«¿De dónde venís?», se pregunta a los aborígenes.
«Venimos del sueño».
La celda de Rafael Vargas se parecía a todas las celdas de monjes: una cama, una mesita, un taburete, un crucifijo en la pared, un reclinatorio al pie de un ventanuco oval por el que entraba la luz.
Ibn Sarrag estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la puerta. El sacerdote había elegido el taburete. Por lo que a Samuel Ezra se refiere, en plena crisis de artritis y desfigurado por el dolor, se había visto obligado a tenderse en la yacija. Esparcidas, las páginas del manuscrito de Aben Baruel formaban pequeños rectángulos níveos a la luz del alba. Una sola de aquellas páginas estaba colocada muy a la vista, en el suelo, al alcance de los tres personajes. Cada uno de ellos había confiado a los demás su ración de palabras. El segundo Palacio estaba reconstruido.
PRIMER PALACIO MENOR
BENDITA ES LA GLORIA DE Y.H.V.H. DESDE SU LUGAR.
EL NOMBRE ESTÁ EN 6.
RECUERDA AL HIJO DE LA VIUDA DE NEFTALÍ, EL QUE MURIÓ DE LA TRIPLE MUERTE, PERO QUE RESUCITÓ. SE HA DICHO QUE SOBRE SU SEPULTURA PUSIERON UNA RAMA DE ESPINOS CON FLORES DE LECHE Y DE SANGRE.
SÓLO HE CONOCIDO A UN ÁNGEL, PERO ANTAÑO, EN LA MONTAÑA ELEGIDA POR YAHVÉ, ERAN NUEVE. FUERON ESOS, NUEVE QUIENES SE REFUGIARON EN LA CIUDAD RODEADA DE PUERTAS.
PARA OBTENER EL NÚMERO DE LAS PUERTAS NECESITÁIS EL ENCANTAMIENTO. EN ÉSTE HARÉIS USO DE LA BONDAD, DEL AMIGO Y DEL PURIFICADOR.
SE EMPEZARÁ SEPARANDO AL PURIFICADOR DE LA BONDAD. EL AMIGO SEMBRARÁ LA DIVISIÓN. OBTENDRÉIS ENTONCES EL EQUILIBRIO REALIZADO, EL SÍMBOLO DE LO MASCULINO Y DE LO FEMENINO, DEL ESPÍRITU Y DE LA MATERIA. LUEGO REUNIRÉIS AL AMIGO CON EL PURIFICADOR Y SEPARARÉIS EL EQUILIBRIO REALIZADO.
HABRÁ QUE ARRANCAR LA RAÍZ DE ESE RESULTADO.
Y LA RAÍZ DE ESTA RAÍZ LA MULTIPLICARÉIS POR EL EQUILIBRIO.
EL NÚMERO APARECERÁ ANTE VUESTROS OJOS. PERO ¿TENDRÉIS LA SABIDURÍA DE RECONOCERLO?
EN EL LINDERO DE LA CIUDAD, EN EL CORAZÓN DE LA LLANURA DE SENAAR SE YERGUE EL EDIFICIO SANGRIENTO. ENCONTRARÉIS ALLÍ EL NÚMERO 3.
—Comparado con este texto —comentó el jeque—, tengo la sensación de que el primer Palacio era un juego de niños. Sin duda, Aben quiso abrirnos el apetito.
Ezra se agitó en la cama.
—¡Hace ya dos horas que os estáis lamentando, jeque Ibn Sarrag! Más valdría que mostrarais vuestro acuerdo con las fórmulas obtenidas.
—Lo estoy. No obstante, me pregunto por qué razón el encabezamiento de este Palacio es distinto al precedente. Primer Palacio menor. ¿Por qué es menor?
Un silencio que expresaba perplejidad fue el único eco a su pregunta. Por fin, Ezra sugirió:
—Prosigamos. Es posible que la respuesta aparezca más tarde.
—Muy bien —dijo Vargas—, las repito para refrescar la memoria:
—Nos vemos obligados a detenernos en este nivel de la redacción —explicó el monje—, puesto que la mayor parte de lo que sigue deriva de la palabra «encantamiento». A primera vista, parece que nos las vemos con una serie de operaciones matemáticas, que estas operaciones se basan en símbolos, y que estos símbolos sólo son identificables si encontramos el sentido de «encantamiento». ¿Sabe alguno lo que esa palabra puede significar?
