17

«¡Venganza! ¡Muerte! —rugió Rostabat, el gigante—. Somos cien contra uno. ¡Matemos al descreído!».

V. Hugo, La leyenda de los siglos, XV,

«Reyezuelo de Galicia», VIII

Sentado con las piernas cruzadas en el jergón, que olía a polvo y sudor, el jeque se frotó suavemente los párpados. Luego dobló la hoja en la que había garabateado una serie de apostillas y la dejó junto a él. A su derecha, junto a la pared, Rafael, con las manos cruzadas detrás de la nuca, miraba al techo con ojos pensativos.

—¿Tiene la señora alguna posibilidad de conseguirlo? —preguntó Sarrag.

El monje hizo una mueca de escepticismo.

—A mi entender, todo depende del tipo de encarcelamiento al que haya sido condenado el rabino. En el mismo edificio, el tribunal de la Inquisición dispone de tres tipos de cárceles: la llamada «de los familiares», adonde sólo van los delincuentes, la «prisión media» y la conocida como «prisión secreta», reservada exclusivamente a los herejes. Si Ezra ha sido encerrado en esta última, y todo hace pensar que ha sido así, entonces no se le concederá ninguna comunicación con el exterior.

—¿Creéis que puede ser torturado?

—También ahí la respuesta es insegura. Depende de la acusación. Ignoramos si se trata de sospechas o de convicción. Lo seguro es que Ezra se negará a confesar su falta, sea la que fuere, y será sin duda sometido a interrogatorio, pues el Consejo estima que la tortura infligida a un hereje, convencido e impenitente, le ofrece una última oportunidad de pedir misericordia.

—¡Pero el infeliz tiene casi setenta años! No irán a imponer una prueba tan dura a un hombre de esa edad.

—La edad es un elemento que podría jugar en su favor. Con la enfermedad, la locura o la preñez, forma parte de los casos de excepción. Sin embargo, la decisión sigue incumbiendo a los inquisidores.

—En resumen, la única oportunidad que tiene de evitar sufrimientos inútiles es confesar su falta. —Sarrag se acarició nerviosamente la barba—. Si yo estuviera en su lugar, confesaría cualquier cosa. ¡Robo, crimen, blasfemia! He oído decir que las sedicias infligidas son espantosas. Un médico de Granada me reveló un día algunos detalles sobre la cuestión. Me habló, entre otras cosas, del famoso «sueño italiano». Sin duda sabéis qué se oculta tras tan poético nombre.

—Vagamente. Imagino que debe de ser muy parecido a su homólogo, el «sueño español».

—El «sueño italiano» consiste en encerrar a la víctima en un armario forrado interiormente de aceradas puntas, donde debe permanecer horas y horas en la más absoluta inmovilidad si no quiere ser traspasado al menor movimiento. Comparado con las puntas de metal al rojo vivo aplicadas en los testículos, efectivamente es un sueño.

—Lamento contradeciros, pero no se utiliza ni fuego ni hierro —rectificó Vargas—. Sólo se recurre al agua y las cuerdas, y en casos extremos a la garrucha. Hace poco descubrí en la biblioteca de la Rábida un tratado de trece páginas en el que se definían claramente los modos de dar suplicio.

—El manual del perfecto verdugo —comentó el árabe en tono irónico.

—Según lo que leí, la tortura se aplica exclusivamente en los miembros del acusado. Este está firmemente sujeto a la pared por un arnés de cuerdas que le oprimen el pecho o las costillas flotantes, al parecer más sensibles al dolor. Los brazos…

—Dejemos esas descripciones, ¿os parece? Imaginar a Ezra en esta situación me produce náuseas. Hemos mencionado la posibilidad de que pida misericordia con bastante rapidez. ¿Qué pasaría si fuese así?

—Si los inquisidores se sienten satisfechos con su confesión, pueden admitirlo a reconciliación, lo que supone una considerable mejoría comparado con las antiguas instrucciones, que especificaban que a quien confesara bajo tortura se le seguía considerando convicto, de modo que ello no evitaba su entrega al brazo secular. De todas formas, como os decía hace un instante, mientras no sepamos con exactitud cuál es la acusación nos perderemos en conjeturas.

