Vayu (el aire) tejió el universo, uniendo con una especie de hilo este mundo y el otro mundo, y todos los seres.
Brhadaranyaka Upanishad, III, 7, 2
Sentado en un taburete, en la penumbra, el guitarrista hacía resonar con violencia los acordes. Con la mano derecha recorría las cuerdas, mientras con los dedos de la mano izquierda pellizcaba las notas, se desplazaba por el mástil y, unas veces con brusquedad, otras suavemente, arrancaba del instrumento una sucesión de gritos y suspiros. En la mesa contigua, un hombre sin edad, con el rostro impregnado de nostalgias desconocidas, acompañaba al músico palmeando. Algo más allá, un personaje de aire ausente se había sentado ante una jarra de vino. Sarrag se dijo que el individuo tenía un rostro realmente curioso. Sus ojos negros se hundían bajo una frente estrecha, cruzada por una larga cicatriz: una cabeza de pájaro.
De todas las ventas que habían conocido, ésta era sin duda la más miserable. Iluminada por una agonizante hoguera, la sala era un espacio pedregoso circunscrito por las encaladas paredes, amueblado con bancos y taburetes a guisa de mesa, con un pesebre circular lleno de heno sobre el que se inclinaban tres mulas de grupa ancha y robusta. Objetos de diversa índole colgaban por doquier; ánforas de largo cuello, odres…, todo impregnado de un olor a vino agrio.
Sarrag hizo una mueca de asco ante la tortilla que le habían servido y que chapoteaba en un baño de aceite oscuro.
—Decididamente, con Reconquista o sin ella, las posadas de este país serán siempre lo que son: un lugar donde el estómago está irremediablemente condenado a la indigestión si no traes tu propio alimento. ¡Ah!, ¿dónde están las comidas preparadas con amor por mis esposas…?
—De todos modos, tiene una ventaja —observó Ezra—, esta noche dormiremos en camas.
—¿A eso le llamáis «camas»? —se burló el jeque—. Decid más bien jergones. ¡Y esas habitaciones! Unas tablas carcomidas que dan al corral, una ventana que golpea y que es imposible cerrar, viento en los pies y, para acunarnos, el cacareo de las gallinas.
—Dejad ya de quejaros, Sarrag. Hemos tenido suerte de que hubiera habitaciones libres. De lo contrario… —Señaló la sala—, nos habríamos visto obligados a dormir aquí, sobre los guijarros, con las manos bajo la nuca a guisa de almohada. —Se dirigió a Manuela para añadir—: Y no creo que os hubiera gustado, señora.
—Si debiera comenzar a pensar en los inconvenientes y las molestias de este viaje, daría marcha atrás. —Señaló el pequeño triángulo puesto ante ellos, en un taburete—. No quisiera…
Se detuvo. Por unos segundos su mirada se había cruzado con la del hombre con cabeza de pájaro. ¡Qué imprudencia! Apartó la mirada, rogando a Dios que nadie advirtiera la turbación que se había apoderado de ella.
—¿Decíais, señora? —preguntó Sarrag.
Ella procuró recuperar el hilo de sus pensamientos.
—Sí, no quisiera dar la impresión de que me inmiscuyo en vuestro asunto, pero ¿le habéis encontrado ya explicación a ese triángulo hallado en la torre?
Ezra frunció la frente, dubitativo.
—Veo sólo un triángulo equilátero clásico: tres lados, tres vértices. Sin duda lo ignoráis, pero en la tradición judaica el triángulo equilátero representa al Eterno. Observad de qué está compuesto el Sello de Salomón…
El rabino se inclinó, apartó los guijarros y, con ayuda del índice, dibujó en la arena.
—¡Otra vez! —dijo el jeque—. Cuando estábamos en Granada y acababa de conoceros, ya afirmasteis: «El seis podría representar, por el simbolismo gráfico, seis triángulos equiláteros inscritos en un círculo invisible». Luego, hace apenas unos días, en la Rábida, mientras hablábamos de la Da’wa os lanzasteis sobre Abulafia y el valor de las letras del tetragrámaton. Garabateasteis —balbució deliberadamente— seis triángulos equiláteros inscritos en un círculo invisible…
Vargas cogió el triángulo y lo hizo girar entre sus manos.
