23

Nada hay tan peligroso como un amigo ignorante; más valdría un enemigo sabio.

La Fontaine

Por encima del desierto claustro de la capilla de Santa Bárbara las campanadas del Ángelus esparcían por el aire acentos melancólicos.

Los tres hombres se habían sentado con las piernas cruzadas, junto a Manuela, en el césped.

Ezra fue el primero en tomar la palabra.

—Bueno, señora, creo que ha llegado la hora de la verdad. Henos aquí frente al tercer Palacio mayor, cuya solución afirmasteis poseer. Os escuchamos.

El corazón de la joven latía a toda velocidad. Por primera vez desde el comienzo de la aventura sentía miedo.

Ezra propuso con cortesía:

—¿Preferís que os lo lea para recordarlo mejor?

Ella respondió afirmativamente. Siempre sería alargar un poco el plazo.

El rabino leyó con voz clara y pausada:

TERCER PALACIO MAYOR

BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.

EL NÚMERO ESTÁ EN 4.

EN AQUEL MOMENTO ABRIÓ LA BOCA Y DIJO: «LLEGARÁ LA HORA EN QUE SE ARROJE AL DRAGÓN, EL DIABLO O SATÁN, COMO SE LO LLAMA, AL SEDUCTOR DEL MUNDO ENTERO, SE LE ARROJARÁ A LA TIERRA, Y SUS ÁNGELES SERÁN ARROJADOS CON ÉL. ¡EL CAINITA!».

SU NOMBRE ES A LA VEZ MÚLTIPLE Y UNO: EL NOMBRE DE LA CONCUBINA DEL PROFETA. EL NOMBRE DE LA MUJER DE LA QUE EL ENVIADO DECÍA: «NO NACE UN SOLO HIJO DE ADÁN SIN QUE UN DEMONIO LO TOQUE EN EL MOMENTO DE NACER. ELLA Y SU HIJO FUERON LA ÚNICA EXCEPCIÓN». Y POR FIN EL NOMBRE DEL ABORTO, EL TEJEDOR DE CILICIO.

POR DESGRACIA, TODO ELLO NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO, PUES EVOCA AL QUE HABRÍA DEBIDO CAER DE CABEZA, PARTIÉNDOSELA POR LA MITAD, DERRAMANDO LAS ENTRAÑAS.

EN LA ORILLA, ENTRE LAS DOS ESPINAS DEL SA’DAN —LA DE LA JANNA Y LA DEL INFIERNO—, HE SALVAGUARDADO EL 3. ESTÁ AL PIE DE LAS LÁGRIMAS DE ÁMBAR, MÁS ALLÁ DEL SEÑOR, DE SU ESPOSA Y DE SU HIJO.

Manuela se arriesgó a decir:

—BURGOS.

—¿Era el nombre inscrito al pie de la página y que vos tachasteis?

—Sí.

Ezra adoptó un aire dubitativo que asustó a la muchacha.

—¿Qué pasa? ¿No me creéis? Pues os aseguro que…

—Tranquilizaos, señora. La cuestión no es saber si os creo o no. El hecho de conocer cuál será nuestra próxima etapa no lo resuelve todo. —Se dirigió a sus dos compañeros para añadir—: Supongo que adivináis por qué.

—Naturalmente —respondió Vargas—. Aun admitiendo que la ciudad sea, efectivamente, Burgos, eso no nos dice dónde se oculta el cuarto triángulo. ¿Por casualidad no tendríais más datos que puedan ayudarnos? —preguntó a Manuela.

—Lamentablemente, no. Os he dicho todo lo que sé.

—En consecuencia, no nos queda más remedio que descifrar el Palacio.

Sarrag se apresuró a intervenir.

—A riesgo de molestar a la señora Vivero, no creo que se trate de Burgos.

Pálida, Manuela tuvo la clara impresión de hallarse al borde de un precipicio.

—¿Qué os permite ser tan tajante?

—Os lo diré. Como podéis comprobar, a diferencia de los indicios precedentes, que nos conducían hacia monumentos, edificios o singularidades del paisaje, Baruel hace claramente hincapié en un personaje. Un personaje como mínimo nefasto, puesto que lo califica de «dragón», «diablo», «Satán» e incluso «cainita». Y añade: «NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO». Unas líneas más abajo, Baruel se propone revelarnos su identidad. Para hacerlo, nos proporciona varios elementos y nos avisa de que el nombre es MÚLTIPLE Y UNO. —Hizo una pausa—. ¿Alguno de vosotros sabe de qué está formado el nombre? ¿Vos tal vez, señora?

