabbath, ¡y aun así! Pero mucho más grave es que ha sonado la hora de la oración y yo estoy deslomado. Me avergüenza reconocerlo, pero me siento incapaz de cumplir mis devociones con el Eterno.
Sarrag se echó a reír.
—Y Satán se ha tirado un pedo.
Los demás le miraron boquiabiertos.
—¿Qué acabáis de decir? —preguntó el monje.
El jeque repuso, impávido:
—Que Satán se ha tirado un pedo. Al evocar la tozudez del diablo cuando se negaba a someterse a la palabra de Alá, Mahoma solía hacer este comentario: «Cuando os llaman a la plegaria, Satán vuelve la espalda y se tira un pedo para no escuchar esta llamada». Por eso he dicho: «Y Satán se ha tirado un pedo».
Manuela y Vargas no pudieron evitar soltar una carcajada, con gran enfado del jeque.
—Todo eso es muy instructivo —dijo Samuel Ezra—, pero debo deciros que, aunque estemos a las puertas de Burgos, no por ello el cuarto triángulo está a nuestro alcance.
—¿Hasta este punto desdeñáis las informaciones que he descifrado? —replicó el árabe.
—¿Os referís a los puentes?
—Evidentemente. Estoy convencido de que los encontraremos sobre el río Arlanzón. El del infierno y el del paraíso.
—¿Nunca os habéis preguntado por qué Baruel eligió ese escondrijo y no otro? —inquirió Manuela.
—¿Qué importa eso? —respondió Sarrag—. Aquí o allá…
—Me sorprendéis. ¿No habéis afirmado siempre que Aben Baruel no dejaba lugar alguno a la improvisación? Corregidme si me equivoco. El primer triángulo estaba en lo alto de una torre: la Torre Sangrienta, símbolo de los Templarios, de la violencia y de la intolerancia. El segundo estaba en la gruta de Maltravieso, y vos mismo, jeque Sarrag, nos explicasteis cuán cargado de sentido estaba el lugar, por citar sólo las reminiscencias de la caverna que cada uno de nosotros lleva. Encontramos el tercer triángulo en el sarcófago del Obispo, en Salamanca. ¿No habrá querido transmitirnos vuestro amigo la imagen del saber y del conocimiento, opuesta al oscurantismo?
El trío tuvo que admitir que el razonamiento de la joven era bastante pertinente. Desde que habían tenido pruebas de su sinceridad, su desconfianza hacia ella se había atenuado enormemente. Ahora les parecía natural que participara en sus discusiones, sin reticencias.
—Puesto que sois tan brillante —dijo Vargas con una sonrisa—, ¿tenéis idea de lo que nos espera?
—Eso creo. Si realmente el triángulo está donde esperáis, entonces, una vez más, el mensaje es claro. ¿Qué es un puente sino una construcción que permite pasar de una orilla a otra y, por extensión, de un estado filosófico o mental a otro? Recuerdo haber leído un día que la mayoría de los viajes iniciáticos se representaban con este símbolo, y el autor comparaba el puente con el arco iris, pasarela que Zeus tendió entre ambos mundos.
—¡La señora tiene razón! —exclamó Sarrag. Se golpeó la frente y prosiguió con voz febril—: ¡Cómo no lo habré pensado antes! Recordad el texto: «EN LA ORILLA, ENTRE LAS DOS ESPINAS DEL SA’DAN, LA DE LA JANNA Y LA DEL INFIERNO…». ¿No os expliqué ya que existía un hadiz que habla del puente de Sirat, que permite acceder al paraíso pasando por encima del infierno? Otro pasaje precisa que ese puente será más fino que un cabello y más cortante que un sable. «Sólo los elegidos lo cruzarán —recitó—, los condenados resbalarán o serán asidos por los garfios de Sa’dan antes de haber podido llegar al paraíso, y serán lanzados al infierno». Mahoma precisa que algunos pasarán el puente en cien años, otros en mil, según la pureza de su vida, y concluye: «Ninguno de los que hayan visto al Altísimo corre el peligro de caer en la gehena». A mi entender, todo eso apoya la hipótesis planteada por la señora Vivero.
—Sin duda —reconoció Ezra—. Pero no perdamos de vista, más allá del aspecto filosófico, que nos queda por elucidar la última frase de este Palacio, a saber: ESTÁ AL PIE DE LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR, MÁS ALLÁ DEL SEÑOR, DE SU ESPOSA Y DE SU HIJO. Forzoso es reconocer que, de momento, ninguno de nosotros tiene la menor idea de lo que significa esta frase, además de que deben de existir más de dos puentes en el Arlanzón.