El jeque se levantó. Sólo iba vestido con una camisa ajustada de lino que ponía de relieve su panza y unos calzones largos y estrechos que le llegaban a las rodillas. Sacó de una bolsa de cuero un vestido doblado en cuatro y se lo puso. Era la primera vez, desde su partida, que cambiaba el albornoz por una djubba, una amplia vestidura de seda de mangas anchas. Luego cogió un velo, se lo colocó sobre un hombro y le dio una vuelta para sujetarlo, y se cubrió el cráneo con un casquete de lana púrpura.

—Tenéis suerte de poder cambiar de aspecto —observó Rafael con una sonrisa—. Con una sotana u otra, mi apariencia es inmutable.

—De vos depende abandonar el uniforme, fray Rafael.

—¿Y abandonar las órdenes? El precio de la coquetería sería realmente demasiado alto.

El jeque hizo una mueca equívoca.

—Nunca lo es para quien quiere conquistar el amor de una mujer hermosa.

—¿De qué estáis hablándome?

—Vamos, no os hagáis el ingenuo. ¿Creéis acaso que no he observado vuestro comportamiento? Ayer por la tarde, junto a la fuente, vi muy bien cómo devorabais con la mirada a la señora Vivero.

La contrariedad invadió el semblante de Vargas.

—¡No sabéis lo que estáis diciendo! —exclamó levantándose con rapidez—. Además, esa mujer es peligrosa y no parece que seáis consciente de ello.

El monje comenzó a vestirse a su vez.

También llevaba unos simples calzones y una camisa, pero la semejanza entre el árabe y él se detenía ahí. Su físico armonioso y juvenil, la firmeza de su musculatura, nada tenían en común con el aspecto rollizo y barrigudo de su compañero. Éste debió de advertirlo, pues se colocó a su lado.

—¡Pero miraos y miradme! Ah, si yo tuviera vuestra edad y vuestro aspecto. Qué lástima…, un joven tan apuesto condenado a pasar el resto de su existencia en el reino de la castidad.

—Tenemos distintas prioridades, eso es todo.

—¿Quién habla de prioridades? ¿Os parece natural pasar toda una vida privando al cuerpo del más elemental goce? ¡Majnun…, loco! Si la voluntad del Creador hubiera sido convertirnos en vegetales o en seres desprovistos de deseo, ¿creéis que nos hubiera creado con sangre y carne? ¿Con el sentido del tacto, del oído y de la vista? Tal vez os ofenda, pero creo sinceramente que vos y vuestros hermanos vivís en una doble blasfemia. Por una parte, os fustigáis combatiendo los impulsos naturales que Alá ha sembrado en nosotros. Por la otra, y ciertamente es la más grave, priváis a las mujeres de un placer que están esperando recibir.

Calló unos momentos antes de preguntar con ímpetu:

—¿Habéis disfrutado alguna vez, aunque sólo sea una, de las voluptuosidades de la carne?

—¿Y si os respondiera que sí?

—¡En ese caso no todo se ha perdido! ¿Fue hace mucho tiempo? ¿Estabais enamorado?

—Escuchad, esta discusión es infantil y está fuera de lugar. Vos tenéis vuestras teorías y yo las mías. Puesto que hablabais de la señora, sugiero que vayamos a esperarla a la plaza.

El árabe miró a Rafael con aire despechado.

—Como queráis. Pero tendríais que reflexionar. La mujer es una criatura de Alá; abandonarla es pecado.

—¡Jeque Ibn Sarrag! ¿Por qué no decís también que a menudo es la causa de muchos males? Aunque, creedme, comprendo que la defendáis. —Y añadió, burlón—: ¿Acaso España no cayó en vuestros brazos como una fruta madura gracias a una mujer?

—¿De qué estáis hablando?

—¿De modo que ignoráis una de las causas principales de que vuestros antepasados desembarcaran en la península? Reconozco en vuestro favor que probablemente nunca se os habría ocurrido invadir este país… Si una mujer no hubiera desempeñado un papel fundamental, seguiríais entregados a la buena vida en África.