Sarrag y Ezra respondieron negativamente.
—No cabe imaginar que haya sido utilizada aquí en su acepción literal, es decir, «empleo de palabras o de fórmulas mágicas para llevar a cabo un hechizo o un sortilegio». Tenemos que buscar por otra parte.
—¡Id a saber! Nuestro amigo Baruel se ha mostrado tan retorcido en este asunto que algunas palabras podrían perfectamente expresar tan sólo su sentido primigenio. Dicho esto, a diferencia del primer Palacio, éste permite entrever el objetivo que se trata de alcanzar. —Sarrag asintió mientras Ezra proseguía—: En efecto, basta con extraer las palabras más concretas, las que no se prestan a equívoco y, al mismo tiempo, forman una cadena: puerta, ciudad, lindero, llanura, edificio y sangriento. Así, aplicando un razonamiento elemental, es evidente que debemos identificar una ciudad —dijo, procurando dar énfasis a las palabras—, una ciudad que tiene cierto número de puertas. En el lindero de esta ciudad, una llanura. En el centro de esta llanura, un edificio. Y, por último, la palabra «sangriento» permite pensar que ese edificio fue testigo de algún drama.
—¿Un crimen? —preguntó Ezra.
—Tal vez…
—¿Qué os parece, fray Rafael?
—Es posible —dijo éste, pensativo.
El árabe y el judío intercambiaron una discreta mirada. Desde el día anterior se preguntaban por qué Baruel había creído conveniente imponerles aquel hombre. Veintiocho años. Un chiquillo. Seguramente le había dado la impresión de que poseía ciertas aptitudes mnemónicas y un honesto conocimiento de las Escrituras, pero desde luego nada que pudiera compararse con la ciencia de Ezra y de Sarrag.
—¿Seguimos? —sugirió el árabe—. Teníais una explicación que exponernos referente a la primera frase —añadió dirigiéndose al rabino—. Me refiero a lo del HIJO DE LA VIUDA DE NEFTALÍ.
—La frase está sacada del Libro de los Reyes: «Salomón mandó a buscar a Hiram de Tiro. Era el hijo de una viuda de la tribu de Neftalí».
—Debía de tratarse de un artesano.
—Un broncista genial —precisó Ezra—. El que concibió los más prestigiosos elementos del templo.
—Perfecto. ¿Y qué más?
—A mi entender, habría que encontrar el punto común entre Salomón, el templo, la ciudad de Tiro y el bronce.
—Probablemente. Pero ¿qué puede relacionar a un rey, un templo, una ciudad y un material, salvo lo que nos indica la propia historia?
El rabino y el árabe parecían perdidos.
De pronto, Vargas tomó la hoja en la que había sido redactado el segundo Palacio.
—Señores, ¿puedo exponeros otro punto de vista? Creo que cometéis un error. No busquéis ninguna relación entre Hiram, Salomón y lo demás. No la hay. «Hiram» basta por sí solo.
Ezra pareció sorprendido.