Ella negó con la cabeza.

—A primera vista —dijo Vargas—, el nombre está compuesto por el NOMBRE DE LA CONCUBINA DEL PROFETA y el de una mujer de la que el Enviado decía: «NO NACE UN SOLO HIJO DE ADÁN SIN QUE UN DEMONIO LO TOQUE EN EL MOMENTO DE NACER. ELLA Y SU HIJO FUERON LA ÚNICA EXCEPCIÓN». Sin contar con la mención del nombre del ABORTO.

—Exacto. Y abriré un paréntesis para recordar que el «Enviado», o el «Enviado de Alá», era el sobrenombre que Mahoma se daba a sí mismo. Le gustaba mucho la compañía femenina, y sus concubinas fueron numerosas. Por esta razón no he intentado seleccionar. He considerado preferible centrar mi reflexión en el siguiente párrafo, que alude a la otra mujer, aquella de la que se dice: ELLA Y SU HIJO FUERON LA ÚNICA EXCEPCIÓN. —Sarrag se ciñó maquinalmente la tela que le cubría el hombro y prosiguió—: En una primera lectura he creído que estábamos ante una azora, pero no he tardado en comprender que me hallaba en un error. No se trata de un versículo del Corán, sino de palabras mencionadas en los hadiz por uno de los discípulos del Profeta. Descubrimos entonces que esta mujer no es sino María.

—¿María? ¿La madre de Cristo?

—Exacto.

—Lo que significaría que la concubina del Profeta también se llamaba María.

—Sí. Lo he dicho hace un instante. Mahoma, bendita sea su memoria, tenía numerosas compañeras. A su lado estaban, entre otras, una judía llamada Safiyya Huyay, y una copta cuya belleza él admiraba mucho. Esta es la que nos interesa. Se llamaba, efectivamente, María. La primera indicación confirma, pues, la segunda.

—Hasta aquí hay cierta coherencia en vuestro análisis. Pero ¿y luego? —objetó el rabino.

—Fijaos en el texto que sigue: EN LA ORILLA, ENTRE LAS DOS ESPINAS DEL SA’DAN —LA DE LA JANNA Y LA DEL INFIERNO—, HE SALVAGUARDADO EL 3.

—¿Qué son la JANNA y el SA’DAN?

—«Janna» es una palabra que suele emplearse en plural en el Corán y que significa «jardín». Cuando se aplica a la vida futura, tiene el sentido de «paraíso». Por lo que al «sa’dan» se refiere, es una planta con fuertes espinas que se encuentra en la península Arábiga y que es muy apreciada por los camellos. «En este puente habrá ganchos como espinas de sa’dan». Os haré observar que la palabra «puente» aparece dos veces y que hace referencia al puente llamado de Sirat, el cual, siempre según los hadiz, permite acceder al paraíso por encima del infierno. En consecuencia, éste es el indicio que debemos recordar.

—Si os comprendo bien —dijo Ezra—, os fijáis en un nombre, María, y en un puente.

—¡Error! No en uno, sino en dos puentes. —Indicó el párrafo—: ENTRE LAS DOS HE SALVAGUARDADO EL 3. ¿Entre dos qué? Pues entre dos… puentes. Según la información que me proporcionó el enseñante a quien me dirigí por lo de Pitágoras, y tras comprobar algunos mapas, existe un monasterio, un solo monasterio en toda la península, que lleva el nombre de María. Se trata de Santa María de Huerta, situado en la provincia de Soria, a pocas leguas de Medinaceli.

—Estáis quemando etapas —criticó Ezra—. Basar vuestra hipótesis en el mero nombre de María me parece, como mínimo, arriesgado.

Manuela, que escuchaba hecha un manojo de nervios, deseó expresar a Ezra su agradecimiento por aquella observación. Era preciso que el Palacio correspondiese a Burgos.

El árabe frunció el entrecejo.

—No seáis tan crítico y dejadme terminar mi argumentación. El texto de Baruel menciona dos puentes. Pues bien, en este lugar dos puentes cruzan el Duero. ¿Sabéis cómo los llaman? Infierno y paraíso.