—Explicaos…

—Ocurrió hace unos setecientos años, en los tiempos en que los visigodos reinaban en la península. El conde Julián, gobernador de Ceuta, tenía una hija llamada Florinda. Según la costumbre de los patricios españoles, que enviaban a sus hijos a la corte del rey godo para que se formaran al servicio de los príncipes o en el oficio de las armas, Julián envió a su hija a Toledo, donde fue destinada a la alta servidumbre de palacio. Pues bien, quiso el destino que Rodrigo, el rey, se prendara de ella. Un día, desde una ventana de la torre que dominaba el Tajo, oculto tras una cortina, el soberano estaba espiando a las muchachas mientras se bañaban y vio a la hermosa Florinda, que comparaba sus piernas con las de sus compañeras. Sin duda debía de tener unos hermosos pies, los más finos tobillos y unas piernas blanquísimas. Rodrigo se enamoró de la imprudente bañista y abusó de ella. La infeliz halló el medio de informar a su padre de su deshonor. Lleno de rencor, éste juró entonces vengarse. Un día el rey, que no recordaba ya el incidente, pidió a Julián halcones y gavilanes para cazar gacelas, y éste le respondió: «Te mandaré un ave de presa como nunca has visto otra», velada alusión al invasor bereber, a quien proyectaba lanzar contra el reino de su señor…

Vargas se anudó al talle la cuerda de cáñamo que le servía de cinturón y añadió:

—Ya conocéis el resto…

—Sólo sé que quinientos soldados cruzaron el estrecho conducidos por un antiguo esclavo liberto Tariq ibn Malik. ¿Qué tiene eso que ver con la tal Florinda?

—Poco antes, un mensajero del conde Julián se había presentado en Tánger, en casa de Musa ibn Nusayr, el superior de Tariq, y le había demostrado cuán fácil sería conquistar España para un jefe militar que estaba tan cerca. Le prometió que, si llegaban a cruzar el mar y entrar en tierra española, los moros hallarían en la persona del gobernador de Ceuta y de sus tropas un guía seguro. Tariq se apoderó pues de Cartagena, luego prosiguió su ruta, se enfrentó con Rodrigo a orillas de un río y le venció. ¡El honor de la hermosa Florinda quedó así vengado!

Vargas se puso las sandalias y concluyó con una media sonrisa:

—Ya veis qué desgracias son capaces de provocar, indirectamente, lo admito, esas mujeres que con tanto ardor defendéis.

Sarrag inclinó varias veces la cabeza dándoselas de enterado.

—Ahora comprendo lo que insinuaba la señora Vivero…

El monje pareció extrañado.

—Sin duda debisteis de relacionaros con una descendiente de la tal Florinda. Pero, en vez de provocar la invasión de España, ésta debió de invadir cada ciudad de vuestro cuerpo y cada río de vuestra alma… Menos mal, me tranquilizáis. Está claro que sois un hombre de carne y sangre.

Alrededor de la fuente habían instalado una feria al aire libre: ganaderos de la Mesta, labradores, jornaleros, mercaderes de lana, vendedores de seda en bruto o de guantes perfumados con ámbar de Ciudad Real, sal, vino, aceite, un universo de colores y voces.

Vargas y Sarrag rodearon los puestos y fueron a sentarse aparte, en lo alto de un murete que rodeaba la torre fortificada y desde donde les era posible abarcar toda la plaza con la mirada. Permanecieron unos instantes en silencio, contemplando las idas y venidas de la muchedumbre.

—Jabal al-Nur —murmuró Sarrag—, EL MONTE DE LUZ. Esta frase del segundo Palacio me obsesiona: MAS ALLÁ DE LAS MURALLAS CORRE EL CAMINO QUE LLEVA A JABAL AL-NUR. Sigo convencido de que Baruel intenta indicarnos una cima, una elevación cualquiera.

—Y sin embargo, habéis comprobado como yo que las personas a las que interrogamos ayer ignoran por completo la existencia de una montaña que lleve el nombre de «Luz». Incluso el posadero, que ha nacido en la región, nos aseguró que nunca había oído hablar de ella.

—Tal vez la comprensión del símbolo esté vinculada a la continuación del texto, inspirada por su parte en el décimo octavo versículo de la azora llamada de «la Peregrinación». «¿No has visto? Ante Dios se prosternan quienes están en los cielos y quienes permanecen en la tierra: el sol, la luna, las estrellas, las montañas, los árboles, los animales y gran número de hombres».

—Probablemente tenéis mucha razón. La relación existe, pero ¿cómo encontrarla? Sólo el título de la azora, «la Peregrinación», me parece portador de un mensaje sin ambigüedad. Pues, ¿qué es nuestra andadura sino un viaje por motivos religiosos y con espíritu de devoción? Pero ¿de qué sirve torturarnos? Si el rabino no es liberado, que encontremos o no Jabal al-Nur carecerá de importancia. —De repente interrumpió su argumentación y preguntó con el rostro crispado—: Pero ¿qué hace la señora Vivero? ¿Le habrá ocurrido también una desgracia?