—Sí —confirmó el monje—. Todo estriba en Hiram. Como ya sabéis, tuve en mi poder estos textos varias semanas antes que vosotros. Los estudié, los miré desde todos los ángulos y obtuve ciertos resultados. Por aquel entonces, puesto que ignoraba por completo el objetivo, los resultados me parecían descabellados. Hoy ya no lo veo del mismo modo. —El joven monje abandonó su taburete y fue a sentarse entre los otros dos hombres—. Si proseguís la lectura del segundo Palacio, ¿qué encontráis? —Señaló un párrafo con el dedo y leyó—: RECUERDA AL HIJO DE LA VIUDA DE NEFTALÍ, EL QUE MURIÓ DE LA TRIPLE MUERTE, PERO QUE RESUCITÓ. SE HA DICHO QUE SOBRE SU SEPULTURA PUSIERON UNA RAMA DE ESPINOS CON FLORES DE LECHE Y DE SANGRE. En este párrafo encontramos dos informaciones fundamentales. La primera se refiere a «la triple muerte y la resurrección». La segunda a «la rama de espino con flores de leche y de sangre». Reclamo de antemano vuestra indulgencia si me alargo en la exposición, pero no tengo alternativa. Si nos interrogamos sobre esa triple muerte, y hacemos comparaciones con Hiram de Tiro, llegamos a una leyenda; una leyenda que muy bien podría ser un hecho histórico. Cuando los trabajos del templo de Jerusalén estaban concluyendo, todavía no habían sido iniciados todos los compañeros de Hiram en los maravillosos secretos del maestro. Tres de ellos decidieron obligarlo a que se los revelara. Apostado cada uno en una puerta distinta del templo, conminaron a Hiram a que los hiciera partícipes de sus secretos. El maestro, huyendo de una puerta a otra, respondió sucesivamente a cada uno de ellos que no obtendrían nada de él con amenazas y que era preciso aguardar hasta que llegara el momento. Entonces le golpearon. El primero le golpeó con una regla en el cuello. El segundo, con una escuadra en el seno izquierdo. El tercero, con un mazo en la frente. Este último golpe acabó con él. Más tarde, se informaron recíprocamente de lo que el maestro había revelado. Al comprobar que ninguno de ellos había obtenido nada cayeron en la desesperación. Su crimen había sido inútil. Ocultaron entonces el cuerpo. Lo enterraron por la noche cerca de un bosque y plantaron sobre su tumba una rama de acacia.
El rabino y el árabe se miraron, perplejos e interesados a la vez.
—Proseguid —rogó Ezra.
—Naturalmente, esa triple muerte simboliza los tres golpes de la leyenda. Muerte física (el cuello), sentimental (el seno izquierdo) y mental (la frente). Por lo que se refiere a la rama de acacia…, recordad que el Arca de la Alianza se construyó con madera de acacia. Y, curiosamente, también la corona de espinas de Cristo. Está claro que el relato de Hiram nos comunica que debemos morir para nacer en la inmortalidad.
—¿Eso es todo? —inquirió Ezra.
—Lamentablemente, sí —le contestó el monje con aire resignado—. De momento. Debemos encontrar la relación que puede haber entre la leyenda de Hiram y el siguiente punto. Me refiero a esta frase: SÓLO HE CONOCIDO A UN ÁNGEL, PERO ANTAÑO, EN LA MONTAÑA ELEGIDA POR YAHVÉ, ERAN NUEVE. ¿Quiénes son esos ángeles? ¿Y por qué uno y luego nueve?
En el aire puro del monasterio resonaron unos sones cristalinos. La hora de laudes. Vargas se excusó:
—Me veo obligado a abandonaros. Continuaremos dentro de un rato.
Cuando se dirigía hacia la puerta, se detuvo y dio media vuelta.
—Estoy pensando en lo de la triple muerte. Me parece que, a imagen y semejanza de todas las muertes iniciáticas, esta fase preludia un renacimiento físico, psíquico y mental en un nuevo Hiram. Podríamos pasar del símbolo a la alegoría, imaginando que los tres asesinos representan la ignorancia, el fanatismo y la envidia. A ello se oponen las cualidades de Hiram: el saber, la tolerancia y la generosidad. Me pregunto si, por medio de esta leyenda, Aben Baruel no habrá querido transmitirnos un mensaje. De su comprensión dependerá el éxito o el fracaso de nuestra aventura. —Una expresión ambigua se insinuó en su rostro—. Quién sabe. Tal vez tengamos también que morir antes de renacer.
Largo rato después de que se hubiera retirado, Ibn Sarrag y Ezra seguían confinados en un silencio meditativo. Se advertía que ambos estaban profundamente turbados por lo que acababan de oír. Tal vez se preguntaban cuál de los tres representaba la ignorancia, el fanatismo o la envidia.
—Sólo tiene veintiocho años —murmuró el jeque, pensativo—. Me pregunto cómo habrá sido su vida antes de tomar las órdenes.
—Es muy curioso que penséis en ello. Estaba haciéndome la misma pregunta. Suele decirse que la juventud es el tiempo de aprender la sabiduría, y la vejez el tiempo de practicarla, pero viendo a este joven se tiene la impresión de que ha quemado las etapas.
Toledo, en el mismo instante
Arrodillada en su reclinatorio, Isabel, reina de Castilla y de Aragón, permaneció recogida un rato más esperando la absolución. Fray Hernando de Talavera retrocedió respetuosamente. Con la mano izquierda cogió el crucifijo que colgaba sobre su pecho y con la otra trazó la señal de la cruz.