Vargas reflexionó unos momentos antes de responder:

—Habéis hecho un buen trabajo, pero no necesito deciros que es incompleto.

Manuela comenzaba a respirar algo mejor.

El árabe reconoció, huraño:

—Ya lo sé. EL ABORTO, EL TEJEDOR DE CILICIO, ¿quién es? TODO ELLO NO VALE MÁS QUE UN ESCLAVO, ¿por qué? Y, finalmente, ¿quién es ese señor? ¿Quiénes son su esposa e hijo?

Ezra suspiró con los rasgos crispados, presa de dolor.

La sombra de un gato se deslizó entre las columnas: el animal atravesó la galería y desapareció por el otro extremo, como por encanto. La voz de un aguador llenó el cielo crepuscular, que parecía haberse inmovilizado sobre el claustro.

—El ABORTO… —murmuró Vargas, pensativo—. Baruel dice, en efecto, que el nombre del personaje es MÚLTIPLE Y UNO. Habéis conseguido descifrar uno de esos componentes: María. Pero está claro que la otra parte se oculta tras el aborto. Sabemos que el cilicio es un tejido de pelo de cabra. Pero ¿qué puede significar el aborto?

Abortare…, niño muerto al nacer —murmuró Ezra en tono monocorde—. Abortivus, del supino de abortare. Ser o vegetal inconcluso… Por extensión, raquítico, débil…, enano… Nanus, nanos…

—Os lo ruego, rabbi, no nos enumeréis todos los sinónimos de la palabra aborto.

Sarrag se levantó de mal humor.

—Voy a dar un paseo.

—Creo que estamos atascados —declaró Manuela mientras veía alejarse al árabe.

No hubo respuesta. Vargas parecía absolutamente absorto en sus reflexiones. Ezra se había tendido de espaldas, con las manos crispadas sobre el pecho.

Las voces que hacía un momento entonaban el Ángelus habían enmudecido sin que nadie lo advirtiera. La atmósfera se había impregnado de nuevo de aquella sensación de nostalgia infinita. Y entonces sonó un grito sordo, más un jadeo que una queja. Manuela sintió que la sangre se le helaba en las venas. Vargas y Ezra se habían levantado como un solo hombre.

—¿Pero qué…? —tartamudeó el rabino.

—¡Sarrag!

Sin aguardar un instante más, Rafael corrió hacia el lugar del que había surgido el grito.

—¡Tened cuidado!

Petrificada, Manuela vio que el monje se dirigía hacia la galería oeste.

—¡Tened cuidado! —repitió.

La advertencia se había convertido en lamento.

Unas siluetas acababan de aparecer entre las columnas. Primero la de Sarrag, acorralado, luego la de un individuo —un monje en apariencia— que, con la cabeza cubierta por el hábito, se acercaba a él empuñando una daga. Inmediatamente entró en escena un tercer personaje, que adelantó rápidamente a su compañero y se interpuso en el camino de Vargas.

—¡Un paso más y eres hombre muerto!

El franciscano reconoció al negro que le había atacado en el camino de Salamanca. En su mano brillaba una hoja.

—¡Estáis locos! ¿Por qué lo hacéis?

—¡No es cosa tuya, cristiano! —Y repitió con mayor dureza aún—: ¡Un paso más y eres hombre muerto!

Sobreponiéndose a su espanto, Manuela había encontrado valor para unirse al franciscano. Con sorprendente impudor, se agarró desesperada a su brazo.

—¡Vargas! —suplicó—. ¡Haced lo que dice!

—¡La mujer tiene razón! —gritó el negro—. ¡No te mezcles en esta historia!

Para subrayar su determinación, dio un paso adelante y agitó el puñal, trazando amenazadoras diagonales en el aire.

Al fondo, el drama se aceleraba. El falso monje se había abalanzado sobre Sarrag. El filo de la daga reflejó por unos instantes la luz antes de buscar el pecho del jeque. Éste, con una agilidad insospechada en un hombre de su corpulencia y edad, se echó hacia atrás, evitó por los pelos el golpe y, con la misma rapidez, sacó de su djubba el azulado acero de un khandjar, uno de esos temibles puñales árabes de pomo adornado con alas.