—Por mi parte, este objeto me hace pensar en la triple muerte de Hiram…
El árabe mordió un mendrugo de pan negro. Maquinalmente, sus ojos se posaron de nuevo en el hombre con cabeza de pájaro. Éste, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía dormir.
—Todas estas afirmaciones siguen sin decirnos por qué Baruel creyó oportuno hacernos atravesar Extremadura para recuperar este triángulo.
Guardaron silencio, sumido cada uno de ellos en sus pensamientos.
Manuela lo aprovechó para buscar la mirada de Mendoza. Había desaparecido. Se prometió que, en cuanto se presentara la ocasión, le reprendería por su ligereza.
Los diálogos mantenidos por aquellos hombres se cruzaban en su cabeza: Templarios, una Torre Sangrienta, el Sello de Salomón, un triángulo de bronce. ¿A qué venía todo aquello? Por mucho que lo pensaba, seguía sin entrever el sentido de la misteriosa conspiración. ¿Qué se ocultaba tras todos aquellos desplazamientos?
Cerca del mostrador se produjo un movimiento que la sacó de sus reflexiones. La mujer del mesonero se había acercado al guitarrista. Era gorda, de caderas anchas, tenía unos grandes ojos negros entre el terciopelo y el nácar, y ese tono de piel cercano al sepia tan característico de los gitanos. Un pañuelo adornado con cintas de un rojo muy vivo envolvía sus cabellos; el vestido moldeaba su abundante busto, antes de ensancharse sobre una gruesa capa de enaguas hasta los tobillos. Intercambió una mirada de complicidad con el músico, que hizo sonar la guitarra con un acorde más seco, más violento que los anteriores. Entonces, la mujer comenzó a moverse.
Al principio fue sólo un monótono balanceo, un zapateado lento y sin acentos, un imperceptible movimiento de caderas. Muy pronto, aquel cuerpo que había dejado atrás los cincuenta no tuvo ya edad. Erguido el talle, arqueada la cintura, con las manos por encima de sus negros cabellos, la mujer giraba lentamente sobre sí misma.
Como si hubiera estado esperando aquel momento, un hombre de rostro atezado, surcado de arrugas, se levantó y se acercó a la bailarina, adelantando ligeramente el pecho. Hubiérase dicho un centauro. Murmuró unas palabras de ánimo, a las que la mujer hizo eco con una ondulación de caderas. Todo se aceleró. El hombre comenzó a palmear. Sus manos se convirtieron en un corazón, un corazón regular, potente, que con cada latido provocaba en la bailarina una nueva vibración. Un fluido cargado de violencia y extraordinaria sensualidad comenzó a brotar a chorros de su cuerpo, mientras sus pies golpeaban una y otra vez el suelo. Piafaba con el pecho adelantado, el cuello y la cabeza hacia atrás, ofrecida la grupa; se había convertido en la proa de un navío que hendía la espuma. Sólo era ya danza.
Las exhortaciones del guitarrista hacían multiplicarse los contoneos de caderas, los movimientos ardientes, los zapateados convulsivos. La bailarina se inflamaba, redoblaba su ardor, definitivamente arrastrada a un galope amoroso cuyos límites sólo ella conocía.
Manuela devoraba el espectáculo con los ojos. La fiebre había enrojecido sus mejillas y la tensión la había transfigurado. La sensualidad, la pasión, la vida, la muerte, el odio y el amor: en su rostro se reflejaban todos los sentimientos del universo.
Sentado a su lado, Rafael Vargas se permitía observarla. Sin que pudiera explicarse por qué, aun a su pesar, la metamorfosis de la joven había despertado en él una indefinible turbación. Había reavivado antiguos recuerdos, emociones que había creído enterradas desde mucho tiempo atrás, hasta el punto de que tuvo que esforzarse para dejar de contemplarla.
Mientras, Sarrag se había llevado la mano derecha a la oreja y, lentamente, en un tono que era casi un gemido, comenzó a salmodiar una canción que hablaba de exilio, de la muerte de un sultán y de amor.