—Ego te absolvo…
La reina se dirigió al fondo de la estancia y se dejó caer en un sillón, junto a un ajimez. Iba vestida con un monjil de color blanco, muy amplio, que flotaba hasta medio muslo, y un vestido, blanco también, que le llegaba a los tobillos. El único adorno era un gran cuello rígido en forma de triángulo cuyo vértice nacía a la altura del pecho. Estaba claro que no había cedido a la moda que causaba furor en la corte, donde el verdugado reinaba entre las damas de honor.
Cogió un pañuelito de seda y se envolvió con él los dedos, en un gesto que le era familiar.
—De modo —comenzó en voz baja—, que no compartís los temores del inquisidor general.
—No, no, Majestad. Están desprovistos de cualquier fundamento. Temo que fray Tomás se haya dejado arrastrar, una vez más, por su pasión.
—¿Su pasión? ¿No deberíais decir, más bien, su patriotismo y su fe en nuestra Santa Iglesia?
—Su pasión —insistió Talavera.
—¿Y ni por un solo instante concebís que la conspiración pueda poner en peligro aquello por lo que hemos combatido y seguimos combatiendo?
—A riesgo de irritaros, no, no lo creo, Majestad. La conspiración sólo existe en la imaginación del padre Torquemada. ¿Cómo puede darse crédito a una conspiración basada en un criptograma establecido a partir de Sagradas Escrituras y cuyo instigador es un cabalista difunto? Vamos, eso no es serio. Evidentemente, espero no equivocarme —concluyó en un tono más pausado.
Los dedos de la reina se crisparon sobre el pañuelo.
—¿Lo…, lo esperáis, fray Hernando?
Las pupilas del sacerdote se iluminaron.
—¿Acaso esperar no es propio de la fe, cuando el mundo entero quiere condenar la esperanza? Pero, puesto que el asunto ya está en marcha, sería vano que intentara convenceros. Sólo el porvenir demostrará quién tiene razón. Por cierto —prosiguió rápidamente, mostrando entusiasmo—, me he enterado de una noticia excelente. Nuestras tropas se disponen a sitiar Málaga. Parece que la ciudad no podrá resistir mucho tiempo.
—Su Majestad el rey está convencido de ello. Confiemos en que el emir de Granada respete el tratado de Loja y no acuda en socorro de sus hermanos musulmanes.
—¿Cuál es vuestra impresión?
—Mi impresión es que Boabdil aplicará el tratado al pie de la letra. Estoy tanto más convencida de ello cuanto que acaba de ofrecer a Castilla un pacto destinado a consolidar el tratado de Loja. Estaría dispuesto a abandonar Granada a cambio de ciertas concesiones, entre ellas que se otorgue a los habitantes del Albaicín la posibilidad de seguir viviendo en la ciudad, el derecho a conservar sus mezquitas y una exención de impuestos por un período de diez años.
Talavera levantó las cejas.
—¿Habéis dicho que estaría dispuesto a abandonar Granada?
—En efecto. Una rendición sin combate. Ése es, en cualquier caso, el ofrecimiento que acaba de hacernos.
—Granada de rodillas… —dijo el sacerdote con voz vibrante—, el final de siete siglos de ocupación. Sería, creo, el mayor acontecimiento de nuestra historia. Una España unificada por fin.
—Sí, padre Talavera, el mayor acontecimiento. Sería triste no poder ser testigos de ello.
—¿Por qué razón? Todo parece indicarlo.
Los dedos de Isabel se cerraron de nuevo sobre el pañuelo de seda hasta que las falanges blanquearon.
—Todo. Pero bastaría un grano de arena…, un grano de arena, fray Hernando.
Inclinado sobre sus notas, Sarrag le dijo al monje:
—Durante vuestra ausencia no hemos permanecido inactivos. Hemos descubierto, o más bien debería decir que rabbi Ezra ha descubierto, el sentido de LA MONTAÑA ELEGIDA POR YAHVÉ.
—¿Y cuál sería?