—¡Vamos, Solimán!… ¡Perro sarnoso! ¡Acércate! Te esperaba…

Ni Manuela ni Vargas parecieron sorprenderse. Desde el primer momento habían comprendido que aquel joven era el asesino en la sombra, el responsable de todos sus males.

Éste se quedó inmóvil, probablemente impresionado por la visión del arma que blandía el jeque; sabía que con ese puñal se podían perforar corazas como si fueran hojas de papel. Con un gesto rabioso, se libró del hábito que cubría en parte su rostro y lo arrojó al suelo.

—¡Vas a pagar! ¡Y en singular combate! A diferencia de los Bannu Sarrag, los Zegríes no son cobardes.

—No entiendo tu cháchara, pero…

Su frase quedó en suspenso. El joven había comenzado a girar a su alrededor como una fiera. Sus gestos eran los de un hombre lleno de odio, dispuesto a matar.

Comenzó entonces una sucesión de movimientos circulares, puntuados por jadeos, fintas, paradas, mientras cada uno de los adversarios intentaba, sucesivamente, dar el golpe mortal. Hubo un escarceo. Los cuerpos se confundieron, luego se separaron como por efecto del rayo. Solimán fue el primero en sobreponerse. La punta de su cuchillo trazó un semicírculo y alcanzó la frente de Sarrag al finalizar su recorrido. La sangre brotó en seguida de la carne abierta y corrió en hilillos sobre sus párpados, nublándole la visión. Aunque al principio del enfrentamiento había dado pruebas de inesperado vigor, ahora estaba claro que éste iba esfumándose.

Ezra, que había acudido en su ayuda, dijo con un acento de angustia en la voz:

—Es un combate desigual. La primavera contra el otoño.

¿Quiso darle la razón el agresor de Sarrag? Se volvió ligeramente y, al mismo tiempo, lanzó el pie hacia el pecho del jeque. Alcanzado de lleno, éste perdió el equilibrio y el khandjar se le escapó de las manos. Los ojos del joven se iluminaron en seguida con una especie de júbilo morboso.

—Vas a reventar… —amenazó, apartando el arma de un puntapié.

Entonces Vargas ya no vaciló. Se abalanzó sobre el negro que seguía cerrándole el paso y, antes de que éste pudiera reaccionar, lo agarró de la muñeca y se la retorció con todas sus fuerzas para hacerle soltar el arma. En vista de que se resistía, Rafael aumentó la presión, levantó la rodilla derecha y golpeó la ingle y el estómago de aquel individuo sin soltarlo. El negro comenzó a aullar, en el paroxismo del furor. No cedería. Vargas modificó su estrategia. Permaneció un instante inmóvil y, a continuación, tiró con violencia del antebrazo de su adversario, como si quisiera hundir el puñal en su propio vientre. Cuando la punta iba a tocar la sotana, giró sobre sí mismo, le dio la vuelta al cuchillo y lo levantó con todas sus fuerzas. Casi de inmediato, notó que el cuerpo del negro vacilaba, arrastrándolo hacia atrás y, luego, hacia el suelo.

Manuela ahogó un grito.

Vargas se levantó.

El negro permanecía en el suelo, jadeante. En su costado izquierdo se había formado una aureola rojiza que crecía a ojos vistas. Petrificado, Vargas contemplaba el ascenso de la muerte que acababa de provocar. Si un grito no le hubiera arrancado de su parálisis, se habría arrodillado a los pies del agonizante.

Allí, a la sombra de las columnas, la situación se había invertido milagrosamente. El jeque había conseguido apoderarse del cuchillo de su servidor. Ahora era él quien lo tenía a su merced. Había rodeado el cuello del joven con un brazo y apoyado la hoja en su garganta, y estaba a punto de cortarle la carótida.

—¡No! —gritó Vargas—. ¡No lo hagáis!

Se lanzó sobre los dos protagonistas y, con la rabia de su desesperación, agarró al jeque y lo apartó de su adversario.

—¡Soltadme! —le conminó Sarrag—. ¡Ese infiel se nos va a escapar de las manos!

Sin embargo, el joven servidor no aprovechó la ocasión que se le presentaba. Sus pupilas se habían cubierto de un oscuro velo. Su furor de hacía unos instantes parecía haberse desvanecido, dejando paso a una inconmensurable tristeza. Parecía un niño desamparado.