Sarrag le gratificó con una aviesa sonrisa, pero no hizo ningún comentario.

A su alrededor, la muchedumbre seguía moviéndose a oleadas. Allí, un mercader de sedas enarbolaba un echarpe. Acá, un vendedor de cuero procuraba convencer a un comprador de la calidad de sus pieles. Altercados, saludos, furtivas siluetas de niños deslizándose entre las piernas de los adultos. De pronto, la atención de Sarrag se posó en un punto concreto. Un hombre de mediana estatura y de unos treinta años palpaba una naranja ante un puesto. Una larga cicatriz cruzaba su frente.

—Es extraño. ¿Creéis en las coincidencias?

Señaló discretamente con el índice.

—Aquel hombre, allí, entre las dos campesinas que llevan basquiña. Es la segunda vez que lo veo. La primera vez fue en Jerez de los Caballeros, en la taberna donde tocaba el guitarrista.

—¿Entre dos campesinas, decís? No veo…

—¡Claro que sí! —insistió Sarrag, incorporándose—. ¡Allí! —En el momento en que tendía el brazo, comprobó que el personaje había desaparecido—. Pues yo le he visto. Me pregunto si nos estarán siguiendo —masculló mientras se sentaba de nuevo.

—¿Por qué no estáis convencido de ello?

—¿Cómo? Queréis decir que…

—Pero bueno, jeque Sarrag, ¿cómo podéis dudarlo ni por un solo instante? ¿Acaso el incendio de la biblioteca no os hizo reflexionar?

—Probablemente no quise creer que fuese un acto premeditado. Pero, pensándolo bien, no cabe duda. Alguien nos sigue los pasos. Ese individuo lo demuestra. —Se acarició la rugosa mejilla y exclamó—: ¡Sólo nos faltaba ese tipo de complicaciones! ¿Quién puede querer perjudicarnos? ¿Quién? ¿Y por qué?

En ese instante se interrumpió para anunciar, encantado y estupefacto:

—¡Ezra! ¡Alabado sea el Altísimo, le han liberado!

En efecto, el judío acababa de aparecer en la plaza en compañía de Manuela. Ambos parecían buscarlos con la mirada.

—No puedo creerlo. ¿Cómo lo habrá hecho?

El monje advirtió, en un tono más contenido:

—En cualquier caso, para ser un hombre que supuestamente ha sufrido el «sueño italiano», nuestro amigo no parece muy afectado.

Instantes más tarde se habían reunido en la venta. Un bol de sopa de legumbres humeaba ante el rabino. Lo asió y se lo llevó a los labios.

—No es como un buen guiso andaluz, pero una noche en prisión hace enmudecer nuestras exigencias.

—De modo que no sólo os han devuelto la libertad, sino que os han presentado sus excusas —dijo Rafael—. No suele ser costumbre de los agentes de la Inquisición. En fin, la cuestión es que no habéis tenido tiempo de intervenir —añadió dirigiéndose a Manuela.

—Cuando he llegado a la cárcel, he pedido que me recibiera uno de los jueces. Me han respondido, claro, con una negativa. He insistido. Estaba a punto de ser echada por la fuerza cuando ha aparecido Ezra en el patio, rodeado por dos familiares.

—Alá es grande —dijo Sarrag—. Pero decidme, rabbi…, afirmáis ignorar la causa de vuestra liberación, ¿sabéis al menos por qué os detuvieron?

El judío negó con la cabeza.

—En absoluto. Sin embargo, puedo deciros algo que os sorprenderá: las celdas no son tan innobles como imaginaba. Nada de oscuros subterráneos o húmedos fosos. Nada de cadenas, ni esposas, ni llavines de hierro. Nada de todo eso. He tenido derecho a una celda individual, correctamente iluminada, de paredes blancas y limpias, amueblada con una estera, una escoba y tres jarras de arcilla. Ayer, con gran asombro por mi parte, me sirvieron arroz y un pedazo de cordero…

—Kosher, evidentemente —ironizó el árabe.