El rabino recitó:
—Pues Yahvé ha elegido Sion, quiso para él esa sede. Sion, o la montaña elegida por Yahvé, no es otra que la ciudad de David o, si lo preferís, Jerusalén. Más concretamente, Sion designa el espolón sur de la colina oriental, entre el Cedrón y el Tyropeon, donde fue erigido el templo.
—Bravo —felicitó Vargas—. Vuestra memoria es realmente prodigiosa, yo nunca habría encontrado esta relación.
—Os lo agradezco. Sin embargo, no hemos podido adelantar mucho.
—Os equivocáis —objetó Vargas. Su voz había adoptado de pronto una entonación febril. Tras sentarse junto a ellos, aclaró—: Sí, esta información es decisiva. Gracias a ella vemos dibujarse claramente una sucesión de eslabones indisociables. Pensadlo: ¿no es Hiram el templo? Y el templo, ¿no es Sion y Jerusalén?
—Sabed —replicó Ezra—, que esta asociación no se nos había escapado ni al jeque ni a mí. Sin embargo, nada nos dice sobre los misteriosos ángeles.
La biblioteca pareció de pronto absolutamente invadida por el crepúsculo y el silencio.
Transcurrió un largo rato. Los tres hombres, inclinados sobre sus escritos, parecían luchar contra invisibles dragones. De repente, Vargas lanzó un grito de alegría:
—¡Los Templarios!
—¿Los Templarios? —preguntaron a coro Ezra y Sarrag.
—¡Claro! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?
El jeque Sarrag observó con una pizca de ironía:
—¿No se trata de aquel puñado de caballeros que, hace algunos siglos, derramaron a manos llenas sangre sarracena? Si recuerdo bien, la empresa se saldó con más de un millón de muertos.
—Es vuestro punto de vista. No pienso polemizar sobre la cuestión; me limitaré a recordaros los hechos. El 15 de julio de 1099, Jerusalén es ocupada por los cruzados. Inmediatamente, en todos los rincones del mundo hombres, mujeres y niños se apresuran a visitar los santos lugares, liberados por fin. Por iniciativa de un personaje llamado Hugues de Paynes se constituye un grupo de hombres que deciden permanecer en Tierra Santa para defender a los viajeros y custodiar el Santo Sepulcro. Eligen vivir como canónigos regulares bajo la regla de san Agustín. Más tarde, cambian su nombre de Pobres Caballeros de Cristo por el de Caballeros del Templo o Templarios. ¿Veis adónde quiero llegar?
—La verdad es que no…
—Y sin embargo, un cabalista tan destacado como vos tendría que haber captado ya la alusión. ¿Sabéis cuál fue el primer lugar donde los Templarios instalaron sus cuarteles?
Por toda respuesta, Rafael obtuvo un interrogativo silencio.
—El recinto del templo del rey Salomón… ¡El recinto del templo del rey Salomón! —repitió, remachando bien las sílabas—. Y puesto que el recinto del templo se convirtió en el lugar donde moraban, se bautizaron con el nombre de «Templarios». ¿Veis ahora la asociación con los ángeles citados por Baruel?
—Hasta cierto punto, porque nada permite afirmar de modo definitivo que exista una relación entre esos ángeles que se hallaban en la montaña elegida por Yahvé y los Templarios —repuso Ezra.
—¡Tiene razón, fray Rafael! —le apoyó Sarrag con una pizca de impaciencia—. Os voy a parecer también muy obtuso, pero sigo sin comprender qué pintan vuestros Templarios en este razonamiento.
Entonces fue Vargas quien se mostró irritado.
—¡Pero bueno, leed el texto de Baruel! —Cogió la hoja del segundo Palacio y leyó con voz clara—: SÓLO HE CONOCIDO UN ÁNGEL, PERO ANTAÑO, EN LA MONTAÑA ELEGIDA POR YAHVÉ, ERAN NUEVE. FUERON ESOS NUEVE QUIENES SE REFUGIARON EN LA CIUDAD RODEADA DE PUERTAS. ¿No os he dicho hace unos instantes que los primeros Templarios se instalaron en el recinto del templo?
Sarrag asintió.