—Tranquilízate, no voy a huir. Soy un Zegrí. Prefiero la muerte al deshonor. Naturalmente, un Bannu Sarrag no puede comprender este lenguaje.

—¡Hijo de perra! ¡Un Bannu Sarrag tiene tanto sentido del honor como cualquier otro!

Una amarga sonrisa apareció en los labios del joven.

—¿Y eres tú el que habla así, cuando los tuyos no vacilaron en asesinar a inocentes desarmados?

Sarrag frunció el entrecejo. Habría esperado cualquier respuesta menos ésta.

—¿De qué estás hablando? ¿De qué inocentes?

—No añadas la villanía a la cobardía.

—¡Basta de injurias! Vacía tu corazón o calla para siempre.

Vargas se decidió a intervenir.

—Escúchame. Por tu culpa he matado a un hombre. Eres muy libre de negarte a responder al jeque, pero yo te lo exijo, ¿me oyes? ¡Exijo una explicación!

Tras una breve vacilación, Solimán Abu Taleb se puso en pie y declaró con tranquila arrogancia:

—Soy un Zegrí…

Era la tercera vez que pronunciaba aquellas palabras. El franciscano se esforzó en hacer memoria. Desde hacía años, los Zegríes instalados en la península y los Bannu Sarrag, procedentes de África, se disputaban el poder en Granada. Paralelamente, en el seno del propio clan había hijos que destronaban a su padre, hermanos que asesinaban a hermanos, rivalidades de harén…, cada cual jugaba su propia partida y hacía la guerra por su cuenta. Recientemente, aquellas luchas fratricidas habían llevado al sultán Boabdil al trono de Granada.

—Hace de eso nueve años; por aquel entonces vivíamos en una granja no lejos de Fez. Una mañana, cuando estaba en el campo, irrumpieron unos hombres de la tribu de los Bannu Sarrag y lo saquearon todo. Mi padre y mi hermano intentaron resistir, pero en vano; los degollaron. Mi hermana y mi madre fueron violadas, y la granja, incendiada. Alertado por el humo que subía hacia el cielo, corrí hacia mi casa, pero era demasiado tarde. Además, ¿qué hubiera podido hacer con las manos desnudas frente a aquellos bárbaros? Los jefes responsables de la matanza se habían marchado y quedaban sólo unos hombres encargados de reunir y llevarse los rebaños. En cuanto me vieron, se abalanzaron sobre mí decididos a hacerme sufrir la misma suerte que a mi familia. Pero, en el último momento, cambiaron de idea y me llevaron a Fez. Al principio no comprendí por qué razón me habían salvado la vida; sólo más tarde, en el camino, al oírles discutir, las cosas se aclararon. Yo tenía entonces dieciocho años y estaba sano; en el mercado de esclavos, valía mi peso en oro. De Fez me llevaron a Ceuta, de Ceuta a Cádiz y, finalmente, a Granada. Allí fui vendido a un cadí…

Sarrag acabó la frase por él:

—Se llamaba Ibrahim al-Sabi. Era mi amigo.

El sirviente ignoró las palabras del jeque y prosiguió:

—Debo reconocer que fue un buen amo, respetuoso de la dignidad humana. Me enseñó a leer y a escribir. Permanecí unos dos años a su servicio, hasta el día en que, presintiendo sin duda la agonía de Al Andalus, decidió regresar al Magreb.

—Y una semana antes de su partida, me hizo donación de tu persona.

El joven adoptó la misma actitud desdeñosa de antes, añadiendo de todos modos:

—Él ignoraba que me entregaba a un asesino.

El jeque exclamó:

—¡Que unos Bannu Sarrag se comportaran como infieles no quiere decir que todos tengamos las manos manchadas de sangre! Además, sabías perfectamente que yo era originario de esa tribu, ¡y durante cinco años no demostraste nada!

—Sabía, en efecto, a quién había decidido entregarme Al-Sabi, pero no tenía elección. Además, esto va a asombraros, pese a la herida de mi corazón, también yo pensaba que todos los Bannu Sarrag no podían ser considerados culpables del crimen de sus hermanos. Lo demuestra que nunca intenté nada contra ti o los tuyos. ¿Alguna vez traté de perjudicarte?

Sorprendido, el jeque lo confirmó.

—Pero, entonces…

—¿Recuerdas el día en que te visitó el judío?

—Claro.