Su canto se mezcló con los acentos de la guitarra, con los quebrados gestos de la pareja de bailarines, y nadie hubiera podido decir quién animaba a los demás.
Cuando se hizo de nuevo el silencio, hubiérase jurado que el jazmín, el mirto y el ámbar habían sustituido el fétido olor que, hasta entonces, había apestado el aire de la venta. Sin cerrar los ojos se podía divisar el patio de los Leones de la Alhambra, su fuente, sus arcadas y, hundido en el pesebre sobre el que se inclinaban las mulas, el jardincillo de Lindaraja, con sus rosas, sus limoneros y su verdor de esmeralda.
—Bueno, jeque Ibn Sarrag —exclamó Ezra—, no sabía que tuvierais dotes de cantante. ¿Qué estabais tarareando?
—Unas cuartetas atribuidas a Muqaddam ibn Muafa, un poeta al que apodaban «el ciego de Cabra».
—Magnífico. Con frecuencia me he preguntado si la música no sería el ejemplo único de lo que hubiera podido ser, de no haberse inventado el lenguaje, la comunicación de las almas. ¿No os parece?
Le había hecho la pregunta a Vargas.
Éste, con las mejillas inflamadas, replicó con voz sorda:
—Sin duda.
Ezra cogió el triángulo y lo colocó a contraluz.
—¿Habéis advertido que está hecho de bronce?
—Sé lo que vais a decir —anticipó el árabe—. El bronce es una aleación de estaño, plata y cobre.
—Es mucho más que una simple aleación. Dado que es fruto de la unión de los contrarios, tal vez nos represente: tres metales, tres personajes a quienes todo opone. Un nuevo guiño de Baruel. También me trae a la memoria este versículo de los Números: «Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso sobre un asta; y cuando alguno era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce y…».
—Os lo ruego, dejad ya de enumerar las cualidades de este metal, y esforcémonos por comprender de qué nos sirve o va a servirnos.
—A mi entender, sería perder el tiempo —repuso Vargas—. Mejor haríamos descifrando la continuación del criptograma para saber cuál es nuestro próximo destino. Tal vez entonces encontremos información sobre el triángulo. Sin duda está vinculado al Libro de…
Se contuvo in extremis. Su mirada captó la de Manuela, quien parecía sumida en sus pensamientos.
—Vayámonos de aquí —propuso en seguida—. Un lugar más discreto sería más apropiado para examinar el siguiente Palacio. Sugiero nuestra habitación.
—¿Por qué no hacerlo aquí? —preguntó Ezra, extrañado.
Vargas le lanzó una mirada furiosa.
—¡Qué inconsciente sois! —Señaló a Manuela—. ¡No sabemos nada de ella! Acepto que nos veamos obligados a mantenerla por algún tiempo aún a nuestro lado. En cambio, no veo razón alguna para iniciarla en nuestros trabajos.
El rabino trató de replicar, pero Manuela se interpuso.
—No temáis, padre, no tengo la menor intención de robar vuestros secretos. Hasta mañana, señores…
Sin dirigir una sola mirada a Vargas, se dirigió a la mugrienta escalera que llevaba a las habitaciones.
El rabino meditó en voz alta:
—Es curioso… Un judío, un musulmán y dos cristianos. Y resulta que estos dos, que normalmente deberían unirse contra los demás, se destrozan uno a otro. Es extraño…
La oscuridad había comenzado a envolver la venta en un sombrío terciopelo y las primeras llamitas bailaban ya en los candelabros.
Medio tendido sobre una manta de lana de aspecto sospechoso, el árabe examinó una vez más la hoja ennegrecida por las tachaduras y las anotaciones.
—¡La ciudad de Cáceres! Es la primera vez que Baruel se muestra tan tierno y nos revela previamente el nombre de nuestro próximo destino. —Levantó los ojos al cielo y dijo—: Que el Altísimo te guarde, Aben…
Colocando de nuevo la hoja en el suelo, examinó otra vez el texto reconstruido.
SEGUNDO PALACIO MENOR
BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
EL NOMBRE ESTÁ EN 6.
¿POR QUÉ EL CANSANCIO DE EXPRESAR LO QUE EL MANCEBO YA SABE?