—¿Sabéis cuántos eran al principio los hombres de Hugues de Paynes? —Hizo una pausa deliberada para subrayar mejor el peso de su revelación—. ¡Nueve! Nueve caballeros. EN LA MONTAÑA ELEGIDA POR YAHVÉ, ERAN NUEVE. FUERON ESOS NUEVE QUIENES SE REFUGIARON EN LA CIUDAD RODEADA DE PUERTAS. Supongo que ahora veréis por fin que la correlación con los Templarios es indiscutible. —Sin aguardar la aprobación de sus interlocutores, prosiguió—: Volvamos al relato de Baruel. Dice: QUIENES SE REFUGIARON EN LA CIUDAD RODEADA DE PUERTAS. En consecuencia, ¿no es ésta la indicación principal, la que debería llevarnos hacia nuestro próximo destino? Una ciudad. Una ciudad que haya albergado a los Templarios y que se distinga por la presencia de un edificio y por el número de puertas.
—Me inclino —capituló Sarrag—. Sin embargo… —añadió, con el entrecejo fruncido. Algo le preocupaba—. Fray Rafael, deseo creer en vuestra capacidad de deducción, en vuestro olfato. Concibo también que el texto de Baruel permita vislumbrar la verdad a quien sepa mirar. Pero, a pesar de todo, me cuesta admitir la presteza con la que habéis establecido esta relación entre Hiram, los Templarios y los ángeles. Como si, al igual que ese marino genovés, el tal Cristóbal Colón, supierais la respuesta de antemano.
Por primera vez, el joven pareció incómodo.
—Ya os lo he dicho, he podido estudiar los documentos más tiempo que vosotros.
—Vamos, fray Rafael, jugad limpio. Conocéis demasiados detalles sobre el mundo de los Templarios. Por el modo en que habláis de él, tengo la sensación de que…
—¿Ese universo me es familiar?
Sarrag asintió.
Un destello iluminó los ojos del monje.
Espero que actuéis igual que vuestros ilustres antepasados. Aquellos paladines guiados únicamente por el sentido de la abnegación, por su búsqueda del ideal y su voluntad de superación. Puedo prometeros que, si aceptáis confiar en mí, tendréis la oportunidad, tal vez la única en vuestra existencia, de vivir con toda plenitud esos tres principios.
—Está bien. Os lo contaré todo. En 1128, después del concilio de Troyes, los Caballeros del Templo decidieron venir aquí, a España, para apoyar a los ejércitos cristianos en su combate contra los moros. Con el transcurso de los siglos, los distintos monarcas que reinaron en la península, príncipes, condes y nobles de todo linaje les ofrecieron en señal de gratitud castillos, fortalezas, dominios, en ocasiones incluso ciudades enteras. Al mismo tiempo, numerosas órdenes directamente inspiradas por los Caballeros del Templo florecían en la península. Nacieron, entre otras, la orden de Alcántara, la de Calatrava, la de Montesa y la de… Santiago de la Espada. En 1170, en la Cáceres provisionalmente reconquistada, vieron la luz «los Frates de Cáceres». Colocándose bajo la protección real, sus miembros recibieron la misión de defender la ciudad contra un eventual ataque almohade y proteger a los peregrinos que se dirigían a Compostela. En 1171, a petición de Fernando II de León, el arzobispo de Santiago autorizó a los hermanos a adoptar el nombre de «Orden de Santiago de la Espada», nombre evocador que aludía al santo y gran protector de la Reconquista. Cuatro años más tarde, el papa Alejandro III reconoció oficialmente la nueva orden. Ahora bien, y esto os permitirá comprender mejor, la orden estaba sometida a una regla derivada de la de los… Templarios.
Sarrag y Ezra reprimieron un respingo.
—Su insignia era una cruz roja en forma de espada sobre fondo blanco, directamente inspirada en la cruz que adornaba el portal de los caballeros de Jerusalén. Uno de los miembros fundadores de la orden se llamaba Luján Vargas. Era mi antepasado. Mi abuelo Miguel y mi padre, Pedro Vargas, formaron parte de ella, al igual que yo mismo antes de ingresar en los franciscanos. —Permaneció unos instantes en silencio y añadió—: Baruel estaba también al corriente de mi pasado. Lo menciona en su texto.
—¿En qué lugar?
Vargas citó:
—SÓLO HE CONOCIDO A UN ÁNGEL…
Ni Ezra ni Ibn Sarrag dijeron una sola palabra. Se habían relajado. No cabía duda: comenzaban a sentirse seducidos por el mancebo.