Ardiendo en deseos de unirse a vos, mi alma está ya en mis labios: ¿debe volver sobre sus pasos?, ¿debe volar hacia vos? Decidme, ¿cuáles son vuestras órdenes?
Hafiz
Enteramente vestida de negro, Manuela Vivero levantó un poco el mentón y espoleó con un breve golpe seco el flanco de su yegua. Ya sólo estaban a unos pasos. Podía distinguirlos perfectamente. Y en el que cabalgaba a la cabeza, rechoncho, envuelto en un albornoz y calzado con unas botas, no le costó reconocer a un árabe. Tras él trotaba un hombre de mucha más edad, con una larga barba mal cortada y vestido como un campesino de la Mesta. Su tez era tan oscura como la del árabe; sin duda se trataba de un judío. El tercer hombre debía de ser el monje franciscano que había irrumpido de modo totalmente inesperado en aquella conspiración. Por su causa, la operación tan minuciosamente preparada había estado a punto de ser, si no abandonada, sí al menos retrasada. Manuela había sido avisada en el último momento, y fue necesario que Menéndez, aquel teólogo cabalista colaborador de Torquemada, rehiciera por completo el plan. Una verdadera proeza.
Manuela examinó al sacerdote. ¡Qué contraste! Si no hubiera sido tan rubio, si sus ojos no hubieran sido tan azules, su juventud hubiera podido hacerle pasar por el hijo de uno de los dos. Inspiró profundamente, intentó dominar los latidos de su corazón y detuvo su montura atravesándola en el camino y cerrando así el paso a los jinetes.
—¡Eh, señora! —gritó Ibn Sarrag encabritando a su caballo—. ¿Qué os sucede?
Manuela guardó silencio, muy erguida, con la mirada impasible.
—Señora, ¿os encontráis bien? ¿Tenéis algún problema?
Ezra y Vargas se habían reunido con él. Este último ya se impacientaba.
—¿Tendríais la bondad de apartaros? Tenemos prisa.
—Temí que no os encontraría nunca —respondió ella. Luego se dirigió especialmente a Ezra y añadió—: Samuel ben Ezra, shalom.
Sorprendido, el judío miró sucesivamente a Sarrag y Vargas.
—¿Sabéis mi nombre?
Ella eludió la pregunta y se dirigió al árabe.
—Salam, jeque Ibn Sarrag.
A continuación clavó los ojos en el monje. Ambos se observaron. ¿O tal vez estaban midiendo sus fuerzas? Curiosamente, él había adoptado un aire tan altivo como el de la joven, casi altanero.
—Sí, señora, soy Rafael Vargas. ¿Y si ahora os presentarais vos?
—Mi nombre no os dirá nada. Me llamo Manuela Vivero. En cambio, hay otro nombre que sí va a interesaros: Aben Baruel…
En el horizonte, el sol se deslizaba lentamente sobre las dentadas crestas de Sierra Morena, depositando sobre el paisaje una mezcla pastel de malva y rosa pálido. Ezra se aclaró la garganta.
—¿Aben Baruel?
Manuela recitó en un tono casi indiferente:
—BENDITA SEA LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR…
El aire había refrescado de pronto. Un ligero estremecimiento recorrió el espinazo del rabino.
—¿Quién sois?
—¿No os he respondido ya? Manuela Vivero.
—Vamos, señora, habéis comprendido perfectamente mi pregunta.
—De creer a vuestro amigo Baruel, soy «el cuarto elemento». ¿Descabalgamos? —sugirió—. Estaremos más cómodos para proseguir la conversación.
El jeque fue el primero en hacerlo.
—Apartémonos del camino —dijo con el rostro tenso.
Manuela echó pie en tierra. Vargas y Ezra la imitaron.
—Aquí —dijo Sarrag señalando un rincón lleno de malas hierbas. Apenas se hubieron sentado, añadió—: Somos todo oídos. ¿Por qué habláis de un cuarto elemento?
—Soy lo que Baruel quiso que fuera. Según él, vos, jeque Sarrag, sois el fuego. Vos, Samuel Ezra, sois el aire. Y fray Rafael, la tierra. —La joven adoptó un aire fatalista para concluir—: Por consiguiente, yo soy el agua.
La afirmación tuvo por efecto provocar en Sarrag y el judío una risita nerviosa.
—¿Acaso no sois mujer? Vamos, un poco de seriedad. Hablemos de Baruel. ¿Cómo es posible que le conocierais?