LOS HIJOS DEL HOMBRE AGUARDABAN ALLÍ LA HORA. ALÁ NO ROMPERÁ SU PROMESA. MÁS ALLÁ DE LAS MURALLAS CORRE EL CAMINO QUE LLEVA A JABAL AL-NUR. ALLÍ, EN EL VIENTRE DE LAS PIEDRAS VERÉIS A LOS QUE SE PROSTERNAN, A LOS QUE ESTÁN EN LOS CIELOS, A LOS QUE PERMANECEN EN LA TIERRA, EL SOL, LA LUNA, LAS ESTRELLAS, LAS MONTAÑAS, LOS ÁRBOLES, LOS ANIMALES. CUANDO HAYÁIS LLEGADO, CORTAD LAS MANOS DEL LADRÓN Y LA LADRONA. CUANDO ESTÉN ROJAS COMO LA PÚRPURA, SE VOLVERÁN COMO LANA.
QUE LA ABUBILLA OS ACOMPAÑE.
Se volvió hacia el monje y se inclinó en señal de homenaje.
—Recibid nuestro agradecimiento, fray Rafael. Ha sido gracias a vos.
—No tengo mérito alguno. Todo estaba en la frase: ¿POR QUÉ EL CANSANCIO DE EXPRESAR LO QUE EL MANCEBO YA SABE? ¿Y qué es lo que yo ya sé? Recordad la frase: SÓLO HE CONOCIDO A UN ÁNGEL. Baruel conocía los vínculos que mi familia y yo mismo manteníamos con los Templarios y la orden de Santiago de la Espada. Cuando nos conocimos, os dije en qué ciudad vio la luz esta orden. Para Baruel, no cabía duda alguna de que yo establecería la relación.
—En cualquier caso —observó el rabino—, hemos recorrido mucho camino. —Cogió la hoja—. Hemos estudiado tanto como nos ha sido posible cada uno de estos elementos. Sabemos a qué hacen referencia. La palabra clave es, indiscutiblemente, «Jabal al-Nur», llamado también «el monte de Luz» o «el monte Hira». Según nuestro amigo Sarrag, en esa montaña de los alrededores de La Meca se halla la caverna a la que acudía el Profeta para meditar. Consecuentemente, está claro que en los alrededores de la ciudad, «más allá de las murallas», para utilizar la expresión de Baruel, debiéramos descubrir una elevación, una colina, una montaña que tenga algún vínculo con ese Jabal al-Nur. ¿Alguien se opone a esta conclusión?
Ambos hombres respondieron negativamente.
Ezra contuvo un bostezo.
—En ese caso, permitid que me retire. —Tendiéndose en el jergón, añadió—: Fray Rafael, ¿me permitís una observación?
—Hacedla.
—Me parecéis muy duro con la señora Vivero.
Se volvió y cerró los ojos.
Manuela interrumpió al hombre con cabeza de pájaro.
—Ya os lo he dicho y os lo repito: el sacerdote es el que más desconfía de mí.
—¿Un hombre de Iglesia? ¿Un cristiano desconfiando de una cristiana? Es increíble. —Pasó una rugosa mano por las arrugas que hendían su frente y declaró, pensativo—: Tal vez tenga algo que reprocharse. —E inmediatamente, preguntó—: ¿Y seguís sin saber qué traman esos individuos?
Manuela tuvo que reconocer su impotencia.
—De momento es todo demasiado confuso. He captado, aquí y allá, algunas cosas, pero sin mayor interés.
Mendoza suspiró.
—Bueno, no nos queda más remedio que continuar siguiéndoos. Pero sobre todo no olvidéis, doña Manuela, que en cuanto tengáis la menor información…
—Sí, Mendoza, lo sé… Seréis avisado. Algo más: dejad de mostraros a la luz del día. No están ciegos, ¿sabéis?
El familiar calló. Detestaba el tono conminatorio en que se expresaba aquella mujer. Si de él hubiera dependido, le habría dicho claramente que no era más que una sierva al servicio de la fe. Nada más. Pero no eran ni el momento ni el lugar. Más adelante, tal vez… Más adelante…