El rabino pareció no oírlo y concluyó:

—Sin embargo, eso no impide que el miedo te atenace el vientre ni que en esos lugares reine un clima obsceno. Horrendo. Tanto más obsceno cuanto que, al recorrer un pasillo con celdas a ambos lados, distinguí a dos niños. Debían de tener menos de diez años. Ciertamente, debían de estar encerrados con sus padres…, ¡pero es un pobre consuelo!

Mientras el rabino relataba su detención, Manuela, por su parte, recordaba otra escena. Unas horas antes se había encaminado hacia la cárcel, con la secreta esperanza de que él hombre con cabeza de pájaro la abordara. Éste se manifestó cuando giraba en la esquina de una calleja, no lejos del palacio donde la víspera había leído la extraña inscripción: «Aquí esperan los Golfines el día del juicio». El enviado de Torquemada estaba fuera de sus casillas. En pocas palabras le explicó que Ezra había sido víctima de una denuncia. Alguien había informado a los familiares de que un judío estaba profiriendo maldiciones en una iglesia, precisamente aquella a la que habían ido a arrestarlo. Mendoza estaba loco de rabia, no tanto por aquel traspiés sino por el modo en que había ocurrido. Coincidía así con las reflexiones de Vargas: la Inquisición nunca encarcelaba a un sospechoso sin haber realizado antes una profunda investigación. Cuando Manuela mostró su extrañeza por el hecho de que encerraran a alguien en la cárcel sólo por una acusación de blasfemia, Mendoza le explicó: «Señora, existe un edicto que, en cierto modo, es un repertorio de los actos y palabras que cualquiera puede oír desde la ventana o el umbral de su casa, en el puesto de un carnicero o un hortelano, espiando la chimenea del vecino o durante una visita imprevista. Basta con que el denunciante cuente uno de esos actos prohibidos o una de esas palabras para que se ponga en marcha la investigación». Manuela preguntó entonces cómo era posible que Mendoza, provisto de las recomendaciones escritas de Torquemada, no hubiera conseguido conocer la identidad del denunciante. La respuesta fue clara: «el secreto». Siempre el secreto. Cualquier agente de la Inquisición, incluidos médicos y verdugos, debía respetar esa regla absoluta. Todos los ministros del Santo Oficio estaban sometidos a ella. Y Mendoza concluyó, encogiéndose de hombros: «¡A la Inquisición, chitón, chitón!».

—Señora…

La voz de Vargas la devolvió al presente.

—Señora, me gustaría deciros que… —Se aclaró la garganta y bajó ligeramente la mirada—. Tal vez no seáis directamente responsable de la liberación de nuestro compañero, pero sabed que todos os agradecemos vuestra ayuda… Gracias.

Había hablado en voz baja y, por primera vez, con el ademán algo torpe de un niño tímido.

Ella parpadeó. Sus labios se entreabrieron para formular una respuesta, pero las palabras no acudieron a ellos.

—¡Perfecto! —exclamó Ezra—. Al menos mi arresto habrá servido de algo. —Sin desarrollar más su comentario, prosiguió—: Ignoro si alguno de vosotros habrá hecho progresos en el descifrado de nuestros enigmas; por mi parte, aproveché el insomnio para darle vueltas y más vueltas al asunto de los símbolos, y os comunico que… —Hizo una pausa y recorrió con la mirada la mesa antes de declarar—: Por desgracia, estoy igual que ayer.

—Lamentablemente, nosotros también —suspiró Sarrag—. Hemos preguntado a la gente de aquí sobre ese supuesto «monte de Luz». Sólo hemos obtenido respuestas negativas. Al parecer, nadie ha oído hablar de una elevación que lleve ese nombre. Pero está claro que lo que debemos encontrar es una montaña.

Vargas recitó maquinalmente, con voz monótona:

BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.

EL NOMBRE ESTÁ EN 6.

¿POR QUÉ EL CANSANCIO DE EXPRESAR LO QUE EL MANCEBO YA SABE?