—Antes me gustaría…
—¡Ya basta, señora! —intervino Vargas, furioso—. Acaban de decíroslo. Dejad de mentir y mostrad vuestro juego.
—¿Realmente lo deseáis?
Se dirigió hacia su yegua. Desprendió un zurrón y volvió junto al trío.
—Habéis exigido que mostrara mi juego, padre. Muy bien… Helo aquí… —Sacó una baraja de naipes, separó cinco de ellos y los colocó sobre la hierba—. El Ermitaño, la rueda de la Fortuna, el Enamorado y el Mago…
Los tres hombres, desconcertados, la vieron enarbolar el primer naipe.
—El Ermitaño, el noveno arcano mayor del tarot. Ved el dibujo que el naipe representa: un viejo sabio un poco encorvado que se apoya en un bastón. El bastón evoca al mismo tiempo la eterna peregrinación y la injusticia o el error que encuentra. Podría representar la condición del pueblo judío. Samuel ben Ezra, vos sois el Ermitaño.
Dejó la carta y cogió el segundo.
—La rueda de la Fortuna, el décimo arcano mayor. Representa las alternancias del destino, la suerte o la desgracia, el vencedor de España y el vencido. Al igual que el fuego, es un símbolo solar, pero representa también la inestabilidad permanente, probablemente la de vuestro pueblo, jeque Ibn Sarrag.
A continuación cogió el tercer naipe.
—El Enamorado, fray Rafael, el sexto arcano mayor. Prefigura la prueba de la elección que aguarda al adolescente cuando llega a la encrucijada de la pubertad. Hasta entonces su camino era uno y de pronto se separa en dos.
Manuela se detuvo, parpadeó como si emergiera de un sueño y buscó con los ojos a Vargas. Él apartó la mirada. Entonces ella cogió la última carta.
—El Mago, que abre el juego de los veintidós arcanos mayores del tarot. Por una extraña paradoja es un malabarista, un escamoteador, el creador de un mundo ilusorio con sus gestos y su palabra. ¿Realmente es sólo un ilusionista que nos toma el pelo u oculta bajo sus blancos cabellos terminados en bucles de oro, como si estuviera fuera del tiempo, la profunda sabiduría del mago y el conocimiento de los secretos esenciales? Es la cifra «uno». El punto de partida… En resumen, es Aben Baruel.
—Decididamente —se burló Vargas—, vos al menos no teméis al ridículo. Propongo que pongamos término a estas tonterías y nos digáis por fin, sin disimulos, cuáles son vuestros vínculos con Baruel.
Sin perder la calma, Manuela sacó del zurrón una hoja manuscrita.
—He aquí algo que, según creo, responderá a vuestras preguntas. ¿Preferís enteraros por vos mismo o que yo lea la carta en voz alta?
—Leed…
—«Toledo —comenzó Manuela—, 8 de febrero de 1487. Shalom alekhem… Adivino en vuestro semblante sorpresa y malestar. Si estoy en lo cierto, esta carta (la última, tranquilizaos) os llegará en los alrededores de Palos, a pocas leguas de la Rábida, en compañía del mancebo. Confío en que, pese a vuestro mal humor, habréis dispensado un buen recibimiento a doña Manuela. Sabed que, para mí, ella es tan sagrada como lo sois vosotros, amigos míos. Es sagrada por dos razones. La primera, porque es una mujer. La segunda razón se halla en el número 4. Sí, Samuel, amigo mío, lo sé. Tu espíritu, desde hace mucho tiempo maestro en el estudio de las analogías, ha captado ya el sentido oculto de este número. ¿No es cierto?».
Manuela interrumpió la lectura; sus ojos se clavaron en el rabino con una muda interrogación.
Éste masculló:
—Cuatro… Tal vez Baruel aluda al tetragrámaton. Y.H.V.H.
—Sí, Ezra. Sin embargo, os haré observar que cuatro podría representar también la suma de las letras del nombre de Dios en su grafía árabe: Alah —se apresuró a añadir Sarrag, quien invitó a Manuela a proseguir.
—«Evidentemente, desde aquí oigo a mi hermano, el noble descendiente de los Bannu Sarrag, evocar el nombre de Alá, mientras que Samuel ha debido de citar el tetragrámaton. —La joven contuvo una sonrisa. Decididamente, Menéndez había estado brillante—. Pero seguramente se os ha escapado este detalle: en el tetragrámaton, si bien se mira, sólo hay tres letras. En efecto, la letra «h» se repite, lo que supone que las dos «h» son un único y mismo símbolo. Sois libre de imaginar cuál. ¿El aire? ¿El agua? ¿El fuego? ¿La tierra? Tres letras…, ¿no implica eso que falta una cuarta para lograr la unidad en torno a una entidad concluida?