—Es probable que las cosas se aclaren cuando estemos allí, en Burgos. Recordad lo que ocurrió con los Golfines y el juicio de Dios —repuso el jeque, quien se apresuró a añadir, piadosamente—: Inch Allah.
Rafael Vargas añadió, como ausente:
—Inch Allah, como vos decís. Esperemos sobre todo que, cuando nos toque cruzar el puente, todos veamos al Altísimo…
Toledo
La reina cogió el abanico que estaba sobre la mesa de marquetería y, sin abrirlo, lo apretó firmemente con los dedos. Las informaciones que acababa de darle el inquisidor general en nada habían apaciguado su nerviosismo.
—Después de todo —dijo en un tono amargo—, me pregunto si la historia de la conspiración existe fuera de vuestra mente. Una eventualidad que, os lo recuerdo, había sido ya contemplada por nuestro amigo fray Hernando de Talavera. Hace días y días que no ocurre nada. Doña Manuela sigue sin proporcionarnos la menor prueba, ni la sombra de un indicio que apoye vuestros temores.
Torquemada apretó los dientes. ¿Cómo habría podido revelarle la información que su agente le había proporcionado dos días antes? Un libro. ¡Aquella gente estaba buscando un libro! Era casi risible. Si la reina llegaba a saberlo, no le cabía duda de que pondría fin a la operación, con todas las consecuencias que semejante decisión implicaba. La credibilidad del inquisidor, la influencia que tenía en el reino, se verían ampliamente comprometidas, sin contar con todas las ventajas que personajes como Talavera podrían obtener con su desgracia. Y sin embargo, estaba seguro de tener razón. Si aquel Libro existía, debía de contener un texto de la mayor importancia. Recordó las palabras de doña Manuela, transmitidas por Mendoza: «Podemos concluir que su contenido debe de ser de un valor inestimable». Estaba en lo cierto. Lo importante ahora era ganar tiempo.
Adoptó el tono más sereno posible y explicó:
—Majestad, las apariencias son engañosas. Todo nos lleva a creer, por el contrario, que esa gente sigue un recorrido perfectamente elaborado. Huelva y el monasterio de la Rábida, Jerez de los Caballeros, Cáceres, Salamanca y, según las últimas noticias, deben de estar de camino hacia Valladolid o Burgos.
Impasible, la reina entreabrió el abanico con un gesto seco.
—Si lo entiendo bien, esa gente ha decidido visitar toda España. Hoy en Valladolid, mañana en Madrid y pasado mañana… ¿quién sabe? ¿A qué vienen todos esos desplazamientos? ¿Qué sentido les atribuís?
Torquemada acarició el crucifijo que le adornaba el pecho.
—Me parece haber explicado a Vuestra Majestad que todo el asunto se basaba en un plan cifrado. Sabemos que el plan está compuesto por Palacios o enigmas, y que cada enigma corresponde a un destino.
—No me habéis respondido. ¿Por qué razón el autor mueve a los protagonistas de una ciudad a otra?
—No lo sabemos todavía. En cambio, puedo aseguraros que estamos cerca del desenlace.
La reina cerró el abanico y apretó con los dedos las pequeñas varillas de nácar.
—¿De dónde sacáis esta certeza?
—Hemos contado ocho enigmas en total. Si prescindimos de la que está en curso, Valladolid o Burgos, ya sólo les faltan tres etapas.
—¿Estáis completamente seguro de que el criptograma no oculta una trampa?
Torquemada levantó las cejas.
—¿Qué trampa, Majestad?
—Una novena ciudad, un callejón sin salida, otro país, ¡qué sé yo!
El tono de su voz había subido un poco, signo de una exasperación apenas contenida.
—No lo creo. El plan es demasiado riguroso para no tener salida. Por lo que se refiere a la eventualidad de una ciudad que esté fuera de nuestras fronteras, no me parece plausible.
Durante unos instantes, la reina golpeó la palma de su mano con las varillas de nácar.
—¿Tenéis noticias de doña Manuela?
El inquisidor se aclaró la voz antes de responder:
—Está bien.
—¿Eso es todo?
Torquemada parpadeó.
—¿Cómo decís, Majestad?
—Hace semanas que viaja poniendo en peligro su vida, en las peores circunstancias, en la más absoluta incomodidad para una mujer. ¿Por qué? Porque accedió a mi petición en nombre de nuestra amistad y en nombre de España. Se ha sacrificado y todo lo que vos me decís es que está bien.