LOS HIJOS DEL HOMBRE AGUARDABAN ALLÍ LA HORA. ALÁ NO ROMPERÁ SU PROMESA. MAS ALLÁ DE LAS MURALLAS CORRE EL CAMINO QUE LLEVA A JABAL AL-NUR. ALLÍ, EN EL VIENTRE DE LAS PIEDRAS VERÉIS A LOS QUE SE PROSTERNAN, A LOS QUE ESTÁN EN LOS CIELOS, A LOS QUE PERMANECEN EN LA TIERRA, EL SOL, LA LUNA, LAS ESTRELLAS, LAS MONTAÑAS, LOS ÁRBOLES, LOS ANIMALES. CUANDO HAYÁIS LLEGADO, CORTAD LAS MANOS DEL LADRÓN Y LA LADRONA. CUANDO ESTÉN ROJAS COMO LA PÚRPURA, SE VOLVERÁN COMO LANA.

QUE LA ABUBILLA OS ACOMPAÑE.

—En primer lugar: LOS HIJOS DEL HOMBRE. En la Biblia, como en otras partes, la expresión en singular o en plural tiene en principio el sentido que le otorga un lenguaje algo solemne: «Ser humano». Estamos convencidos también de que, a menudo, por la herencia común que subraya, la locución introduce un matiz de modestia: «nada más que un hombre». Parece, pues, que los «hijos del hombre» son los humanos en general, es decir, vosotros y yo. ¿Estamos de acuerdo?

—Absolutamente —confirmó Ezra.

—En segundo lugar: LA HORA. Según el jeque Sarrag, la palabra aparece numerosas veces en el Corán. Debe sobreentenderse el «Juicio final». ¿Estoy en lo cierto?

El árabe se apresuró a citar:

—«Te interrogan sobre la Hora: ¿Cuándo llegará? Di: El conocimiento de la Hora sólo pertenece a Dios, nadie más que Él la hará aparecer cuando llegue el momento. Gravitará en los cielos y sobre la tierra, y os pillará de improviso. Cuando la persona que le interrogaba insistió ante el Profeta, reclamándole: Haz entonces que reconozca sus signos, Mahoma se mostró más elocuente y respondió: Será cuando la sierva engendre a su ama, cuando veas que los guardianes de rebaños descalzos, desnudos y miserables hacen que les erijan construcciones cada vez más altas».

Manuela osó inmiscuirse en la discusión.

—Probablemente vais a decirme que me meto en lo que no me importa, pero tal vez podáis explicarme qué quiere decir el Profeta con: «Será cuando la sierva engendre a su ama».

—Profetizaba que, ese día, la mujer que engendre una niña se convertirá en su esclava, debido a la falta de respeto que los hijos de los últimos tiempos demostrarán a sus padres. Por lo que se refiere a la segunda parte de la respuesta, parece predecir el caos social y el triunfo final del modo de vida sedentario sobre el modo de vida nómada, es decir, la consumación del asesinato de Abel por Caín.

—No intento en modo alguno atenuar las palabras del profeta Mahoma —intervino Rafael—, pero también Nuestro Señor Jesucristo menciona los signos que precederán el fin del mundo. Citas como: «Se levantará nación contra nación, reino contra reino», o: «Las naciones caerán en la angustia», y otras frases semejantes dichas por…

—Padre Vargas —le interrumpió Sarrag—, no intentéis encontrar un fallo u oponer Mahoma a Jesús, el Corán a la Biblia. ¿Sabéis lo que respondió el Profeta cuando le preguntaron quién libraría el combate contra el Anticristo? Pues bien, tuvo la extraordinaria modestia de responder que sólo Jesús podría triunfar. Dijo: «Lo juro por aquel que tiene mi alma en sus manos: muy pronto el hijo de María descenderá entre vosotros como un árbitro equitativo, romperá las cruces, hará perecer a los cerdos, suprimirá la capitación y hará rebosar de riquezas hasta tal extremo que nadie querrá más. Ello sucederá hasta el punto de que se preferirá una sola prosternación al mundo terrenal y a todo lo que éste contiene». ¿Estáis satisfecho?

—Volvamos a lo nuestro —dijo Rafael—. Os haré observar que todos hemos dirigido nuestras reflexiones a la expresión «Jabal al-Nur», cuando seguimos sin encontrar la causa de la frase anterior: LOS HIJOS DEL HOMBRE AGUARDABAN ALLÍ LA HORA. Me pregunto si…

—¡Aguardad! —dijo de pronto Manuela—. Habéis dicho hace un momento que en el Corán la «Hora» significaba el Juicio final.

—Exacto.