»¿Qué serían tres puntos cardinales sin el cuarto? ¿Y los cuatro pilares del universo, si faltara uno de ellos? ¿Y las cuatro fases de la luna? Las cuatro estaciones, las cuatro letras del primer hombre: Adán. Podría citaros infinidad de ejemplos más, pero me limitaré a concluir con un paralelismo, el más significativo a mi modo de ver. Escuchadme atentamente. Según la tradición sufí, el cuatro representa también el número de las puertas que debe cruzar el adepto en la vía mística. Cada una de estas puertas está asociada con uno de los cuatro elementos, en el siguiente orden de progresión: aire, fuego, agua, tierra. En la primera puerta, el neófito que sólo conoce el libro, es decir, la letra de la religión, está en el aire, es decir, en el vacío. Se abrasa al pasar el umbral iniciático, representado por la segunda puerta, que es la de la voz o, dicho de otro modo, la del compromiso en la disciplina del orden elegido. La tercera puerta abre el conocimiento místico al hombre, que se convierte en un gnóstico, y corresponde al elemento agua. Por fin, el que llega a Dios y se funde en él como en la única realidad, pasa, con la cuarta y última puerta, al elemento más denso, la tierra.
»Eso es, amigos míos, meditad…
»Antes de vuestro encuentro con la señora Vivero, sólo poseíais tres claves. Únicamente las tres primeras, pues a ella le he confiado la cuarta. Si vosotros sois la intuición, el pensamiento y la fe…, ella es la carne.
»Mantenedla a vuestro lado. Cuando llegue la hora, os mostrará las letras mediante las cuales fueron creados el cielo y la tierra, las letras mediante las cuales fueron creados los mares y los ríos.
Manuela vaciló antes de pronunciar las últimas palabras:
—«Ha-cham immakhem…». Y la firma: «Aben Baruel».
—¡Mostradme la carta! —ordenó Ezra, arrebatando la misiva de las manos de Manuela. La examinó atentamente y la entregó al jeque—. No pondría la mano en el fuego, pero es la caligrafía de Aben.
El árabe estudió a su vez el documento e hizo ademán de pasárselo a Rafael, quien rechazó el ofrecimiento con un seco gesto.
—Señora, ¿qué sabéis exactamente de este asunto? —preguntó Sarrag.
—No sé nada, o muy poca cosa. He comprendido que se trata de un viaje que debe llevaros a un lugar o un objeto. Vuestros desplazamientos se efectúan de acuerdo con un plan, un criptograma que debéis descifrar y que se compone de ocho elementos o Palacios. Por razones que me son incomprensibles, Aben Baruel distribuyó los fragmentos de estos Palacios entre vosotros tres, convirtiéndoos así en tributarios e inseparables unos de otros. Por mi parte, sólo me han sido entregados algunos escritos, entre ellos la última clave mencionada por Baruel, expresada en una decena de líneas y…
Ezra la interrumpió con viveza.
—¿Una decena de líneas? ¿Dónde están?
—Las he destruido.
—¡Destruido!
—Tranquilizaos… Están seguras… Aquí… —Colocó un dedo en su sien—, en mi memoria.
—¿Su contenido? ¿Qué dice?
—He recibido instrucciones de no revelároslo hasta que hayáis llegado a la última etapa.
—¡Eso es una extravagancia! —gritó el jeque levantándose bruscamente, fuera de sí—. ¡Una mujer! ¡Después del cristiano, ya sólo nos faltaba una mujer! —Se aproximó a Manuela—. Habéis mencionado a los sufís en esta seudocarta. ¡Estoy seguro de que ni siquiera sabéis de qué se trata!
—Os equivocáis, jeque Sarrag. Mi erudición, es cierto, no puede compararse con la vuestra, pero no soy una ignorante. El sufismo es una filosofía que otorga primacía a la religión del corazón, a los valores de la contemplación y la ascesis. Su ropa, el hábito de lana, se opuso durante largo tiempo al lujo de los notables y los príncipes. Podríamos decir que el sufismo es una vía de iniciación y un método de elevación espiritual que, al revés que el islam, inspirado a menudo por la violencia, se basa en el amor.
—Vuestro análisis es simplista, o habéis aprendido mal la lección —repuso Sarrag. Después, dirigiéndose a sus compañeros, añadió—: Por lo demás, ¿qué nos demuestra que este documento sea auténtico?