Los ojos del inquisidor general se oscurecieron. Había llegado el momento de restablecer el equilibrio. La actitud conciliadora y humilde que había adoptado hasta entonces se metamorfoseó en una sólida rigidez que era casi irreverencia.
Su voz resonó, implacable.
—Majestad, vos sois la reina, yo soy la Iglesia. Vos representáis el poder temporal, yo represento a Dios. Vuestras preocupaciones son de este mundo, las mías se dirigen a las almas. Por lo que se refiere al sacrificio de Manuela Vivero, ¿qué supone comparado con el martirio de Nuestro Señor? ¿Qué son unas noches pasadas al sereno comparadas con la sangre derramada por nuestros hermanos, por los fieles defensores de la fe caídos a las puertas de Jerusalén?
Y como Isabel callara, sumisa, fue más lejos aún.
—Es cierto, no me extiendo sobre la suerte de doña Manuela. ¿Qué queréis? Mi corazón no sangra cuando pienso en su suerte. Mis venas prefieren quedarse sin sangre por sufrimientos mucho más heroicos.
Torquemada se levantó, y su figura dominó por completo la silueta de la reina.
—Permitid que me retire Majestad —añadió.
Iluminados por un rayo de sol que se filtraba por un ventanuco enrejado, los tres hombres estudiaban un rudimentario mapa que representaba la capital del reino unificado de Castilla y León.
Si bien los puentes —cinco exactamente— que cruzaban el Arlanzón estaban indicados con bastante claridad, en cambio no se veía nombre alguno que correspondiera a «paraíso» o «infierno».
Vargas manifestó su decepción golpeando la mesa con la palma de la mano.
—¡No veo dónde nos hemos equivocado!
—¿Y si yo tuviera razón? —exclamó el jeque—. ¿Y si nuestro destino fuera el convento de Santa María de Huerta?
—Vamos, sed justo. Sabéis perfectamente que necesitábamos un nombre doble: Pablo y María. Vos sólo habéis encontrado el segundo.
—Es cierto, pero al menos tenía dos puentes.
—Escuchad, Sarrag —repuso el monje, que estaba visiblemente a punto de estallar—, o bien…
—¡Callad! —ordenó Ezra—. ¡Me aburrís los dos con tanta palabrería! No consigo pensar. Si queréis saber mi opinión, nos empecinamos buscando en una dirección equivocada. ¿Por qué diantre nos agarramos con tanta insistencia a estos dos nombres: «infierno» y «paraíso»? ¿Qué me decís?
—A causa del hadiz, naturalmente. Lo dice bien claro: EN LA ORILLA, ENTRE LAS DOS ESPINAS DEL SA’DAN —LA DE LA JANNA Y LA DEL INFIERNO… Así pues, hay correlación con el puente de Sirat, que, de nuevo según los hadiz, permite acceder al paraíso pasando por encima del infierno. Intentemos tomar cierta perspectiva. Supongamos por un instante que Baruel empleara los términos «infierno» y «paraíso» sólo para llevarnos a la imagen del puente.
—De acuerdo —dijo Sarrag—. ¿Y luego?
—Pues luego sólo nos queda la última frase del Palacio: ESTÁ AL PIE DE LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR, MÁS ALLÁ DEL SEÑOR, DE SU ESPOSA Y DE SU HIJO. Admitiréis que es ahí, y sin equivocación posible, donde Baruel colocó el último indicio, el que debería conducirnos al triángulo. La expresión «LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR» es una metáfora demasiado ambigua para que, de momento, percibamos su sentido oculto. En cambio, la palabra «SEÑOR» parece más accesible. ¿Qué es un señor sino un título honorífico, un personaje de alto rango?
—No esperaréis que hagamos el inventario de todos los nobles de España —dijo el monje sonriendo.
—Soy viejo, fray Rafael, pero no estoy senil todavía. El inventario de todos los nobles de España, claro que no; buscar a los que han marcado la ciudad donde nos hallamos, sí.
Estaba claro que el monje parecía totalmente desalentado por la magnitud de la tarea.
—Es una locura.
—¡Muy bien! ¿Por qué, en vez de criticar mi proyecto, no proponéis una solución mejor?
Se produjo un largo silencio, apenas turbado por los rumores de la calle.
—No creo que necesitemos entregarnos a este trabajo —dijo Sarrag de pronto—. ¿Sabéis cómo se dice SEÑOR en árabe? —añadió tras meditar unos instantes.
No obtuvo respuesta.
—Sidi. ¿No os recuerda nada esta palabra?
No había concluido la frase cuando Vargas profirió un grito de victoria.