—Ayer, y también esta mañana, al ir a la cárcel, pasé ante un edificio, sin duda una mansión señorial. En el dintel de la puerta vi una frase grabada en la piedra cuyo contenido me pareció bastante singular, pero nada más. Sin embargo, al escucharos no puedo evitar compararlo con la «Hora».

—¿Qué frase es ésa? —preguntó Vargas.

—«Aquí esperan los Golfines el día del juicio».

—En efecto —admitió Ezra—, es una información que no carece de interés. Pero ¿qué significa «Golfines»?

Vargas se apresuró a responder:

—Se trata de una familia francesa que se instaló en Cáceres poco antes de que Felipe el Hermoso persiguiera a la orden del Templo.

—¿Queréis decir que se trata de…?

—De una familia de Templarios, en efecto. Golfines debe de ser un derivado de Golfand o Holfand, qué se yo… Pero es también un derivado de «golfo», o sea, «granuja». Un apodo que probablemente la gente de Cáceres puso a los miembros de esa familia por razones que ignoro.

Sarrag se levantó de pronto.

—¿A qué esperamos? No hay un instante que perder. ¿Podríais encontrar esa mansión? —preguntó a Manuela.

—Eso creo.

—Aguardad —exclamó el monje—. Si los descendientes de esa familia siguen ocupando el lugar, creo que sería preferible que me presentara yo solo ante ellos.

—¿Por qué razón? —preguntó Ezra, sorprendido.

—Recordad que formé parte de los Caballeros de Santiago de la Espada y que aquí vio la luz esa orden. Existen vínculos fraternos entre los caballeros, sea cual fuere la orden a la que pertenezcan. Vínculos sagrados. En consecuencia, creo que revelando mi identidad tal vez tenga una oportunidad de obtener ayuda.

—Sigo sin comprender por qué deseáis estar solo.

Vargas procuró ocultar su exasperación.

—No quería herir vuestra susceptibilidad, pero da igual. A juzgar por la etimología del nombre «Golfines», la gente con la que vamos a enfrentarnos puede haber perdido cualquier sentido del honor y de la caballería, y pueden muy bien mostrarse desconfiados, agresivos incluso, ante un moro, contra el que sus antepasados siempre han combatido y tal vez ellos mismos sigan haciéndolo, y un judío que, para ellos, es culpable de haber colaborado durante setecientos años con los conquistadores de España. No ignoráis —prosiguió, dirigiéndose en especial a Ezra— que vuestros compatriotas recibieron con los brazos abiertos a árabes y moros, que les ayudaron incluso a tomar nuestras ciudades.

La observación no turbó al rabino, quien replicó con voz neutra:

—Ante todo, permitidme deciros que si, efectivamente, al jeque le es difícil ocultar sus orígenes, no veo en cambio que mi condición de judío figure escrita en mi frente. Pero volvamos a vuestra afirmación. No hay certeza alguna sobre la cuestión, si bien lo que se cuenta es eso, en efecto. Creed que, si algún día se demostrara, seré el primero en deplorarlo. La presencia de los primeros judíos en tierra española se remonta a la noche de los tiempos. Debieron de comportarse como hijos de esta tierra, no como aves de paso, y defender la península con su sangre. Sin embargo, puesto que aportáis el testimonio de la historia, os diré a mi vez que esos hombres cuya memoria se condena tenían, tal vez, circunstancias atenuantes. ¿Debo recordaros ciertos hechos? Bajo Recesvinto, se les prohibió la práctica de sus ritos. Durante el reinado de Ervigio, el concilio de Toledo prescribió en el 681, es decir, treinta años antes de la invasión árabe, que abjuraran de su fe en el plazo de un año. No respetar esa decisión acarreaba la confiscación de los bienes o el exilio. Sin olvidar que se había previsto toda una serie de castigos corporales para sancionar, entre tanto, la práctica del judaísmo. Égica, finalmente, condenó a los sefardíes a la esclavitud, mientras se les arrebataba a sus hijos por haber conspirado con el enemigo exterior. ¿Qué enemigos? Los moros seguían en África y no pensaban aún en invadir España. Si vuestro hermano se convierte en vuestro verdugo, ¿no es legítimo desear la intervención del vecino? No afirmo nada, fray Rafael, planteo la pregunta.

Ezra exhaló un suspiro de cansancio.

—Tras esta puntualización, creo, en efecto, que sería preferible que acudierais solo a la mansión de esos «golfos». Os esperaremos discretamente en la esquina de la calle.