—Hemos reconocido la caligrafía de Baruel —aventuró el rabino—. ¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó a Vargas—. No os oímos. ¿Cuál es vuestra opinión?
Con aspecto indiferente, al menos en apariencia, éste respondió:
—Lo sorprendente no es sólo la similitud en la caligrafía. «Las letras mediante las cuales fueron creados el cielo y la tierra, las letras mediante las cuales fueron creados los mares y ríos». Este pasaje ha sido extraído del libro de Enoc en hebreo. Enoc, que como sabéis es el punto de partida de todo. Resulta desconcertante, ¿no os parece?
—¿Confiáis, pues, en las afirmaciones de esta mujer?
—No sólo no confío en ellas, sino que añadiré que su relato es el más artificioso que he oído jamás. No creo ni una sola palabra, ni una coma. —Se dirigió a Manuela—: Habéis omitido decirnos lo esencial, señora. ¿En qué circunstancias conocisteis a Aben Baruel?
—Nunca le conocí, fray Rafael. Sólo le vi de lejos. Eso es todo. Fue en el mes de abril, exactamente el día 28, en Toledo.
Manuela entornó los ojos. Su corazón se había acelerado. Creyó oír una voz gritando: «Exurge Domine! Judica causam tuam!». Y al capellán iniciando la lectura de la sentencia.
¿Por qué aquel día le había llamado la atención aquel hombre? Hoy seguía siendo incapaz de explicárselo. No, no fue, como había creído al principio, aquella conmovedora calma que reinaba en los rasgos del anciano próximo a la muerte. No fue tampoco el interés o la curiosidad por las misteriosas palabras que articulaban los labios del hombre. No. Se había tratado de otra cosa. ¿Qué? ¿El azar? ¿Un puente tendido de pronto sobre el río que separa a seres a quienes nunca nada hubiera debido reunir? Cuando la mirada del hombre se clavó en la suya, embargándola de emoción, ¿cómo habría podido imaginar que aquí, esta tarde, en el crepúsculo de la fatigada llanura de Extremadura, reviviría el recuerdo del anciano de Toledo, convertido en parte integrante de su presente? «Aben Baruel, nacido en Burgos, comerciante en telas y domiciliado en Toledo. Reconciliado ya en 1478…».
Sin darse cuenta, había pensado en voz alta y relatado aquel 28 de abril… Contuvo un sobresalto, invadida por el súbito temor de haberse descubierto o de haberse apartado de las directrices impartidas por Menéndez y Torquemada.
—Señora —suspiró Samuel Ezra—, no comprendo nada. ¿Cuándo os entregó la carta Baruel?
—Al día siguiente de su muerte, un estuche de tafilete fue depositado en mi casa por un desconocido. Contenía los documentos que os he citado y una carta dirigida a mí. Puedo repetiros lo esencial, si lo deseáis.
—Hacedlo.
—El texto decía sustancialmente lo siguiente: «Doña Manuela, cuando toméis conocimiento de estas palabras ya no formaré parte del mundo de los vivos. Os sigo y os observo desde hace muchas semanas, conozco cada fibra de vuestra mente, cada una de vuestras expresiones, el modo en que os movéis, vuestra risa (demasiado escasa), vuestra melancolía (demasiado presente); a veces me cruzo con vos por las tortuosas calles de nuestra hermosa ciudad de Toledo, y en el puente de Alcántara cuando partís para dar uno de vuestros largos paseos a caballo. Afirmo, sin presunción alguna, que conozco cada fibra de vuestra mente; lo mismo puedo decir de vuestra alma. Una amiga común, doña Alba, me habla a menudo de vos, de vuestra sed de conocimientos, de vuestra fidelidad a España, de vuestro interés por la literatura, ya sea árabe, española o sefardita. No estáis obligada a atender mi solicitud; por otra parte, ¿de qué modo podría imponérosla? Hace un momento he hablado de vuestra alma. El único deseo que formulo es que ella se incline también sobre estas páginas, y no sólo vuestros ojos.
»Me dirijo a vos porque el azar ha puesto en mis manos una obra, un opúsculo que vos conocéis mejor que nadie. Su título: Católica impugnación. ¿Cómo expresaros mi admiración por el valor que habéis demostrado al redactar este texto? El opúsculo, claro está, hoy forma parte de las obras expurgadas o prohibidas por los índices inquisitoriales. Pero sé, y también vos lo sabéis, que llegará un día en que reaparezca a la luz, arrancado de las tinieblas en las que lo ha confinado la intolerancia de los hombres.