Ezra aguzó el oído.

—La víspera era un viernes. Yo estaba en la mezquita, haciendo mis abluciones antes de dirigirme a la plegaria. A mi lado, un hombre de edad avanzada estaba haciendo lo mismo. Advertí que no dejaba de mirarme con insistencia. Finalmente se presentó. Era un pastor de mi padre que había escapado de la matanza. Sintió la necesidad de hablarme de mi familia, de los tiempos felices, y me relató la espantosa jornada que había vivido antaño. Le escuché, conmovido hasta las lágrimas. Me reveló un nombre…, el del hombre que encabezaba la banda. —Hizo una pausa y apretó los puños antes de decir—: Ahmed ibn Sarrag.

El jeque palideció.

—¿Ahmed? Pero si es mi hermano… —balbució desconcertado—. Mi hermano…

—Tú lo has dicho.

—No es posible…

El joven miró de arriba abajo a su antiguo señor.

—Estés o no al corriente, ¡qué importa!

Vargas decidió tomar la palabra.

—Comprendo tu dolor, pero, en nombre del Señor, reflexiona. ¿No has dicho hace un momento que también tú creías que no todos los Bannu Sarrag podían ser considerados culpables del crimen de sus hermanos?

—Cristiano, sé lo que está escrito en la Biblia: si te golpean en la mejilla derecha, presenta la mejilla izquierda. ¡No! ¡Los Zegríes nunca fuimos cobardes! Trabajar al servicio de este individuo era ya un signo de grandeza de alma. Pero el día en que me enteré de los vínculos que lo unen al asesino de mis padres, entonces… —Señaló con el dedo a Sarrag—. Hermano por hermano…

El jeque había cambiado de actitud. De pronto, una expresión de desafío apareció en su rostro.

—¿Por qué esperar, entonces? Podías haberme matado en Granada, aquella misma noche.

—Es cierto, pero tu muerte no me habría bastado. Lo que yo quería era la ruina de toda tu familia.

—¿Por esta razón robaste los documentos?

Solimán asintió.

—Un momento —intervino Ezra—. No comprendo cómo el robo de estos documentos podría acarrear la destrucción de la familia del jeque.

—Vos más que nadie deberíais conocer la respuesta.

—Ya veo…, la Inquisición. Acusándonos, pensaste que el Santo Oficio podría llevar a cabo mejor el crimen que premeditabas… ¿Ya quién fuiste a ver? ¿Te recibieron?

Manuela, que hasta entonces se había limitado a escuchar, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—Sí —respondió el joven—. La primera vez me despidieron. No me tomaron en serio. La segunda vez, los propios familiares vinieron a buscarme.

—¿Con qué objeto?

—Querían que les diese vuestra descripción. Por razones que me son desconocidas, habían cambiado de opinión y decidido deteneros. Quise asegurarme y también yo os seguí. No necesité mucho tiempo para comprobar que la gente de la Inquisición me había mentido. Seguíais en libertad.

—Y tú y tus cómplices decidisteis actuar en la Rábida. De ahí el incendio. Exigieron nuestra descripción —añadió, como si meditara en voz alta—. Sin embargo, no nos han detenido. —Lanzó una mirada a su alrededor—. ¿Y si siempre han estado aquí…?

Manuela tuvo la seguridad de que el monje se dirigía a ella. Se pasó los dedos por el pelo y advirtió, asustada, que no conseguía dominar el temblor de su mano.

Largas franjas rosadas y malva comenzaban a teñir el cielo, trayendo con su movimiento las primeras oleadas del crepúsculo.

Samuel Ezra murmuró con voz cansada:

—La noche no tardará en caer. ¿Qué decidimos? ¿Debemos entregar a este hombre a la Santa Hermandad?

—¡Ni hablar!

La respuesta de Sarrag había sido firme. Se acercó al sirviente y añadió:

—Márchate, Solimán de la tribu de los Zegríes, márchate lejos de aquí. Que el Altísimo te acompañe y cicatrice tus heridas.

Dio un paso adelante y, en un movimiento que nadie podía imaginar, hincó la rodilla en el suelo y, asiendo la mano del joven, se la llevó a los labios.

—Reclamo misericordia para mi hermano.

El sirviente no respondió. Mantenía la barbilla levantada, pero las lágrimas y el perdón apuntaban ya en sus ojos.