Manuela calló.
—¿Y de qué trata el supuesto opúsculo? —preguntó Vargas.
—Defiende cierta idea que tengo del proselitismo. Planteo un interrogante: por grande y noble que sea nuestro ideal, ¿tenemos derecho a imponer nuestras creencias al prójimo?
—Algo que viene al pelo —ironizó Ezra—. Decidnos cómo sigue la carta. Pues imagino que no se detiene ahí.
—En las siguientes páginas, Baruel me revelaba vuestra existencia y el viaje que os encargó emprender. Me explicaba el papel determinante que yo debería desempeñar y concluía trazando un retrato físico de cada uno de vosotros, de sorprendente realismo, lo reconozco, indicándome con precisión el lugar donde, teóricamente, podría encontraros: el monasterio de la Rábida. Por lo que a la fecha se refiere, era aproximada. Se fijaba un margen de error de tres o cuatro días. De ahí que la cita fallara.
—¿Qué cita ha fallado?
—Cuando llegué a la Rábida supe por el prior, fray Juan Pérez, que ya os habíais marchado. Cabalgué a galope tendido y atajé por el norte, siguiendo la ruta de Aracena. Al cabo de unas leguas, desalentada, me dije que no os encontraría nunca y decidí abandonar. Cuando nuestros caminos se han cruzado, regresaba a Huelva.
Ninguno de los tres hombres consideró oportuno hacer ningún comentario.
Manuela tuvo la desagradable sensación de que estaban trazando en el aire del crepúsculo el fiel de una imaginaria balanza. Por el ritmo de sus pensamientos adivinaba los platillos que, alternativamente, se inclinaban en su favor o en su contra. Pero, en el fondo, estaba serena. No había descubierto todavía su última carta. La más decisiva.
Fue Vargas quien tomó la palabra. Lo hizo con voz firme, sin dar opción a réplica alguna.
—Señora Vivero, lamento mucho deciros que habéis fracasado. Vuestra historia no es más que una fábula, una extraordinaria fábula inventada de principio a fin. Sin embargo, se me escapa una cosa. ¿Por qué? ¿Quién se oculta tras de vos? ¿Con qué finalidad?
Fray Rafael calló, en espera del veredicto de sus compañeros.
Sarrag fue el primero en mostrarse de acuerdo.
—Una fábula. En efecto, eso me temo.
—Los tres somos de la misma opinión —confirmó Ezra—. El relato, por muy bien concebido que esté, posee una incoherencia cósmica. —Miró de reojo a sus compañeros y luego añadió—: Naturalmente, ya debéis de suponer a qué incoherencia me refiero.
Vargas se lo explicó a Manuela:
—Lamentablemente, os las estáis viendo con tres mentes mucho más retorcidas que la de quien ideó vuestra intervención. Reconozco que existen detalles desconcertantes en la exposición de los hechos que acabáis de hacer. Muy desconcertantes. Confieso que estaba —rectificó— que estábamos a punto de creeros. Por desgracia para vos, por bien elaborada que esté vuestra estratagema, fue ideada haciendo abstracción de una noción primordial: la propia personalidad de Aben Baruel. Jamás, en todo el orbe conocido, podría hallarse un personaje más preciso, más puntilloso, más riguroso.
El monje dejó escapar una risita en la que afloraba el sarcasmo antes de continuar:
—¿Cómo es posible? He aquí a un hombre que nos manda… —vaciló sobre el término que debía emplear— cumplir una tarea de la mayor importancia, un hombre que jalona el camino que hay que recorrer de ínfimos detalles con una sutileza que raya el prodigio, previendo de antemano cada uno de nuestros pasos, presintiendo incluso nuestras reacciones. ¿Aceptaría de pronto ese mismo hombre el riesgo de confiar a un tercero lo que vos habéis denominado «la última clave», sin la cual nuestra búsqueda estaría irremediablemente condenada, y ello sin haber establecido previamente, con su rigor habitual, el día exacto en que los protagonistas iban a encontrarse? Señora, ¿no advertís acaso que es una necedad? Por genial que Aben Baruel fuera, hay un elemento que nunca hubiese podido prever: el tiempo que Ezra y Sarrag tardarían en descifrar el primer Palacio; el que debía llevarles hasta mí. Podían haber tardado veinticuatro horas, y así fue, pero también veinticuatro días. En esta última hipótesis, vos nunca hubierais podido encontrarnos, ni en la Rábida ni en parte alguna. ¿Y todo iba a venirse abajo en función de una cita tan aleatoria? ¿Realmente creéis que nuestro amigo habría corrido un riesgo tan irreflexivo?
El franciscano apoyó el rostro en las manos, como si estuviera afligido.
—Imposible, señora —añadió al cabo de un momento—, lo siento por vos. Poseéis auténtico talento, eso es indiscutible y a juzgar por vuestras respuestas una cultura nada habitual en las personas de vuestro sexo. A este respecto… puesto que parecéis ser autora de un opúsculo incluido en el índice por las autoridades inquisitoriales, ¿podrías explicarnos por qué milagro seguís todavía en libertad?
—¡Os equivocáis! Fui detenida e interrogada. Probablemente no estimaron necesario enviarme a la hoguera. Eso es todo.
Vargas mostró una expresión de desprecio. Estaba claro que no le había convencido en absoluto.
El sol se había ocultado tras las crestas de la sierra. La noche no tardaría en inundar la llanura.
—Se me ocurre una pregunta —declaró Ezra—. Ayer por la noche intentaron asesinarnos prendiendo fuego a la biblioteca donde nos habíamos reunido. ¿No estaréis por casualidad asociada con los instigadores de ese acto?
Fue el único momento en que el rostro de Manuela reveló cierto temor.
—En modo alguno. Parecéis creer que me han encargado no sé qué misión. ¿Creéis que, de ser así, hubieran montado todo este asunto para intentar al mismo tiempo eliminaros? ¡Sería incoherente!
La lógica de la observación dio en el blanco; sin embargo, Ezra insistió:
—De todos modos, existe otro hecho que da que pensar. Hace algún tiempo, una copia de los Palacios fue hurtada por el servidor del jeque. Ignoramos si se la entregó a una tercera persona… —El rabino clavó sus ojos en los de la mujer, como si intentara introducirse en sus pensamientos—. De ahí a concluir que esa tercera persona pueda ser el origen de nuestro encuentro… no hay más que un paso.
Las siluetas comenzaban a despojarse de su identidad. Apenas se distinguían los cuerpos, y menos aún los rostros y sus expresiones. El árabe, encogido sobre sí mismo, con la cabeza hundida entre los hombros, y cubierta con el capuchón del albornoz, recordaba a un toro adormilado. El rabino, con la espalda encorvada y masajeándose sin cesar los dedos, parecía encerrado en su sotana como en una ciudadela. Sus palabras habían provocado en Manuela un frío glacial. No le quedaba más remedio que jugarse el todo por el todo.
—Muy bien —dijo con calma—. Tan sólo me resta demostraros cuán infundadas son vuestras sospechas, cuán equivocados estáis. —Sacó una hoja del zurrón de cuero—. Probablemente Baruel sospechó que os negaríais a creerme. Este tercer Palacio es la prueba de mi sinceridad. El «tercer Palacio mayor» en su integridad; repito, en su integridad y con su solución. Todo ello, como podéis comprobar, redactado por la mano de vuestro amigo.
Ante la mirada atónita de los tres hombres, blandió aquella hoja, mostrándoles la cara escrita.
Con un rápido gesto, Vargas se la quitó de las manos y comenzó a estudiarla. Ezra y Sarrag se habían inclinado también con viveza por encima de su hombro, y leían al mismo tiempo que el franciscano. Cuando hubieron terminado, la incredulidad había dado paso a la consternación.
—Habéis hablado de solución —exclamó Sarrag—. ¿Dónde está? Sólo veo una palabra tachada, ilegible, al pie de la página.
—Se trata del nombre de una ciudad. Lo taché yo.
—¿Vos? ¿Por qué?
—Para dejaros elegir. Yo sé ese nombre. Baruel citó ocho Palacios. Yo tengo la respuesta al tercero. Vosotros debéis decidir si sigo a vuestro lado hasta ahí o no. Luego —hizo un gesto evasivo con la mano—, seréis libres de aceptar o rechazar mi presencia entre vosotros hasta el término del viaje.
Habríase dicho que una plancha de plomo había caído sobre los tres hombres. Se produjo un largo silencio, a cuyo término Ezra murmuró:
—Se hace tarde. La noche es buena consejera. Quedaos, señora. Mañana decidiremos.
—Como queráis. Voy a buscar una manta… —Y añadió en tono cortante—: Si alguno de vosotros tuviera la gentileza de encender fuego, se lo agradecería. Tengo frío.